3

Antes de que me llenaran el cráneo de amperios, solía usar despertador. Por la mañana cuando sonaba me gustaba quedarme en la cama un poco más, legañoso y bostezante. Unas veces me levantaba, otras no. Ahora no me queda más remedio. Me conecto un potenciador la noche anterior y cuando el daddy decide que ya es la hora, mis ojos se abren y me despierto. Es una transición brusca que me deja desconcertado. No hay forma humana de que ese chip me permita volverme a dormir. Lo odio.

El domingo por la mañana me levanté a las ocho, puntualmente. Ante mi cama se encontraba un negro que no había visto en mi vida. Pensé un instante. Era grande, mucho más alto que yo y bien formado, sin exagerar. La mayoría de los negros que se ven en la ciudad son como Janelle, refugiados de algún yermo erial africano azotado por el hambre. Pero ese tipo no se había perdido ni una sola comida sensata y equilibrada en toda su vida. Tenía una cara larga y seria, y daba la impresión de estar permanentemente enfadado. Los duros ojos pardos y la cabeza rapada acentuaban su aspecto amenazador.

—¿Quién eres tú? —le pregunté, sin salir de las sábanas todavía.

—Buenos días, yaa Sidi —respondió. Tenía una voz apacible, grave, con un toque ronco—. Me llamo Kmuzu.

—Por algo se empieza. Ahora, en nombre de Alá, dime qué haces aquí.

—Soy tu esclavo.

—Y una mierda.

Me gusta imaginarme como el defensor de los oprimidos y todo eso. Me enferma la idea de la esclavitud, una postura que contraría la opinión prevaleciente entre mis amigos y convecinos.

—El amo de la casa me ha ordenado que vele por tus necesidades. Cree que seré el criado perfecto para ti, yaa Sidi, porque mi nombre significa «medicina» en Ngoni.

En árabe mi nombre significa «enfermedad». Friedlander Bey sabía que mi madre me había llamado Marîd con la supersticiosa esperanza de que mi vida se viera libre de enfermedades.

—No me importa tener un valet, pero no quiero un esclavo.

Kmuzu se encogió de hombros. Empleara o no la palabra, él sabía que seguía siendo esclavo de alguien, mío o de Papa.

—El amo de la casa me ha instruido con todo detalle sobre tus necesidades —dijo, entornando los ojos—. Me prometió la emancipación si abrazaba el Islam, pero no puedo traicionar la fe de mis padres. Creo que debes saber que soy un fiel cristiano.

Eso significaba que mi nuevo criado desaprobaría de todo corazón casi todo lo que yo hiciera o dijera.

—A pesar de ello intentaremos ser amigos —le respondí.

Me senté y estiré las piernas fuera de la cama. Me desconecté el control de sueño y lo puse en la ristra de daddies que guardo en la mesilla de noche. En los viejos tiempos, por la mañana pasaba mucho rato rascándome, bostezando y mirándome el ombligo, pero ahora, cuando me despierto, me están vedados tales placeres.

—¿En serio necesitas ese aparato? —preguntó Kmuzu.

—Mi cuerpo ha perdido la costumbre de dormirse y despertarse por su cuenta.

Sacudió la cabeza.

—Ese problema es bastante sencillo, yaa Sidi. Si te quedas despierto hasta muy tarde, te caerás de sueño.

Comprendí que si quería estar tranquilo, tendría que matar a ese hombre, y pronto.

—No lo entiendes. El problema es que después de tres días y tres noches sin dormir, cuando por fin logro conciliar el sueño tengo fantásticas pesadillas, realmente macabras. ¿Por qué he de pasar un mal rato, si basta con pastillas o software para evitarlo?

—El amo de la casa me ordenó que limitara tu uso de drogas.

Empezaba a exasperarme.

—Muy bien, pues inténtalo.

Probablemente el «regalo» del esclavo por parte de Friedlander Bey ocultaba la cuestión de la droga. Cometí un error la primera mañana chez Papa, me presenté tarde a desayunar debido a una resaca de butacuálido. Estuve un poco descoordinado durante un par de horas y con eso me gané su desaprobación. Así que esa primera mañana pasé por la tienda de moddies de Laila en la calle cuarta del Budayén e invertí mi dinero en un control de sueño.

Sigo prefiriendo una docena de beauties, pero estos días por todas partes veo espías de Papa por encima del hombro. Son un millón. Dejadme aclarar algo: vosotros no desearíais su desaprobación. Nunca olvida este tipo de cosas. Si es necesario, contrata a otros para que te transmitan sus quejas.

Sin embargo, la situación presenta ciertas ventajas. La cama, por ejemplo. Yo nunca había tenido una cama, sólo un colchón tirado en el suelo en un rincón de la habitación. Ahora puedo dar un puntapié a los calcetines y a la ropa interior sucia, y si se cae al suelo y se pierde, sé dónde estará, aunque no pueda alcanzarla. Aún me caigo de la maldita cama un par de veces a la semana, pero debido al control de sueño, no me despierto, me quedo acurrucado en el suelo hasta la mañana siguiente.

Ese domingo por la mañana salí de la cama, me di una ducha caliente, me lavé el pelo, me cepillé la barba y me lavé los dientes. Se supone que debo estar en mi oficina de la comisaría de policía a las nueve, pero una de las maneras de afirmar mi independencia es hacer caso omiso del horario. No me apuro para vestirme. Escojo unos pantalones de color caqui, una camisa azul celeste, una corbata oscura y una americana blanca de lino. Todos los empleados civiles del departamento de policía visten de ese modo, me alegro. La vestimenta árabe me trae demasiados recuerdos de la vida que dejé atrás cuando me trasladé a la ciudad.

—De modo que te han puesto para fisgar lo que hago —dije mientras intentaba igualar los dos extremos de mi corbata.

—Estoy aquí para ser tu amigo, yaa Sidi —contestó Kmuzu.

Me entró la risa. Antes de ir a vivir al palacio de Friedlander Bey me encontraba muy solo. Vivía en un apartamento de una habitación, casi vacío, con la almohada por única compañía. Claro que tenía algunos amigos, pero no de esos que se presentan en casa de vez en cuando por añoranza. Estaba Yasmin, a quien supongo quería un poco. A veces pasábamos la noche juntos, pero ahora, cuando nos encontramos mira para otro lado. Creo que le molestó que matara a unos cuantos tipos.

—¿Y si te pego? —pregunté a Kmuzu—. ¿Seguirás siendo mi amigo?

Intentaba ser sarcástico, pero sin duda fue un error.

—Te detendré —dijo Kmuzu, y su voz era la más glacial que he oído nunca.

Creo que perdería la mandíbula.

—Era una broma, ya sabes.

Kmuzu asintió con la cabeza y la tensión se diluyó.

—¿Me ayudas con esto? Creo que la corbata puede conmigo.

La expresión de Kmuzu se relajó un poco, parecía estar contento de poder realizar ese trabajito.

—Ahora está bien —dijo mientras terminaba—. Te prepararé el desayuno.

—Yo no desayuno.

Yaa Sidi, el amo de la casa me ha ordenado que me asegurara de que desayunes de ahora en adelante. Cree que el desayuno es la comida más importante del día.

¡Que Alá me salve de los fascistas de la nutrición!

—Si como por la mañana, me siento como un pedazo de plomo durante unas horas.

A Kmuzu no le importaba mi opinión.

—Te prepararé el desayuno.

—¿No tienes que ir a la iglesia?

Me miró con paciencia.

—Ya he ido. Ahora te prepararé el desayuno.

Estoy seguro de que hizo una lista de todas las calorías que ingerí en un informe para Friedlander Bey. Éste es sólo otro ejemplo de las dotes de persuasión de Papa.

Es posible que me sintiera como un prisionero, pero tenía sus compensaciones. Disponía de una espaciosa suite en el ala oeste de la gran casa de Friedlander Bey, en el segundo piso, cerca de las dependencias privadas de Papa. Mi armario estaba abarrotado de trajes de diferentes estilos y modas, occidentales, árabes y ropa informal. Papa me proporcionó un montón de sofisticado hardware de alta tecnología, desde un nuevo ordenador Chhindwara a un sistema holo Esmeraldas con pantallas Libertad y un solipsizador de argón Ruy Challenger. No tenía que preocuparme por el dinero. Una vez a la semana, una de las Rocas Parlantes dejaba un grueso sobre con dinero contante y sonante sobre mi escritorio.

Mi vida había cambiado tanto que los días de pobreza e inseguridad parecían una pesadilla treintañera. Hoy estoy bien alimentado, bien vestido y soy bien acogido entre la gente adecuada; todo eso me cuesta lo que vosotros creéis: mi dignidad y la desaprobación de la mayoría de mis amigos.

Kmuzu me avisó de que el desayuno estaba listo.

Basmala —murmuré mientras me sentaba. En el nombre de Dios.

Comí unos cuantos huevos, pan frito en mantequilla y me tragué una taza de café cargado.

—¿Deseas algo más, yaa Sidil —preguntó Kmuzu.

—No, gracias.

Contemplaba el muro distante, pensando en la libertad. Me preguntaba si habría algún modo de comprar mi salida de la policía. No con dinero, de eso estaba seguro. No creo que sea posible sobornar a Papa con dinero. Sin embargo, si aguzaba el ingenio podía encontrar algún otro medio de presión. Inshallah.

Entonces, ¿puedo bajar y traer el coche? —preguntó Kmuzu.

Con sólo pestañear ya se había puesto en marcha. No tenía la gran limusina negra de Friedlander Bey a mi disposición, pero sí un cómodo automóvil eléctrico. Después de todo, yo era su representante oficial entre los guardianes de la justicia.

Kmuzu sería mi chófer. Se me ocurrió que debía ingeniármelas para no ir a todas partes con él.

—Sí, bajo en un minuto.

Me pasé la mano por el pelo, que volvía a estar largo. Antes de salir de casa, metí una ristra de moddies y daddies en mi maletín. Es imposible predecir qué tipo de personalidad o qué talentos y habilidades particulares necesitaré cuando voy a trabajar. Lo mejor es cogerlos todos y estar preparado.

Esperé a Kmuzu en la escalera de mármol. Era el mes de Rabi al-Awwal y del cielo gris caía una cálida llovizna. Aunque la finca de Papa se encontraba en un populoso vecindario en el mismo corazón de la ciudad, me sentía en el tranquilo jardín de un oasis, lejos de la mugre y el barullo urbano. Me rodeaba un lujoso césped que había sido plantado sólo para sosegar el espíritu de un viejo fatigado. Escuchaba el sereno y plácido fluir de las refrescantes fuentes y el gorjeo de ciertos pájaros industriosos junto a los frutales esmeradamente cuidados. El aire sereno transportaba el olor penetrante y dulzón de las flores exóticas. Intentaba que nada de eso me sedujera.

Subí al sedán westfaliano de color crema y atravesamos la puerta protectora. Más allá del muro fui arrojado de repente al bullicio y al clamor de la ciudad y me consternó saber cuánto lamentaba abandonar la serenidad de la casa de Papa. Se me ocurrió que a su debido tiempo yo también sería como él.

Kmuzu me hizo bajar del coche en la calle Walid al-Akbar, frente a la comisaría que velaba por los asuntos del Budayén. Me dijo que regresaría puntualmente a las cuatro y media para llevarme a casa. Daba la impresión de ser una de esas personas que nunca llega tarde. Desde la acera observé como se marchaba.

Siempre había un montón de niños en torno a la comisaría. No sé si esperaban ver entrar a algún criminal esposado, que soltaran a sus padres o sólo vagaban con la esperanza de mendigar unas monedas. Yo mismo había sido uno de ellos no hacía mucho en Argel y no me dolía que alguien arrojase unos cuantos kiams al aire y nos mirase pelear por ellos. Busqué en mi bolsillo un puñado de monedas. Los chicos más grandes y fuertes cogían el dinero fácil y los pequeños se colgaban de mis piernas y suplicaban: Baksheesh! Cada día era un desafío deshacerme de mis jóvenes pasajeros antes de entrar por la puerta giratoria.

Tenía una oficina en un pequeño cubículo del tercer piso de la comisaría. Mi cubículo estaba separado del de mis vecinos por unas mamparas verdepálidas poco más altas que yo. Siempre había un olor ácido en el aire, una mezcla de sudor rancio, humo de tabaco y desinfectante. Encima de mi escritorio, un estante contenía cajas de plástico llenas de células de memoria de aleación de cobalto con ficheros antiguos dentro. En el suelo había una gran caja de cartón repleta de ficheros acabados. Un asqueroso ordenador Annamese sobre mi escritorio resolvía dos de cada tres trabajos. Por supuesto mi trabajo no era muy importante, no según el teniente Hajjar. Ambos sabíamos que estaba allí sólo para controlar las cosas en nombre de Friedlander Bey. Papa cotizaba por tener su propio distrito de policía dedicado a proteger sus intereses en el Budayén.

Hajjar entró en mi cubículo y dejó caer otra pesada caja sobre mi escritorio. Era un jordano que tenía un largo historial de arrestos antes de llegar a la ciudad. Supongo que hace diez años debía de ser un atleta, pero ahora no estaba en forma. Llevaba el pelo corto y últimamente intentaba dejarse barba. Tenía un aspecto horroroso, como la piel de un kiwi. Parecía la pesadilla de la madre de un traficante de drogas, que es lo que era cuando no dirigía los asuntos del vecino barrio amurallado.

—¿Qué tal, Audran?

—Okay. ¿Qué es todo esto?

—He encontrado algo que te será útil.

Hajjar era unos dos años más joven que yo y le encantaba mandarme.

Miré la caja. Contenía dos centenares de placas de aleación de cobalto. Parecía otro de esos trabajos aburridos.

—¿Quieres que ordene esto?

—Quiero que los incluyas en el registro diario.

Juré entre dientes. Todo policía lleva una agenda electrónica donde anota sus actividades diarias: dónde ha ido, qué ha visto, qué ha dicho, qué ha hecho. Al final del día entrega la célula de memoria del libro a su sargento. Ahora Hajjar quería que clasificase todas las placas del archivo de la comisaría.

—Éste no es el tipo de trabajo que Papa desea que haga —dije.

—¡Qué cono! Si tienes quejas preséntaselas a Friedlander Bey. Mientras tanto, haz lo que yo te ordene.

—Está bien —dije, contemplando la espalda de Hajjar mientras se marchaba.

—Por cierto —añadió, volviéndose hacia mí—, quiero que veas a alguien más tarde. Será una agradable sorpresa.

Lo dudé.

—Aja.

—Bueno, dale caña a todas esas placas. Las quiero terminadas para el almuerzo.

Volví a mi escritorio, sacudiendo la cabeza. Hajjar me sacaba de quicio. Y lo que era peor, lo sabía. No le daría el gusto de verme irritado.

Lo divertido era que Hajjar estaba también en nómina de Friedlander Bey, pero simulaba trabajar por libre. Al ser ascendido y gozar de cierta autoridad, Hajjar había sufrido cambios sorprendentes. Empezaba a tomarse en serio el trabajo y había puesto fin a sus intrigas y a sus componendas. No es que de repente hubiera descubierto el sentido del honor, simplemente había caído en la cuenta de que tenía que trabajar duro para evitar que lo despidieran por corrupto e incompetente.

Seleccioné el moddy de eficiencia entre mi-ristra y me lo conecté en el enchufe posterior. Mi implante posterior es como el de todo el mundo. Me permite conectarme un moddy y seis daddies. Pero el enchufe anterior es mi pequeño salto a la fama. Desemboca directamente en mi hipotálamo y me permite conectarme daddies especiales. Según creo, nunca se le ha hecho a nadie un segundo implante. Me alegro de no haber sabido que Friedlander Bey les dijo a los médicos que probasen algo experimental y peligroso para mi salud. Supongo que no quería preocuparme. Ahora ya no hay por qué temer y me alegro de que lo hayan hecho. Me convierte en un miembro más productivo de la sociedad y todo ese rollo.

Cuando tenía aburrido trabajo de policía que hacer, lo cual era casi todo el día, me enchufaba un moddy naranja que Hajjar me había dado. Tenía una etiqueta que decía «Manufacturado en Helvecia». Supongo que los suizos tienen mucho interés por la eficacia. En un instante ese moddy podía convertir a la persona más enérgica e inquieta del mundo en un individuo servil. No en un servil estúpido, como lo que me hacía el moddy de Medio Hajj, sino en un trabajador aplicado, no lo bastante consciente como para distraerse antes de acabar el contenido de la caja. Ése es el mayor regalo del oficial subalterno desde la pausa conyugal del café.

Solté un suspiro, y me enchufé el moddy:


La sensación inmediata fue como si el mundo entero se tambaleara y luego recuperara el equilibro. Había un gusto extraño, metálico en la boca de Audran y un agudo zumbido en sus oídos. Sintió náuseas, pero intentó ignorarlas porque no desaparecerían hasta que no se desconectase el moddy. El moddy había quemado su personalidad como la mecha de una vela, hasta el punto de que era sólo un vago e inservible vestigio de su verdadero ser.

Audran no estaba lo bastante consciente como para sentir resentimiento. Sólo recordaba que tenía trabajo que hacer y sacó de la caja dos puñados de placas de cobalto. Introdujo seis de ellas en las ranuras correspondientes por debajo de la lamentable pantalla del ordenador. Audran tocó el control y dijo: «Copia las entradas uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis». Observó con los ojos en blanco mientras el ordenador grababa los contenidos de las placas. Cuando terminó la operación, sacó las placas, las apiló a un lado de su escritorio y cargó seis más. Apenas notó que la mañana transcurría mientras clasificaba los registros.

—Audran. —Alguien pronunciaba su nombre.

Dejó lo que estaba haciendo y miró por encima de su hombro. El teniente Hajjar y un patrullero uniformado estaban en el umbral de su cubículo. Audran se volvió despacio hacia el ordenador. Alargó la mano hacia la caja pero estaba vacía.

—Desconéctate esa maldita cosa.

Audran miró a Hajjar y asintió. Había llegado el momento de quitarse el moddy.


Tras un ligero mareo de desorientación volvía a estar sentado en mi oficina, contemplando estúpidamente el moddy helvético que tenía en la mano.

—Jo —murmuré.

Era un alivio recuperar la consciencia.

—Te voy a contar un secreto sobre Audran —dijo Hajjar al policía—. No lo contratamos por sus maravillosas cualidades. En realidad no posee ninguna. Pero tiene buena mano para el hardware. Audran utiliza un moddy para realizar su trabajo diario.

El policía sonrió.

—Hey, fuiste tú quien me dio el moddy —dije.

Hajjar se encogió de hombros.

—Audran, éste es el oficial Shaknahyi.

—¿Cómo estás?

—Bien —contestó el policía.

—Tendrás que vigilar a Audran —dijo Hajjar—. Tiene una de esas personalidades adictivas. Hace un tiempo montó un cirio de cuidado para no tener que operarse el cerebro. Ahora no lo verás nunca sin algún tipo de moddy en su cabeza.

Eso me conmovió. No me había percatado de que utilizaba tanto mis moddies. Me sorprendió que otro se diera cuenta.

—Intenta ignorar sus defectos, Jirji, porque vais a trabajar juntos.

Shaknahyi le dirigió una mirada mordaz, yo hice lo mismo.

—¿Qué significa «trabajar juntos»? —dijo el policía.

—Lo que habéis oído. Tengo un trabajito para vosotros. Vais a trabajar muy juntos durante un tiempo.

—¿Vas a librarme de la calle? —preguntó Shaknahyi.

Hajjar negó con la cabeza.

—No he dicho tal cosa. Te estoy asignando a Audran como compañero de patrulla.

Shaknahyi se puso tan furioso que pensé que iba a partirse por la mitad.

—¡Antes prefiero que Satán se lleve a mis hijos! —dijo—. ¡Si crees que me vas a endosar a un tipo sin instrucción ni experiencia, estás loco!

No me agradaba la idea de salir a la calle. No quería convertirme en un blanco para cualquier imbécil con una pistola de agujas barata.

—Se supone que debo quedarme aquí, en la comisaría —dije—. Friedlander Bey nunca habló de un verdadero trabajo de policía.

—Te irá bien, Audran —dijo Hajjar—. Podrás circular y ver a tus viejos colegas. Se quedarán impresionados cuando les ciegues con tu placa.

—Se cagan en mis tripas.

—Ambos olvidáis un pequeño detalle —dijo Shaknahyi—. Se supone que mi compañero ha de guardarme las espaldas cada vez que deba enfrentarme a una situación peligrosa. Para ser sincero, no tengo la más mínima confianza en él. No puedes hacer que trabaje con un compañero en el que no confío.

—No te culpo —dijo Hajjar.

Parecía divertirle la opinión que el policía tenía de mí. Mi primera impresión de Shaknahyi tampoco fue muy buena. No se había operado el cerebro y eso sólo podía significar dos cosas: o era un musulmán estricto o era uno de esos tipos que creían que su cerebro desnudo y sin aumentar valía más del doble que el de los malhechores. Antes yo también era así, pero lo pensé mejor. Fuera lo que fuese no iba a congeniar con él.

—Yo no deseo la responsabilidad de guardarle las espaldas. No necesito ese tipo de presión.

Hajjar hizo el ademán de disparar en el aire.

—Bien, olvidadlo. No vais a atrapar chicos malos en la calle. Vais a dirigir una investigación no oficial.

—¿Qué tipo de investigación? —preguntó Shaknahyi, receloso.

Hajjar nos mostró una placa de cobalto verdeoscura.

—Aquí tenéis un extenso fichero sobre Reda Abu Adil. Quiero que los dos lo aprendáis de memoria. Vais a seguir a ese tipo y convertiros en su sombra.

—Su nombre se ha pronunciado en casa de Papa un par de veces —dije—. ¿Quién es?

—Es el rival más antiguo de Friedlander Bey. —Hajjar se apoyó en la pared color verde pálido—. Su rivalidad se remonta a hace cien años.

—Ya lo sé —dijo el policía bruscamente.

—Audran sólo conoce pequeños chorizos del Budayén. Abu Adil no se acerca al Budayén. Mantiene sus intereses lejos de los de Papa. Se ha forjado un pequeño reino sólo para él en los extremos norte y oeste de la ciudad. A pesar de ello, Friedlander Bey me ha pedido que lo vigile.

—¿Lo haces sólo porque Friedlander Bey te lo ha pedido? —preguntó Shaknahyi.

—Puedes apostarte el culo. Sospecha que Abu Adil trama romper la tregua. Papa quiere estar preparado.

Bien, hasta que descubriese el medio de presionar a Friedlander Bey, era su muñeco. Debía hacer todo lo que él y Hajjar me dijeran.

Sin embargo, Shaknahyi no tenía parte alguna en esto.

—Quise ser policía porque pensé que podía ayudar a la gente —dijo—. No gano un montón de pasta, no duermo lo suficiente y cada día me meto en un maldito embrollo tras otro. Nunca sé cuándo van a sacar una pistola contra mí y utilizarla. Lo hago porque creo que puedo establecer una diferencia. No me alisté para ser el espía personal de ningún rico bastardo. ¿Cuánto tiempo lleva este prenda en venta? —preguntó, mirando fijamente a Hajjar hasta que el teniente tuvo que desviar la mirada.

—Oye —le dije a Shaknahyi—, ¿qué problema tienes conmigo?

—En primer lugar, tú no eres un policía. Eres peor que un novato. Te acobardarás y dejarás que algún mamón me machaque o te pondrás nervioso y dispararás sobre alguna viejecita. No quiero que me asignen a alguien con quien no puedo contar.

Asentí.

—Sí, tienes razón, pero puedo llevar un moddy. He visto a muchos novatos con moddies de oficial de policía que les ayudan en su trabajo.

Shaknahyi levantó las manos.

—Lo está empeorando —murmuró.

—He dicho que no vais a pasar un mal rato en la calle —dijo Hajjar—. Es sólo una investigación. La mayor parte, trabajo de oficina. No sé por qué te asustas tanto, Jirji.

Shaknahyi se llevó la mano a la frente y suspiró.

—Está bien, está bien, sólo quiero que consten mis objeciones.

—Muy bien —dijo Hajjar—, están anotadas. Quiero que ambos me informéis regularmente, porque deseo tener contento a Friedlander Bey. No es tan fácil como pensáis.

Me entregó la célula de memoria.

—¿Quieres que empecemos ahora mismo? —pregunté.

Hajjar me lanzó una mirada irónica.

—Si tienes un hueco en tu abarrotado calendario social.

—Hazme una copia —dijo Shaknahyi—. Hoy estudiaré el fichero y mañana me acercaré hasta la casa de Abu Adil.

—Muy bien —dije, introduciendo la placa verde en mi ordenador y copiándolo en una placa virgen.

—Vale —dijo Shaknahyi cogiendo la copia y saliendo de mi cubículo.

—No os habéis caído demasiado bien —dijo Hajjar.

—Sólo es un trabajo. No tenemos que bailar juntos.

—Sí, tienes razón. ¿Por qué no te tomas el resto de la tarde libre? Vete a casa y estudia el informe. Estoy seguro de que tendrás algunas dudas, Papa te las resolverá.

Me dejó solo y llamé a casa de Friedlander Bey a través del ordenador. Se puso una de las Rocas Parlantes.

—¿Sí? —dijo con rudeza.

—Soy Audran. Dile a Kmuzu que me venga a buscar a la comisaría en veinte minutos.

—Sí —dijo la Roca.

Luego escuché el sonido del teléfono. Las Rocas tenían de lacónico lo que les faltaba de elocuencia.

Justo veinte minutos más tarde, Kmuzu aparecía por la curva con el sedán eléctrico. Me senté en el asiento de atrás y nos dirigimos a casa.

—Kmuzu, ¿sabes algo de un hombre de negocios llamado Reda Abu Adil?

—Algo, yaa Sidi —respondió—. ¿Qué quieres saber?

Jamás desviaba la vista de la carretera.

—Todo, pero ahora no.

Cerré los ojos y recosté la cabeza sobre el asiento. ¡Si Friedlander Bey me contase tanto como contaba a Kmuzu y al teniente Hajjar…! Odiaba pensar que Papa aún no confiaba del todo en mí.

—Cuando regresemos a la finca —dijo Kmuzu— hablarás con Friedlander Bey.

—Efectivamente.

—Te advierto que la mujer le ha puesto de muy mal humor.

Fantástico, pensé. Había olvidado a la mujer. Papa desearía saber por qué no la había matado aún. Pasé el resto del viaje ideando una excusa plausible.

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