De haber sabido lo feas que se iban a poner las cosas, habría ordenado a Kmuzu que me llevara fuera de la ciudad a algún lugar remoto y tranquilo. Al llegar a casa —para entonces me estaba acostumbrando a pensar en el palacio de Friedlander Bey como en mi propio hogar— eran las cuatro de la tarde. Decidí que podía dormir una siesta. Después planeaba tener una breve charla con Papa y más tarde pasaría algún rato en el club de Chiriga. Por desgracia, mi esclavo Kmuzu tenía otros planes.
—Estaré muy cómodo en el cuartito —anunció.
—¿Decías?
No tenía ni la menor idea de qué me estaba hablando.
—El cuartito que utilizas como trastero. Será suficiente para mis necesidades. Llevaré un catre.
Lo miré un instante.
—Suponía que ibas a dormir en las dependencias de los criados.
—Sí, tengo una habitación allí, yaa Sidi, pero cuidaré mejor de ti si me alojo por aquí cerca.
—No tengo ningún interés en que me cuides cada minuto del día, Kmuzu. Aprecio mi intimidad.
Kmuzu asintió.
—Lo comprendo, pero el dueño de la casa me ordenó…
Empezaba a hartarme.
—¡Me importa un bledo lo que el dueño de la casa te haya ordenado! —grité—. ¿Eres mi esclavo o el de él?
Kmuzu no me respondió. Se limitó a mirarme con sus grandes y solemnes ojos.
—Está bien, no importa. Ve y acomódate en el trastero. Quita todas mis cosas y llévate un colchón si quieres.
Me largaba muy irritado.
—Friedlander Bey te ha invitado a comer después de que hables con él —dijo Kmuzu.
—Supongo que no importa que yo tenga otros planes —le contesté.
Todo lo que obtuve fue la misma mirada muda. Kmuzu lo hacía asquerosamente bien.
Fui a mi habitación y me desnudé. Luego me di una ducha rápida y medité sobre lo que tenía que decir a Friedlander Bey. Primero, le diría que Kmuzu, su maldito esclavo espía, terminaría con una patada en el culo. Segundo, quería que supiese que no estaba satisfecho de que me hubieran asignado al oficial Shaknahyi. Y tercero, bueno, ahí es cuando me di cuenta de que probablemente no tendría valor para mencionar los puntos uno y dos.
Salí de la ducha y me sequé. El agua caliente me hizo sentir mejor, no necesitaría una siesta. En cambio, me quedé absorto ante el armario, decidiendo qué ponerme. A Papa le gustaba la vestimenta árabe. ¡Que demonios! Elegí una sencilla gallebeya marrón. El gorro de lana de mi tierra no era lo más apropiado y no soy de los que llevan turbante. Me puse una simple keffiya blanca atada con una sencilla tela negra akal. Me ceñí un cinturón, que sujetaba la daga ceremonial que Papa me había regalado. Del cinturón, en la espalda, colgaba una funda para mi pistola. La ocultaba con un costoso manto de color tostado sobre la gallebeya. Estaba listo para lo que fuese: una fiesta, una discusión o un intento de asesinato.
—¿Por qué no te quedas aquí y te instalas? —dije a Kmuzu.
Pero me siguió escalera abajo. Sabía que lo haría. El despacho de Papa se encontraba en la planta baja, en la parte principal de la casa, que conectaba las dos alas. Al llegar allí, una de las dos Rocas Parlantes custodiaba la puerta en el vestíbulo. Me miró y asintió, pero al ver a Kmuzu mudó el semblante. Frunció los labios. Era la mayor emoción que había detectado en una de las Rocas.
—Espera —dijo.
—Entraré con mi amo —respondió Kmuzu.
La Roca le golpeó en el pecho y le hizo trastabillar.
—Espera —repitió.
—Está bien, Kmuzu —dije.
No deseaba que los dos se pelearan por los suelos allí, a la puerta del despacho de Friedlander Bey. Podían dejar su disputa para otro momento.
Kmuzu me dedicó una mirada gélida, pero no dijo nada. La Roca humilló ligeramente la cabeza cuando pasé a la sala de espera de Papa y luego cerró la puerta tras de mí. Si él y Kmuzu se enzarzaban en el vestíbulo, yo no sabría qué hacer. ¿Qué dice la etiqueta cuando a tu esclavo le sacude el esclavo de tu jefe? Por supuesto, eso no era conceder a Kmuzu el beneficio de la duda. Quizás fuera capaz de alguna artimaña. Quién sabe, quizás era capaz de vérselas con la Roca Parlante.
De cualquier modo, Friedlander Bey estaba en su despacho, sentado tras su gigantesco escritorio. No tenía buen aspecto. Apoyaba los codos sobre la mesa y la cabeza en las manos. Se daba masajes en la frente. Se levantó cuando entré.
—Es un placer —dijo.
No parecía que fuera un placer. Parecía fatigado.
—El honor es mío al desearte buenas tardes, oh caíd.
Papa vestía una camisa blanca de cuello abierto, arremangada, y holgados pantalones grises. Lo más probable es que no hubiera reparado en mis esfuerzos por vestir de modo conservador. No se puede ganar siempre.
—Comeremos enseguida, hijo mío. Mientras tanto, siéntate conmigo. Ciertos asuntos requieren nuestra atención.
Me senté en una cómoda silla frente a su escritorio. Papa volvió a tomar asiento y manoseó unos papeles con el ceño fruncido. Me preguntaba si hablaría de la mujer o me explicaría por qué había decidido endosarme a Kmuzu. No debía interrogarle, empezaría a hablar cuando lo considerase oportuno.
Cerró los ojos un momento y los volvió a abrir lanzando un suspiro. Su escaso pelo blanco estaba alborotado y esa mañana no se había afeitado. Supuse que tenía muchas cosas en la cabeza. Temía lo que estaba a punto de ordenarme esta vez.
—Tenemos que hablar sobre la cuestión de la caridad —dijo por fin.
Vale, tenía que admitirlo: de todos los posibles problemas que podía haber elegido, la caridad estaba en un puesto bastante bajo en mi lista de lo que esperaba oír. Qué estúpido había sido al creer que hablaríamos de algo más elemental, como el asesinato.
—Lo siento pero tenía cosas más importantes en mente, oh caíd —dije.
Friedlander Bey asintió indiferente.
—No lo dudo, hijo mío, crees de verdad que esas otras cosas son más importantes, pero te equivocas. Ambos compartimos una existencia de lujo y comodidad y eso nos da cierta responsabilidad para con nuestros hermanos.
Jacques, mi amigo infiel, habría sudado para comprender esa cuestión. Es cierto que otras religiones también defienden la caridad. Es justo ocuparse de los pobres y los necesitados, porque no sabes si tú mismo terminarás pobre y necesitado. Pero la actitud musulmana va más allá. La caridad es uno de los cinco pilares de la religión, es una obligación tan fundamental como la profesión de fe, la oración diaria, el ayuno en el Ramadán y el peregrinaje a la Meca.
Dedico la misma atención a la caridad que a las demás obligaciones. Es decir, tengo un profundo respeto por ellas en el plano intelectual y me digo a mí mismo que muy pronto empezaré a practicarlas con devoción.
—Es evidente que has estado dándole vueltas durante algún rato —dije.
—Hemos olvidado nuestro deber con nuestros vecinos los pobres, los peregrinos, las viudas y los huérfanos.
Algunos amigos míos —mis viejos amigos, mis antiguos amigos— pensaban que Papa no era más que un monstruo homicida, pero no es cierto. Es un astuto hombre de negocios que mantiene sólidos vínculos con la fe que dio origen a nuestra cultura. Siento que parezca una contradicción. Puede ser duro, incluso cruel a veces, pero no conozco a nadie tan sincero en sus creencias ni tan dispuesto a cumplir las múltiples obligaciones del noble Corán.
—¿Qué deseas que haga?
Friedlander Bey se encogió de hombros.
—¿No te he recompensado por todos tus servicios?
—Eres muy generoso, oh caíd.
—Entonces no te resultará difícil separar una quinta parte de tus riquezas, como sugiere el Recto Camino. De hecho, deseo regalarte algo que incrementará tu bolsillo y, al mismo tiempo, te proporcionará una fuente de ingresos independiente de esta casa.
Eso me interesó. Ansiaba la libertad cada noche cuando me iba a dormir y era mi primer pensamiento al despertarme al día siguiente. Y el primer paso hacia la libertad era la independencia económica.
—Eres el padre de la generosidad, oh caíd, pero no soy digno.
Creedme, estaba anhelando oír lo que iba a decirme. Sin embargo, las formas exigían que simulase que no podía aceptar ese regalo.
Levantó una delgada mano temblorosa.
—Prefiero que mis asociados tengan una fuente externa de ingresos, fuente que ellos mismos administren sin necesidad de compartir conmigo sus beneficios.
—Es una sabia política.
He conocido a un montón de «asociados» de Papa y sé el tipo de recursos que poseen. Estaba seguro de que estaba a punto de introducirme en algún turbio y corrupto negocio. No es que tuviera escrúpulos. No me importaba convertirme en un mayorista de drogas. Aunque nunca he tenido mucha vista para las ventas.
—Hasta ahora el Budayén era todo tu mundo. Lo conoces bien, comprendes a su gente. Tengo mucha influencia allí y creo conveniente que adquieras un pequeño negocio en ese barrio —dijo tendiéndome un documento plastificado.
Me incliné para cogerlo.
—¿Qué es esto, oh caíd?
—Es un título de propiedad. Ahora tú eres el propietario. De hoy en adelante dirigirás este negocio. Es una empresa rentable, hijo mío. Adminístrala bien y te dará recompensas, inshallah.
Miré el certificado.
—Eres… —Mi voz se quebró. Papa había comprado el club de Chiriga y me lo estaba ofreciendo. Me quedé mirándole—. Pero…
Extendió la mano ante mí.
—No me des las gracias. Eres mi hijo fiel.
—Pero es el local de Chiri. No puedo quedarme con su club. ¿Qué va a hacer ella?
Friedlander Bey se encogió de hombros.
—Los negocios son los negocios.
Lo miré fijamente. Tenía la costumbre de darme cosas que prefería no poseer: Kmuzu y una carrera de policía, por ejemplo. Negarme no serviría de nada.
—No tengo palabras para expresar mi gratitud —dije en una voz inexpresiva.
Sólo me quedaban dos amigos, Saied Medio Hajj y Chiri. Después de esto ella me odiaría. Empezaba a temer su reacción.
—Vamos a comer —dijo Friedlander Bey.
Se levantó detrás de su escritorio y me tendió las manos. Yo le seguí, aún pasmado. Hasta más tarde no me percaté de que no le había hablado de mi trabajo con Hajjar ni de mi nueva misión, que consistía en investigar a Reda Abu Adil. Cuanto estás en presencia de Papa, vas a donde él quiere, haces lo que él quiere y hablas de lo que él quiere.
Fuimos al más pequeño de los dos comedores, en la parte posterior del ala oeste, en la planta. Ahí es donde Papa y yo solemos comer cuando lo hacemos juntos. Kmuzu me pisaba los talones por el vestíbulo y la Roca Parlante seguía a Friedlander Bey. Si hubiera sido un culebrón holográfico americano, habrían luchado y después se habrían convertido en buenos amigos. Mala suerte.
Me detuve en el umbral del comedor y le eché un vistazo. Umm Saad y su hijo nos esperaban en el interior. Era la primera mujer que había visto en casa de Friedlander Bey, pero aun así nunca le habría permitido sentarse a la mesa con nosotros. El muchacho parecía tener quince años, que a los ojos de la fe es la edad de la madurez. Era lo bastante adulto como para cumplir las obligaciones de la plegaria y el ayuno ritual, así es que en otras circunstancias podía haber sido bienvenido para compartir nuestra comida.
—Kmuzu —dije—, escolta a la mujer hasta su habitación.
Friedlander Bey me puso una mano en el brazo.
—Gracias, hijo mío, pero yo la he invitado a que nos acompañe.
Le miré boquiabierto, sin que se me ocurriera ninguna respuesta inteligente. Si Papa deseaba iniciar la principal revolución en la actitud y el comportamiento de estos últimos tiempos, estaba en su derecho. Cerré la boca y asentí.
—Umm Saad cenará en sus habitaciones después de nuestra charla —dijo Friedlander Bey, dirigiéndole una mirada de reprobación—. Su hijo puede retirarse o quedarse con los hombres, como guste.
Umm Saad parecía impaciente.
—Supongo que debo agradecer el tiempo que me dedicas —dijo ella.
Papa se dirigió a su silla y la Roca le ayudó. Kmuzu me indicó mi asiento frente a Friedlander Bey. Umm Saad se sentó a la izquierda de Papa y su hijo a la diestra.
—Marîd —dijo Papa—, ¿conoces a este joven?
—No —respondí.
No lo había visto en mi vida.
Él y su madre no gozaban de muchas simpatías en aquella casa. El chico era alto para su edad, pero delgado y melancólico. Su piel tenía una artificial pigmentación amarilla y el blanco de sus ojos estaba descolorido. Su aspecto era enfermizo. Vestía una gallebeya azul con un dibujo geométrico y el turbante de un joven caíd, no el de un jefe tribal sino el turbante honorífico de un joven que se sabe el Corán entero de memoria.
—Yaa Sidi —dijo la mujer—, te presento a mi lindo hijo, Saad ben Salah.
—Que tu honor crezca, señor —dijo el chico.
Alcé las cejas. Al menos el muchacho tenía modales.
—Que Alá sea generoso contigo —dije.
—Umm Saad —dijo Friedlander Bey con voz áspera—, has venido a mi casa con curiosas exigencias. Mi paciencia está al límite. He tolerado tu presencia por respeto a la hospitalidad, pero ahora tengo la mente clara. Te ordeno que no me molestes más. Debes estar fuera de mi casa a la llamada a la oración de mañana por la mañana. Daré instrucciones a mis criados para que te ayuden en lo que necesites.
Umm Saad sonrió, como si le divirtiese su exasperación.
—No creo que hayas meditado lo suficiente sobre nuestro problema. Y no has velado por el futuro de tu nieto —dijo cubriendo las manos de Saad con las suyas.
Fue como una bofetada en pleno rostro. Pretendía ser la hija o la nuera de Friedlander Bey. Eso explicaba por qué quería que me deshiciera de ella, en lugar de hacerlo él mismo.
Papa me miró.
—Hijo mío, esta mujer no es mi hija y el chico no es mi pariente. No es la primera vez que un extraño llama a mi puerta pretendiendo tener lazos de sangre conmigo, con la idea de robar algo de mi fortuna, que tanto esfuerzo me ha costado.
Jo, debí ocuparme de ella cuando me lo pidió por primera vez, antes de que me arrastrase en toda esa intriga. Algún día aprenderé a manejar la situación antes de que se complique demasiado. No quiero decir que la hubiera matado, pero al menos podía haberla persuadido, amenazado o sobornado para que nos dejara en paz. Ahora era demasiado tarde. Ella no aceptaría el ultimátum, quería todo el pastel sin perderse ni una miga.
—¿Estás seguro, oh caíd, de que no es tu hija?
Por un momento pensé que iba a pegarme. Luego, con voz tensamente controlada dijo:
—Te lo juro por la vida del Mensajero de Dios, que la bendición de Dios y la paz sean con él.
Eso era suficiente para mí. Friedlander Bey puede llevar a cabo ciertos manejos para conseguir sus propósitos, pero no jura en falso. Nos llevamos bien porque él no me miente a mí y yo no le miento a él. Miré a Umm Saad.
—¿En qué pruebas basas tus pretensiones?
Sus ojos se agrandaron.
—¿Pruebas? —gritó—. ¿Necesito pruebas para abrazar a mi propio padre? ¿Qué prueba tienes tú de la identidad de tu padre?
No sabía lo delicado que era ese tema. Eludí el comentario.
—Papa… —Me contuve—. El dueño de la casa te ha demostrado su cortesía y amabilidad. Ahora te pide educadamente que des por finalizada tu visita. Como ha dicho, te ayudarán los criados que precises.
Me volví hacia la Roca Parlante y él asintió con la cabeza. Él se aseguraría de que Umm Saad y su hijo estuvieran en la puerta de la calle cuando el muecín pronunciara la última sílaba de llamada a la oración matinal.
—Entonces debemos hacer preparativos —dijo poniéndose en pie—. Vamos, Saad.
Y los dos abandonaron el comedor pequeño con tanta dignidad como si estuvieran en su propio palacio y fueran la parte agraviada.
Las manos de Friedlander Bey presionaban sobre la mesa ante él. Sus nudillos estaban blancos. Dio dos o tres profundas bocanadas de aire.
—¿Qué propones para acabar con esta molestia? —dijo.
Alcé la vista desde Kmuzu a la Roca Parlante. Ningún esclavo parecía demostrar el más mínimo interés por el asunto.
—Si lo he entendido bien, oh caíd, quieres desembarazarte de ella y de su hijo. ¿Es necesario que ella muera? ¿Y si empleo otro medio menos violento para disuadirla?
—La has visto y has oído sus palabras. La violencia no pondrá fin a sus planes. Y además, sólo su muerte disuadirá a otras sanguijuelas de practicar la misma estrategia. ¿Por qué dudas, hijo mío? La respuesta es simple y eficaz. Ya has matado antes. Volver a matar no te resultará tan difícil. Ni siquiera necesitas simular un accidente. El sargento Hajjar lo comprenderá. No iniciará ninguna investigación.
—Hajjar es teniente ahora —le dije.
Papa movió las manos con impaciencia.
—Sí, claro.
—¿Crees que Hajjar pasará por alto un homicidio? —le pregunté.
Hajjar estaba comprado, pero eso no significaba que se quedase cruzado de brazos mientras le hacía quedar como estúpido. Ahora yo podía actuar con impunidad, pero sólo si preservaba con mucho cuidado la imagen pública de Hajjar.
El viejo arrugó el ceño.
—Hijo mío —dijo despacio para que no le malinterpretara—. Si el teniente Hajjar se niega, también él puede ser reemplazado. Quizás tengas mejor suerte con su sucesor. Y así hasta que encontremos a un supervisor de policía con la suficiente imaginación e ingenio para el puesto.
—Que Alá nos guíe —murmuré.
Esos días Friedlander Bey parecía muy inclinado a despachar a la gente como solución a los pequeños reveses de la vida. Me sorprendió que el propio Papa no tuviera prisa por apretar el gatillo personalmente. A tan avanzada edad había aprendido a delegar responsabilidades. Y yo me había convertido en su delegado favorito.
—¿Comemos? —preguntó.
Había perdido el apetito.
—Te pido que me excuses. Tengo un montón de cosas que hacer. Quizás después de comer puedas responderme a algunas preguntas. Me gustaría oír lo que sabes sobre Reda Abu Adil.
Friedlander Bey separó las manos.
—No creo que sepa mucho más que tú.
¿Acaso no había Papa dirigido el brazo de Hajjar para que iniciase una investigación oficial? ¿Por qué se hacía el tonto ahora? ¿O se trataba de otra prueba? ¿Cuántas malditas pruebas tendría que superar?
O quizá —y esto hacía el asunto realmente interesante—, quizá, después de todo, la curiosidad de Hajjar sobre Abu Adil no la había despertado Papa. Quizás Hajjar se había vendido más de una vez: a Friedlander Bey y también a un segundo, tercer o cuarto postor…
Recordé que cuando era un ardiente muchacho de quince años prometí a mi novia, Nafissa, que ni siquiera miraría a otra chica. Hice la misma promesa a Fayza, que tenía las tetas más grandes. Y a Hanuna, cuyo padre trabajaba en la cervecería. Todo iba bien hasta que Nafissa se enteró de lo de Hanuna y el padre de Fayza descubrió lo de las otras dos. Las chicas me habrían cortado las pelotas y sacado los ojos. Pero me largué de Argel mientras el enemigo dormía y así empezó la odisea que me condujo hasta esta ciudad.
Es una historia aburrida y pesada, de poca relevancia aquí. Simplemente aludo a los problemas que iba a tener Hajjar si Friedlander Bey y Abu Adil se enteraban de su pluriempleo.
—¿No es Abu Adil tu principal competidor? —le pregunté.
—El caballero tal vez crea que competimos. No creo que estemos enfrentados. Alá concede a Abu Adil el derecho a vender su bronce martilleado donde yo vendo el mío. Si alguien prefiere comprarle a Abu Adil en lugar de a mí, el cliente y el vendedor tienen mi bendición. Es Alá quien me proporciona el sustento y nada de lo que haga Abu Adil puede ayudarme o hundirme.
Pensé en las inmensas sumas de dinero que pasaban por la casa de Friedlander Bey, una parte de las cuales terminaban en gruesos sobres sobre mi escritorio. Estaba seguro de que ninguno de ellos derivaba de la venta de bronce martilleado. Pero constituía un afortunado eufemismo.
—Según el teniente Hajjar, tú crees que Abu Adil está planeando echarte del negocio.
—Sólo el unificador de las naciones puede hacer eso, hijo mío. —Papa me dirigió una afable mirada—. Pero me halaga tu interés. No tienes por qué preocuparte por Abu Adil.
—Puedo emplear mi cargo en la comisaría para averiguar qué trama.
Se levantó y se pasó la mano por el cabello blanco.
—Si lo deseas, si eso te tranquiliza.
Kmuzu retiró mi silla de la mesa y yo también me puse en pie.
—Te ruego que me disculpes. Que tu mesa te complazca. Te deseo una buena comida.
Friedlander Bey se acercó a mí y me besó en ambas mejillas.
—Ten cuidado, querido —dijo—. Estoy orgulloso de ti.
Mientras salía del comedor, me volví para ver a Papa sentado otra vez en su silla. El viejo tenía un semblante sombrío y la Roca Parlante se inclinó para oír algo que Papa decía. Me pregunté qué era lo que Friedlander Bey compartía con su esclavo, pero no conmigo.
—¿Ya te has mudado? —pregunté a Kmuzu mientras regresábamos a mi habitación.
—He de llevar un colchón, yaa Sidi. Me bastará para esta noche.
—Muy bien. Tengo trabajo en el ordenador.
—¿El informe de Reda Abu Adil?
Le miré incisivamente.
—Sí, exacto.
—Tal vez pueda ayudarte a hacerte una idea clara del hombre y sus circunstancias.
—¿Por qué sabes tanto de él, Kmuzu?
—Cuando llegué por primera vez a la ciudad, me empleé como guardaespaldas de una de las esposas de Abu Adil.
Esa información era excepcional. Pensadlo: empiezo una investigación sobre un completo desconocido y resulta que mi recién estrenado esclavo ha trabajado para ese hombre. Me olí que no era una coincidencia. Tenía fe en que con el tiempo todo encajaría. Tan sólo esperaba estar sano y salvo para entonces.
Me detuve en la puerta de mi habitación.
—Ve a traer tu cama y tus pertenencias —le dije a Kmuzu—. Estaré con el fichero de Abu Adil. No temas molestarme. Cuando trabajo se necesita la explosión de una bomba para distraerme.
—Gracias, yaa Sidi. Haré el menor ruido que pueda.
Empecé a girar el pomo de la puerta. Kmuzu me hizo una ligera reverencia y se dirigió a las dependencias de los criados. Cuando dobló la esquina, eché a correr en dirección opuesta. Fui al garaje a buscar el coche. Me sentía raro, escondiéndome de mi propio criado, pero no deseaba tenerlo tras mis talones toda la noche.
Crucé el barrio cristiano y luego un distrito comercial de lujo al este del Budayén. Aparqué el coche en el bulevar il-Jameel, no lejos de donde Bill solía dejar el taxi. Antes de bajar del coche cogí mi caja de píldoras. Hacía mucho tiempo que no me medicaba con afables drogas. Estaba bien servido, gracias a mi elevado sueldo y los nuevos contactos que hice a través de Papa. Elegí un par de trifets azules. Tenía tanta prisa que me los tragué allí mismo, sin agua. En un momento me sentí indómito y rebosante de energía. Iba a necesitar ayuda, porque me esperaba una horrible escena.
Pensé en conectarme un moddy, pero en el último momento me eché atrás. Debía hablar con Chiri y la respetaba lo suficiente como para presentarle mi propia cabeza. Aunque poco después las cosas podían cambiar. Sentía que volvía a casa como alguien totalmente diferente.
El club de Chiri estaba abarrotado esa noche. El aire era plácido y cálido dentro, endulzado por una docena de perfumes distintos, agrios, a sudor y cerveza derramada. Los transexuales y los travestis preoperados parloteaban con los clientes con falsa ternura y su risa rompía la música estridente mientras pedían más cócteles de champaña. Brillantes destellos de neón rojo y azul producían rayas oblicuas detrás de la barra, y centelleantes puntos de luz, reflejo de unas bolas de espejuelos giratorias, titilaban en las paredes y en el techo. En un rincón, en un holograma, Dulce Pilar se retorcía sola sobre un abrigo de visón dorado extendido sobre la blanca arena de una romántica playa. Era un potenciador de su nuevo moddy sexual, Arde despacio. La miré un instante casi hipnotizado.
—Audran —dijo la ronca voz de Chiriga. No parecía contenta de verme—. Jefe.
—Escucha, Chiri. Deja que…
—Lily —llamó a uno de los transexuales—, sirve una copa al nuevo propietario. Ginebra y bingara con una pizca de lima. —Me miró con fiereza—. El tende es mío, Audran. Reserva privada. No va con el club, me lo llevo conmigo.
Me lo estaba poniendo difícil. Podía imaginar cómo se sentía.
—Espera un minuto, Chiri. No tengo nada que ver con…
—Éstas son las llaves. Ésta es la de la caja. El dinero es todo tuyo. Las chicas son tuyas, los dolores de cabeza también son tuyos a partir de ahora. Si tienes algún problema ve a Papa. —Cogió la botella de tende de debajo de la barra—. Kwa herí, cabrón —me soltó, y luego abandonó el club como un ciclón.
Todo quedó en silencio. Fuera cual fuese la canción que estaba sonando, se acabó y nadie puso otra. Un travesti llamado Kandy estaba en el escenario y se quedó allí mirándome como si fuera a empezar a babear y a desgañitarme en cualquier momento. La gente se levantó de los taburetes de mi alrededor y me dieron de lado. Miré sus rostros y distinguí en ellos hostilidad y repulsión.
Friedlander Bey deseaba que me divorciara de todos mis contactos en el Budayén. Convertirme en policía había sido un buen comienzo, pero a pesar de ello tenía unos pocos amigos fieles. Obligar a Chiri a vender su club había sido otro golpe genial. Pronto estaría tan solo y sin amigos como el propio Papa, con la diferencia de que yo no dispondría del consuelo de su riqueza y su poder.
—Mirad —dije—, todo esto es un error. Tengo que hablar con Chiri. Indihar, ocúpate tú, ¿quieres? Vuelvo en seguida.
Indihar me dirigió otra mirada desdeñosa. No dijo nada. No podía seguir allí ni un minuto más. Cogí las llaves que Chiri había tirado sobre la barra y salí fuera. No estaba en la Calle. Podía haberse ido directamente a casa, aunque probablemente habría ido a otro club.
Fui a la Fée Blanche, el café del viejo Gargotier en la calle Nueve. Saied, Mahmoud, Jacques y yo pasábamos mucho tiempo allí. Nos gustaba sentarnos en el patio y jugar a cartas a primera hora de la noche. Era un buen lugar para empezar la marcha.
Todos estaban allí. Jacques era la mascota cristiana de nuestro grupo. Le gustaba decir a la gente que tenía tres cuartos de europeo. Jacques era estrictamente heterosexual y se enorgullecía de ello. Nadie le quería demasiado. Mahmoud era una transexual, antes era una bailarina de finas caderas y ojos de cervatillo en los clubes de la Calle. Ahora era pequeño, ancho y violento, como uno de esos malvados djinn a quienes debes burlar para rescatar a la princesa encantada. Oí que en aquel momento dirigía la prostitución organizada del Budayén para Friedlander Bey. Saied Medio Hajj me observó desde el borde de su vaso de Johnny Walker, su bebida favorita. Llevaba el moddy de tipo duro y precisamente buscaba que le diera una excusa para partirme la cara.
—¿Qué tal? —dije.
—Eres una basura, Audran —dijo Jacques tranquilamente —. ¡Qué asco!
—Gracias, pero no puedo quedarme mucho rato.
Me senté en la silla vacía. Monsieur Gargotier se acercó a ver si esa noche iba a gastar algún dinero. Su expresión era tan estudiadamente neutral que podía decir que él también odiaba mis entrañas.
—¿Habéis visto pasar a Chiri hace un instante? —pregunté.
Monsieur Gargotier se aclaró la garganta. No le hice caso y se largó.
—¿Quieres hundirla aún más? —preguntó Mahmoud—. ¿Se ha llevado algunos pisapapeles de tu pertenencia? Déjala tranquila, Audran.
Ya era suficiente. Me levanté y Saied hizo lo mismo. Dio dos rápidos pasos hacia mí, cogió mi manto con una mano y lanzó su puño hacia atrás. Antes de que pudiera sacudirme, le golpeé en la nariz, y ésta empezó a sangrar. Estaba perplejo, pero su boca empezó a torcerse de rabia. Agarré el moddy de su implante corímbico y lo desconecté. Podía ver sus ojos desenfocados. Durante un momento debió de estar completamente desorientado.
—Déjame en paz —le dije sentándolo en su silla de un empujón—. Todos vosotros.
Lancé el moddy al regazo de Medio Hajj.
Enfilé la Calle hacia abajo hirviendo de ira. No sabía qué hacer. El club de Chiri —ahora mi club— estaba abarrotado de gente y no podía contar con Indihar para mantener el orden. Decidí volver y capear el temporal. Antes de que me diera tiempo a alejarme, Saied salió tras de mí y me puso la mano en el hombro.
—Te estás volviendo bastante impopular, magrebí.
—No toda la culpa es mía.
Sacudió la cabeza.
—Tú permites que suceda. Tú eres el responsable.
—Gracias —le dije, y seguí caminando.
Me cogió la mano derecha y me entregó el moddy de malas pulgas.
—Toma esto, creo que lo necesitarás.
Fruncí el ceño.
—Los problemas que tengo exigen la cabeza clara, Saied. Tengo que meditar sobre todas esas cuestiones morales. No sólo sobre Chiri y su club. Otras cosas.
Medio Hajj gruñó.
—No te entiendo, Marîd. Pareces una vieja gloria cansada. Eres tan malo como Jacques. Si eliges cuidadosamente tus moddies no tendrás que preocuparte por cuestiones morales. Dios sabe que yo nunca lo hago.
Eso era lo que necesitaba oír.
—Ya nos veremos, Saied.
—Sí —dijo regresando a la Fée Blanche.
Fui al club de Chiri, eché a todo el mundo, cerré el local y volví a casa de Friedlander Bey. Subí pesadamente la escalera hasta mi habitación, satisfecho de que el largo día lleno de sorpresas hubiera acabado por fin. Mientras me disponía a acostarme, Kmuzu apareció por la puerta.
—No debes engañarme, yaa Sidi.
—¿He herido tus sentimientos, Kmuzu?
—Estoy aquí para ayudarte. Lamento que rechaces mi protección. Llegará el día en que te alegres de poder llamarme.
—Es posible —dije—, pero, mientras tanto, ¿qué tal si me dejas tranquilo?
Se encogió de hombros.
—Alguien quiere verte, yaa Sidi.
Pestañeé.
—¿Quién?
—Una mujer.
No tenía la suficiente energía como para hablar con Umm Saad ahora. Pero podía tratarse de Chiri…
—¿Le digo que entre? —preguntó Kmuzu.
—Sí, qué demonios.
Todavía estaba vestido, aunque muy cansado. Me prometí que sería una conversación breve.
—¿Marîd?
Miré a mi alrededor. Enmarcada por la puerta, con un viejo y desastrado abrigo marrón, sosteniendo una cutre maleta de plástico estaba Ángel Monroe. Mamá.
—He venido a pasar unos cuantos días contigo en la ciudad —me dijo, riendo ebriamente—. Hey, ¿no te alegras de verme?