7

Durante la semana siguiente pasé tanto tiempo en el coche patrulla como antes frente a mi ordenador de la tercera planta de la comisaría. Después de mis primeras experiencias como patrullero me sentía bien, aunque estaba claro que tenía mucho que aprender de Shaknahyi. Intervinimos en riñas domésticas e investigamos robos, pero no eran más drásticos que la emergencia de la desgraciada amenaza de bomba de Al-Muntaqim.

Shaknahyi dejó pasar algunos días y quiso volver a visitar a Reda Abu Adil. Creía que Friedlander Bey le había dicho al teniente Hajjar que nos asignara la investigación, pero Papa seguía simulando que no le interesaba en absoluto. Nuestra delicada investigación tendría más éxito si alguien nos dijera qué demonios debíamos averiguar.

Sin embargo, tenía otros problemas en mente. Una mañana, después de que me vistiera y Kmuzu me sirviera el desayuno, me senté y pensé en lo que deseaba conseguir ese día.

—Kmuzu —le dije—, ¿puedes despertar a mi madre y ver si desea hablar conmigo? Necesito preguntarle algo antes de ir a la comisaría.

—No faltaba más, yaa Sidi. —Me miró con cautela como si intentase hacerle una jugarreta—. ¿Quieres verla inmediatamente?

—Tan pronto como pueda adecentarse, si es que puede.

Noté la expresión desaprobadora de Kmuzu y me callé.

Tomé un poco más de café hasta que regresó.

—Umm Marîd se alegrará de verte ahora —dijo Kmuzu.

Me sorprendió.

—Odiaba levantarse antes de mediodía.

—Ya estaba despierta y vestida cuando llamé a su puerta.

Quizás se estaba enmendando, pero no había estado lo suficiente atento como para darme cuenta. Cogí mi maletín y mi cazadora.

—Le concederé un par de minutos más —dije—. No es necesario que vengas conmigo.

Ya debería conocerlo mejor; Kmuzu no pronunció una palabra, pero me siguió fuera de las dependencias hasta la otra ala, donde se había dado a Ángel Monroe su propio grupo de habitaciones.

—Es un asunto personal —le dije a Kmuzu cuando estuvimos ante su puerta—. Quédate en el vestíbulo si lo deseas.

Llamé a la puerta y entré.

Estaba reclinada sobre un diván, ataviada muy púdicamente con un vestido negro holgado de mangas largas, una versión del hábito que llevan las musulmanas conservadoras. Un chal cubría su cabello, aunque el velo de su rostro estaba suelto de un lado y colgaba por encima de su hombro. Fumaba de la boquilla de una narjílah. La pipa de agua contenía tabaco fuerte, pero eso no impedía que hubiera albergado hachís recientemente, ni que no pudiera volver a albergarlo.

—Que tengas muy buenos días, madre —le dije.

Creo que le cogió por sorpresa mi cortés saludo.

—Buenos días, oh caíd —respondió ella, frunciendo el ceño mientras me estudiaba.

Esperó que le explicara a qué debía mi visita.

—¿Estás a gusto aquí? —le pregunté.

—Sí. —Aspiró una profunda bocanada de la boquilla y la narjílah burbujeó—. Te lo has montado muy bien. ¿Cómo has ido a parar a este lujoso remanso? ¿Realizando a Papa servicios personales?

Me dirigió una pérfida mueca.

—No el tipo de servicios que piensas, madre. Soy el ayudante administrativo de Friedlander Bey. Él toma las decisiones y yo las pongo en práctica. Eso es todo.

—¿Y una de sus decisiones comerciales fue que te hicieras policía?

—Así es.

Se encogió de hombros.

—Oh sí, si tú lo dices. ¿Por qué decidiste traerme aquí? ¿De repente te preocupas por el bienestar de tu anciana madre?

—Fue idea de Papa.

Se echó a reír.

—Nunca fuiste un muchacho atento, oh caíd.

—Por lo que recuerdo tú tampoco fuiste una madre modelo. Por eso me pregunto por qué has aparecido de repente por aquí.

Volvió a inhalar de la narjilah.

Argel es muy aburrido. He vivido allí la mayor parte de mi vida. Después de tu visita, supe que debía irme. Deseaba venir aquí, volver a ver la ciudad.

—¿Y verme a mí?

Se encogió de hombros otra vez.

—Sí, también.

—¿Y a Abu Adil? ¿Primero fuiste a su palacio, o todavía no has estado allí?

Eso era lo que en él oficio de policía llamamos un tiro a ciegas. Unas veces dan en el blanco, otras no.

—Ya no tengo nada que ver con ese hijo de puta —dijo, gruñendo.

Shaknahyi se habría sentido orgulloso de mí. Controlaba mis emociones bajo una expresión neutra.

—¿Qué ha significado Abu Adil para ti?

—Ese bastardo enfermo. No te importa, no es asunto tuyo.

Se concentró en su pipa de agua durante unos instantes.

—Está bien —dije—. Respetaré tus deseos, madre. ¿Puedo hacer algo por ti antes de irme?

—Todo es maravilloso. Lárgate y juega al protector de los inocentes. Ve a provocar a alguna pobre chica de la calle y piensa en mí.

Abrí la boca para devolverle una afilada respuesta, pero me controlé a tiempo.

—Si tienes hambre o necesitas algo, no tienes más que pedírselo a Youssef o Kmuzu. Que tengas un buen día.

—Que tu día sea próspero, oh caíd.

Cada vez que me llamaba así, lo hacía con voz irónica.

Asentí con la cabeza y salí de la habitación, cerrando la puerta con cuidado tras de mí. Kmuzu estaba en el vestíbulo justo donde lo había dejado. Era asquerosamente leal, casi le rasco detrás de las orejas. Faltó un minuto para que lo hiciera.

—Sería bueno que saludases al amo de la casa antes de que te vayas a la comisaría —me dijo.

—No necesito que me enseñes modales, Kmuzu. —Empezaba a cargarme—. ¿Insinúas que no conozco mis obligaciones?

—No insinúo nada, yaa Sidi. Son suposiciones tuyas.

—Seguro.

Es inútil discutir con un esclavo.

Friedlander Bey ya estaba en su despacho, sentado detrás de su gran escritorio, dándose masaje en las sienes con una mano. Vestía una almidonada túnica de seda amarilla y por encima de ella una camisa blanca, abotonada en el cuello y sin corbata. Sobre la camisa llevaba una americana de tweed en espiga que parecía muy cara. Sólo un viejo y reverenciado caíd podía vestir semejante traje. Pensé que le sentaba muy bien.

—Habib, Labib —llamó.

Habib y Labib son las Rocas Parlantes. El único modo de que acudan por separado es pronunciando uno de sus nombres. Existe la posibilidad de que uno de ellos parpadee. De no ser así, es casi imposible distinguirlos. En realidad no podría jurar que parpadean como respuesta a sus nombres. Deben de hacerlo sólo por diversión.

En el despacho, ambas Rocas Parlantes flanqueaban una silla de respaldo recto. En la silla me sorprendió ver al joven hijo de Umm Saad. Las Rocas tenían una mano en cada uno de los hombros de Saad, presionando y estrujando los huesos del muchacho. Estaba siendo interrogado. Yo había recibido el mismo trato y puedo asegurar que no tiene un pelo de divertido.

Papa me sonrió brevemente cuando entré en la habitación. No me saludó, sino que miró a Saad.

—Antes de venir a la ciudad —dijo en voz baja—, ¿dónde vivíais tú y tu madre?

—En muchos lugares —respondió Saad.

Había miedo en su voz.

Papa volvió a frotarse la frente. Bajó la vista hacia la superficie de la mesa, pero movió algunos dedos hacia las Rocas Parlantes. Los dos hombretones aferraron la espalda del muchacho. La sangre encendió el rostro de Saad y jadeó.

—Antes de venir a la ciudad —repitió Friedlander Bey con calma—, ¿dónde vivíais?

—Últimamente en París, oh caíd —dijo Saad con voz débil y tensa.

La respuesta sorprendió a Papa.

—¿Le gustaba a tu madre vivir entre los franchutes?

—Creo que sí.

Friedlander Bey estaba realizando una formidable representación de una persona aburrida. Cogió un abrecartas de plata y jugueteó con él.

—¿Vivíais bien en París?

—Creo que sí.

Habib y Labib empezaron a machacar los huesos del cuello de Saad. Le alentaron a dar más detalles.

—Teníamos una gran casa en la Rué de Paradis, oh caíd. A mi madre le gusta comer bien y dar fiestas. Los meses que pasamos en París fueron agradables. Me sorprendió que me comunicara que veníamos aquí.

—¿Y tú trabajabas para ganar dinero y que tu madre pudiera comer comida franchute y comprar ropa franchute?

—Yo no trabajaba, oh caíd.

Papa entornó los ojos.

—¿De dónde crees que procedía el dinero para pagar todo eso?

Saad titubeó. Oí su quejido mientras las Rocas le atornillaban aún más.

—Me dijo que procedía de su padre —gritó.

—¿Su padre? —dijo Friedlander Bey, dejando el abrecartas y mirando directamente a Saad.

—Me dijo que de ti, oh caíd.

Papa hizo una mueca y un rápido gesto con ambas manos. Las Rocas se apartaron, lejos del joven. Saad se derrumbó hacia adelante, con los ojos cerrados. Su rostro estaba perlado de sudor.

—Deja que te diga una cosa —dijo Papa—. Y recuerda que yo no miento. Yo no soy el padre de tu madre y no soy tu abuelo. No tenemos sangre en común. Ahora vete.

Saad intentó ponerse en pie, pero se cayó en la silla. Su expresión era solemne y resuelta y contemplaba a Friedlander Bey como si intentase memorizar cada detalle de la cara del viejo. Papa acababa de llamar mentirosa a Umm Saad y estoy seguro de que en ese momento el muchacho estaba concibiendo una deplorable fantasía de venganza. Por fin se las arregló para ponerse en pie y se fue tambaleándose hasta la puerta. Lo intercepté.

—Toma —le dije. Saqué mi caja de píldoras y le ofrecí dos tabletas de soneína—. Te sentirás mucho mejor en breves minutos.

Cogió las tabletas, me miró ferozmente a los ojos y tiró los sunnies al suelo. Luego me dio la espalda y salió del despacho de Friedlander Bey. Me agaché y recuperé la soneína. Parafraseando un proverbio local: una tableta blanca para un día negro.

Tras los saludos formales, Papa me invitó a ponerme cómodo. Me senté en la misma silla que Saad acababa de dejar libre. Debo admitir que sentí un ligero escalofrío.

—¿Por qué estaba el chico aquí, oh caíd? —le pregunté.

—Estaba aquí como invitado. Él y su madre vuelven a ser mis huéspedes.

Algo se me escapaba.

—Tu hospitalidad es legendaria, pero ¿por qué permites que Umm Saad turbe tu tranquilidad? Sé que te molesta.

Papa se recostó en su silla y suspiró. En ese momento aparentaba cada año de su longeva vida.

—Llegó a mí con humildad. Me pidió perdón. Me trajo un presente. —Indicó una bandeja de dátiles rellenos de nueces y recubiertos de azúcar. Sonrió apesadumbrado—. No sé de dónde sacó la información, pero alguien debió de decirle que ése es mi plato favorito. Su tono era respetuoso e hizo una apelación a mi hospitalidad que no pude rechazar.

Separó las manos como si eso lo explicase todo.

Friedlander Bey observaba las tradiciones de honor y generosidad que casi han desaparecido en nuestra época. Si deseaba volver a recibir a una víbora en su hogar, yo no tenía nada que objetar.

—Entonces, ¿tus instrucciones al respecto han variado, oh caíd? —le pregunté.

Su expresión no se alteró. Ni siquiera pestañeó.

—Oh no, no es eso lo que quiero decir. Por favor, mátala tan pronto como te sea posible, pero no hay prisa, hijo mío. He descubierto que siento curiosidad sobre los planes de Umm Saad.

—Concluiré el asunto pronto —le aseguré. Papa arrugó el ceño—. Inshallah —añadí rápidamente—. ¿Crees que trabaja para alguien? ¿Algún enemigo?

—Para Reda Abu Adil, sin duda —dijo Papa.

Estaba totalmente convencido de ello, como si no hubiera el más mínimo motivo de preocupación.

—Entonces fuiste tú, después de todo, quien ordenó la investigación de Abu Adil.

Alzó una mano regordeta en señal de negación.

—No —insistió—. No tengo nada que ver con eso. Habla con el teniente Hajjar.

Claro que lo haría.

—Oh caíd, ¿puedo hacerte otra pregunta? Hay algo que no comprendo de tu relación con Abu Adil.

De repente volvió a simular aburrimiento. Eso me puso en guardia. Miré con aprensión por encima del hombro, esperando ver a las Rocas Parlantes acercándose a mí.

—Tu riqueza procede de la venta de archivos de información, puestos al día, a gobiernos y a jefes de Estado, ¿no es cierto?

—Eso es simplificar demasiado.

—Y Abu Adil está en el mismo negocio. Sin embargo, tú me dijiste que no competíais entre vosotros.

—Muchos años antes de que tú nacieras, antes incluso de que tu madre hubiera nacido, Abu Adil y yo llegamos a un acuerdo. —Papa abrió una sencilla edición en tela del sagrado Corán y miró una página—. Evitamos la competencia porque algún día podía generar violencia y dolor para nosotros mismos o para nuestros seres queridos. En ese remoto día nos dividimos el mundo, desde Marruecos en el extremo oeste, hasta Indonesia en el extremo este, doquiera que la hermosa llamada del muecín despierta a los creyentes del sueño.

—Al igual que el papa Alejandro dibujó la línea de demarcación entre España y Portugal —dije.

Papa parecía contrariado.

—Desde ese momento, Reda Abu Adil y yo hemos tenido escasos tratos de cualquier índole, aunque vivimos en la misma ciudad. Él y yo estamos en paz.

Sí, era evidente. Por el motivo que fuera, no iba a proporcionarme ninguna ayuda directa.

—Oh caíd —dije—, debo irme. Ruego a Alá por tu salud y prosperidad.

Me adelanté y le besé en la mejilla.

—Me privas de tu presencia y me sumo en la soledad —replicó—. Ve en paz.

Salí del despacho de Friedlander Bey. A medio camino, Kmuzu intentó llevarme el maletín.

—No tiene sentido que tú lleves esto cuando yo estoy aquí para servirte —me dijo.

—Quieres registrarme y buscar drogas —dije irritado—. Pues bien, no hay ninguna. Las tengo en mi bolsillo y antes tendrás que pasar sobre mi cadáver —Tu actitud es absurda, yaa Sidi.

No lo creo. De cualquier modo, aún no estoy preparado para ir a la oficina.

—Ya es tarde.

—¡Maldita sea, ya lo sé! Sólo deseo hablar con Umm Saad, ahora que vuelve a vivir bajo este techo. ¿Está en la misma habitación?

—Sí. Por aquí, yaa Sidi.

Umm Saad, al igual que mi madre, estaba en la otra ala de la mansión. Mientras seguía a Kmuzu por los pasillos alfombrados, abrí el maletín y saqué el moddy de Saied, el de personalidad dura y despiadada. Me lo conecté. El efecto fue notable, contrario al del módulo anulador de Medio Hajj, que atrofiaba y enturbiaba mis sentidos. Éste, al que Saied siempre llamaba Rex, parecía centrar mi atención. Me proporcionaba seguridad, más que eso, resolución para ir directo hasta mi objetivo y aplastar a todo aquel que intentara impedírmelo.

Kmuzu golpeó ligeramente la puerta de Umm Saad. Hubo una larga pausa y dentro no se oía ningún ruido.

v-Apártate —le dije a Kmuzu. Mi voz era un horrible gruñido. Me acerqué a la puerta y golpeé toscamente—. ¿Me dejas entrar? —grité—. ¿O prefieres que me abra paso a mi modo?

Eso dio resultado. El muchacho abrió la puerta y me miró.

—Mi madre no está…

—Fuera de mi camino, chico —dije, empujándole.

Umm Saad estaba sentada en una mesa, mirando las noticias en un pequeño aparato holo. Levantó la vista hacia mí.

—Bienvenido, oh caíd —dijo.

No parecía contenta.

—Sí, está bien —repuse.

Me senté en una silla frente a ella y apagué el aparato de holo.

—¿Cuánto hace que conoces a mi madre? —pregunté.

Otro tiro a ciegas.

Umm Saad parecía asombrada.

—¿Tu madre?

—A veces se hace llamar Ángel Monroe. Está al otro lado del pasillo.

Umm Saad movió la cabeza despacio.

—La he visto sólo una o dos veces. No he hablado nunca con ella.

—Debías de conocerla antes de llegar a esta casa.

Sólo deseaba saber las dimensiones de la conspiración.

—Lo siento —me dijo.

Me dirigió una mirada inocente que parecía tan fuera de lugar en ella como en un escorpión del desierto.

Okay, a veces un tiro en la oscuridad no conduce a ninguna parte.

—¿Y a Abu Adil?

—¿Quién es?

Su expresión era angelical y virtuosa.

Empezaba a enojarme.

—Quiero respuestas directas, señora. ¿Qué debo hacer? ¿Sacudir a tu chico?

Se puso muy seria. Ahora estaba haciéndose la «sincera».

—Lo siento, de verdad que no conozco a ninguna de esas personas. ¿Acaso debiera? ¿Te lo ha dicho Friedlander Bey?

Supuse que estaba mintiendo sobre Abu Adil. No sabía si mentía sobre mi madre. Al menos eso podía comprobarlo más tarde. Si es que podía confiar en ella.

Sentí una mano férrea sobre mi hombro.

Yaa Sidil —dijo Kmuzu.

Parecía temer que pudiera arrancarle la cabeza a Umm Saad.

—Está bien —dije, sintiéndome maravillosamente maligno. Me levanté y bajé la mirada hacia la mujer—. Si quieres quedarte en esta casa deberás aprender a cooperar. Volveré más tarde para hablar contigo. Piensa mejores respuestas.

—Te estaré esperando —dijo Umm Saad, batiendo sus pestañas postizas ante mí.

Me entraron ganas de partirle la cara.

No obstante, me di la vuelta y salí de sus aposentos. Kmuzu se apresuraba tras de mí.

—Ya puedes quitarte el módulo de personalidad, yaa Sidi —dijo nervioso.

—Mierda, me gusta. Creo que me lo dejaré puesto.

En realidad disfruté de la sensación que me producía. Parecía como si un flujo constante de hormonas violentas bombease mi sangre. Ahora comprendía por qué Saied lo llevaba siempre. Sin embargo, no era el más apropiado para llevar en la comisaría y Shaknahyi me había prometido destruir cualquier moddy que llevara en su presencia. Me lo desconecté a regañadientes.

De inmediato pude sentir la diferencia. Mi cuerpo aún temblaba por la subida de adrenalina, pero me calmé muy rápido. Devolví el moddy al maletín y sonreí a Kmuzu.

—Fui un poco brusco, ¿no?

Kmuzu no dijo ni una palabra, pero su mirada me demostró la baja opinión que tenía de mí.

Salimos y esperé a que Kmuzu acercara el coche. Cuando Kmuzu me dejó en la comisaría, le dije que regresara a casa y cuidara de que Ángel Monroe no se metiera en problemas.

—Y vigila a Umm Saad y al chico, también. Friedlander Bey está convencido de que tienen cierta relación con Reda Abu Adil, pero Umm Saad está jugando sus cartas con astucia. Quizás descubras algo.

—Seré tus ojos y tus oídos, yaa Sidi.

Como de costumbre, la muchedumbre de muchachos hambrientos merodeaba en torno a la comisaría. Cuando vieron mi sedán westfaliano tomar la curva empezaron a agitar las manos y a gritar.

—¡Oh amo! ¡Oh compasivo! —vociferaban.

Cogí un puñado de monedas, como solía hacer, pero entonces recordé a la dama del cordero, a quien había ayudado la semana anterior. Saqué la cartera y solté cinco kiams a cada uno de los chicos.

—Que Dios esté con vosotros —dije.

Me coartó descubrir que Kmuzu me vigilaba de cerca.

Los chicos se quedaron pasmados. Uno de los muchachos mayores me cogió del brazo y me apartó del resto. Tendría unos quince años y ya asomaba una sombra de barba en su rostro.

—Mi hermana estaría interesada en conocer a un hombre tan generoso —me dijo.

—Pero yo no tengo ningún interés en conocer a tu hermana.

Me sonrió. Tenía tres de sus dientes amarillos rotos por alguna pelea o accidente.

—También tengo un hermano —me dijo.

Di un respingo y avancé hacia el edificio. A mi espalda los muchachos cantaban mis alabanzas. Era muy popular entre ellos, al menos hasta mañana, que tendría que volver a comprar su respeto.

Shaknahyi me esperaba en el ascensor.

—¿Qué tal? —me dijo.

No importaba lo temprano que llegase a trabajar, Shaknahyi siempre llegaba antes.

—Bien.

En realidad aún estaba cansado y sentía algunas náuseas. Podía enchufarme un par de daddies que se habrían hecho cargo de todo, pero Shaknahyi me había intimidado. A su lado funcionaba sólo con mis talentos naturales y tenía la esperanza de que bastasen.

No hace mucho me enorgullecía de mi cerebro sin modificar, tan rápido y listo como el de cualquier moddy de la ciudad. Ahora depositaba toda mi confianza en la electrónica. Temía lo que pasaría si me veía obligado a enfrentarme a una emergencia sin ellos.

—Un día de éstos cazaremos a Abu Adil cuando no esté conectado —dijo Shaknahyi—. No quiero levantar sospechas, pero tendrá que responder a ciertas preguntas difíciles.

—¿Qué preguntas?

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Las oirás la próxima vez que pasemos por allí.

Por alguna razón no confiaba en mí más de lo que lo hacía Papa.

El sargento Catavina nos encontró en el pasillo. No sabía mucho de él, excepto que era la mano derecha de Hajjar y eso significaba que, de una u otra forma, debía de estar comprado. Era un hombre bajito que no llegaría ni a los treinta kilos. Su ondulado pelo negro estaba dividido por un enchufe para moddies, siempre ocupado por al menos un daddy, pues no entendía una palabra de árabe. Para mí era un completo misterio cómo había llegado Catavina a la ciudad.

—Os andaba buscando a vosotros dos —dijo con voz chillona, a pesar de estar filtrada por el daddy de árabe.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Sus ojos castaños de depredador revolotearon entre Shaknahyi y yo.

—Acaban de informarme de un posible homicidio. —Le dio a Shaknahyi un pedazo de papel con una dirección escrita—. Echad un vistazo.

—En el Budayén —dijo Shaknahyi.

—Sí —dijo el sargento.

—¿Quién dio el aviso? ¿Nadie reconoció la voz?

—¿Por qué debían reconocer la voz? —preguntó Catavina.

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Hemos tenido dos o tres avisos como éste en los últimos dos meses, por eso.

Catavina me miró.

—Es uno de esos tipos intrigantes. Los hay por todas partes.

El sargento se fue, moviendo la cabeza.

Shaknahyi volvió a mirar la dirección y se metió el papel en un bolsillo de su camisa.

—La trastienda del Budayén, a un escupitajo del cementerio.

—Si no se trata de la llamada de un chiflado —dije—, si es que hay un cadáver.

—Lo habrá.

Le seguí hasta el garaje. Subimos al coche patrulla y atravesamos el bulevar il-Jameel y la gran puerta. Esa mañana la Calle estaba llena de peatones, de modo que Shaknahyi giró hacia el sur por la calle Uno y luego hacia el oeste por uno de los callejones estrechos, llenos de basura, que serpenteaban entre las casas de tejado plano, fachadas estucadas y los antiguos inmuebles de ladrillo.

Shaknahyi subió el coche a la acera. Salimos y echamos una detallada mirada al edificio. Era una casa de dos plantas, pintada de verde pálido, en un estado deplorable. La entrada principal y el vestíbulo apestaban a orina y vómitos. Las celosías de madera que cubrían las ventanas se habían roto hacía tiempo, a juzgar por el aspecto de las cosas. Por dondequiera que pisáramos, aplastábamos ladrillos rotos y fragmentos de cristales. El lugar llevaba meses, o quizás años, abandonado.

Estaba muy silencioso, la calma mortal de una casa en la que han cortado la luz y se echa de menos incluso el débil zumbido de los motores. Mientras nos dirigíamos desde la planta a las habitaciones de la familia en el piso superior, creí oír algo pequeño y rápido escabullirse a través de la basura ante nosotros. Noté el latido de mi corazón y añoré la sensación de serena eficacia que me producía el Guardián Completo.

Shaknahyi y yo registramos un gran dormitorio que una vez perteneció al propietario y a su mujer, y otra habitación que había sido la de los niños. No encontramos nada, excepto más destrucción patética. Un rincón de la casa se había derrumbado por completo, abriéndose al exterior; el clima, los gusanos y los vagabundos habían completado la ruina del cuarto de los niños. Al menos el aire fresco limpiaba el olor agrio y rancio que sofocaba el resto de la casa.

Encontramos el cadáver en la siguiente habitación. Era el cuerpo de una mujer joven, un transexual llamado Blanca que solía bailar en el club de Frenchy Benoit. La conocía lo suficiente para saludarla, pero no mucho más. Yacía en el suelo con las piernas dobladas hacia un lado y los brazos levantados por encima de la cabeza. Sus ojos azules estaban abiertos, mirando de soslayo al techo descolorido por el agua, por encima de mi hombro. Su rostro dibujaba una mueca, como si en la habitación algo horrible la hubiera aterrorizado primero y matado después.

—Te encuentras bien, ¿no? —me preguntó Shaknahyi.

—¿De qué hablas?

Golpeó levemente la mano de Blanca con la punta de su bota.

—¿No irás a vomitar o algo así?

—Las he visto peores.

—Simplemente, no quiero que vomites ni nada de eso. —Se inclinó junto a Blanca—. Sangre en su nariz y oídos. Labios retraídos, dedos engarfiados. Apuesto a que le dispararon a quemarropa con un arma estática de gran calibre. Mírala. No lleva muerta ni media hora.

—¿Sí?

Levantó su brazo y lo dejó caer.

—Todavía no hay rigidez. Y su carne aún está rosada. Cuando te mueres, la gravedad hace que la sangre se estanque. El forense lo explicará mejor.

Algo me resultó extraño.

—Así que el aviso que dieron en la comisaría…

—Apuéstate tus kiams contra el pozo a que llamó el propio asesino.

Sacó su radio y su diario electrónico.

—¿Por qué haría eso un asesino?

Shaknahyi me miró, absorto en sus cavilaciones.

—¿Y qué demonios sé yo? —dijo por fin.

Llamó a Hajjar pidiéndole un equipo de detectives. Luego entró un breve informe en su diario.

—No toques nada —me ordenó sin levantar la vista.

No hacía falta que me lo dijera.

—¿Hemos acabado? —le pregunté.

—En cuanto aparezcan los placas doradas. ¿Tienes prisa por largarte?

No respondí. Le observé guardarse su diario electrónico. Luego sacó una libreta de tapas de vinilo marrón y un lápiz e hizo algunas anotaciones.

—¿Para qué es eso?

—Tomo algunas notas por mi cuenta. Digamos que me gusta, últimamente han ocurrido un par de casos como éste. Han aparecido algunos muertos y parece como si el propio asesino nos lo notificase.

«Por mis ojos —pensé—, si esto resulta ser una serie de asesinatos, hago las maletas y me largo de la ciudad.» Miré a Shaknahyi, que aún estaba en cuclillas junto al cuerpo de Blanca.

—No crees que se trate de asesinatos en serie, ¿verdad?

Se quedó mirándome, pensativo, durante unos segundos.

—No —dijo por fin—. Creo que es algo mucho peor.

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