19

—Kmuzu —dije mientras conducía el sedán camino de casa—, ¿quieres hacer el favor de invitar a Umm Saad a cenar con nosotros?

Me miró, sin duda pensaba que estaba completamente loco, pero se reservaba la opinión.

—Por supuesto, yaa Sidi. ¿En el comedor pequeño?

—Aja.

Vi pasar los árboles del barrio cristiano. Me preguntaba si yo mismo sabía lo que me traía entre manos.

—Espero que no subestimes a esa mujer.

—No lo creo. Sé de lo que es capaz. Creo que está totalmente en sus cabales. Cuando le diga que conozco lo del archivo Fénix y sus razones para presentarse en nuestra casa, se dará cuenta de que el juego ha terminado.

Kmuzu dio unos golpecitos en el volante con sus dedos índices.

—Si necesitas ayuda, yaa Sidi, estaré allí. No tendrás que enfrentarte con ella solo, como hiciste con el caíd Reda.

Sonreí.

—Gracias, Kmuzu, pero no creo que Umm Saad esté tan loca ni sea tan poderosa como Abu Adil. Nos limitaremos a sentarnos frente a frente en una comida. Intentaré mantener el control, inshallah.

Kmuzu me miró taciturno, luego se enfrascó en la conducción.

Al llegar a la mansión de Friedlander Bey, subí la escalera y me cambié de ropa. Me puse una túnica blanca y un caftán blanco al que trasladé la pistola estática. Todavía llevaba el daddy bloqueador del dolor. En realidad ya no lo necesitaba, y llevaba un cargamento de sunnies por si acaso. Sentía un aluvión de molestos dolores y achaques que el daddy había bloqueado. Lo peor de todo era el punzante dolor del hombro. Decidí que no tenía sentido sufrir como un valiente y fui directo a mi caja de píldoras.

Mientras esperaba la respuesta de Umm Saad a mi invitación, oí al muecín de Papa llamar a la oración del ocaso. Desde mi charla con el patriarca de la mezquita del zoco de la calle el-Khemis, rezaba más o menos con regularidad. Quizá no cumplía las cinco plegarias diarias, pero lo hacía decididamente mejor que antes. Bajé la escalera hasta el despacho de Papa. Allí guardaba su alfombra de oración y tenía un mihrab especial construido en una de las paredes. El mihrab es una pequeña hornacina semicircular que se encuentra en todas las mezquitas, e indica la dirección de la Meca. Después de lavarme la cara, las manos y los pies, desenrollé la esterilla de oración, borré de mi mente el escepticismo y me dirigí a Alá.

Cuando terminé de orar, Kmuzu murmuró:

—Umm Saad te espera en el comedor pequeño.

—Gracias.

Doblé la alfombra de Papa y la guardé. Me sentía fuerte y decidido. Siempre creía que era una ilusión temporal causada por la oración, pero ahora dudaba que se tratase de una ilusión. La seguridad era real.

—Está bien que hayas recuperado la fe, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. Algún día debes dejar que te explique el milagro de Jesucristo.

—Jesucristo no es un extraño para los musulmanes —respondí—, y sus milagros no son ningún secreto para la fe.

Entramos en el comedor. Umm Saad y su hijo estaban sentados en sus sitios. No había invitado al chico, aunque su presencia no evitaría lo que tenía que decir.

—Bienvenidos —dije—, y que Alá os conceda una buena comida.

—Gracias, oh caíd —dijo Umm Saad—. ¿Cómo te encuentras?

—Muy bien, gracias a Alá.

Me senté y Kmuzu se quedó detrás de mi silla. Noté que también Habib entraba en la habitación, o quizá era Labib, en cualquier caso, la Roca que no estuviera custodiando a Papa en el hospital. Umm Saad y yo intercambiamos cumplidos hasta que la criada trajo una bandeja de tahini y pescado en salazón.

—Tu cocina es excelente —dijo Umm Saad—. Disfruto con vuestras comidas.

—Me complace.

Trajeron más cosas de aperitivo: hojas de parra frías rellenas, corazones de alcachofas hervidos, rodajas de berenjenas rellenas de crema de queso. Indiqué a mis invitados que se sirvieran ellos mismos.

Umm Saad sirvió porciones generosas de cada bandeja en el plato de su hijo. Luego se dirigió a mí.

—¿Te sirvo café, oh caíd?

—Dentro de un momento. Siento que Saad ben Salah esté aquí para oír lo que tengo que decir. Ha llegado el momento de que te explique lo que he descubierto. Sé que trabajas para el caíd Reda y que has intentado asesinar a Friedlander Bey. Sé que ordenaste a tu hijo que provocara el incendio y sé lo de los dátiles envenenados.

Umm Saad palideció de horror. Acababa de dar un bocado de hoja de parra rellena, la escupió y la dejó en su plato.

—¿Qué has hecho? —dijo enfurecida.

Cogí otra hoja de parra rellena y me la metí en la boca. Cuando terminé de masticarla, respondí.

—No he hecho nada tan terrible como crees.

Saad ben Salah se levantó y se acercó a mí. Su joven rostro estaba deformado por una expresión de rabia y odio.

—¡Por las barbas del profeta! ¡No voy a permitir que hables así a mi madre!

—Sólo digo la verdad. ¿No es cierto, Umm Saad?

El chico me miró.

—Mi madre no tiene nada que ver con el incendio. Fue idea mía. Te odio y odio a Friedlander Bey. Es mi abuelo y me repudia. Abandona a su propia hija al sufrimiento de la pobreza y la miseria. Merece morir.

Tomé el café con serenidad.

—No lo creo. Es muy encomiable por tu parte que cargues con la culpa, Saad, pero tu madre es la culpable, no tú.

—¡Eres un mentiroso! —gritó la mujer.

El muchacho se abalanzó sobre mí, pero Kmuzu se interpuso entre nosotros. Tenía más fuerza de la necesaria para frenar a Saad.

Me volví hacia Umm Saad.

—Lo que no comprendo es por qué intentaste asesinar a Papa. No veo que su muerte te beneficie en absoluto.

—Entonces no sabes tanto como te crees —dijo. Dio la impresión de relajarse un poco. Sus ojos volaban de mí hacia Kmuzu, que aún agarraba férreamente a su hijo—. El caíd Reda me prometió que si descubría los planes de Friedlander Bey o lo eliminaba, para que él ya no tuviera ningún obstáculo, satisfaría mi deseo de ser dueña de esta casa. Me quedaría con las propiedades de Friedlander Bey y sus empresas de negocios, y dejaría todas las cuestiones de influencia política al caíd Reda.

—Claro, no tenías más que confiar en Abu Adil. ¿Cuánto crees que hubieras durado antes de que te eliminase del mismo modo que tú hubieses eliminado a Papa? Así podría unir las dos casas más poderosas de la ciudad.

—¡No son más que fabulaciones! —Se puso de pie, mirando a Kmuzu—. Suelta a mi hijo.

Kmuzu me miró. Yo negué con la cabeza.

Umm Saad sacó una pequeña pistola de agujas de su bolso.

—¡He dicho que sueltes a mi hijo!

—Señora —dije, levantando las manos para demostrar que no tenía nada que temer—, has fracasado. Guarda la pistola. Si persistes, ni la riqueza del caíd Reda te protegerá de la venganza de Friedlander Bey. Estoy seguro de que el interés de Abu Adil por ti ha llegado a su fin. En este momento sólo estás engañándote a ti misma.

Disparó dos o tres dardos al techo para demostrarme que estaba dispuesta a emplear el arma.

—Suelta a mi hijo —dijo bruscamente—. Vamos.

—No sé si puedo hacerlo —dije—. Estoy seguro de que Friedlander Bey deseará…

Oí un ruido como ¡zitt zitt! y vi que Umm Saad me había disparado. Respiré hondo esperando que la mordedura del dolor me indicara dónde me había herido, pero no sucedió. Su nerviosismo había frustrado sus propósitos incluso en esto.

Apuntó la pistola de agujas hacia Kmuzu, que seguía inmóvil, escudado aún por el cuerpo de Saad. Luego volvió a apuntarme a mí. Mientras tanto, la Roca Parlante se había interpuesto entre nosotros. Levantó una mano y la dejó caer contra el puño de Umm Saad, que soltó la pistola de agujas. Luego la Roca levantó la otra mano, apretando su enorme puño.

—No —grité.

Pero era tarde para detenerlo. De un poderoso revés derribó a Umm Saad al suelo. Vi un brillante reguero de sangre en su rostro por debajo de su labio partido. Yacía de espaldas, con la cabeza vuelta en un ángulo grotesco. Sabía que la Roca la había matado de un golpe.

—Ya van dos —dije.

Ahora podría dedicarme por completo a Abu Adil y a Umar, el juguete traidor del viejo.

—¡Hijo de perra! —gritó el muchacho. Forcejeó un momento y luego Kmuzu le permitió acercarse a ella. Se inclinó y acunó el cadáver de su madre—. Oh, madre, madre —murmuró llorando.

Kmuzu y yo dejamos que la llorase un instante.

—Saad, levántate —dije al fin.

Me miró. Creo que nunca he visto tanta malevolencia en el rostro de nadie.

—Os mataré —dijo—. Te lo prometo. A todos.

Kmuzu puso la mano sobre el hombro de Saad, pero el chico se libró de ella.

—Escucha a mi amo —dijo Kmuzu.

—No.

Entonces se lanzó rápidamente sobre la pistola de agujas de su madre. La Roca golpeó el brazo del chico. Saad cayó junto a su madre, sosteniéndose el brazo y sollozando.

Kmuzu se arrodilló y cogió la pistola de agujas. Volvió a levantarse y me dio el arma.

—¿Qué vas a hacer, yaa Sidil —¿Con el muchacho?

Miré a Saad pensativo. Sabía que me deseaba lo peor, pero sólo sentí lástima por él. No había sido más que un instrumento en el pacto de su madre con Abu Adil, un peón en su malvado plan para usurpar el poder de Friedlander Bey. Pero no esperaba que Saad lo comprendiera. Para él, Umm Saad sería siempre la mártir de una cruel injusticia.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Kmuzu, interrumpiendo mis pensamientos.

—Oh, déjalo marchar. Ya ha sufrido bastante. —Kmuzu retrocedió un paso y Saad se puso en pie, aguantándose el brazo amoratado cerca del pecho—. Me ocuparé de los preparativos del funeral de tu madre.

De nuevo su semblante se llenó de odio.

—¡No la toques! —gritó—. Yo enterraré a mi madre. —Me dio la espalda y se precipitó hacia la puerta. Al salir se volvió para mirarme—. Si existen las maldiciones en este mundo —dijo con voz febril—, las invoco contra ti y contra tu casa. Te haré pagar cien veces por lo que has hecho. Lo juro tres veces, ¡por la vida del profeta Mahoma!

Luego, salió del comedor.

—Te has creado un encarnizado enemigo, yaa Sidi —dijo Kmuzu.

—Lo sé, pero no puedo preocuparme por ello.

Sacudí la cabeza con tristeza.

Sonó el teléfono del aparador y la Roca respondió.

—¿Sí? —dijo.

Escuchó un momento y luego me lo ofreció.

—Diga —respondí.

Sólo oí una palabra del otro lado.

—Ven.

Era la otra Roca.

Sentí un escalofrío.

—Debemos ir al hospital —dije, mirando el cuerpo de Umm Saad sin decidirme.

Kmuzu comprendió mi problema.

—Youssef puede disponerlo todo, yaa Sidi, si ése es tu deseo.

—Sí, os necesitaré a los dos.

Kmuzu asintió y salimos del comedor con Labib o Habib guardándome las espaldas. Aguardamos fuera y Kmuzu trajo el sedán hasta la puerta de casa. Me senté detrás. Pensé que la Roca cabría mejor en el asiento de delante.

Kmuzu corría por las calles casi tan deprisa como Bill el taxista. Llegamos a la suite uno justo cuando un enfermero salía de la habitación de Papa.

—¿Cómo está Friedlander Bey? —pregunté con temor.

—Aún vive —dijo el enfermero—. Está consciente, pero no pueden quedarse mucho rato. Pronto entrará en el quirófano. El doctor está con él ahora.

—Gracias —le respondí. Me dirigí a Kmuzu y a la Roca—. Esperad aquí.

—Sí, yaa Sidi —dijo Kmuzu.

La Roca ni siquiera chistó. Sólo le dirigió una mirada hostil a Kmuzu.

Entré en la suite. Vi a otro enfermero afeitando el cráneo de Papa, era evidente que lo preparaba para la operación. Tariq, su valet, lo miraba preocupado. El doctor Yeniknani y otro médico estaban sentados a una mesa, hablando en voz baja.

—Gracias a Dios que está aquí —dijo el valet—. Nuestro amo ha preguntado por usted.

—¿Qué sucede, Tariq?

Frunció el ceño. Estaba a punto de llorar.

—No lo comprendo. Los doctores se lo explicarán. Pero ahora debe decir a nuestro amo que está aquí.

Me acerqué a Papa y le miré. Parecía dormido, respiraba débilmente. Su piel tenía un enfermizo color grisáceo, y los labios y los párpados extrañamente oscuros. El enfermero terminó de raparle la cabeza y eso acentuó el aspecto raro y mortecino de Papa.

Abrió los ojos.

—Nos hemos sentido solos, hijo mío, sin tu presencia —dijo.

Su voz era imperceptible, como las palabras transportadas por el viento.

—Que Dios haga que nunca te sientas solo, oh caíd —dije.

Me incliné y le besé en la mejilla.

—Debes decirme… —empezó, pero su respiración se volvió jadeante y no pudo concluir la frase.

—Todo ha salido bien, gracias a Alá. Umm Saad ya no existe. Ya he advertido a Abu Adil de la inutilidad de conspirar contra ti.

Las comisuras de su boca se movieron.

—Serás recompensado. ¿Cómo derrotaste a la mujer?

Me habría gustado que dejase de pensar en términos de deudas y recompensas.

—Tengo un módulo de personalidad del caíd Reda. Cuando me lo conecté aprendí muchas cosas útiles.

Cogió aliento, parecía triste.

—Entonces sabes…

—Sé lo del archivo Fénix, oh caíd. Sé que defendiste esa horrible trama en cooperación con Abu Adil.

—Sí. Y también sabrás que soy el abuelo de tu madre, que tú eres mi biznieto. Pero ¿comprendes por qué hemos mantenido el secreto?

La verdad era que no, no lo sabía hasta ese momento, aunque, si con el moddy de Abu Adil me hubiera detenido a pensar sobre mí y sobre mi madre, la información habría aflorado a mi conciencia.

De modo que en todo ese asunto de si Papa era mi padre, mi madre se había comportado con astucia y precaución. Supongo que ella sabía la verdad. Por eso Papa se molestó tanto cuando la eché de casa al llegar a la ciudad. Por eso Umm Saad le producía tanto dolor, porque intentaba reemplazar a los herederos legítimos con la ayuda de Abu Adil. Y Umm Saad utilizaba el archivo Fénix para chantajear a Papa. Ahora comprendía por qué la dejó quedarse en su casa tanto tiempo y por qué prefería que yo me ocupara de ella.

Desde que el dedo divino de Friedlander Bey descendió de las nubes para señalarme hace ya algún tiempo, yo estaba destinado a fines elevados. ¿Había dejado de ser simplemente el ayudante indispensable y reticente de Papa? ¿O me había adiestrado para heredar el poder y la riqueza, junto con las terribles decisiones de vida o muerte que Papa tomaba cada día?

¡Qué ingenuo había sido, pensando que podía encontrar el medio de escapar! Estaba más que bajo el pulgar de Friedlander Bey, él me poseía y su indeleble marca estaba escrita en mi material genético. Me temblaron los hombros al percatarme de que nunca sería libre y cualquier esperanza de libertad había sido una mera ilusión.

—¿Por qué ni tú ni mi madre me confiasteis el secreto?

—No estás solo, hijo… mío. De joven, tuve muchos descendientes. Mi hijo mayor murió cuando era mayor que tú ahora y lleva muerto más de un siglo. Tuve docenas de nietos, uno de los cuales es tu madre. No sé cuántos descendientes de tu generación debo de tener. No sería correcto que te sintieras único y emplearas tu relación conmigo para fines egoístas. Necesitaba asegurarme de que eras digno, antes de reconocerte como mi favorito.

El discurso no me arrebataba tanto como él pensaba. Parecía un lunático con pretensiones divinas, dando su bendición como un regalo de cumpleaños. ¡Papa no quería que emplease mi relación con él para fines egoístas! ¡Jo, si eso no era el colmo de la ironía!

—¡Sí, oh caíd! —dije.

No me costaba nada parecer dócil. Mierda, le iban a rajar el cerebro en pocos minutos. Sin embargo, no le hice ninguna promesa.

—Recuerda —dijo bajito—, hay muchos otros que desean tu posición privilegiada. Tienes montones de primos a quienes algún día quizás hagas daño.

Fantástico. Más preocupaciones.

—Entonces, los ficheros del ordenador que investigué…

—Se han cambiado una y otra vez a lo largo de los años. —Sonrió débilmente—. Debes aprender a no fiarte de la verdad que sólo tiene una existencia electrónica. Después de todo, ¿acaso no nos dedicamos a ofrecer versiones de la verdad a las naciones del mundo? ¿No has aprendido lo dúctil que puede ser la verdad?

A cada segundo se me ocurrían más preguntas.

—Entonces, ¿mi verdadero padre fue Bernard Audran?

—El marinero provenzal, sí.

Me alivió saber que al menos una cosa era cierta.

—Perdóname, querido —murmuró Papa—. No deseaba revelarte lo del archivo Fénix y que eso pusiera más difíciles las cosas entre tú, Umm Saad y Abu Adil.

Le cogí la mano, estaba temblando.

—No te preocupes, oh caíd. Ya casi ha concluido todo.

—Señor Audran. —Noté la gran mano del doctor Yeniknani sobre mi hombro—. Vamos a bajar a su patrón al quirófano.

—¿Qué es lo que va mal? ¿Qué van a hacer?

Era obvio que no había tiempo para largas explicaciones.

—Tenía razón sobre los dátiles envenenados. Alguien ha estado envenenándole desde hace algún tiempo. Su médula, la parte del cerebro que controla la respiración, los latidos del corazón y la consciencia, ha sufrido serios daños. Si no actuamos de inmediato, se sumirá en un coma irreversible.

Sentí la boca seca y el corazón a cien.

—¿Qué le van a hacer?

El doctor Yeniknani se miró las manos.

—El doctor Lisan cree que la única esperanza es un trasplante parcial de médula. Estamos esperando el historial médico de un donante compatible.

—¿Y lo han encontrado hoy?

Me pregunté a quién de ese maldito archivo Fénix sacrificarían para ello.

—No le prometo éxito, señor Audran. Esta operación sólo se ha intentado tres o cuatro veces antes y nunca en esta parte del mundo. Pero usted sabe que si algún cirujano puede ofrecerle alguna esperanza, ése es el doctor Lisan. Y por supuesto, yo le ayudaré. Su patrón tendrá a su favor toda la experiencia y todas las plegarias de sus fieles amigos.

Asentí impávido. Vi como dos enfermeros levantaban a Friedlander Bey de su cama de hospital y lo depositaban en una camilla con ruedas. Le cogí la mano una vez más.

—Dos cosas —dijo con un ronco suspiro—. Traslada a la viuda del policía a nuestra casa. Cuando pasen cuatro meses del luto, debes casarte con ella.

—¡Casarme con ella!

Estaba tan sorprendido que olvidé el respeto debido.

—Y cuando me recupere de esta enfermedad… —Bostezó, casi sin poder mantener los ojos abiertos debido a la medicación que los enfermeros le habían administrado. Agaché la cabeza para oír sus palabras—. Cuando me reponga, iremos a la Meca.

Eso no era lo que yo esperaba. Supongo que gruñí:

—La Meca.

—El peregrinaje. —Abrió los ojos. Parecía asustado, no de la operación sino del incumplimiento de su obligación con Alá—. Ya va siendo hora —dijo, y se lo llevaron.

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