CAPITULO 9

—¿A qué te refieres al decir ‘adiós’? ¿A dónde vas?

—He estado recapacitando —dijo Calvin, en voz baja. Se quitó el reloj de pulsera y lo entregó a Cirocco—. Vosotros lo aprovecharéis mejor que yo.

Cirocco estuvo a punto de estallar en frustración.

—¿Y ésa es toda la explicación que nos das? “He estado recapacitando.” Calvin, tenemos que permanecer juntos. Seguimos siendo un equipo de exploración, y yo sigo siendo tu capitana. Tenemos que actuar unidos para que nos rescaten.

Calvin sonrió débilmente.

—¿Y cómo vamos a hacer eso?

Cirocco deseó que Calvin no hubiera formulado la pregunta.

—No he tenido tiempo de elaborar un plan al respecto —dijo vagamente—. Por fuerza, tiene que haber algo que podamos hacer.

—Házmelo saber cuando pienses en algo.

—Te ordeno que te quedes aquí con el resto de nosotros.

—¿Cómo evitarás que me vaya en caso de que quiera irme? ¿Dejándome fuera de combate y atándome? ¿Cuánta energía va a costar vigilarme siempre? Retenerme aquí me convierte en una carga. Si me voy, puedo ser una persona útil.

—¿A qué te refieres con eso de una persona útil?

—Simplemente a eso. Los dirigibles hablan en torno a toda la curvatura de Temis. Están cargados de noticias; aquí todo el mundo los escucha. Si alguna vez me necesitas para algo, volveré. Todo lo que tengo que hacer para el caso es enseñarte algunas llamadas sencillas. ¿Sabes silbar?

—Eso no es el problema —dijo Cirocco, con disgustado movimiento de la mano. Se acarició la frente y dejó que su cuerpo se relajara. Si había que retener a Calvin tenía que disuadirle de que se fuera, no impedírselo—. Todavía no comprendo por qué quieres irte. ¿No te gusta estar aquí con nosotros?

—Yo… No, no demasiado. Era más feliz cuando estaba solo. Hay demasiada tensión. Excesiva susceptibilidad.

—Todos hemos pasado por terribles experiencias. La cosa mejorará cuando aclaremos algunos puntos.

Calvin se encogió de hombros.

—Llámame entonces, y volveré a intentarlo. Pero la compañía de mi propia raza ha dejado de preocuparme. Los dirigibles son más libres, y más inteligentes. Jamás he sido más feliz que durante aquel paseo —Calvin estaba mostrando más entusiasmo que el visto por Cirocco desde el encuentro en el peñasco—. Los dirigibles son viejos, capitana. Como individuos y como raza. Apeadero tal vez tenga tres mil años.

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo sabe Apeadero?

—Hay épocas de frío y épocas de calor. Imagino que deben existir porque Temis permanece siempre apuntado en la misma dirección. El eje apunta cerca del sol en este preciso momento, pero cada quince años el borde bloquea la luz solar hasta que Saturno se traslada y vuelve a llevar el otro polo hacia el sol. Aquí existen años, pero todos duran quince años. Apeadero ha visto pasar doscientos.

—Muy bien, muy bien —dijo Cirocco—. Por eso te necesitamos, Calvin. Por lo que sea, eres capaz de hablar con esos seres. Has aprendido de ellos. Algo de esto podría sernos de importancia. Como estos seres de seis patas, ¿cómo los llamaste…?

—Titánidas. Es todo lo que sé de ellos.

—Bien, a lo mejor aprendes más.

—Capitana, hay mucho que saber. Pero vosotros habéis aterrizado en la parte más hospitalaria de Temis. No os mováis, y estaréis perfectamente. No entréis en Océano, ni tampoco en Rea. Esos lugares son peligrosos.

—¿Lo ves? ¿Cómo podíamos saberlo? Te necesitamos.

—No lo entiendes. No puedo aprender nada de este lugar sin ir a verlo. El lenguaje de Apeadero está fuera de mi alcance en su mayor parte.

Cirocco sintió fluir de su interior la amargura de la derrota. ¡Maldito sea, John Wayne habría castigado severamente al bastardo! Charles Laughton lo habría apresado.

Cirocco sabía que se sentiría mucho mejor si se limitaba a dar un swing al obstinado hijo de puta, pero la sensación pasaría con rapidez. Nunca había dado órdenes así. Había ganado y conservado el respeto de su tripulación demostrando responsabilidad y empleando la mejor sagacidad que podía poner en juego en cualquier situación. Podía enfrentarse a los hechos, y sabía que Calvin iba a dejarlos solos, pero el asunto no le gustaba.

¿Y por qué no?, se preguntó. ¿Por qué disminuía su autoridad?

Eso tenía que ser parte del problema, y otra parte su responsabilidad respecto al bienestar de Calvin. Mas con ello regresaba a la dificultad con la que se había enfrentado desde el principio de su mando: la carencia de suficientes modelos de conducta en cuanto a un capitán de navío femenino. Había resuelto examinar todas las hipótesis y usar únicamente las que le parecieran bien. Que algo hubiera parecido bien al almirante Nelson en la Armada británica no significaba por sí solo que fuera correcto para ella.

Tenía que haber disciplina, claro, y tenía que haber autoridad. Los capitanes navales habían estado exigiendo la primera y velando por el cumplimiento de la segunda durante miles de años, y Cirocco no pretendía deshacerse de esa experiencia acumulada. Si la autoridad de un capitán era cuestionada, el desastre era la consecuencia más normal.

Pero el espacio no era lo mismo, pese a generaciones de escritores de ciencia ficción. La gente que lo exploraba eran personas muy inteligentes, genios individuales, lo mejor que la Tierra podía ofrecer. Tenía que haber flexibilidad, y el código legal de la NASA para viajes interplaneterios así lo reconocía.

También había otro factor que Cirocco no tenía que olvidar. Ya no tenía una nave. Lo peor que podía suceder a un capitán le había sucedido a ella. Había perdido el mando. Sería un sabor amargo en su boca durante el resto de su vida.

—Muy bien —dijo en voz baja—. Tienes razón. No puedo desperdiciar tiempo y energía vigilándote, y no me parece bien matarte, como no sea en un sentido figurado —se forzó a contenerse al advertir que estaba apretando los dientes, y procuró relajar las mandíbulas—. Pero te advierto que, si regresamos, te acusaré de insubordinación. Si te vas, será contra mis deseos, y contra los intereses de la misión.

—Lo acepto —dijo Calvin, sin emoción—. Llegarás a comprender que la última parte no es cierta. Seré de más utilidad en el lugar al que me voy, que aquí. Y no regresaremos a la Tierra.

—Ya lo veremos. Bien, ¿por qué no enseñas a alguien cómo llamar a los dirigibles? Creo que será mejor que yo no esté cerca de ti.

Al final Cirocco tuvo que aprender el código de silbidos, pues ella era la de mayores aptitudes musicales. Su sentido de la afinación era casi perfecto, y eso era esencial para entenderse con los dirigibles.

Sólo tuvo que aprender tres frases melódicas, la más larga, de varias notas y un trino. La primera equivalía a ‘buen despegue’ y no era más que un saludo de cortesía. La segunda era ‘quiero a Calvin’ y la tercera ‘¡socorro!’

—Recuerda, no llames a un dirigible si tenéis fuego encendido.

—Qué optimista eres.

—Pronto haréis una hoguera. Eh… Me estaba preguntando si… ¿Quieres que te libre de August? Quizás ella se sintiera mejor viniendo conmigo. Podríamos cubrir más terreno en busca de April.

—Podemos ocuparnos de nuestras bajas —dijo Cirocco, con frialdad.

—Lo que tú digas.

—Ella apenas es consciente de que te vas, de todos modos. Limítate a apartarte de mi vista, ¿quieres?


* * *

August demostró no estar tan comatosa como Cirocco había pensado. Al saber que Calvin se iba, insistió en acompañarle. Tras una breve batalla, Cirocco accedió, pero más recelosa aún que antes.

Apeadero se situó a baja altura y empezó a proyectar un cable. Todos contemplaron el apéndice, que restallaba y se retorcía en el aire.

—¿Por qué está deseoso de hacer esto? —preguntó Bill—. ¿Qué es lo que gana?

—Le gusto a Apeadero —dijo Calvin, con sencillez—. Además, está acostumbrado a transportar pasajeros. Las especies conscientes pagan el trayecto trasladando alimentos del primero al segundo estómago de Apeadero, que no tiene músculos para hacerlo. Debe ahorrarse peso.

—¿Es que aquí todo va igual de bien? —inquirió Gaby—. Hasta la fecha no hemos visto nada que se parezca a un animal carnívoro.

—Hay carnívoros, pero no muchos. La simbiosis es la realidad básica de la vida. Eso, y el culto. Apeadero dice que la totalidad de las formas superiores deben lealtad a una deidad, y que la morada de la divinidad se encuentra en el eje. He estado pensando en una diosa que gobierna todo el círculo del terreno. La llamo Gea, como la madre universal de los griegos.

Cirocco se interesó por el tema, en contra de sus deseos.

—¿Qué es Gea, Calvin? ¿Una especie de leyenda primitiva, o quizá la sala de mando de esta criatura?

—No lo sé. Temis es mucho más viejo que Apeadero, y buena parte del lugar también es desconocida para él.

—¿Pero quién lo dirige? Dijiste que aquí hay muchas razas. ¿Cuál de ellas? ¿O es que cooperan?

—Tampoco lo sé. ¿Has leído los relatos de naves generacionales, cuando algo sale mal y todo el mundo regresa al salvajismo? Creo que algo parecido puede estar pasando aquí. Sé que hay algo en funcionamiento, en alguna parte. Quizá máquinas, o una raza que vive en el cubo de la rueda. Esa podría ser la fuente del culto. Pero Apeadero está convencido de que hay una mano al volante.

Cirocco se puso muy seria. ¿Cómo podía dejar marchar a Calvin, con toda la información que había en su cabeza? Eran datos desiguales y no tenían forma de averiguar cuáles eran ciertos, pero no disponían de otra cosa.

Mas ya era demasiado tarde para otros pensamientos. El pie de Calvin estaba en el estribo al extremo del largo cable. August se unió a él y el dirigible tiró de ambos.

—¡Capitana! —gritó Calvin, justo antes de que los dos desaparecieran—. ¡Gaby no debió haber llamado Temis a este lugar! ¡Llámalo Gea!


* * *

Cirocco caviló sobre la partida de Calvin y August, sumergiéndose en una oscura depresión durante la cual se sentó al lado del río y pensó en lo que debería haber hecho. Ningún proceder le pareció correcto.

—¿Qué me dices de su juramento hipocrático? —preguntó a Bill en un momento dado—. Fue enviado en este viaje para una maldita cosa, para cuidar de nosotros si lo necesitábamos.

—La situación nos ha cambiado a todos, Rocky.

A todos menos a mí, pensó Cirocco, pero no lo dijo. Al menos, por lo que ella sabía, no había sufrido efectos duraderos tras su experiencia. En cierto sentido eso era más extraño que lo que el percance había hecho a los otros. Todos tenían que haber sido llevados a la catatonía. Al contrario, había un amnésico, una personalidad obsesiva, una mujer con una pasión adolescente y un hombre enamorado de aeronaves vivientes. Cirocco era la única cabeza equilibrada.

—No te engañes —murmuró para sí—. Probablemente les parezco tan loca a ellos como ellos me lo parecen a mí.

Pero descartó la idea, igualmente. Bill, Gaby y Calvin sabían que la experiencia los había cambiado, aunque Gaby no admitiría que su amor por Cirocco fuera un efecto secundario. August se encontraba demasiado distraída por su pérdida como para pensar en cualquier otra cosa.

Meditó de nuevo en April y Gene. ¿Seguían con vida? Y en tal caso, ¿cómo se lo estarían tomando? ¿Estaban solos o se las habían ingeniado para unirse?

Se habían hecho a la rutina de escuchar y transmitir, con el objeto de tomar contacto con ambos. Pero hasta el momento no había dado resultados. Nadie había vuelto a oír llorar a un hombre ni escuchado cosa alguna de April.

El tiempo iba pasando, casi inadvertido. Cirocco disponía del reloj de pulsera de Calvin para saber cuándo debían dormir, pero resultaba duro ajustarse a te persistente luz. Jamás lo habrían sospechado tratándose de un grupo de personas que ha vivido en el ambiente artificial de la Ringmaster, donde el día estaba dispuesto en la computadora de la nave y se lo podía variar a voluntad.

La vida era fácil. Toda la fruta que probaban era comestible y parecía alimentarlos. Si existían deficiencias vitamínicas todavía tenían que darse a conocer. Ciertas frutas eran saladas y otras poseían un dejo que todos confiaban fuera vitamina C. La caza abundaba y era fácil de cobrar.

Todos estaban acostumbrados a los horarios estrictos de un astronauta, en los que toda tarea es asignada por el control de tierra y el principal pasatiempo consiste en quejarse de su imposibilidad, pero, de todos modos, cumplirla… Habían sido preparados para luchar por la supervivencia en un ambiente hostil, pero Hiperión era casi tan hostil como el zoo de San Diego. Habían pensado en Robinson Crusoe, o al menos en el robinson de la familia suiza, pero Hiperión era un marica. Aún no se habían amoldado lo bastante para pensar en términos de una misión.


* * *

Dos días después de que se fueran Calvin y August, Gaby obsequió a Cirocco con ropa que había hecho con los paracaídas descartados. Cirocco quedó profundamente afectada al ver la expresión del rostro de Gaby cuando se probó la prenda.

El ropaje era mitad toga y mitad pantalones sueltos. El material era delgado, aunque sorprendentemente fuerte. A Gaby le había costado mucho esfuerzo cortarlo en piezas usables y coserlo con agujas de espino.

—Si puedes encontrar algo para mocasines —dijo a Gaby—, te promoveré tres grados cuando estemos en casa.

—Estoy trabajando en eso.

Gaby resplandeció un día entero después del hecho, y se mostró juguetona como un perrito, restregándose contra Cirocco y las finas prendas de ésta a la más mínima excusa. Estaba patéticamente ansiosa por complacer.


* * *

Cirocco estaba sentada junto a la orilla del río, a solas por una vez y contenta de ello. Ser el motivo de disputa entre dos amantes no era de su gusto. Bill empezaba a estar fastidiado por la conducta de Gaby y daba la impresión de creer que debía hacer algo.

Se inclinó con facilidad con un palo largo y flexible en una mano y observó un pequeño flotador de madera al extremo de la cuerda. Dejó que sus pensamientos divagaran hasta el problema de ayudar a cualquier expedición de rescate que llegara en su busca. ¿Qué se podría hacer para facilitar el rescate?

Era un hecho patente que no podían salir de Gea por sus propios medios. Lo mejor que Cirocco podría hacer sería tratar de ponerse en contacto con la partida de rescate. No tenía duda de que llegaría una, y pocas ilusiones de que su objetivo primario fuera el rescate. Los mensajes que había logrado enviar durante la desintegración de la Ringmaster describieron un acto hostil, y las implicaciones de ello eran enormes. Seguro que se daría por muerta a la tripulación de la Ringmaster, pero no se olvidaría a Temis-Gea. Pronto llegaría una nave, y estaría sobrecargada.

—Muy bien —dijo—. Gea ha de tener medios de comunicación en alguna parte.

Probablemente en el cubo de la rueda. Aun cuando los motores estuvieran allí también, su ubicación centralizada parecía el lugar lógico para los controles. Allí tal vez hubiera gente que se ocupara de las cosas, o tal vez no. No existía modo alguno de dar al viaje un aspecto de fácil, o al destino un aspecto de seguro. El último podía estar celosamente vigilado contra la incursión y el sabotaje.

Pero allí había una radio, Cirocco ya vería qué podía hacer en cuanto llegara hasta ella.

Bostezó, se rascó las costillas y movió perezosamente los pies de arriba abajo. El flotador subía y bajaba en el agua. Parecía un buen momento para una siesta.

El flotador sufrió una repentina sacudida y desapareció bajo las turbias aguas. Cirocco lo miró un instante y comprobó con moderada sorpresa que algo había mordido el anzuelo. Se levantó y empezó a tirar de la cuerda.

El pez no tenía ojos, escamas o aletas. Cirocco lo alzó y lo observó con curiosidad. Era el primer pez que habían capturado.

—¿Qué diablos estoy haciendo? —preguntó en voz alta. Lanzó el pez al agua, enrolló su cuerda de pescar y empezó a doblar el recodo del río hacia el campamento. A medio camino se puso a correr.


* * *

—Lo siento, Bill, sé que has dedicado mucho trabajo a este lugar. Pero cuando vengan a buscarnos, quiero estar trabajando todo lo que pueda para salir de aquí —dijo Cirocco.

—Estoy de acuerdo contigo, básicamente. ¿Cuál es tu idea?

Cirocco explicó su meditación respecto al cubo de la rueda, al hecho de que si allí existía un control tecnológico central para esta inmensa construcción, estaría allá arriba.

—No sé qué encontraremos. Es posible que nada, aparte de telarañas y polvo, y que todo siga funcionando por pura inercia aquí abajo. O tal vez el capitán y una tripulación dispuestos a hacernos pedazos por invadir su nave. Pero tenemos que verlo.

—¿Cómo te propones llegar ahí arriba?

—No lo sé seguro. Supongo que los dirigibles no pueden hacerlo o sabrían más de esa diosa de que hablan. Incluso es posible que no haya aire en los radios.

—Eso haría la cosa un poco dura —observó Gaby.

—No lo sabremos hasta que no lo veamos. El medio de subir los radios es emplear los cables de apoyo. Tendrían que subir hasta las mismas entrañas, hasta el punto más alto.

—Dios mío —musitó Gaby—. Hasta los cables inclinados están a cien kilómetros de altura. Y eso te lleva simplemente al techo. A partir de ahí hay otros quinientos kilómetros hasta el cubo.

—Mi dolorida espalda —gruñó Bill.

—¿Qué ocurre con vosotros? —quiso saber Cirocco—. No he dicho que trepemos por los cables. Eso lo decidiremos cuando echemos un buen vistazo. Lo que trato de deciros es que somos ignorantes de este lugar. Por lo que yo sé, hay ascensor rápido posado en el pantano que nos llevará hasta la parte superior. O un hombrecillo que vende billetes de helicóptero, o alfombras mágicas. Nunca lo sabremos, a menos que nos pongamos a explorar.

—No te excites —dijo Bill—. Estoy de tu parte.

—¿Y tú, Gaby?

—Voy donde tú vas —dijo Gaby, de un modo desapasionado—. Ya lo sabes.

—De acuerdo. Esto es lo que pienso. Hay un cable inclinado hacia el oeste, hacia Océano. Pero el río fluye a la inversa, y podemos usarlo como transporte. De esa forma incluso podríamos llegar antes a la siguiente hilera de cables que abriéndonos paso a través de la jungla. Creo que deberíamos encaminarnos hacia el este, hacia Rea.

—Calvin dijo que nos mantuviéramos alejados de Rea —recordó Bill.

—No he dicho que nos adentremos en Rea. Si hay algo más difícil de aceptar que esta tarde perpetua, ha de ser una noche perpetua, así que de todos modos no estoy ansiosa por ir allá. Pero hay mucha tierra entre aquí y allá. Podríamos echarle una ojeada.

—Admítelo, Rocky. Eres una turista en el fondo.

Cirocco tuvo que sonreír.

—Culpable. Pensaba hace un rato que aquí estamos en este lugar increíble. Sabemos que hay una docena de razas inteligentes. ¿Qué hacemos? Descansar y pescar. Bueno, yo no. Tengo ganas de curiosear. Por eso nos pagaban, y, ¡caramba, es lo que me gusta! Quizá deseo un poco de aventura.

—Dios mío —repitió Gaby, con una pizca de mofa—. ¿Qué más puedes pedir? ¿No has tenido bastante?

—Las aventuras se pueden volver en tu contra y defraudarte —dijo Bill.

—No lo sé. Pero de todos modos vamos a descender por ese río. Me gustaría estar en marcha después del siguiente período de sueño. Me siento como drogada.

Bill consideró el hecho por un momento.

—¿Crees que es posible? ¿Algo dentro de una de las frutas?

—¿Eh? Has leído demasiada ciencia ficción, Bill.

—Escucha, no te cargues mis hábitos de lectura y yo no me cargaré tus rancias películas en blanco y negro.

—Pero eso es arte. No importa. Imagino que es posible que hayamos comido algo que tranquiliza, pero en realidad creo que se trata simplemente de una holgazanería anticuada.

Bill se puso en pie y buscó su inexistente pipa. Pareció fastidiado por olvidar una vez más el detalle y después se limpió la arena de las manos.

—Nos costará un poco montar una balsa —dijo.

—¿Por qué una balsa? ¿Qué me dices de esas enormes cápsulas vegetales que hemos visto flotando río abajo? Son lo bastante grande para sostenernos.

Bill frunció la frente.

—Sí, supongo que sí, ¿pero crees que se manejarán bien en aguas turbulentas? Me gustaría echar un vistazo a los fondos antes…

—¿Manejar? ¿Piensas que una balsa sería mejor?

Bill adoptó un aire de sorpresa, después de enfado.

—¿Sabes una cosa? A lo mejor me estoy volviendo torpe. Adelante, comandante.

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