CAPITULO 16

Habían pasado seis días desde el ataque de los ángeles. Era el día número sesenta y uno de su emergencia en Gea. Cirocco se encontraba tendida en una mesa baja con los pies en improvisados estribos. Calvin estaba por allí, en alguna parte, pero Cirocco se negaba a mirarlo. Nana, la curadora titánida de cabello blanco, observaba y cantaba mientras la operación progresaba. Sus cantos traían sosiego, aunque nada ayudaba demasiado.

—El cuello del útero está dilatado —dijo Calvin.

—Preferiría no enterarme.

—Lo siento —Calvin se enderezó levemente, y Cirocco vio sus ojos y frente por encima de la mascarilla quirúrgica. Sudaba con profusión. Nana le enjugó la frente y los ojos del hombre mostraron gratitud—. ¿Puedes acercar más esa lámpara?

Gaby situó convenientemente la fluctuante lámpara. El utensilio lanzaba sombras inmensas de las piernas de Cirocco a las paredes. La capitana oyó el clic metálico de los instrumentos cogidos del baño esterilizador, y luego el traqueteo de la cureta a través del espéculo.

Calvin había deseado instrumentos de acero inoxidable, pero las titánidas no podían hacerlos. El y Nana habían trabajado con los mejores artesanos hasta que Calvin tuvo herramientas de cobre que creyó utilizables.

—Hace daño —dijo Cirocco con los dientes apretados.

—Le estás haciendo daño —explicó Gaby, como si Calvin no entendiera inglés.

—Gaby, o te estás callada o buscaré a otro…

Cirocco jamás había oído hablar tan ásperamente a Calvin. El médico hizo una pausa, enjugó su frente en la manga.

El dolor no era intenso, pero sí persistente y difícil de situar, como un dolor del oído interno. Cirocco escuchaba y sentía el raspado, cosa que la irritaba.

—Ya lo tengo —dijo Calvin en voz baja.

—¿Qué es lo que tienes? ¿Lo ves?

—Sí. Estás más adelantada de lo que pensaba. Es un buen detalle que insistieras en hacer esto.

Calvin prosiguió el raspado. De vez en cuando se detenía para limpiar la cureta.

Gaby se alejó para examinar algo en la palma de su mano.

—Tiene cuatro patas —murmuró, y empezó a acercarse a Cirocco.

—No quiero verlo. Apártalo de mí.

—¿Puedo mirar yo? —cantó Nana.

—¡No! —Cirocco estaba luchando con las náuseas y no pudo cantar la respuesta a la titánida, pero meneó la cabeza con violencia—. Gaby, destrúyelo. Ahora mismo, ¿me oyes?

—Eso está hecho, Rocky.

Cirocco soltó un profundo suspiro que se convirtió en un sollozo.

—No quería gritaros. Nana dijo que quería verlo. Tal vez tendría que habérselo permitido. Probablemente ella sabe qué se debe hacer con eso.


* * *

Cirocco argüyó que era capaz de andar, pero los métodos de la medicina titánida incluían mucho mimo, calor corporal y canciones de confianza. Nana llevó a Cirocco por la sucia calle hasta los aposentos que las titánidas les habían ofrecido. Cantó la canción de apoyo en tiempos de angustia mental mientras le ayudaba a meterse en una cama. Había otras dos vacías al lado.

—Bienvenida al hospital veterinario —saludó Bill, y Cirocco forzó una débil sonrisa mientras Nana disponía la ropa.

—¿Tu humorístico amigo vuelve a las bromas? —cantó Nana.

—Sí. A este sitio lo llama el-lugar-de-curar-animales.

—Tendría que estar avergonzado. Curar es curar. Bebe esto y te tranquilizarás.

Cirocco cogió el odre y bebió una buena cantidad. El líquido le quemó al bajar y el calor se extendió por ella. Las titánidas bebían brebajes fermentados por las mismas razones que los humanos, uno de los descubrimientos más placenteros de los últimos seis días.

—Tengo la impresión de que acabaran de darme un palmetazo en las muñecas —dijo Bill—. Ya voy conociendo ese tono de voz.

—Ella te quiere, Bill, aun cuando eres travieso.

—Confiaba en elevarte el ánimo.

—Aprecio tu intención. Bill, aquello tenía cuatro patas…

—Aj. Y yo haciendo chistes de animales —extendió un brazo y cogió la mano de Cirocco.

—Todo va bien. Ya ha terminado y lo único que me gustaría es dormir —dio otros dos tragos al odre, y no hizo nada más.


* * *

Gaby pasó la hora siguiente a la operación diciendo a todo el mundo que se encontraba bien; después vomitó y estuvo dos días con fiebre. August acabó sin efectos nocivos. Cirocco estaba disgustada pero saludable.

Bill prosperaba en su estado de salud, aunque Calvin opinaba que el hueso no había sido correctamente situado.

—¿Así que cuánto más durará? —preguntó Bill. Había hecho la pregunta antes; no había nada que leer, ni televisión que mirar, nada excepto la ventana que daba a una oscura calle de Ciudad Titán. No podía conversar con sus enfermeras como no fuera en vulgares cantinelas. Nana estaba aprendiendo inglés, aunque con gran lentitud.

—Al menos otras dos semanas —dijo Calvin.

—Tengo la impresión de poder andar ahora.

—Es probable que pudieras, y eso es peligroso. El hueso se quebraría como una rama seca. No, no te dejaré levantar, ni siquiera con muletas, en otras dos semanas.

—¿Y sacarle fuera? —inquirió Cirocco.— ¿Te gustaría salir, Bill?

Se llevaron a Bill y su cama. Recorrieron una corta distancia a lo largo de las calles antes de ponerlo bajo uno de los árboles endoselados que hacían a Ciudad Titán invisible desde el aire y proporcionaban la impresión más cercana a lo nocturno que habían tenido desde su exploración de la base del cable. Las titánidas mantenían siempre iluminados sus hogares y calles.

—¿Has visto a Gene hoy? —preguntó Cirocco.

—Depende de lo que entiendas por hoy —dijo Calvin, con un bostezo—. Aún tienes mi reloj.

—¿Pero lo has visto?

Calvin movió la cabeza en señal de negación.

—No, desde hace un buen rato.

—Me pregunto qué se propondrá.

Calvin había encontrado a Gene siguiendo el Ofión a lo largo de un abrupto terreno por donde el río serpenteaba, entre las montañas Némesis de Crios, la región diurna al oeste de Rea. Había dicho que emergió en la zona del crepúsculo y que estuvo caminando desde entonces, tratando de entrar en contacto con los otros.

Cuando se le preguntaba qué había hecho, todo lo que contestaba era: sobrevivir. Cirocco no lo dudaba, pero se interrogaba qué pretendía decir Gene con eso. El hombre pasaba por alto sus experiencias en deprivación sensorial. Afirmaba que se había preocupado al principio, pero que se había calmado al comprender la situación.

Cirocco tampoco creía entenderlo demasiado. Al principio se había alegrado de tener alguien que pareciera tan mínimamente afectado como ella. Gaby todavía gemía en sueños. Bill tenía fallos de memoria, aunque los recuerdos volvían poco a poco. August sufría depresiones crónicas y rayaba en el suicidio. Calvin estaba feliz pero deseaba la soledad. Sólo Cirocco y Gene daban la impresión de estar relativamente inalterados.

Pero la capitana sabía que había sido tocada misteriosamente en la oscuridad. Cantaba a las titánidas. Intuía que a Gene le habían pasado más cosas de las que contaba, y comenzó a buscar señales de ello.

Gene sonreía muchísimo. Aseguraba sin cesar a todo el mundo que se encontraba perfectamente bien, aunque nadie se lo preguntara. Era amistoso. A veces se mostraba demasiado cordial, pero aparte de eso parecía estar bien.

Cirocco decidió ir a buscarlo, tratar una vez más de hablar de los primeros dos meses.


* * *

A Cirocco le gustaba Ciudad Titán.

El ambiente era cálido bajo los árboles. Puesto que el calor de Gea procedía de la tierra, la elevada bóveda actuaba como trampa. Se trataba de un calor seco; vistiendo una camisa ligera y sin zapatos, Cirocco descubrió que su cuerpo se enfriaba con una eficiencia máxima. Las calles estaban agradablemente iluminadas por faroles de papel que le recordaban Japón. El suelo era de tierra compacta, humedecida con algo llamado plantas aspersoras que rociaban vapor una vez por revolución. Cuando tal cosa sucedía, olía como en una llovizna estival nocturna. Los bordes estaban atestados de pétalos de flores que caían en una lluvia constante. Medraban bastante bien en oscuridad perpetua.

Las titánidas jamás habían oído hablar de planificación urbana. Las viviendas se hallaban diseminadas sin orden ni concierto en el terreno, debajo del suelo e incluso en los árboles. Las calles quedaban definidas de manera informal por el tráfico. No había letreros o calles con nombre, un mapa de la población no habría tardado en cubrirse de correcciones ya que los nuevos hogares eran levantados en medio del camino y los caminantes hollaban los bordes hasta que un nuevo equilibrio se establecía.

Todo el mundo tenía una cordial canción de saludo para Cirocco.

—¡Hola, monstruo de la Tierra! Todavía te sostienes, veo.

—¡Oh, mira, si es la curiosidad de dos patas… Ven y diviértete con nosotras, Cir-ok-ko.

—Lo siento, amigas —cantaba ella—. Tengo trabajo. ¿Habéis visto a Do Sostenido Maestra Cantora?

Le divertía traducir así los cantos, aunque para las titánidas, monstruo y curiosidad no implicaban insulto.

Pero la invitación a una comida era difícil de rechazar. Tras dos meses de carne cruda y fruta insulsa, el alimento titanio era demasiado bueno para ser cierto. La cocina era la principal forma artística de las titánidas y, con algunas excepciones menores, los humanos podían comer cualquier cosa de las que las titánidas comieran.

Cirocco encontró el edificio que ella llamaba ayuntamiento más por suerte que por intención. Con frecuencia tenía que detenerse a preguntar direcciones (primera a la izquierda, segunda a la derecha, luego hay que doblar…, no, esa fue bloqueada la última kilorrev, ¿no es cierto?). Las titánidas comprendían la disposición, pero Cirocco pensaba que jamás llegaría el día que la entendiera.

Era el ayuntamiento, simplemente porque Maestra Cantora vivía allí, y ella era lo más aproximado a una jefa que las titánidas tenían. En realidad Maestra Cantora era una jefa militar, pero hasta ese cargo estaba limitado. Maestra Cantora había dirigido los refuerzos el día de la batalla con los ángeles. Desde entonces, se había comportado como cualquier otro individuo.

Cirocco pretendía preguntar a Maestra Cantora si sabía dónde encontrar a Gene, pero no fue preciso pues Gene ya estaba allí.

—Rocky, me alegro de que te dejes caer por aquí —dijo Gene, levantándose y poniendo un brazo sobre el hombro de la mujer. La besó ligeramente en la mejilla, detalle que incomodó a Cirocco.

—Maestra Cantora y yo estábamos hablando de un par de cosas que tal vez te interesen.

—¿Estabais…? ¿Puedes hablar con ellas?

—Su expresión es atroz —cantó Maestra Cantora, en el difícil modo eólico—. A la manera de los pueblos de Crios. Su voz no se amolda decentemente y su oído es más apropiado para las… digamos, palabras sin modulación de vuestras voces. Pero a pesar de todo, podemos cantar juntos, en cierto modo, se entiende…

—Ya he oído eso —cantó Gene, riéndose—. Cree que puede remodelar mi cabeza, como al deletrear palabras frente a un niño.

—¿Por qué no me hablaste de esto antes, Gene? —preguntó Cirocco, escudriñando los ojos del otro.

—Creí que no valía la pena —dijo Gene, quitándole importancia—. Me dieron una dosis de lo que a ti te dieron, pero no funcionó tan bien.

—Ojalá me lo hubieras dicho, eso es todo.

—Mira, lo siento —Gene pareció irritado, y Cirocco se preguntó si él había querido que ella se diera por enterada. Claro que Gene no podía haber pensado que lo ocultaría mucho más tiempo.

—Gene ha estado explicándome muchas cosas interesantes —cantó Maestra Cantora—. Ha trazado líneas por toda mi mesa pero tienen poco sentido para mí. Puedo entenderlo, y ruego que tu canto superior pueda despejar la oscuridad.

—Sí, Rocky, pruébalo. No puedo hacer que este imbécil hijo-de-puta lo comprenda.

Cirocco le lanzó una penetrante mirada, y luego se tranquilizó al recordar que Maestra Cantora no sabía inglés. Con todo, Cirocco pensaba que el detalle era de mala educación e infantil. La titánida podía ser cualquier cosa, pero estúpida no.

Maestra Cantora se hallaba arrodillada junto a una de las mesas bajas que las titánidas preferían. Tenía un pelaje anaranjado deslustrado de algunos centímetros de largo, con sólo la cara descubierta. La piel era oscura como el chocolate. Sus ojos eran algo grises, fijos en un rostro que al principio pareció idéntico para todas las titánidas, pero en el que Cirocco distinguía ahora tantas variaciones como las de las caras humanas. La capitana era capaz de diferenciar una de otra sin referirse al colorido.

Pero el rostro seguía siendo femenino. Cirocco no lograba desprenderse de este condicionamiento cultural, aun cuando el pene fuera visible.

Gene había usado pintura de piel en el trazado de un mapa sobre la mesa de Maestra Cantora. Dos líneas paralelas corrían de este a oeste, y otras líneas dividían el espacio intermedio en rectángulos. Era el lado interior de Gea, desplegado y visto desde arriba.

—Aquí está Hiperión —dijo, señalando con un dedo enrojecido con pintura—. Al oeste, Océano, al este… ¿Cómo lo llamáis?

—Rea.

—Bien. Luego viene Crios. Hay cables de sustentación aquí, aquí y aquí. Las titánidas viven en Hiperión oriental y Crios occidental. Y en Rea no hay ángeles. ¿Sabes por qué, Rocky? Porque viven en los radios.

—Bueno, ¿y por qué me cuentas esto?

—Ten paciencia, y haz que lo entiendan, ¿quieres?

Cirocco hizo todo lo que pudo. Después de varias tentativas, Maestra Cantora pareció interesada y puso un dedo con la uña de color naranja cerca de un punto de Hiperión occidental.

—Esta, entonces, es la gran escalera al cielo cerca de la población.

—Sí, y Ciudad Titán está al lado.

—¿Por qué no la veo? —se extrañó Maestra Cantora.

—Lo arreglaré —dijo Gene, en inglés—. Es que no la he dibujado —cantó, y con un toque decorativo trazó otro punto junto al otro más grande.

—¿Cómo matarán a todos los ángeles estas líneas? —preguntó Maestra Cantora.

Gene se volvió hacia Cirocco.

—¿Ha preguntado por qué estoy dibujando todo esto?

—No, ha preguntado qué tiene que ver esto con matar ángeles, y me gustaría añadir una pregunta personal, y es: ¿qué demonios estás haciendo? Te prohibo que sigas adelante con esta discusión. No podemos ayudar a ningún bando de dos naciones en guerra. ¿Es que no has leído el Protocolo de Contacto de Ginebra?

Gene guardó silencio un momento, apartando la vista de Cirocco. Cuando volvió a mirarla, habló en voz baja.

—¿No recuerdas aquella carnicería, o es que te la perdiste del todo? Los aniquilaron, Rocky. Masacraron quince de estos asnos. Todos menos uno murieron, igual que otros dos que estaban contigo. Los ángeles perdieron dos, más un herido.

—Tres. Tú no viste lo que ocurrió con un tercero —pensar en aquello todavía la enfermaba.

—Lo que fuera. La cuestión es que fue una nueva táctica. Los ángeles se hicieron llevar a bordo del dirigible. Al principio pensamos que los ángeles habían hecho una alianza con los dirigibles, pero resultó que también los dirigibles están preocupados. Son neutrales. Los ángeles subieron a bordo durante una tormenta, de modo que el dirigible pensó que el peso extra era simplemente agua. Ese trasto aumenta un par de toneladas cuando llueve.

—¿Qué ‘pretendemos’ con todo esto? ¿Estás haciendo una alianza? No tienes esa facultad. Yo sí, como capitana de la nave.

—Tal vez debería observar que tu nave ha desaparecido.

Si Gene hubiera querido herirla, su blanco no habría podido ser mejor. Cirocco se aclaró la garganta y siguió hablando.

—Gene, no estamos aquí en plan de asesores militares.

—¡Caramba, sólo pensaba enseñarles unas cuantas cosas! Como este mapa. Es imposible planear una estrategia sin un mapa. Necesitarán nuevas tácticas, también, pero…

Maestra Cantora produjo el agudo silbido que equivalía al sonido de aclararse la garganta, y entonces Cirocco comprendió que no la habían tenido en cuenta.

—Perdón —cantó la titánida—. Este dibujo es algo francamente magnífico. Lo llevaré pintado en mi pecho en la próxima reunión triciudadana. Pero estábamos hablando de medios para matar ángeles, ¿verdad? Me gustaría oír más detalles del polvo gris de violencia que tú mencionaste antes.

—¡Jesús, Gene! —estalló Cirocco, luego controló su voz—. Maestra Cantora. Mi amigo, cuyo dominio de vuestras canciones es pobre, no ha sabido expresarse correctamente. No conozco tal polvo.

Los ojos de la titánida eran apacibles remansos.

—Si no del polvo gris, habladme entonces del artilugio para arrojar lanzas al aire con más rapidez que la mano.

—De nuevo, se trata de un malentendido. Ten un poco más de paciencia conmigo, por favor —se volvió hacia Gene con expresión calmada—. Gene, vete. Hablaré contigo más tarde.

—Rocky, lo único que deseaba hacer es…

—Es una orden, Gene.

Gene vaciló. Cirocco estaba entrenada en combate con las manos y tenía más alcance, pero también él estaba entrenado, y tenía más fuerza. Cirocco estaba mucho menos que segura de poder derrotarlo, pero se preparó para intentarlo.

El momento pasó. Gene se relajó, estampó la palma de la mano en la mesa y salió airosamente de la sala. Maestra Cantora había seguido la escena con ojos que no perdían detalle alguno.

—Lamento haber sido causa de que malos sentimientos hayan cruzado entre tú y tu amigo —cantó la titánida.

—No ha sido por tu culpa —las manos de Cirocco volvieron a su temperatura normal después del conato de enfrentamiento—. Yo… Mira, Maestra Cantora. ¿A quién crees? ¿A mí o a Gene?

—Admítelo, Rok-ki. Me dio la impresión de que tenías algo que ocultar.

Cirocco se mordió un nudillo mientras se preguntaba qué hacer. La titánida estaba segura de que ella mentía, ¿pero cuántas cosas sabía ya?

—Tienes razón —cantó por fin—. Tenemos un polvo de violencia, lo bastante potente para destruir toda esta ciudad. Conocemos secretos destructivos que me avergüenza siquiera insinuarlos. Cosas que podrían abrir un boquete en tu mundo y hacer que el aire que respiras saltara al espacio helado.

—No precisamos nada así —cantó Maestra Cantora, con aire de interés—. El polvo servirá perfectamente.

—No puedo dártelo. No hemos traído con nosotros.

La titánida había meditado cuidadosamente su melodía cuando por fin volvió a cantar.

—Tu amigó Gene creía posible hacer aquí esas cosas. Somos diestros con la madera y con la química de seres animados.

Cirocco suspiró.

—Es probable que Gene tenga razón. Pero no podemos entregarte los secretos.

Maestra Cantora guardó silencio. Cirocco intentó una explicación.

—Mis sentimientos personales tienen poco que ver con el problema. Los que se hallan por encima de mí, los sabios de mi raza, han dicho que esto debe ser así.

—Si tus mayores lo ordenan, tienes poca opción —se resignó la titánida.

—Me alegra que lo veas de esa forma.

—Sí —hizo una pausa para elegir cuidadosamente sus frases melódicas—. Tu amigo Gene no es tan respetuoso con sus mayores. Si le interrogara otra vez, él podría explicarme cosas que podrían llevarnos a la victoria.

El ánimo de Cirocco se hundió, pero trató de que la titánida no lo advirtiera.

—Gene ha sido olvidadizo. Tuvo momentos difíciles en su viaje. Sus pensamientos erraban, pero ahora le he recordado su obligación.

—Comprendo —volvió a rumiar, y ofreció a Cirocco un vaso de vino que la mujer aceptó agradecida—. Creo que yo misma podría construir un lanzador. Un palo flexible con los extremos unidos por una correa.

—Francamente, me sorprende que no lo tengáis ya. Poseéis cosas más complejas.

—Tenemos algo parecido que los niños usan para jugar.

—La naturaleza de vuestra lucha con los ángeles me confunde. ¿Por qué lucháis?

Maestra Cantora frunció el ceño.

—Porque ellos son ángeles.

—¿No hay otra razón? Me había impresionado vuestra tolerancia con otras razas. No habéis sentido animosidad hacia mí ni mis amigos, ni por los dirigibles o por el yeti de Océano.

—Ellos son ángeles —repitió Maestra Cantora.

—¿No deseáis habitar el mismo suelo?

—Los ángeles serían incapaces de dar de mamar a sus pequeños en el pecho de Gea si dejan las grandes torres. Y nosotros no podríamos vivir colgados de las paredes.

—Así que no competís por tierra o alimentos… ¿Será tal vez por una causa religiosa? ¿Adoran ellos otro dios?

La titánida rió.

—¿Adorar? Compones tu canto de una forma curiosa. Solo existe una deidad, hasta para los ángeles. Gea es conocida por todas las razas a su alcance.

—En ese caso, simplemente no lo entiendo. ¿Es que no puedes hacérmelo comprender? ¿Por qué lucháis?

Maestra Cantora, la jefa militar, pensó largo rato. Cuando por fin volvió a cantar, el modo era una lastimera tonalidad menor.

—De todas las cosas de esta vida, ésta es la que más me gustaría preguntar a Gea. Que todos debamos morir y volver al fango… No tengo objeciones, ni amargura. Que el mundo sea un círculo y los vientos soplen cuando Gea respira…, son cosas que comprendo. Que haya momentos de tener hambre, o que al poderoso Ofión se lo trague el polvo, o que el viento frío del oeste nos congele…, lo acepto, ya que dudo de que pudiera hacer algo mejor en estas áreas. Gea tiene muchas cosas que atender y es posible que a veces tenga que volver su vista a otro lado.

“Cuando los grandes pilares celestes chasquean, de modo que la tierra tiembla y se teme que el mundo estalle y se lance al vacío, no me quejo.

“Pero en el momento de la respiración de Gea, cuando el odio está en mí, dejo de razonar. Dirijo mi pueblo a la batalla, sin saber que mi hija-hembra cae a mi lado. No vi quién caía. Ella era una extraña para mí porque el cielo estaba repleto de ángeles y era momento de luchar. Sólo después, cuando la rabia se va de nosotras, contamos el costo. Entonces es cuando la madre encuentra a su hija muerta en el campo, cuando vi a la hija de mi carne herida por ángeles pero pisoteada por las patas de los míos.

“Eso pasó hace cinco respiraciones. Mi corazón enfermó, y temo que nunca sanará.

Cirocco no se atrevió a romper el silencio cuando Maestra Cantora le dio la espalda. La titánida se levantó y paseó hacia la puerta, encarada a la oscuridad en tanto Cirocco contemplaba la fluctuación de la vela en la mesa. Maestra Cantora emitió sonidos que ciertamente eran los sonidos del llanto, aunque no sonaran como el llorar humano. Al cabo de un rato, la titánida volvió junto a la mujer y se sentó, con un aspecto de extrema fatiga.

—Luchamos cuando la rabia nos domina. No dejamos de pelear hasta que los ángeles han muerto o regresan a su hogar.

—Hablas de la respiración de Gea. Es algo extraño para mí.

—La has escuchado gemir. Es un violento ventarrón que surge de las torres celestes. Frío por el oeste y caliente por el este.

—¿Habéis intentado hablar con los ángeles? ¿Será que no escuchan vuestro canto?

Maestra Cantora se encogió de hombros.

—¿Quién puede cantar a un ángel, y qué ángel prestará atención?

—Me sigue inquietando que nadie haya intentado… negociar con ellos —esa palabra resultó difícil. Finalmente se decidió por una que significaba ‘rendirse’ o ‘huir’ en un sentido literal—. Si os sentarais juntos y escucharais los cantos respectivos, quizá podríais tener paz.

La frente de la titánida se arrugó.

—¿Cómo puede existir el-sentimiento-de-armonía-entre-hermanos si ellos son ángeles? —la palabra que usó era la misma que Cirocco había elegido como la mejor entre muchas inadecuadas. Para las titánidas, ‘paz’ era un estado universal, apenas merecedor de comentarios. Entre titánidas y ángeles, el idioma no abarcaba un concepto que pudiera expresar algo siquiera parecido.

—Mi gente no tiene enemigos de otras razas, sino que lucha entre sí —dijo Cirocco—. Pero hemos desarrollado medios de resolver estos conflictos.

—Ese caso no es el nuestro. Tratamos perfectamente la hostilidad entre nuestra raza.

—Quizá podríais enseñarnos algo respecto a eso. Pero por mi parte, ojalá pudiera enseñarte los medios que hemos aprendido. Algunas veces ambos bandos son demasiado hostiles para sentarse y conversar. En tal caso, usamos un tercer bando para mediar entre los enemigos.

Maestra Cantora alzó una ceja, después bajó las dos con gesto suspicaz.

—Si eso funciona, ¿por qué necesitáis tantas armas?

Cirocco se vio forzada a sonreír. No era sencillo convencer de algo a las titánidas.

—Porque no siempre funciona. Entonces nuestros guerreros tratan de destruirse mutuamente. Pero nuestras armas se han vuelto tan temibles que nadie las ha usado desde hace mucho tiempo. Hemos mejorado con la paz, y ofrezco como prueba que, siendo capaces de destruir todo nuestro planeta desde hace un mínimo de… digamos sesenta miriarrevs, no hemos hecho tal cosa.

—Eso es el pestañeo de un ojo mientras Gea gira —cantó la titánida.

—No estoy fanfarroneando. Es terrible vivir con el conocimiento de que no sólo tu… tu madre hembra, amigos y conocidos pueden ser aniquilados, sino también todos los miembros de tu raza hasta el niño más pequeño.

Maestra Cantora asintió gravemente. Parecía impresionada.

—Vosotros lo decidís. Nuestra raza puede ofreceros más guerra, o la posibilidad de paz —concluyó Cirocco.

—Comprendo —cantó la titánida, preocupada—. Es una decisión seria.

Cirocco optó por callarse. Maestra Cantora sabía que tenía a su alcance aprender con el armamento que Gene había ofrecido.

La vela del soporte de la pared ardía con luz mortecina. Sólo la luz que tenían entre ambas sobrevivía para arrojar una iluminación danzarina sobre los rasgos femeninos de la titánida.

—¿Dónde encontraré a ése que ha de estar en el medio? Creo que ese mediador resultaría herido por lanzas arrojadas por ambos bandos.

Cirocco abrió los brazos.

—Gustosamente ofreceré mis servicios como representante autorizada de las Naciones Unidas.

Maestra Cantora estudió a Cirocco.

—Sin que sea una falta de respeto hacia las na-cio-ne-su-ni-das, jamás hemos oído hablar de ellas. ¿Por qué habrían de interesarse en nuestras guerras?

—Las Naciones Unidas siempre están interesadas en guerras. Francamente, no son mejores que lo que somos en conjunto, lo que equivale a decir que está muy lejos de la perfección…

La titánida hizo un gesto de indiferencia, como si ya lo hubiera supuesto desde el primer momento.

—¿Y por qué haríais eso por nosotras?

—De todos modos, atravesaré el territorio de los ángeles, camino de ir a ver a Gea. Además, odio la guerra.

Maestra Cantora pareció realmente impresionada por primera vez. Estaba claro que su opinión de Cirocco había mejorado de forma significativa.

—No me habías dicho que fueras una peregrina. Esto arroja nueva luz al problema. Temo que eres una necia, pero es una necedad bendita —extendió los brazos por encima de la mesa y cogió la cabeza de Cirocco con sus manazas, se inclinó y le dio un beso en la frente. Fue el detalle más ceremonioso que la terráquea había observado de una titánida. y le afectó.

—Vete, pues —dijo Maestra Cantora—. No pensaré más en nuevas armas. Las cosas ya son bastante terribles para emprender una ruta que debe conducir a la destrucción.

La titánida hizo una pausa. Parecía ensimismada.

—Si por casualidad llegaras a ver realmente a Gea. me gustaría que le preguntaras por qué tuvo que morir mi hija-hembra. Si no te responde, dale una bofetada y dile que es de parte de Maestra Cantora.

—Lo haré.

Cirocco se puso en pie, extrañamente animada, en cierta forma menos preocupada por el futuro que en los dos meses anteriores. Hizo ademán de marcharse, pero sentía curiosidad por algo.

—¿Por qué ese beso? —preguntó.

Maestra Cantora alzó la mirada.

—Era el beso de la muerte. Después de que te hayas ido, jamás volveré a verte.

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