18

Pasé una semana sin hacer nada que requiriera esfuerzo, pero mi mente estaba acelerada como un galgo frenético. Planeaba vengarme de Abu Adil y Umar de cien maneras distintas: les escaldaría la piel en cubas de hirvientes fluidos venenosos, les inocularía repugnantes plagas de organismos que harían que su moddy de Infierno Sintético pareciera un placentero verano, contrataría equipos de ninjas sádicos para que se colasen en la gran casa y los asesinaran lentamente a base de sutiles heridas de cuchillo. Mientras tanto, mi cuerpo empezaba a recuperar su fuerza, aunque ni siquiera todos los aumentos superluminales de cerebro del mundo podían acelerar una soldadura de huesos rotos.

La recuperación era más lenta de lo que podía soportar, pero tenía una enfermera maravillosa. Yasmin se había compadecido de mí. Saied se había encargado de propagar la noticia de mi heroicidad. Ahora todo el mundo en el Budayén sabía cómo me había enfrentado a Jawarski con una sola mano. También oí que éste se avergonzó tanto ante mi ejemplo moral que abrazó el Islam en el acto y, mientras rezábamos juntos, Abu Adil y Umar intentaron entrar furtivamente y matarme, pero Jawarski se interpuso entre nosotros y salvó la vida de su nuevo hermano musulmán.

En otra versión, Umar y Abu Adil me capturaban y volvían a llevarme a su castillo del mal, donde me torturaban, copiaban mi mente y me obligaban a firmar cheques en blanco y contratos fraudulentos de reparaciones caseras, hasta que Saied Medio Hajj llegaba en mi rescate. Qué demonios. Embellecer un poco los hechos no nos perjudicaría ni a él ni a mí.

En cualquier caso, Yasmin estaba tan atenta y solícita que creo que Kmuzu sentía celos. No veía por qué. Algunas de las atenciones que recibía de Yasmin no figuraban, ni mucho menos, entre los quehaceres propios de Kmuzu. Me desperté una mañana con ella sentada a horcajadas sobre mí, acariciándome el pecho. Yasmin no llevaba encima prenda alguna.

—Vaya —dije adormilado—, en el hospital las enfermeras rara vez se quitan sus uniformes.

—Ellas tienen más práctica —dijo Yasmin—. Yo soy una principiante en esto, no estoy muy segura de lo que hago.

—Sabes muy bien lo que haces —le dije.

Su masaje se desplazaba despacio hacia el sur. Me estaba despertando deprisa.

—Ahora se supone que no puedes realizar ningún esfuerzo, déjame hacer a mí todo el trabajo.

—De acuerdo.

La miré y recordé lo mucho que la amaba. También recordé que en la cama me volvía loco. Antes de que me hiciera perder el sentido por completo dije:

—¿Y si entra Kmuzu?

—Ha ido a la iglesia. Además —dijo con malicia—, tarde o temprano los cristianos deben aprender algo sobre el sexo. Si no, ¿de dónde saldrían los nuevos cristianos?

—Los misioneros los convierten entre la gente que se dedica a sus propios asuntos.

Pero Yasmin no pretendía entablar una discusión religiosa. Se levantó un poco y se internó en mí. Soltó un suspiro de felicidad.

—Hacía mucho tiempo —dijo.

—Sí.

Eso fue todo lo que pude responder, mi concentración estaba en otra parte.

—Cuando me vuelva a crecer el pelo, seré capaz de acariciarte con él como antes.

—Sabes —dije, empezando a respirar pesadamente—, siempre he tenido esa fantasía…

Yasmin puso unos ojos como platos.

—¡No, con mi pelo no!

Bueno, todos tenemos nuestras inhibiciones. Jamás pensé que llegaría a insinuar algo lo bastante fuerte como para escandalizar a Yasmin.

No me jactaré de que follamos toda la mañana hasta que oímos a Kmuzu entrar en la sala de estar. En primer lugar, no me había tirado a nadie desde hacía semanas, en segundo lugar, estar otra vez juntos nos excitaba sobremanera. Fue un polvo rápido pero muy intenso. Poco después, nos quedamos abrazados sin decir nada durante un rato. Hubiera podido quedarme dormido, pero a Yasmin no le habría gustado.

—¿Has deseado alguna vez que yo fuera una rubia alta y esbelta?

—Nunca me he llevado demasiado bien con las mujeres de verdad.

—Te gusta Indihar, ya lo sé. He visto cómo la miras.

—Estás loca. Simplemente no es tan mala como las otras chicas.

Sentí como Yasmin se encogía de hombros.

—Pero siempre quisiste que fuera alta y rubia.

—Pudiste serlo de haber querido. Pudiste pedírselo a los cirujanos cuando eras hombre.

Escondió la cara en mi cuello.

—Me dijeron que no tenía el esqueleto —dijo con voz amortiguada.

—Creo que eres perfecta así. —Esperé un poco—. Si no fuera porque tienes los pies más grandes que he visto en mi vida.

Yasmin se incorporó en seguida. No le hizo gracia.

—¿Quieres que te rompa la otra clavícula, baheem? Me costó media hora y una larga ducha caliente en común restaurar la paz. Me vestí y esperé que Yasmin estuviera lista para marcharnos. Por una vez en la vida, llegaría puntual. Esa tarde no tenía que ir a trabajar hasta las ocho.

—¿Pasarás por el club luego? —me preguntó, mirándome desde el espejo de mi cómoda.

—Claro. Tengo que hacer notar mi presencia, si no vosotras, las empleadas, pensaréis que estoy dirigiendo un lugar de recreo.

Yasmin sonrió.

—Tú no diriges nada, cariño —dijo—. Chiri dirige ese club, como siempre lo ha hecho.

—Lo sé.

Había llegado a gustarme ser el dueño del local. En un principio pensaba devolverle el club a Chiri lo antes posible, pero ahora había decidido retrasarlo un poco. Me hacía sentir importante recibir un trato especial por parte de Brandi, Kandy, Pualani y las demás. Me gustaba ser el jefe.

Cuando Yasmin se marchó, fui a sentarme a mi escritorio. Estaban restaurando y pintando mis habitaciones, y volvía a vivir en el segundo piso del ala oeste. Justo debajo de la sala donde mi madre había estado tan exasperante, aunque sólo unos pocos días, después de nuestra reconciliación sorpresa. Me sentía lo bastante recuperado como para atender los asuntos inconclusos de Umm Saad y Abu Adil.

Cuando por fin decidí que no lo podía relegar más, cogí el moddy de color tostado, la grabación de Abu Adil.

Basmala —murmuré, y me lo conecté vacilante.


¡Qué locura, por la vida del profeta!

Audran se sintió como si asomara por un angosto túnel y viese el mundo a través de la perspectiva ególatra de Abu Adil. Las cosas sólo eran buenas o malas para Abu Adil, si no eran nada de eso, no existían.

La siguiente sensación de Audran fue descubrir que estaba sexualmente excitado. Por supuesto, el único placer sexual de Abu Adil procedía de joderse a sí mismo o a un doble de sí mismo. Eso era Umar…, un soporte en el que colgar su duplicado electrónico. Pero Umar era demasiado estúpido para darse cuenta de que no era más que eso, de que no poseía ninguna otra cualificación que le hiciera valioso. Cuando estorbara a Abu Adil o se hartara de él, Umar sería sustituido inmediatamente, como tantos otros a lo largo de los años.

¿Y el archivo Fénix? ¿Qué significaban las letras A.L.M.?

Por supuesto el recuerdo estaba ahí… Alif, lam, mim.

No eran iniciales. No se trataba de unas siglas desconocidas. Procedían del Corán. Muchas de las azoras del Corán empiezan con letras del alfabeto. Nadie sabe lo que significan. Quizá indicaciones de una frase mística o las iniciales de un escriba. El significado se ha perdido en el curso de los siglos.

Más de una azora empieza con alif, lam, mim, pero Audran supo inmediatamente de cuál se trataba. Era la azora treinta, llamada Los Bizantinos; la aleya importante dice: «Dios es quien os ha creado. Luego os ha dado sustento. Luego os hará morir y después os resucitará». Era obvio que, al igual que Friedlander Bey, el caía Reda también se imaginaba a sí mismo cuando hablaba de Dios.

Y, de repente, Audran supo que el archivo Fénix, con su lista de gente que no sospechaba que podía ser asesinada para extraer sus órganos, estaba grabada en una placa de memoria de aleación de cobalto escondida en el dormitorio privado de Abu Adil.

También otras cosas se aclararon para Audran. Cuando pensó en Umm Saad, la memoria de Abu Adil le comunicó que en realidad no tenía ningún parentesco con Friedlander Bey, pero había accedido a espiarle. Como recompensa habían corrido su nombre y el de su hijo en el archivo Fénix. Ya no tendría que preocuparse porque algún día alguien, a quien ella ni siquiera conociese, necesitara urgentemente su corazón, su hígado o sus pulmones.

Audran se enteró de que Umm Saad contrató a Paul Jawarski y Abu Adil había concedido su protección al asesino americano. Umm Saad había traído a Jawarski a la ciudad y transmitido las órdenes del caíd Reda de matar a ciertas personas de la lista del archivo Fénix. Umm Saad era en parte responsable de esas muertes, del incendio y del envenenamiento de Friedlander Bey.

Audran estaba asqueado y la horrible sensación de locura amenazaba con superarle. Cogió el moddy y se lo desconectó.


Epa. Era la primera vez que utilizaba un moddy que fuera una grabación de una persona viva. Había sido una experiencia repulsiva. Como meterse en el fango, con la diferencia de que el fango se puede lavar; la contaminación de la mente era más íntima y más terrible. A partir de ahora —me prometí a mí mismo— sólo me enchufaría personajes de ficción y moddies fabricados.

La mente de Abu Adil estaba aún más enferma de lo que imaginaba. Sin embargo, había aprendido unas cuantas cosas…, o al menos había confirmado mis sospechas. Sorprendentemente entendía los motivos de Umm Saad. De haber conocido la existencia del archivo Fénix, también yo habría hecho lo posible por borrar mi nombre de la lista.

Quería comentárselo a Kmuzu, pero no había regresado de su misa dominical. Vería si mi madre tenía algo más que contarme.

Atravesé el patio hacia el ala este. Tras llamar a la puerta hubo una pequeña pausa.

—Ya voy —dijo ella. Oí el tintineo del cristal, luego el sonido de un cajón abriéndose y cerrándose—. Ya voy.

Cuando me abrió la puerta pude oler el whisky irlandés. Había estado muy modosita durante su estancia en casa de Papa. Estoy seguro de que bebía y se drogaba como siempre, pero al menos tenía el suficiente dominio de sí misma para no aparecer en público en según qué estado.

—La paz sea contigo, oh madre.

—Y contigo. —Se apoyó contra la puerta, tambaleándose un poco—. ¿Quieres entrar, oh caíd?

—Sí, necesito hablar contigo.

Esperé a que abriera la puerta del todo y me franqueara el paso. Entré y tomé asiento en el sofá. Ella se sentó delante de mí en un cómodo sofá.

—Lo siento —dijo—. No tengo nada que ofrecerte.

—Está bien.

Tenía buen aspecto. Se había deshecho del maquillaje y la ropa excéntrica, y ahora se parecía más a la imagen mental que tenía de ella: con el pelo cepillado, bien vestida, sentada púdicamente con las manos dobladas en su regazo. Recordé el comentario de Kmuzu diciendo que juzgaba a mi madre con más dureza que a mí mismo y le perdoné su ebriedad. No hacía daño a nadie.

—Oh madre, me dijiste que cuando regresaste a la ciudad cometiste el error de volver a confiar en Abu Adil. Sé que fue mi amigo Saied quien te trajo hasta aquí.

—¿Lo sabes? —dijo.

Parecía escéptica.

—Y sé lo del archivo Fénix. ¿Por qué aceptaste espiar voluntariamente a Friedlander Bey?

Se quedó perpleja.

—Oye, si alguien te ofrece tacharte de la maldita lista, ¿no harías tú lo mismo? Mierda, pensé que no le ofrecería a Abu Adil nada que pudiera utilizar realmente contra Papa. No creí que hiciera daño a nadie.

Eso era precisamente lo que deseaba oír. Abu Adil había apretado a Umm Saad y a mi madre el mismo tornillo. Umm Saad había respondido intentando matar a todos los de la casa. Mi madre había reaccionado de diferente forma, había pedido protección a Friedlander Bey.

Simulé que el asunto no era lo suficiente importante como para seguir discutiendo.

—También dijiste que deseabas hacer algo útil en tu vida. ¿Sigues pensando lo mismo?

—Claro, supongo —dijo recelosa.

Parecía incómoda, como si la conciencia social fuese un horrible destino.

—He separado algún dinero y he ordenado a Kmuzu que se encargue de la fundación de una especie de restaurante benéfico en el Budayén. Sería maravilloso si quisieras colaborar en el proyecto.

—Oh, claro —dijo, frunciendo el ceño—, lo que quieras.

Si le hubiera pedido que se cortase la lengua no habría demostrado más entusiasmo.

—¿Qué hay de malo?

Me asombré al ver lágrimas resbalando por sus pálidas mejillas.

—Sabes, no pensé que llegase a esto. Todavía tengo buen aspecto, ¿no te parece? Quiero decir, tu padre pensaba que era hermosa. No paraba de decírmelo y no hace tanto de ello. Creo que si tuviera ropa decente, no esa mierda que traje conmigo de Argel, aún podría volver locos a unos cuantos. No tengo por qué estar sola el resto de mi vida.

No quería entrar en esa discusión.

—Aún eres atractiva, madre.

—Apuesta el culo a que sí —dijo, volviendo a sonreír—. Me voy a comprar una falda corta y unas botas. No me mires de ese modo. Me refiero a una falda corta de buen gusto. Cincuenta y siete años no son tan malos para los tiempos que corren. Mira a Papa.

Ah, sí, Papa yacía indefenso en una cama de hospital, demasiado débil para subirse la sábana por encima de su barbilla.

—¿Sabes lo que quiero? —me preguntó con expresión soñadora.

No me atrevía a preguntar.

—No, ¿qué?

—Vi ese cuadro de Umm Khalthoum en el zoco. Hecho con miles de clavos diferentes. El tipo los clavó en un gran tablero y luego pintó la cabeza de cada clavo de un color diferente. De cerca no ves de qué se trata, pero cuando te alejas unos pasos, aparece un soberbio cuadro de la Dama.

—Sí, tienes razón —dije.

Lo veía colgado en la pared sobre los caros y elegantes muebles de Friedlander Bey.

—Bueno, qué demonios, yo también tengo algún dinero ahorrado. —Debí de poner cara de sorpresa, porque añadió—: Sabes, tengo algunos secretos. He dado muchas vueltas, he visto cosas. Tengo mis propios amigos y mi propio dinero. Así que no creas que puedes dirigir mi vida sólo porque me has traído aquí. Puedo hacer las maletas y marcharme en cuanto quiera.

—Madre, yo no quiero decirte cómo debes comportarte, ni qué debes hacer. Sólo creí que te gustaría ayudar en el Budayén. Hay un montón de gente tan pobre como éramos nosotros.

No me escuchaba con demasiada atención.

—Antes éramos pobres, Marîd —dijo, remontándose a una fantasía de los recuerdos de aquellos tiempos—, pero siempre fuimos felices. Aquéllos sí fueron buenos tiempos. —Luego se puso triste—. Mírame ahora.

—Tengo que irme. —Me levanté y me dirigí hacia la puerta—. Que tu vigor persista, oh madre. Con tu permiso.

—Ve en paz —dijo, acompañándome a la puerta—. Recuerda lo que te he dicho.

No sabía qué quería contestar. Incluso en las mejores condiciones, las conversaciones con mi madre siempre contenían poca información y mucha pasividad. Con ella era avanzar un paso y retroceder dos. Me alegró saber que no tendría problemas para regresar a Argel o seguir en su vieja línea de trabajo aquí. Al menos, eso era lo que me había parecido entender. Dijo algo sobre «hacer perder la cabeza a algunos» pero supuse que lo decía en un sentido estrictamente no comercial. Pensaba en ello mientras regresaba a mi habitación del ala oeste.

Kmuzu había vuelto y recogía nuestra ropa sucia.

—Te han llamado por teléfono, yaa Sidi —dijo.

—¿Aquí?

Me preguntaba por qué no me habían llamado por mi línea personal, el teléfono que llevaba en el cinturón.

—Sí. No dejó ningún mensaje, pero se supone que debes llamar a Mahmoud. He dejado el número en tu escritorio.

Podían ser buenas noticias. Planeaba acometer el segundo de mis tres blancos: Umm Saad. Pero tendría que esperar. Fui al escritorio y dije el código de Mahmoud al teléfono. Respondió inmediatamente.

Alió —dijo.

—¿Cómo estás, Mahmoud? Soy Marîd.

—Bien. Tengo que discutir contigo un asunto.

—Deja que me ponga cómodo. —Acerqué una silla y me senté. No pude evitar una sonrisa—. Vale, ¿qué tienes?

Se produjo un breve silencio.

—Como sabes, me entristeció mucho la muerte de Jirji Shaknahyi, que Alá le bendiga.

No tenía ni idea. Si ni yo sabía que Indihar estuviera casada, dudaba mucho que Mahmoud o Jacques o ningún otro lo supiera. Quizás Chiriga. Chiri siempre sabe estas cosas.

—Fue una tragedia para toda la ciudad —dije, evasivo.

—Fue una tragedia para nuestra Indihar. Debe de estar desesperada. Y no tener dinero empeora su situación. Siento haber insinuado que trabajara para mí. Fue cruel por mi parte. Lo dije sin pensar.

—Indihar es una musulmana devota —dije con frialdad—. No va a hacer la carrera ni para ti ni para nadie.

—Ya lo sé, Marîd. No es necesario que seas tan celoso de su buen nombre. Pero se ha dado cuenta de que no puede mantener a sus hijos. Dijiste que estaría dispuesta a colocar a uno de ellos en un buen hogar adoptivo y de ese modo quizá ganara lo suficiente para alimentar y vestir a los demás de un modo digno.

Odiaba lo que estaba haciendo.

—Quizá no lo sepas —dije—, pero mi madre se vio obligada a vender a mi hermano pequeño cuando éramos niños.

—Oye, oye, magrebí —dijo Mahmoud—, no creo que esto sea una «venta». Nadie tiene derecho a vender un niño. No podemos seguir la conversación si mantienes esa actitud.

—Muy bien. Lo que digas. No es una venta, llámale como quieras. Vayamos al grano. ¿Has encontrado alguien dispuesto a adoptarlo?

Mahmoud se quedó en silencio un segundo.

—No exactamente —dijo por fin—. Pero conozco a un hombre que suele actuar como intermediario. Ya he tratado con él otras veces y puedo garantizar su honestidad y sensibilidad. Puedes suponer que estas transacciones requieren grandes dosis de comprensión y tacto.

—Claro. Eso es importante. Indihar ya tiene bastante dolor.

—Exacto. Por eso este hombre es tan recomendable. En un momento es capaz de colocar a un niño en un hogar acogedor y es capaz de ofrecer al padre natural dinero contante y sonante, para evitar cualquier sentimiento de culpa o recriminaciones. Así es como lo hace. Creo que el señor On es la solución perfecta al problema de Indihar.

—¿El señor On?

—Se llama On Cheung. Es un hombre de negocios procedente de Kansu, China. Ya he tenido el privilegio de actuar como su agente.

—Ah, sí. —Cerré los ojos muy fuerte y escuché bullir la sangre en mi cabeza—. Eso nos conduce al asunto del dinero. ¿Cuánto pagará el señor On y qué tajada sacarás tú?

—Por el hijo mayor, quinientos kiams. Por el más pequeño trescientos. Por la hija doscientos cincuenta. Además ofrece suplementos, doscientos kiams más por dos niños y quinientos si Indihar renuncia a los tres. Yo me llevo el diez por ciento. Si le cobras alguna tarifa, deberá ser del resto.

—Parece bastante legal. Para ser franco, es mejor de lo que Indihar esperaba.

—Te dije que el señor On era un hombre generoso.

—¿Y ahora qué? ¿Nos vemos en algún lugar o qué?

La voz de Mahmoud parecía más excitada.

—Por supuesto, tanto el señor On como yo necesitamos examinar a los niños, para asegurarnos de que están sanos y fuertes. ¿Puedes llevarlos a la calle Rafi ben García dentro de media hora?

—Claro, Mahmoud. Nos vemos allí. Dile a On Cheung que lleve el dinero. —Colgué el teléfono—. Kmuzu, olvida la colada, nos vamos.

—Sí, yaa Sidi. ¿Saco el coche?

—Aja.

Me levanté y me puse una gallebeya sobre mis téjanos. Luego me guardé la pistola estática en el bolsillo. No confiaba ni en Mahmoud ni en el vendedor de niños.

La dirección estaba en el barrio judío y resultó ser otro escaparate cubierto con papel de diario, muy parecido al lugar que Shaknahyi y yo investigamos en vano.

—Quédate aquí —le dije a Kmuzu.

Bajé del coche, fui hacia la puerta principal y al cabo de un rato Mahmoud la abrió unos centímetros.

—Marîd —dijo con su voz ronca—. ¿Dónde están Indihar y los niños?

—Les dije que se quedaran en el coche. Primero quería echar un vistazo. Déjame entrar.

—Claro. —Abrió la puerta un poco más y yo lo empujé para entrar—. Marîd, éste es el señor On.

El vendedor de niños era un hombre pequeño de tez oscura y dientes amarillentos. Estaba sentado en una vieja silla de metal plegable ante una mesilla. A la altura de su codo había una caja metálica. Me miraba a través de unas gafas. Tampoco usaba ojos Nikon.

Crucé el suelo asqueroso y le tendí la mano. On Cheung me examinó y no hizo el menor gesto de darme la mano. Después de unos segundos, sintiéndome como un idiota, dejé caer la mano.

—¿Vale? —dijo Mahmoud—. ¿Satisfecho?

—Dile que abra la caja.

—No puedo decirle que haga nada. Es muy…

—Está bien —dijo On Cheung—. Mira.

Destapó la caja metálica. Había tal cantidad de billetes de cien kiams como para comprar a todos los niños del Budayén.

—Fantástico —dije. Metí la mano en el bolsillo y saqué la pistola—. Las manos a la cabeza.

—Hijo de puta —gritó Mahmoud—. ¿Qué es esto, un robo? No te saldrás con la tuya. El señor On hará que te arrepientas. Ese dinero no te va a servir de nada. Estarás muerto antes de que te gastes un solo fiq.

—Sigo siendo policía, Mahmoud —dije con tristeza. Cerré la caja metálica y se la entregué. No podía llevarla con mi único brazo bueno y seguir apuntando con la pistola estática—. Hajjar lleva mucho tiempo buscando a On Cheung. Incluso un policía corrupto como él tiene que encerrar a alguien de vez en cuando. Me parece que es su turno.

Los llevé al coche. Los apunté con la pistola mientras Kmuzu nos llevaba hasta comisaría. Subimos los cuatro hasta el tercer piso. Hajjar estaba sorprendido de que nuestra pequeña comitiva entrase en su oficina acristalada.

—Teniente —dije—, éste es On Cheung, el vendedor de niños. Mahmoud, deja la caja del dinero. Se supone que es una prueba, pero no creo que nadie la vuelva a ver después de hoy.

—No dejas de sorprenderme —dijo Hajjar.

Apretó un botón de su escritorio para llamar a los policías de la oficina exterior.

—Éste es gratis —dije. Hajjar parecía asombrado—. Te dije que aún me quedaban dos. Umm Saad y Abu Adil. Esta basura es una especie de premio.

—Muchas gracias, Mahmoud, puedes irte. —El teniente me miró y se encogió de hombros—. ¿De verdad crees que Papa me habría permitido encerrarlo?

Lo pensé un momento y me di cuenta de que tenía razón.

Mahmoud pareció aliviado.

—No olvidaré esto, magrebí —murmuró dándome un empellón.

Su amenaza no me asustó.

—Por cierto —dije—, me marcho. De ahora en adelante, si quieres a alguien para archivar informes de tráfico o entrar las grabaciones de las agendas, tendrás que buscarte a otro. Si necesitas a alguien para que pierda el tiempo cazando gambusinos, búscate a otro. Si necesitas a alguien que te ayude a enmascarar tus crímenes o tu incompetencia, búscate a otro. Yo ya no trabajo aquí.

Hajjar sonrió con cinismo.

—Sí, algunos policías reaccionan cuando se someten a mucha tensión. Pero pensé que durarías más, Audran.

Le crucé la cara con dos rápidas y sonoras bofetadas. Se quedó mirándome, levantó la mano despacio para tocar sus doloridas mejillas. Me di la vuelta y salí de la oficina seguido por Kmuzu. Se acercaron policías de todas partes, para ver lo que le había hecho a Hajjar. Todos se reían, incluido yo.

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