CAPITULO 12

Dos días después de su exploración del interior del cable, los tripulantes del Titanic se encontraron abandonando la jungla tropical. La tierra jamás había sido montuosa excepto en las proximidades del cable; ahora volvía a ser lisa como una mesa de billar y el Ofión se desparramaba kilómetros en todas direcciones. Dejó de existir una orilla como tal. Los únicos detalles que marcaban el fin del río y el principio de las tierras de marismas eran hierbas altas enraizadas en el fondo y el ocasional banco de fango de un metro de altura. Una capa de agua se extendía sobre todo, raramente con más de diez centímetros de profundidad excepto en los sinuosos laberintos de lodazales, brazos pantanosos, abras y rebalsas. Estas aguas estaban protegidas y excavadas a más profundidad por enormes anguilas y lochas del tamaño de hipopótamos.

Los árboles de la región presentaban tres variedades, creciendo en grupos ampliamente diseminados. La especie que llamó la atención de Cirocco parecía una escultura de vidrio, con troncos rectos y transparentes y ramas regulares dispuestas en forma cristalina. Las ramas más pequeñas eran filamentos que podrían haberse usado en óptica de fibras. Cuando el viento soplaba, las ramas más débiles se rompían. Recobradas y envueltas con tela de paracaídas por un extremo constituían excelentes cuchillos. Dado el efecto centelleante que los filamentos producían al moverse, Gaby los llamó árboles de navidad.

El resto de la vegetación principal no fue muy del agrado de Cirocco. Una planta —parecía incorrecto denominarla árbol, aunque fuera bastante grande— se asemejaba a una pila de lo que es posible ver en cualquier rancho de ganado vacuno. Bill la llamó árbol de estiércol. La vez que más se acercaron a uno de ellos vieron que había una estructura interna, pero nadie quiso aproximarse demasiado porque olía bastante a lo que parecía ser.

Después encontraron árboles que lo hacían mejor en cuanto a cumplir los requisitos precisos. Tenían algo de ciprés y un poco de sauce, y crecían en desordenadas marañas festoneadas por plantas trepadoras que pugnaban por abatirlos.

El panorama era extraño de un modo mucho más desagradable que el de las tierras altas. La jungla que habían dejado atrás no era demasiado distinta del Amazonas o el Congo. Ahí, nada parecía familiar, todo era deforme y amenazador.

Acampar resultaba imposible. Optaron por atar la embarcación a los árboles y dormir en ella. Pero llovía cada diez o doce horas. Montaron tiendas de tela de paracaídas sobre la proa, pero el agua siempre se filtraba e inundaba el fondo. El tiempo era cálido, mas la humedad era tan alta que no había cosa que se secara jamás.

Con el barro, el calor, la humedad y el sudor, todos se volvieron irritables. Iban escasos de sueño, a menudo apañándose con no más que una vacilante cabezada mientras no tenían tareas que cumplir, y la situación empeoraba cuando intentaban dormir los tres a la vez y acababan compitiendo por el limitado espacio del fondo inclinado del Titanic.

Cirocco despertó de una pesadilla de ser incapaz de respirar. Se sentó, y notó que la tela de su vestidura se desprendía de su piel. Se sintió pegajosa entre los dedos de pies y manos, bajo el cuello y en su regazo.

Gaby le hizo una seña con la cabeza al ver que se levantaba y después llamó su atención hacia el río.

—Rocky —dijo Bill—. Hay algo que desearás…

—No —dijo Cirocco, alzando las manos—. Maldito sea, quiero café. Estaría dispuesta a matar por café.

Gaby sonrió inciertamente, pero su gesto pareció encubrir un esfuerzo. Por entonces ya sabían que Cirocco empezaba muy lentamente.

—No es gracioso. De acuerdo —Cirocco miró fija, desoladamente, la tierra que parecía tan decaída y podrida como ella se sentía—. Dadme sólo un instante antes de que empecéis a preguntarme cosas —dijo. Se esforzó en sacarse las pegajosas ropas y saltó al río.

Era mejor, pero no demasiado.

Se movió de arriba abajo, chapoteando, sosteniéndose en el lateral de la embarcación y pensando en jabón hasta que su pie tocó algo viscoso. No esperó a descubrir de qué se trataba, sino que saltó sobre el borde y permaneció con el agua remojando sus pies.

—Ahora. ¿Qué queríais?

Bill señaló hacia la orilla norte.

—Hemos estado viendo humo en esa dirección. Ahora puedes verlo, justo a la izquierda de ese montón de árboles.

Cirocco se inclinó sobre el borde del barco y lo vio: una delgada línea de gris recortada sobre el fondo de la distante pared norte.

—Amarremos esto y echemos un vistazo.


* * *

Era una penosa y larga caminata entre lodo que llegaba a las rodillas y agua estancada. Bill iba a la cabeza. Empezaron a excitarse cuando llegaron al gran árbol de estiércol que les había oscurecido la visión. Cirocco percibió una fumarada con el hedor más intenso del árbol y se apresuró por el resbaladizo terreno.

Comenzó a llover en el mismo momento que llegaron al fuego. No era una lluvia molesta, pero tampoco el fuego era demasiado un fuego. Daba la impresión de que todo lo que iban a sacar de aquello sería tizne en las piernas.

El fuego era un humo denso e irregular que cubría un hectómetro cuadrado y humeaba sin llama en los bordes. Mientras lo contemplaban, el humo gris empezó a volverse blanco conforme caía la lluvia. Luego una lengua de llamas lamió la parte inferior de un arbusto a pocos metros de distancia.

—Buscad algo que esté seco —ordenó Cirocco—. Cualquier cosa. Un poco de esa hierba de pantano, y algunos palos. Deprisa, lo estamos perdiendo.

Bill y Gaby corrieron en diferentes direcciones mientras Cirocco se arrodillaba junto al arbusto y soplaba. Hizo caso omiso del humo en sus ojos y siguió soplando hasta notar mareos.

Enseguida se encontró apilando leña razonablemente seca. Por fin pudo sentarse y sentirse segura de que la hoguera continuaría ardiendo. Gaby gritó y lanzó un palo a tanta altura que fue casi invisible antes de que empezara a caer. Cirocco sonrió cuando Bill le dio una palmadita en la espalda. Se trataba de una pequeña victoria, pero tal vez fuera importante. Se sentía fabulosamente bien.

Al cesar la lluvia, la hoguera seguía ardiendo.


* * *

El problema consistía en cómo mantenerla encendida.

Lo discutieron varias horas, probaron y descartaron diversas soluciones.

Les llevó el resto del día y buena parte del siguiente lograr que el plan que trazaron funcionara. Hicieron dos cuencos con la arcilla del pantano, los cocieron con cuidado y después secaron una gran cantidad de leña más lenta de consumirse. Una vez hecho esto, dispusieron dos pequeños fuegos en ambos cuencos. Parecía sensato disponer de un repuesto. El plan requería de alguien que atendiera el fuego constantemente, pero estaban deseosos de hacerlo hasta encontrar una solución mejor.

Cuando hubieron terminado, era casi la hora de dormir. Cirocco quiso comprobar si podían dormir sobre tierra seca, desconfiando realmente en sus medidas respecto al fuego, pero Bill sugirió que antes hicieran una cacería.

—Estoy bastante aburrido de estos melones —dijo—. El último que probé sabía a rancio.

—Sí, pero no hay risueños. No he visto ninguno desde hace días.

—Entonces cazaremos otra cosa cualquiera. Necesitamos un poco de carne.

Ciertamente no habían estado comiendo bien. La marisma no tenía nada parecido a la profusión de plantas frutales que habían encontrado en el bosque. La única planta nativa que habían probado sabía a mango y les produjo diarrea. En el barco eso había sido como un círculo interno del infierno. Y desde entonces habían confiado en provisiones guardadas.

Se decidieron por la gran locha, que era la presa que más se hacía presente por allí. Igual que el resto de animales que habían encontrado, el pez les prestaba poca atención. Todo lo demás era demasiado pequeño y ligero o, como las anguilas gigantes, demasiado grande.

La locha gustaba de reposar en el fango con el hocico enterrado, moviéndose mediante el aleteo de su cola.

Cirocco, Gaby y Bill pronto cercaron una locha. Era la primera vez que la veían de cerca. Cirocco nunca había visto una criatura tan fea; tenía tres metros de largo, plana en la parte inferior y abultada en el centro desde el obtuso hocico hasta la aleta de la cola, horizontal y de aspecto perverso. A lo largo de su dorso había un largo saliente gris, blando y suelto como la cresta de un gallo, aunque viscoso. Se hinchaba y deshinchaba rítmicamente.

—¿Estáis seguros de que queréis comer eso?

—Siempre que se quede suficientemente quieto…

Cirocco estaba parada cuatro metros delante de la locha mientras Gaby y Bill se acercaban por los costados. Los tres llevaban espadas hechas de ramas rotas de árboles de navidad.

La locha tenía un ojo del tamaño de un plato de pastel. Un borde del ojo se elevó hasta mirar a Bill, que se quedó paralizado. El pez produjo un sonido de venteo.

—Bill, no me gusta esto.

—No te preocupes. Está parpadeando, ¿veis? —un chorro líquido brotó de un agujero por encima del ojo, y volvió a producir el venteo que Cirocco había oído—. Mantiene húmedo su ojo. Ningún párpado.

—Si tú lo dices…

Cirocco agitó los brazos y el pez, servicialmente, apartó la vista de Bill y la dirigió hacia la capitana. Cirocco no se convenció de que eso mejorara la situación y dio un paso adelante, los pies alerta.

El pez miró a otro lado, cansado de todo.

Bill avanzó, se aseguró y metió la espada en la carne justo detrás del ojo, apoyándose en el arma. El pez se sacudió bruscamente mientras Bill retiraba la espada y brincaba hacia atrás.

No sucedió nada. El ojo no se movía y los órganos del dorso ya no se hinchaban y deshinchaban. Cirocco se tranquilizó y vio que Bill sonreía.

—Demasiado fácil —dijo Bill—. ¿Cuándo nos ofrecerá un reto este lugar?

Cogió el puño de la espada y tiró de ella. Sangre oscura fluyó sobre su mano. El pez se dobló, tocándose el hocico con la cola, y después hizo oscilar ésta a los lados y contra la cabeza de Bill. El animal excavó hábilmente bajo el inmóvil cuerpo y lo lanzó al aire.

Cirocco ni siquiera vio donde cayó. El pez se arqueó de nuevo, en esta ocasión balanceándose sobre su panza con hocico y cola en el aire. Cirocco vio la boca del pez por primera vez. Era redonda, similar a la de una lamprea, con una doble hilera de dientes que matraqueaban y giraban en sentido contrario. La cola golpeó el barro y el pez saltó hacia Cirocco.

Cayó plana al suelo, levantando una ola de fango con la barbilla. El pez se desplomó detrás de ella, se arqueó y aleteó quince kilos de lodo al aire mientras fustigaba alocadamente con su cola. La afilada aleta rebanó la tierra frente a la cara de Cirocco y después se elevó para un nuevo intento. La capitana se escurrió sobre manos y rodillas, resbalando cada vez que intentaba ponerse en pie.

—¡Rocky! ¡Salta!

Lo hizo, y se escapó por poco de que le arrancaran el brazo cuando la cola del pez batió el suelo una vez más.

—¡Vete, vete! ¡Va detrás de ti!

Un vistazo hacia atrás mostró únicamente dientes que giraban. Todo lo que pudo oír fue el terrible zumbido. El animal pretendía comérsela.

Se encontraba en un cenagal que le llegaba a las rodillas y encaminándose hacia aguas más profundas, cosa que no parecía una buena idea, pero cada vez que intentaba dar la vuelta la cola fustigaba entre el barro. Enseguida quedó cegada por el constante alud de agua sucia. Resbaló, y antes de que pudiera erguirse, la cola golpeó el costado de su cabeza. Estaba consciente, aunque sus oídos sonaban al revolverse y buscar a tientas la espada. El fango se la había tragado. El pez estaba a un metro, retorciéndose para preparar un salto que aplastara a la mujer, cuando Gaby llegó corriendo y pasó al animal. Sus pies apenas tocaban el suelo. Golpeó a Cirocco en un veloz blocaje lo bastante vigoroso para hacer saltar los dientes, el pez saltó y los tres patinaron tres metros en el barro.

Cirocco notó indistintamente un muro húmedo y viscoso bajo un pie. Pateó. El pez se precipitó hacia ellas de nuevo mientras Gaby tiraba de Cirocco, nadando en el lodo. A continuación la soltó, y Cirocco alzó la cabeza por encima del agua, jadeante.

Vio la espalda de Gaby, enfrentada a la criatura. La cola lanzó un tajo al nivel del cuello de Gaby, mortífera como una guadaña, pero la mujer se agachó y sostuvo en alto la espada. El arma se rompió cerca del puño, pero el agudo borde cortó un buen trozo de aleta. Al pez pareció no gustarle. Gaby volvió a saltar, directamente hacia las espantosas fauces, y aterrizó en el dorso de la criatura. Hincó el mango de su espada en el ojo, apretando más en vez de confiarse como Bill había hecho. El pez se la quitó de encima, pero esta vez la cola no tenía dirección. El miembro batió el suelo furiosamente mientras Gaby buscaba otra oportunidad para hacer otro corte.

—¡Gaby! —chilló Cirocco—. ¡Déjalo! ¡No te expongas a que te mate!

Gaby echó un vistazo hacia atrás y después se precipitó hacia Cirocco.

—Vámonos de aquí. ¿Puedes andar?

—Claro, yo… —el suelo giraba. Se asió a la manga de Gaby para estabilizarse.

—Agárrate. Ese bicho se acerca.

Cirocco no tuvo oportunidad de saber qué pretendía Gaby, pues ésta la levantó antes de que pudiera saber qué estaba ocurriendo. Estaba demasiado débil y confundida para oponerse a que Gaby la sacara de la ciénaga, colgada de su espalda como si la salvaran de un incendio.

Fue depositada suavemente en un lugar herboso, y luego vio el rostro de Gaby revoloteando sobre ella. Caían lágrimas por sus mejillas mientras tanteaba la cabeza de Cirocco. Después bajó hasta el pecho.

—¡Uah! —Cirocco se encogió y retorció de dolor—. Creo que rompiste una costilla.

—¡Oh, Dios mío! ¿…cuando te levanté? Lo siento, Rocky, yo…

Cirocco le tocó la mejilla.

—No, tonta, cuando me golpeaste como la línea de delanteros de los Giants. Y me alegra que lo hicieras.

—Quiero verte los ojos. Pensé que tú…

—No hay tiempo. Ayúdame a levantarme. Vete a ver a Bill.

—Primero tú. Quédate echada. No deberías…

Cirocco apartó bruscamente la mano de Gaby y se levantó de rodillas antes de encogerse y vomitar.

—¿Ves lo que te digo? Tienes que quedarte aquí.

—Muy bien —dijo ahogadamente—. Vete a buscarle. Gaby. Cuida de él. Tráelo aquí, vivo.

—Déjame ver…

—¡Vete!

Gaby se mordió el labio, echó una mirada al pez, que todavía se sacudía a distancia, y pareció torturada. Luego se puso en pie de un salto y corrió en la que Cirocco esperó fuera la dirección correcta.

Se quedó inmóvil, agarrándose el estómago y maldiciendo en voz baja hasta que volvió Gaby.

—Está vivo —dijo—. Inconsciente, y creo que herido.

—¿Muy grave?

—Hay sangre en una pierna, las manos y por toda la cara. En parte es sangre del pez.

—Te dije que lo trajeras aquí —gruñó Cirocco, tratando de contener otro ataque de náuseas.

—Shhh —la calmó Gaby, pasándole suavemente la mano por la frente—. No podré moverlo hasta que tengamos una camilla. Pero antes quiero dejarte en el barco y acostada. ¡Silencio! Si quieres que peleemos… No querrás un puñetazo, ¿verdad?

Cirocco se sentía como para darse un puñetazo ella misma, pero las náuseas superaron el impulso. Se dejó caer y Gaby la alzó.

Pensó en cuan ridículo debía de ser su aspecto. Gaby medía uno cincuenta mientras que ella medía uno ochenta y cinco. En baja gravedad, Gaby tenía que moverse con precaución, ya que el peso no era problema.

Las cosas no dieron vuelta tan cruelmente cuando cerró los ojos. Cirocco apoyó la cabeza en el hombro de Gaby.

—Gracias por salvarme la vida —dijo, y se desmayó.


* * *

Despertó con los chillidos de un hombre. No era un sonido que quisiera volver a oír.

Bill estaba semiconsciente. Cirocco se sentó y tocó precavidamente el costado de su cabeza. Le dolía, pero el mareo había desaparecido.

—Ven y dame una mano —dijo Gaby—. Tenemos que agarrarlo o se hará daño él mismo.

Cirocco se precipitó sobre Gaby.

—¿Está muy mal?

—Francamente mal. Su pierna está rota. Probablemente algunas costillas, también, aunque no ha tosido sangre.

—¿Dónde está la fractura?

—En la tibia o el peroné. No los distingo. Pensé que se trataba de una herida hasta que lo puse en la camilla. Empezó a revolverse y el hueso se salió.

—¡Dios!

—Al menos no pierde mucha sangre.

Cirocco sintió otro temblor en el estómago mientras examinaba el irregular corte de la pierna de Bill. Gaby estaba lavando la herida con trozos de paracaídas hervidos. En cuanto tocaba la pierna, Bill chillaba roncamente.

—¿Qué vas a hacer? —inquirió Cirocco, vagamente consciente de que debía ser ella la que dijera, no preguntara, qué hacer.

Gaby tenía un aspecto de agonía.

—Creo que deberías llamar a Calvin.

—¿Con qué fin? Oh, sí, llamaré al hijo-de-puta, pero ya has visto cuánto tardó la última vez. Si para cuando llegue, Bill ha muerto, lo mataré.

—Entonces, tendremos que hacerlo nosotras.

—¿Tú sabes hacerlo?

—Vi cómo lo hacían, en cierta ocasión —dijo Gaby—. Con anestesia.

—Lo que tenemos es un montón de trapos que espero estén limpios. Lo agarraré de los brazos. Espera un momento —se puso al lado de Bill y lo miró. El hombre miraba fijamente al vacío y su frente estaba caliente cuando Cirocco la tocó—. ¿Bill? Escúchame. Estás herido, Bill.

—¿Rocky?

—Soy yo. Todo irá bien, pero tu pierna está rota. ¿Comprendes?

—Comprendo —susurró, y cerró los ojos.

—Bill, despierta. Necesitaré tu ayuda. No debes resistirte. ¿Me oyes?

Bill levantó la cabeza y miró su pierna.

—Sí —dijo, enjugándose la cara con una mano sucia—. Me portaré bien. Acabad, ¿queréis?

Cirocco hizo una seña a Gaby, que contrajo el rostro y tiró.

Costó tres intentos y dejó temblorosas a las mujeres. Al segundo tirón el extremo del hueso asomó con un sonido de humedad que hizo vomitar de nuevo a Cirocco. Bill lo soportó bien, con la respiración sibilante y los músculos del cuello sobresalientes como cordones, pero no volvió a chillar.

—Ojalá pudiera saber si ha quedado bien hecho —dijo Gaby. Después se puso a llorar.

Cirocco no le prestó atención y ató la tablilla a la pierna de Bill. Cuando terminó, el herido estaba inconsciente. Se levantó y puso sus ensangrentadas manos frente a ella.

—Tendremos que seguir nuestro camino —dijo—. Aquí no se está bien. Tenemos que encontrar un lugar seco, levantar un campamento y esperar a que Bill mejore.

—No es prudente moverlo.

—No —suspiró Cirocco—. Pero hay que hacerlo. Otro día será él quien tendría que llevarnos a esa tierra alta que vimos antes. Vámonos.

Загрузка...