CAPITULO 3

Desde un punto de vista balístico, Temis era una pesadilla.

Nadie había intentado jamás orbitar un cuerpo toroide. Temis tenía mil trescientos kilómetros de largo y sólo doscientos cincuenta kilómetros de ancho. El toro era plano por fuera y tenía ciento setenta y cinco kilómetros de la parte superior a la inferior. La densidad variaba de manera radical, apoyando la idea de que estaba formado por un espeso suelo a lo largo de la parte exterior, una atmósfera en torno al suelo de referencia y una diminuta bóveda que se arqueaba por encima, que mantenía el aire en el interior.

A continuación se hallaban los seis radios, cuatrocientos veinte kilómetros de altura. Su corte transversal era elíptico, con ejes mayores y menores de cien y cincuenta kilómetros respectivamente, excepto cerca de la base, donde se ensanchaban para unirse al toro. En el centro se encontraba el cubo, más grueso que los radios: ciento sesenta kilómetros de diámetro, con un agujero de cien kilómetros en medio.

Intentar arreglárselas con un cuerpo así era equivalente a un colapso nervioso para el computador de la nave, y para Bill, que debía hacer un modelo creíble para el computador.

La órbita más fácil habría sido en el plano ecuatorial de Saturno, permitiéndoles usar la velocidad que ya tenían. Pero eso no era posible. Temis estaba orientado con su eje de rotación paralelo al plano ecuatorial. Puesto que el eje pasaba por el agujero del centro de Temis, cualquier órbita ecuatorial respecto a Saturno que Cirocco pudiera imaginar, haría que la Ringmaster cruzara zonas de atracción gravitatoria alocadamente fluctuante. La única posibilidad viable era una órbita en el plano ecuatorial de Temis, y una órbita tal sería costosa en términos de momento angular. Tenía la sola ventaja de ser estable, una vez lograda.

La maniobra se inició antes de que llegaran a Saturno. Durante el último día de aproximación se volvió a calcular el curso. Cirocco y Bill confiaron en computadores con base en la Tierra y medios auxiliares de navegación tan lejanos como Marte y Júpiter. Se alojaron en el CONMOD, el módulo de control, y observaron cómo Saturno aumentaba de tamaño en las pantallas de televisión de popa.

Después empezó el largo impulso.

Durante una calma pasajera en su trabajo, Cirocco conectó la cámara con el SCIMOD. Gaby alzó los ojos con una expresión de fastidio.

—Rocky, ¿no puedes hacer algo con esa vibración?

—Gaby, la función de los motores es, tal como dicen, nominal. Han de vibrar, eso es todo.

—La mejor observación de todo este jodido viaje —murmuró Gaby. En el asiento cerca de Cirocco, Bill se echó a reír.

—Cinco minutos, Gaby —dijo Bill—. Y de verdad, creo que deberíamos dejarlos encendidos tanto como hemos planeado. Será mucho mejor de esa forma.

Los motores quedaron desconectados puntualmente y los tripulantes aguardaron la confirmación de que se encontraban donde querían estar.

—Aquí la Ringmaster. Comandante Jones al mando. Hemos entrado en órbita de Saturno a las 1341.453 horas, tiempo universal. Transmitiré los preliminares para un impulso de corrección cuando salgamos de detrás. Mientras tanto, abandono este canal —dio un manotazo al interruptor apropiado y anunció a la tripulación—: Todo el que quiera echar un vistazo afuera tiene ahora la única oportunidad.

Resultó difícil, pero August, April, Gene y Calvin lograron apretujarse en la estrecha habitación. Después de ponerse de acuerdo con Gaby, Cirocco hizo que la nave girara noventa grados.

Saturno era una cavidad gris oscura, diecisiete grados de amplitud, mil veces el área que cubría la Luna tal como se la ve desde la Tierra. Los anillos abarcan unos increíbles cuarenta grados de lado a lado.

Su aspecto era como de metal sólido, brillante. La Ringmaster se había presentado al norte del ecuador, de modo que la cara superior quedaba a la vista de los tripulantes. Todas las partículas estaban siendo iluminadas desde el lado opuesto, y se veían como una delgada luna creciente, igual que Saturno. El sol era un brillante punto de luz en la posición de las diez en punto, aproximándose a Saturno.

Nadie habló mientras el sol iba acercándose al eclipse. Vieron caer la sombra de Saturno sobre la parte del anillo más cercana a ellos, y cortarla como una navaja de afeitar.

El ocaso duró quince segundos. Los colores eran intensos y cambiaban con rapidez: rojos, amarillos y negroazulados puros como los visibles desde un avión de línea en la estratosfera.

Se produjo un tenue coro de suspiros en la cabina. El vidrio despolarizó y todo el mundo abrió la boca de nuevo al hacerse más brillantes los anillos y dejar arrinconado el intenso resplandor azul que perfilaba el hemisferio norte. Estrías grises se hicieron visibles en la superficie planetaria iluminada por la luz de los anillos. Abajo había tormentas tan enormes como la Tierra.

Cuando por fin Cirocco apartó la vista, vio la pantalla a su izquierda. Gaby seguía aún en el SCIMOD. Había una imagen de Saturno en la pantalla situada sobre su cabeza, pero la mujer no la miraba.

—Gaby, ¿no quieres subir y ver esto? —Cirocco vio que Gaby sacudía la cabeza; estaba examinando los números que atravesaban una minúscula pantalla.

—¿…y perderme los mejores instantes de observación de todo el viaje? Debes estar loca.


* * *

En principio adoptaron una órbita larga, elíptica, con un punto inferior doscientos kilómetros por encima del radio teórico de Temis. Se trataba de una abstracción matemática porque la órbita estaba inclinada treinta grados respecto al ecuador de Temis, lo que los situaba sobre la cara oscura. Atravesaron el toroide giratorio hasta emerger en el lado iluminado. Temis yacía expandido ante ellos igual que un objeto en exposición.

No es que allí hubiera mucho que ver. Temis era casi tan negro como el espacio, aun cuando el sol reluciera en su superficie. Cirocco estudió la inmensa masa de la rueda con las velas triangulares de absorción solar, que la bordeaban como afilados dientes de engranaje, presumiblemente para absorber la luz solar y convertirla en calor.

La nave se movió hacia el interior de la gran rueda. Los radios se hicieron visibles, igual que los reflectores solares. Parecían casi tan oscuros como el resto de Temis, excepto en el lugar donde reflejaban algunas de las estrellas más brillantes.

El problema que seguía preocupando a Cirocco era la falta de una entrada. La gente de la Tierra hacía mucha presión para que se metieran en el objeto, y Cirocco, pese a su instintiva precaución, lo deseaba tanto como cualquier otra persona.

Debía haber una manera. Nadie dudaba de que Temis fuera un artefacto. La polémica se refería a si se trataba de un vehículo del espacio interestelar o un mundo artificial, como O’Neil Uno. Las diferencias eran movimiento y origen. Una nave espacial tendría un motor, y estaría en el cubo. Una colonia habría sido construida por alguien muy de cerca. Cirocco había oído teorías que comprendían habitantes de Saturno o Titán, marcianos —aunque nadie había descubierto jamás ni siquiera una punta de flecha en Marte— y antiguas razas terrestres viajeras del espacio. No creía en ninguna de tales teorías, pero eso apenas importaba. Nave o colonia, Temis había sido construido por alguien, y tendría una puerta.

El lugar a examinar era el cubo, pero los apremios de la balística forzaban a Cirocco a mantenerse en órbita tan lejos del cubo como pudiera.


* * *

La Ringmaster adoptó una órbita circular cuatrocientos kilómetros por encima del ecuador. Se desplazaba en la dirección del giro, pero Temis daba vueltas más deprisa que la velocidad orbital de la nave. Era un plano negro por fuera de la ventana de Cirocco. A intervalos regulares, uno de los paneles solares pasaba rápidamente como el ala de un murciélago monstruoso.

Empezaron a ser visibles algunos detalles de la superficie externa. Había crestas largas, arrugadas, que convergían en los paneles solares, presumiblemente para cubrir tubos enormes conductores de un fluido que tuviera que ser calentado por el sol. Había unos cuantos cráteres ampliamente esparcidos en la oscuridad, algunos de cuatrocientos metros de profundidad. No había un solo guijarro diseminado en torno a ellos. Nada podía permanecer en la superficie externa de Temis sin ser despedido.

Cirocco miró el tablero de mandos. Muy cerca de ella, Bill cabeceaba en su lecho, dormido. Los dos llevaban dos días sin salir del CONMOD.

Cirocco recorrió el SCIMOD como una sonámbula. Allí, en alguna parte, había una cama de suaves sábanas, un almohadón y… una confortable gravedad de un cuarto de g, ya que el carrusel estaba girando de nuevo.

—Rocky, tenemos algo extraño.

Se detuvo, con un pie en el escalón del Radio D. y permaneció muy quieta por un momento.

—¿Qué has dicho? —el tono de su voz hizo que Gaby alzara la vista.

—También estoy cansada —dijo Gaby, irritada. Dio un manotazo a un interruptor y apareció una imagen en la pantalla superior.

Se trataba de una toma que iba ampliando el contorno de Temis, y que mostraba una protuberancia que parecía aumentar de tamaño conforme se acercaban.

—Eso no estaba ahí antes —la frente de Cirocco se llenó de arrugas mientras la mujer trataba de quitarse de encima el cansancio.

Un zumbador sonó tenuemente y por un momento Cirocco no pudo identificarlo. Luego las cosas se hicieron distintas, claras, al mismo tiempo que la adrenalina consumíalas telarañas. Era la alarma del radar del CONMOD.

—Capitana —dijo Bill, al otro lado del altavoz—, tengo aquí una extraña lectura. No nos estamos acercando a Temis, pero sí, algo se está acercando a nosotros.

—Me ocuparé de eso —las manos de Cirocco parecieron hielo cuando se asió a una baranda para levantarse. Observó la pantalla. El objeto estalló con una explosión semejante a la de las estrellas, y la explosión creció.

—Ya puedo verlo —dijo Gaby—. Sigue unido a Temis. Es como un brazo muy largo…, el brazo de una grúa. Y se está desplegando. Creo que…

—¡Las instalaciones de acoplamiento! —gritó Cirocco—. ¡Nos van a coger! Bill, inicia la secuencia motriz, detén el carrusel, prepárate para mover la nave.

—Pero eso nos llevará treinta minutos…

—Lo sé. ¡Muévete! —Cirocco se apartó de un brinco de la portilla de observación, cayó en su asiento y asió el micrófono.

—A todos los tripulantes. Situación de emergencia. Alerta de depresurización. Evacuad el carrusel. Estaciones de aceleración. Sujetaos —accionó bruscamente el botón de alarma con su mano izquierda y escuchó el pavoroso alarido que empezaba a sonar en la sala, detrás de ella. Lanzó una mirada a su izquierda.

—Tú también, Bill. Vístete.

—Pero…

—¡Obedece!

Bill saltó de su asiento y flotó hacia la compuerta de acceso. Cirocco se volvió y gritó por encima del hombro:

—¡Trae mi traje cuando vuelvas!

El objeto era ya visible por la portilla, y se acercaba deprisa. Cirocco nunca se había sentido tan desesperada. Anulando la programación del sistema de control de altitud logró disparar la totalidad de cohetes impulsores del lado de la nave encarado con Temis, pero el objeto no estaba lo bastante cerca. La gran masa de la Ringmaster apenas se movió. Cirocco no tuvo más remedio que permanecer sentada, controlar la secuencia motriz automática y contar los segundos mientras iban pasando. Enseguida comprendió que no podían escapar. Aquella cosa era grande, y se movía más deprisa.

Apareció Bill, con el traje puesto, y Cirocco se dirigió trabajosamente hacia el SCIMOD para ponerse su ropa. Cinco figuras anónimas estaban atadas a literas de aceleración, inmóviles, mirando fijamente la pantalla. Cirocco aseguró su casco y oyó un caos.

—Silencio —la charla se acalló—. Quiero silencio en el canal del traje a menos que os pida que habléis.

—¿Pero qué ocurre, comandante? —era la voz de Calvin.

—He dicho que nada de hablar. Parece que es un dispositivo automático que viene a capturarnos. Tal vez las instalaciones de acoplamiento que buscábamos.

—A mí me parece más bien un ataque —murmuró August.

—Tienen que haber hecho esto antes, alguna vez. Deben saber cómo hacerlo con seguridad —deseó convencerse ella misma de eso. No ayudaba mucho a su credibilidad el hecho de que toda la nave temblara.

—Contacto —dijo Bill—. Nos han cogido.

Cirocco se apresuró a volver a su estación, justo a tiempo para no ver el arpeo que se cernía sobre la nave. La Ringmaster traqueteó de nuevo, y horribles sonidos llegaron desde la parte trasera.

—¿Qué aspecto tenía eso?

—Enormes tentáculos de pulpo sin ventosas —Bill parecía turbado—. A centenares, agitándose por todas partes.

La nave dio un bandazo aún mayor, y empezaron a sonar más alarmas. Un frenesí de luces rojas se esparció a lo largo de los controles de Cirocco.

—Tenemos una ruptura de casco —dijo Cirocco, con una calma que no sentía—. Perdemos aire por el tronco central. Cierro compuertas 14 y 15.

Las manos de la capitana se movieron sobre los controles sin dirección consciente. Las luces y botones estaban muy lejos, vistos a través del extremo incorrecto de un telescopio. El disco del acelerómetro empezó a girar al mismo tiempo que Cirocco era despedida violentamente hacia adelante y después hacia un lado.

Quedó encima de Bill. Se esforzó por volver a su asiento, lo logró y se puso las correas. Cuando la hebilla se cerró en torno a su cintura, la nave volvió a brincar hacia atrás, peor que antes. Algo penetró por la compuerta que estaba detrás de Cirocco y golpeó la portilla, formando una red de grietas.

Cirocco quedó colgando de su asiento, con el cuerpo hacia adelante y tirando de la correa. Un cilindro de oxígeno salió despedido hacia la compuerta. El vidrio se hizo añicos y el sonido del impacto se desvaneció con el estallido del cristal en fríos y duros cuchillos que giraron y se consumieron ante los ojos de la comandante. Todo objeto de la cabina que no estaba asegurado saltó y se precipitó hacia la boca de dientes mellados que antes había sido una portilla.

La sangre latió en la cara de Cirocco cuando quedó suspendida sobre un agujero negro y sin fondo. Grandes objetos daban vueltas lentamente a la luz del sol. Uno de ellos era el módulo de motricidad de la Ringmaster, afuera, frente a ella, donde no había razón de que estuviera. Vio el roto fragmento de la varilla de conexión. Su nave se deshacía.

—Oh, mierda —dijo.

Inmediatamente tuvo una vieja evocación de una cinta del registro de vuelo de un avión de línea que había oído en cierta ocasión. Aquella había sido la última palabra que el piloto había pronunciado, segundos antes del impacto, cuando supo que iba a morir. Ella también lo sabía, y el pensamiento la llenó de un enorme disgusto.

Contempló con nebuloso horror cómo la cosa que tenía los motores arrollaba más tentáculos en torno de ellos. Esto le recordó a una medusa con un pez atrapado en su venenosa garra. Un tanque de combustible se quebró… sin ruido, con una extraña belleza. El mundo de Cirocco se estaba deshaciendo sin un solo ruido que señalara su muerte. Una nube de gas comprimido se dispersó con rapidez. La cosa pareció no preocuparse.

Otros tentáculos se llevaban distintas partes de la nave. La antena de alta ganancia casi parecía alejarse nadando, pero también se movió lentamente cuando se derrumbó en la cavidad que tenía debajo.

—Viva —murmuró Cirocco—. Está viva.

—¿Qué dices?

Bill estaba tratando de mantenerse firme con ambas manos asidas al tablero de instrumentos. Estaba fuertemente atado a su asiento, pero los tornillos que lo agarraban al suelo se habían roto.

La nave se estremeció de nuevo, y el asiento de Cirocco se soltó. El borde del tablero le alcanzó en los muslos y gritó mientras pugnaba por liberarse.

—Rocky, aquí hay cosas que se están desprendiendo.

No supo con exactitud a quién pertenecía la voz, pero el miedo se apoderó de ella. Cirocco se echó hacia atrás y se esforzó en abrir la correa del asiento con una mano mientras se mantenía apartada del tablero con la otra. Resbaló hacia un costado y vio que su silla rebotaba en la destrozada serie de cuadrantes, se pegaba brevemente en el marco de la portilla rota y se lanzaba al espacio.

Pensó que sus piernas estaban rotas, pero descubrió que podía moverlas. El dolor disminuyó cuando recurrió a sus reservas de fuerza para ayudar a Bill a salir del asiento. Demasiado tarde: los ojos de Bill estaban cerrados, su frente y el interior de su casco manchados de sangre. El cuerpo del hombre fue resbalando libremente sobre el tablero de control y entonces Cirocco vio la abolladura que el casco de Bill había hecho en el metal. Pugnó por agarrar el muslo del hombre, luego su pantorrilla, su pie calzado, y Bill estaba cayendo, cayendo en medio de una rutilante lluvia de vidrio.

Cirocco recuperó el sentido agazapada junto a la pata, muy por debajo del tablero de mandos. Sacudió la cabeza, incapaz de recordar cómo había llegado allí. Pero la fuerza de la aceleración ya no era tan grande. Temis había logrado acomodar la Ringmaster —o lo que quedara de ella— a su velocidad de rotación.

Nadie hablaba. Por el auricular del casco de Cirocco llegaba un huracán de respiraciones, pero ni una sola palabra. No había nada que decir; los gritos y maldiciones se habían agotado. Se puso en pie, agarró el borde de la escotilla que estaba por encima de ella, y se introdujo en el caos.

No funcionaba luz alguna, aunque la luz del sol se vertía desagradablemente sobre el equipo destrozado a través de una gran grieta de la pared. Cirocco avanzó entre los fragmentos y una figura provista de traje se apartó a su paso. Su cabeza temblaba. Uno de sus ojos estaba cerrado por la hinchazón. El destrozo era inmenso. Les llevaría tiempo arreglar todo como para volver a ponerse en marcha.

—Quiero un informe completo de daños de todos los departamentos —dijo Cirocco, sin dirigirse a nadie en particular—, Nunca se había pensado en un trato así para esta nave.

Había apenas tres personas de pie. Una silueta yacía arrodillada en un rincón, sostenía la mano de otra que estaba enterrada bajo restos de material.

—No puedo mover las piernas. No puedo moverlas.

—¿Quién ha dicho eso? —gritó Cirocco, sacudiendo la cabeza en el intento de vencer el aturdimiento pero sin conseguir más que empeorarlo—. Calvin, ocúpate de las heridas mientras veo qué se puede hacer por la nave.

—Sí, capitana.

Nadie se movió, y Cirocco se preguntó por qué. Todos la miraban. ¿Por qué lo harían?

—Estaré en mi camarote si me necesitáis. No… No me siento muy bien.

Uno de los trajes dio un paso hacia ella. Cirocco trató de apartarse de la figura, pero su pie penetró en la cubierta. El dolor estalló en su pierna.”

—Está entrando, por allí. ¿Veis? Ahora nos busca a nosotros.

—¿Dónde?

—No veo nada. ¡Oh, Dios! Lo veo.

—¿Quién ha dicho eso? ¡Quiero silencio en este canal!

—¡Cuidado! ¡Está detrás de ti!

—¿Quién ha dicho eso?

La angustia se apoderó de Cirocco. Algo estaba trepando a su espalda, lo sentía. Se trataba de una de esas cosas que sólo se aparecen en el dormitorio de uno después de haber apagado la luz. No una rata, sino algo peor que no tenía rostro, únicamente un trozo de fango y manos frías, muertas, viscosas. Atisbó en la roja oscuridad y vio pasar como una flecha una contorsiva serpiente por una mancha de luz solar frente a ella.

Todo estaba tan silencioso… ¿Por qué no hacían algún ruido?

Su mano se cerró sobre algo duro. Lo levantó y empezó a darle golpes, de arriba abajo, una y otra vez cuando la cosa se mostró repentinamente a la vista.

No moriría. Algo se arrolló alrededor de la cintura de Cirocco y empezó a tirar.

Las trajeadas figuras saltaron y corrieron en el reducido espacio, pero los tentáculos lanzaban cordones que se adherían como alquitrán. La sala quedó así sujeta, y algo cogió a Cirocco por las piernas y trató de partirla como una espoleta de pollo. Tuvo un dolor como jamás había experimentado antes, pero continuó golpeando el tentáculo hasta que la conciencia se le escabulló.

Загрузка...