CAPITULO 19

Se sintieron más ligeros al aterrizar sobre el cable, cien kilómetros más cerca del centro de Gea…, y a cien kilómetros largos del suelo. La gravedad había disminuido desde casi un cuarto a menos de un quinto de g. La mochila de Cirocco pesaba cerca de dos kilos menos y su cuerpo, dos y medio menos.

—Hay cien kilómetros hasta la unión del cable con el techo —dijo Cirocco—. Yo diría que aquí hay una pendiente de treinta y cinco grados. Por ahora será bastante fácil…

Gene se mostró escéptico.

—Más probable cuarenta grados, es mi opinión. Y muy cerca de cuarenta y cinco. Se va haciendo más pronunciada, digamos sesenta grados, antes de que alcancemos el nivel del techo.

—Pero en esta gravedad…

—No te rías de una pendiente de cuarenta grados —dijo Gaby. Se había sentado en el suelo, tenía aspecto demudado aunque animado. Había vomitado, pero opinaba que cualquier cosa era mejor que estar en el dirigible—. En la Tierra he escalado con un telescopio atado a la espalda. Hay que estar en buena forma, y nosotros no lo estamos.

—Ella está bien —dijo Gene—. Yo he perdido peso. La escasa gravedad lo vuelve a uno lento.

—Sois unos derrotistas.

Gene sacudió la cabeza.

—Simplemente, no creo que tengamos una posibilidad entre cinco. Y no olvidéis que la mochila abulta tanto como vosotras. Tened cuidado.

—¡Caramba, estamos emprendiendo la mayor escalada jamás intentada por seres humanos! ¿Oigo canciones? No, sólo quejas.

—Si hay que cantar canciones, será mejor que lo hagamos ahora. Más tarde no tendremos ganas.

Bien, pensó Cirocco, lo he intentado. Sabía que el recorrido iba a ser duro, pero intuía que la parte más difícil no empezaría hasta que llegaran al techo, trayecto que Cirocco había pensado poder cubrir en cinco días.

Se encontraban en un oscuro bosque. Árboles de vidrio nebuloso asomaban por encima de sus cabezas, filtrando aún mas la luz que llegaba a la zona de crepúsculo y que daba al conjunto un matiz bronceado. Las sombras eran cónicas e impenetrables, apuntaban en dirección este, hacia la noche. Una bóveda de hojas de celofán, rosas, anaranjadas, verdeazuladas y doradas, formaba un arco por encima: una extravagante puesta de sol en un atardecer estival.

El suelo vibraba tenuemente bajo los pies de los humanos. Cirocco pensó en los descomunales volúmenes de aire que fluían por el cable hacia el cubo de la rueda y deseó que hubiera algún medio de utilizar aquella inmensa energía.

La escalada no era difícil. El suelo era tierra dura, lisa, apisonada. La configuración del terreno quedaba dictada por el arrollamiento de los ramales bajo la delgada capa de tierra. El terreno se encorvaba para formar grandes crestas que. al cabo de algunos cientos de metros, doblaban en ángulo hacia los lados descendentes del cable.

La vegetación se hacía más espesa donde la tierra era más profunda, entre los ramales del cable. Los expedicionarios adoptaron la táctica de seguir una cresta hasta que empezaba a rizarse bajo el cable para cruzar después una hondonada poco profunda hasta el siguiente ramal hacia el sur. Con eso irían bien otro medio kilómetro antes de que tuvieran que efectuar un nuevo cruce.

Todas las hondonadas tenían una pequeña corriente de agua en el fondo. Ninguna de ellas era más que un chorro delgado, pero el líquido fluía rápidamente y abría profundos canales en el suelo, a lo largo de todo el camino por el cable. Cirocco supuso que los arroyos debían de separarse del cable en algún punto situado hacia el suroeste.

Gea era tan prolífica aquí como en el llano. Muchos árboles tenían frutos y bullían de animales arbóreos. Cirocco reconoció una indolente criatura, del tamaño de un conejo, que era comestible y fácil de cazar.

Al terminar la segunda hora la capitana comprendió que los otros habían estado en lo cierto. Lo supo cuando un calambre agarrotó su pantorrilla y la dejó tendida en el cálido suelo.

—¡No hagáis comentarios, maldito sea!

Gaby sonrió burlonamente. Compadecía a Cirocco, pero a pesar de todo se alegraba.

—Es la pendiente. No parece muy difícil subir, tenéis razón en lo del peso. Pero es tan pronunciada que hay que avanzar apoyándose en la punta del pie.

Gene se sentó junto a las dos mujeres, la espalda apoyada en el declive. A través de una rendija en los árboles se veía un fragmento de Hiperión, brillante y atractivo.

—También el bulto es un problema —dijo Gene—. He tenido que andar con la nariz pegada al suelo para poder moverme.

—Me duele la espalda —confirmó Gaby.

—A mí también —dijo tristemente Cirocco. El dolor fue desapareciendo a medida que se masajeaba la pierna, pero volvería.

—Esto es asquerosamente engañoso —dijo Gene—. Quizás iríamos mejor a cuatro patas. Estamos dando demasiado trabajo a nuestros muslos y pantorrillas. Tendríamos que repartir mejor el esfuerzo.

—Bien dicho. Y eso nos ayudará a ponernos en forma para la parte vertical. Ahí el trabajo será de brazos, más que nada.

—Los dos tenéis razón —dijo Cirocco—. Yo he estado apretando demasiado. Tendremos que pararnos con más frecuencia. Gene, ¿quieres sacar el botiquín de mi mochila?

Había diversos remedios contra el cansancio y la fiebre: frascos de desinfectante, vendas, una provisión de anestésico local que Calvin había usado en los abortos e incluso una bolsa de bayas de efecto estimulante. Cirocco había probado las bayas. Había un folleto de primeros auxilios escrito por Calvin que explicaba cómo tratar problemas que iban desde una hemorragia nasal a una amputación. Y había un tarro redondo de ungüento violeta que Maestra Cantora había dado a la capitana “para los dolores de la ruta”. Cirocco subió la pernera de los pantalones y se frotó la pierna con un poco de bálsamo, con la esperanza de que diera tan buen resultado para humanos como daba para titánidas.

—¿Lista? —Gene estaba de pie, ajustando su mochila.

—Creo que sí. Ve tú adelante. No vayas tan deprisa como iba yo. Ya te diré si corres demasiado. Nos detendremos dentro de veinte minutos y descansaremos diez.

—Perfecto.


* * *

Quince minutos después Gene tuvo problemas. Soltó un aullido, se quitó bruscamente el calzado y frotó su pie.

Cirocco se alegró de la oportunidad para descansar. Se estiró y buscó en un bolsillo el tarro de ungüento. Luego giró sobre su espalda y pasó el bálsamo a Gene, encima de ella en el declive. Con la mochila debajo, Cirocco estaba sentada en una posición bastante erguida, aunque sus piernas colgaban ladera abajo. Junto a ella, Gaby no se había preocupado por volverse.

—Quince minutos de ascenso y quince de descanso.

—Lo que tú digas, jefa —suspiró Gaby—. Me quedaré en carne viva por ti, subiré hasta que mis manos y pies sean restos sangrantes. Y cuando muera, escribe en mi lápida que morí como un soldado. Dame una patada cuando estés lista —y se puso a roncar muy fuerte, en tanto que Cirocco se echaba a reír. Gaby abrió un ojo en un gesto de suspicacia, y después rió también.

—¿Qué tal “aquí yace una mujer del espacio”? —sugirió Cirocco.

—“Cumplió con su deber” —agregó Gene.

—“Honestamente” —Gaby aspiró profundamente—. ¿Dónde está el romance de la vida? Dices a alguien tu epitafio, ¿y qué obtienes? Chistes.


* * *

La siguiente rampa de Cirocco se produjo durante el nuevo período de descanso. Rampas, en realidad, ya que en esta ocasión quedaron afectadas las dos piernas. Nada divertido.

—Hey, Rocky —dijo Gaby, tocando el hombro de Cirocco de modo vacilante—. Es absurdo que nos suicidemos. Descansemos una hora esta vez.

—Esto es ridículo —logró gruñir Cirocco—. No estoy tan falta de aliento. Lo que ocurre es que no me encuentro bien con el culo apoyado —miró a Gaby con aire de recelo—. No entiendo cómo es que tú no tienes calambres…

—Estoy holgazaneando —admitió Gaby muy seria—. Ato una cuerda a ese culo que tú no quieres apoyar y dejo que hagas el trabajo de la burra.

Cirocco tuvo que reírse, aunque débilmente.

—Tendré que acostumbrarme —dijo la capitana—. Tarde o temprano estaré en mejor forma. Los calambres no acabarán conmigo.

—No. Pero me disgusta verte dolorida.

—¿Qué tal diez subiendo y veinte de descanso? —sugirió Gene—. Sólo hasta que empecemos a estar mejor.

—No. Subiremos quince minutos o hasta que uno de nosotros no pueda seguir, aunque sea pronto. Luego descansaremos el mismo tiempo o hasta que seamos capaces de continuar. Haremos esto un total de ocho horas —consultó su reloj—. Es decir…, algo más de cinco horas a partir de este momento. Luego acamparemos.

—Sigue dando órdenes, Rocky —replicó Gaby con un suspiro—. Es lo tuyo.


* * *

Fue horroroso. Cirocco seguía llevándose la palma en cuanto a dolores, pero también Gaby empezó a experimentarlos.

El bálsamo titanio ayudaba, pero tenían que usarlo muy poco. Cada uno llevaba su propio botiquín, y ya habían agotado la provisión de Cirocco, que confiaba en que pasados los primeros días de marcha no necesitarían del ungüento. Pero deseaba conservar al menos un tarro para la escalada en el interior del radio. Después de todo, no era un dolor insoportable. La ponía a punto de chillar cuando le cogía, luego se sentaba y aguardaba a que pasara.

Al final de la séptima hora Cirocco aflojó el paso. Estaba un poco mortificada por su terquedad. Pensó que era casi como si hubiera querido probar hasta dónde Bill tenía razón al afirmar que ella se forzaba a ser ruda, a llegar a los límites de su resistencia y después, aún, algo más allá.

Acamparon en la base de una hondonada. Recogieron leña para hacer una hoguera pero no se preocuparon en montar las tiendas. El ambiente era cálido y húmedo, y la hoguera dio una luz que fue bien recibida en la penumbra creciente. Se sentaron alrededor del fuego a una confortable distancia, apenas vestidos con su chocante ropa interior de seda.

—Parecéis pavos reales —dijo Gene, echando un trago de su odre.

—Un pavo real muy cansado —suspiró Cirocco.

—¿Cuánto crees que hemos andado, Rocky? —preguntó Gaby.

—Es difícil saberlo. ¿Quince kilómetros?

—Yo diría que algo así —asintió Gene—. Conté los pasos entre varias crestas y obtuve el promedio. También llevé la cuenta de las crestas que hemos cruzado.

—Los grandes cerebros piensan de esa manera —dijo Cirocco—. Quince hoy, veinte mañana. En cinco días estaremos en el techo —se tendió a contemplar los colores cambiantes de las hojas que había sobre su cabeza—. Gaby, te ha tocado. Mete la mano en esa mochila y búscanos algo de comer. Me comería una titánida.


* * *

No hicieron veinte kilómetros el día siguiente; no hicieron ni diez.

Se despertaron con las piernas doloridas. Cirocco estaba tan rígida que no podía doblar las rodillas sin respingar. Andaban a los tumbos mientras preparaban el desayuno y desmontaban el campamento. Se movían como octogenarios, y acabaron forzados a una serie de genuflexiones y ejercicios isométricos.

—Sé que esta mochila es algunos gramos más ligera —gimió Gaby, mientras colgaba la bolsa a su espalda—. Me comí dos radones que había dentro.

—La mía ha ganado veinte kilos —dijo Gene.

—Quejas, quejas, quejas. Vamos, imbéciles. ¿Queréis vivir siempre?

—¿Vivir? ¿Esto es vivir?


* * *

La segunda noche llegó sólo cinco horas después de la primera porque Cirocco así lo decidió.

—Gracias, oh Gran Señora del Tiempo —suspiró Gaby mientras se tumbaba sobre su saco de dormir—. Si lo intentamos, es posible que establezcamos un nuevo récord. ¡Un día de dos horas!

Gene se dejó caer junto a Gaby.

—Cuando enciendas el fuego, Rocky, tomaré cinco de esos filetes vegetales. Mientras tanto, camina despacio, por favor. Tus rodillas me despiertan con sus crujidos.

Cirocco se llevó las manos a las caderas y los miró enfurecida.

—Conque ésas tenemos, ¿eh? Tengo noticias para vosotros dos. Os supero en rango.

—¿Ha dicho algo, Gene?

—No he oído palabra.

Cirocco renqueó por los alrededores hasta reunir suficiente leña para una hoguera. Arrodillarse para encenderla resultó ser un problema muy complicado, la capitana no estaba demasiado convencida de su capacidad para resolverlo; había que doblar articulaciones maltratadas en ángulos que éstas no querían aceptar.

Pero al cabo de un rato los filetes vegetales hacían crepitar su grasa y Gene y Gaby volvieron sus narices a la fuente del celestial aroma.

Cirocco tuvo las fuerzas suficientes para echar tierra sobre las brasas y desenrollar su saco de dormir. Ya dormía mientras se metía en él.


* * *

El tercer día no fue tan malo como el segundo, del mismo modo que el incendio de Chicago no fue tan siniestro como el terremoto de San Francisco.

Hicieron diez kilómetros sobre terreno cada vez más empinado en algo menos de ocho horas. Gaby observó al final que ya había dejado de sentirse octogenaria. Ahora le parecía tener setenta y ocho años…

Fue necesario usar una nueva táctica para escalar. La creciente inclinación hacía más difícil el andar, incluso a cuatro patas. Los pies resbalaban y el afectado caía de estómago con brazos y piernas abiertos para evitar un resbalón hacia atrás.

Gene sugirió que se fueran alternando en coger un cabo de la cuerda y arrastrarse tanto como ella cediera, atando a continuación el extremo a un árbol. Los otros dos, a la espera más abajo, disponían entonces de una fácil maniobra de avance. El que iba delante se esforzaría más durante diez minutos mientras los otros dos reposaban, y luego podría descansar dos turnos antes de ponerse en cabeza de nuevo. Así fue que hicieron trescientos metros de un tirón.

Cirocco miró el arroyuelo próximo a su tercer campamento y pensó en tomar un baño; luego decidió no hacerlo. Comida era lo que deseaba. Gene aceptó su turno con cierto refunfuño ante la sartén.

Antes de derrumbarse, Cirocco se sintió suficientemente bien como para examinar su mochila y comprobar el nivel de provisiones que quedaban.


* * *

El cuarto día hicieron veinte kilómetros en diez horas, y al final del día Gene abrazó a Cirocco.

Habían elegido lugar para acampar donde la amplitud de la corriente que seguían les permitía tomar un baño, y Cirocco se desnudó y se metió en el agua sin siquiera pensarlo. Habría sido agradable contar con jabón; tuvo que componérselas con arena muy fina que había en el fondo, y se restregó con ella. Gaby y Gene no tardaron en imitarla. Más tarde, Gaby se marchó siguiendo instrucciones de Cirocco para encontrar fruta fresca. No tenían toallas, así que Rocky se hallaba en cuclillas junto al fuego cuando Gene la rodeó con los brazos.

Cirocco se irguió de un brinco esparciendo ramitas encendidas, y quitó de su pecho las manos de Gene.

—Hey, basta —se sacudió y apartó.

Gene no se avergonzó en lo más mínimo.

—Vamos, Rocky. No es como si nunca nos hubiéramos tocado uno al otro.

—¿Sí? Bueno, no me gusta que la gente se me eche encima a escondidas. Guárdate tus manos para ti.

Gene se exasperó.

—¿Así van a ir las cosas? ¿Qué se supone que debo hacer con dos mujeres desnudas a mi lado?

Cirocco cogió su ropa.

—No sabía que la visión de dos mujeres desnudas te hiciera perder el control de ti mismo. Lo tendré en cuenta.

—Ahora estás enfadada.

—No, no estoy enfadada. Tenemos que vivir juntos algún tiempo y no serviría de nada enfadarse —abotonó su camisa y observó cautelosamente a Gene por un instante; luego arregló la hoguera, con cuidado de dar la cara a Gene.

—De todas maneras estás enfadada. Yo no pretendía nada con eso.

—No me toques, eso es todo.

—Te enviaría rosas y bombones, pero es un poco irreal.

Cirocco sonrió y se tranquilizó en parte. En ese momento Gene volvía a parecerle el Gene que ella conocía, lo cual significaba una mejora respecto al Gene que había visto con sus ojos hacía un momento.

—Escucha, Gene. Ya en la nave comprendimos que no nos correspondíamos como pareja, tú lo sabes. Estoy fatigada. hambrienta, y todavía me siento sucia. Todo lo que puedo decir es que, cuando crea estar dispuesta para algo, te lo haré saber.

—Es suficiente.

Ninguno de los dos dijo nada mientras Cirocco ampliaba la hoguera, pero cuidando de mantenerla en el pequeño lecho que había excavado en la tierra.

—¿Tú… ¿Tú y Gaby tenéis alguna relación?

Cirocco enrojeció, esperando que el rubor no se hubiera notado a la luz de la hoguera.

—Eso no te importa.

—Siempre pensé que ella era gay en el fondo —dijo Gene, asintiendo—. No creía que tú lo fueras.

Cirocco aspiró profundamente y miró a Gene fijamente. Las sombras que volaban con rapidez no dejaban revelar nada en la cara de barba rubia del hombre.

—¿Me estás pinchando deliberadamente? Te he dicho que eso no te importa.

—Si no estuvieras chiflada por ella, habrías contestado simplemente que no.

¿Qué le ocurría? ¿Por qué Gene estaba haciendo que sintiera un hormigueo en la piel? Gene siempre había actuado con su estúpida lógica personal delante de la gente. Su fanatismo estaba cuidadosamente encubierto y era socialmente aceptable, de lo contrario jamás habría sido seleccionado para el viaje a Saturno. Gene actuaba torpe y alegremente en sus relaciones, se sorprendía sinceramente cuando la gente se ofendía por su falta de tacto. Era una personalidad bastante común, bien equilibrada, según su expediente psicológico, difícilmente calificable de excéntrico.

Entonces, ¿por qué se sentía tan incómoda cuando Gene la miraba?

—Será mejor que te lo cuente todo para que no hieras a Gaby. Ella está enamorada de mí. Tiene algo que ver con el aislamiento. Yo fui la primera persona que vio después, y adquirió esta obsesión. Creo que con el tiempo la vencerá, puesto que antes jamás había sido homosexual de un modo claro. Ni heterosexual, todo hay que decirlo.

—Gaby lo encubrió —sugirió Gene.

—¿En qué año estamos? ¿1950? Me asombras, Gene. Bien sabes que a esos tests de la NASA no se les escapa nada. Gaby tuvo una aventura homosexual, claro. Yo tuve una, igual que tú. Leí tu expediente. ¿Quieres que te diga la edad que tenías cuando sucedió?

—Era sólo un niño. La cuestión es que supe lo de Gaby cuando hicimos el amor. Ninguna reacción, ¿comprendes? Apostaría a que no es lo mismo cuando lo hacéis vosotras dos.

—Nosotras no… —se interrumpió, extrañada de haberse dejado arrastrar tan lejos—. Esta charla ha terminado. No quiero hablar más. Además, Gaby ya está aquí.

Gaby se acercó a la hoguera y dejó una red llena de fruta al lado de Cirocco. Se acuclilló, miró pensativamente a sus compañeros y después se irguió y se vistió.

—¿Me estaban sonando los oídos o era mi imaginación?

Ni Gene ni Cirocco hablaron, y Gaby suspiró.

—Otra vez lo mismo. Creo que estoy empezando a dar la razón a los tipos que opinan que las misiones espaciales tripuladas cuestan más de lo que valen.


* * *

El quinto día les llevó irremisiblemente a la noche. Sólo tenían la iluminación espectral que reflejaban las zonas diurnas que se curvaban a cada lado. No era mucha luz, apenas la suficiente.

El terreno era notablemente inclinado, con una capa de tierra más delgada. A menudo caminaron sobre cálidos y pelados ramales de cable, que ofrecían una mayor adherencia. Empezaron a atarse unos a otros, siempre atentos a que dos quedaran rezagados mientras el otro trepaba.

Incluso allí la vida vegetal de Gea no se daba por vencida. Árboles imponentes extendían raíces en posición horizontal respecto al cable, enviaban mensajeros que se embrollaban bajo la superficie y se pegaban a ella de modo tenaz. El esfuerzo por manifestar alguna variedad de vida sobre un terreno tan poco atractivo había despojado de belleza a los árboles. Eran plantas sombrías y solitarias, los troncos translúcidos revelaban una débil luz interior que en las hojas era apenas vestigios insignificantes. En algunos lugares era posible usar las raíces como peldaños.

Al final del día habían cubierto setenta kilómetros en línea recta y se encontraban cincuenta kilómetros más cerca del cubo de la rueda. Los árboles se habían aclarado tanto como para que los humanos pudieran comprobar que habían trepado sobre el nivel del techo, y que se habían adentrado en la estrecha cuña de espacio entre el cable y la bien formada boca del radio de Gea. Atrás vieron Hiperión extenderse hacia abajo, como si volaran en una cometa con una cuerda inmensa sujeta en el nudo rocoso denominado el lugar de los vientos.


* * *

Distinguieron el resplandor del castillo de vidrio al principio del sexto día. Cirocco y Gaby se acuclillaron en una maraña de raíces y lo escudriñaron mientras Gene transportaba la cuerda hasta el pie de la estructura.

—Quizá sea el lugar —dijo Cirocco.

—¿Te refieres al vestíbulo de tu ascensor? —preguntó Gaby con algo de ironía—. Es tan posible como que yo monte en una montaña rusa con rieles de papel.

Se parecía algo a una población de montaña italiana, pero hecha de algodón de azúcar, de un millón de años de antigüedad y semifundida. Cúpulas y balcones, arcos, contrafuertes volantes, almenas y techos lisos de estilo oriental estaban situados en una plataforma sobresaliente y rezumaban por el borde como almíbar vertido sobre una torta y enfriado al instante. Torres elevadas se proyectaban en todos los ángulos: lápices en un vaso. Eran altas y cenceñas. En las esquinas rutilaban flujos níveos o de azúcar de pastelería.

—Es un armatoste, Rocky.

—Ya lo veo. Déjame tener mi fantasía, ¿quieres?

El castillo libraba una silenciosa batalla con espigadas enredaderas blancas. Parecía que la lucha era pareja; el castillo mostraba una herida mortal, pero cuando Cirocco y Gaby se unieron a Gene, oyeron que las enredaderas exhalaban el seco susurro de la muerte.

—Como musgo negro —observó Gaby, arrancando un puñado de la enmarañada masa.

—Pero más grande.

—Que Gea no lo pueda elaborar en tamaño económico es algo que no tiene importancia.

—¡Hay una puerta aquí! —gritó Gene—. ¿Queréis entrar?

—Por supuesto.

Había cinco metros de espacio plano entre el borde de la hondonada y la pared del castillo. No lejos de los expedicionarios había un arco redondeado, algo más alto que la cabeza de Cirocco.

—¡Caramba! —resolló Gaby, reclinándose en la pared—. Andar por terreno plano es casi suficiente para marearse. Había olvidado cómo hacerlo.

Cirocco encendió una lámpara y siguió a Gene bajo el arco y hacia un vestíbulo de vidrio.

—Será mejor que estemos juntos —dijo.

Había buenos motivos para tener precaución. En tanto que ninguna de las superficies era totalmente reflectora, el lugar tenía mucho en común con las barracas de espejos de ferias. A través de las paredes, por todos lados, podían ver habitaciones que también tenían muros de vidrio que daban a más habitaciones.

—¿Cómo saldremos, una vez dentro? —preguntó Gaby.

—Seguiremos nuestras huellas —dijo Cirocco, señalando el suelo.

—Ah, qué tonta soy —Gaby se inclinó y observó el polvo fino que revestía el suelo. Había capas planas, de mayor tamaño, diseminadas en él—. Vidrio deslustrado. No os caigáis.

Gene hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Así lo creí al principio, pero no es vidrio. Es delgado como una burbuja de jabón y no ha de tener filo.

Gene eligió una pared y la apretó suavemente con la palma de la mano. El muro se derrumbó con un tenue sonido de campanilleo. Gene cogió uno de los fragmentos que caían flotando a su alrededor y lo aplastó en su mano.

—¿Cuántas paredes podrás romper antes de que el segundo piso caiga encima de nosotros? —preguntó Gaby, señalando la sala que tenían encima.

—Muchas, creo. Mira, este sitio es un laberinto, pero no lo era en principio. Caminamos a través de las paredes porque algo las rompió antes. Esto fue un montón de cubos, sin entrada o salida por ninguno de ellos.

Gaby y Cirocco se miraron mutuamente.

—Como la construcción que vimos bajo el cable —dijo Cirocco, hablando sólo con Gaby. Pero la frase iba dirigida a Gene.

—¿Quién construye edificios con habitaciones que no tienen entrada ni salida? —preguntó Gaby.

—El nautilo lo hace —dijo Gene.

—¿Cómo?

—El nautilo. Elabora su concha en espiral. Cuando la concha se hace demasiado pequeña, el molusco se mueve hacia arriba y cierra parte de la cubierta que deja atrás. Si lo cortas por la mitad es muy bonito. Se parece mucho a la construcción que habéis visto: habitaciones pequeñas abajo, habitaciones grandes arriba.

—Pero parece que todas estas salas tuvieran el mismo tamaño —dijo Cirocco, extrañada.

—La diferencia no es grande —Gene negó con un gesto de cabeza—. Esta sala es un poco más alta que la que hay allí. Habrá habitaciones más pequeñas en otra parte. Estos seres construyen hacia los lados.

Imaginaron que las criaturas que construyeron el castillo de vidrio tenían que ser algo que actuara como el coral marino. La colonia abandonaba hogares cuando los superaba en tamaño, confiando en los restos. El castillo llegaba a elevarse sobre diez o más niveles. La fuerza estructural no provenía de los muros, finos como un tejido, sino de los intersticios que formaban los bordes. Eran como barras transparentes de lucita, gruesas como la muñeca de Cirocco, muy duras o resistentes. Si todas las paredes del castillo se hubieran derrumbado, el perfil permanecería, igual que el esqueleto de un rascacielos.

—Sea quien fuere el constructor, no ha sido el último en usar el castillo —sugirió Gaby—. Alguien entró aquí e hizo un montón de modificaciones, a menos que estas criaturas fueran mucho menos complejas de lo que hemos supuesto. Pero todo el mundo se fue hace mucho tiempo, al parecer…

Cirocco hizo esfuerzos por no desilusionarse, pero el intento no le hizo ningún bien. Era una ciudad abandonada. Todavía estaban lejos de la cumbre y daba la impresión de que tendrían que escalar hasta el último metro.


* * *

—No te enfades.

—¿Qué ocurre? —Cirocco se despertó poco a poco. Costaba creer que hubieran pasado ya ocho horas, pensó.

Pero ¿cómo lo sabía Gene? Ella tenía el reloj.

—No lo mires —las palabras fueron pronunciadas en el mismo tono apacible, pero Cirocco se quedó paralizada con el brazo a medio levantar. Vio el rostro de Gene, color naranja a la luz de la mortecina hoguera. El hombre estaba arrodillado sobre ella.

—¿Por qué…? ¿De qué se trata, Gene? ¿Algo va mal?

—No te enfades, eso es todo. No quería hacerle daño, pero no podía permitir que ella me observara, ¿no te parece?

—¿Gaby?

Cirocco empezó a levantarse y Gene hizo que viera el cuchillo. Con la intensificada conciencia del momento, Cirocco vio varias cosas: Gene estaba desnudo; Gaby yacía de espaldas, desnuda, y al parecer, no respiraba; Gene tenía una erección. Había sangre en las manos del hombre. Los sentidos de Cirocco se agudizaron al máximo. Escuchó la respiración uniforme de Gene, olió sangre y violencia.

—No te enfades —dijo Gene, en tono moderado—. No quería hacerlo así, pero tú me has forzado…

—Sólo dije que…

—Estás enfadada, lo sé —Gene suspiró ante la incorrección de todo el asunto y mostró un segundo cuchillo, el de Gaby, en su mano izquierda—. Si piensas en ello, tendrás que culparte tú misma. ¿De qué crees que estoy hecho? Sois mujeres. ¿Es que vuestras madres os dijeron que fuerais autosuficientes? ¿Es eso?

Cirocco trató de pensar una respuesta segura, pero era obvio que Gene no deseaba respuesta. El hombre se acerco más y puso la punta de un cuchillo bajo el mentón de Cirocco. Rocky retrocedió; el filo mordió la blanda carne. El arma era más fría que los ojos de Gene.

—No entiendo por qué haces esto.

Gene vaciló. El segundo cuchillo había estado moviéndose en dirección al vientre de Cirocco; Gene se detuvo con el arma justo fuera de la visión de la mujer. Cirocco se mojó los labios y deseó poder volver a ver el cuchillo.

—Es una buena pregunta. Siempre he pensado en ello. ¿Qué hombre no lo hace? —Gene examinó los ojos de Cirocco en busca de comprensión y aparentó desolación al no encontrarla—. ¡Ah!, ¿y para qué? Tú eres mujer.

—Compruébalo —el cuchillo se movió de nuevo. Cirocco lo sintió apretado contra la parte interna de su muslo. Brotó sudor de su frente—. No tienes que hacerlo así. Aparta el cuchillo y te daré cualquier cosa que quieras.

—Ah-ah —otra vez el cuchillo, meneándose de un lado a otro como el dedo reprensivo de una madre—. No soy un estúpido. Sé cómo actuáis vosotras las mujeres.

—Te lo juro. No ha de ser de esta forma.

—Tiene que serlo. He matado a Gaby y tú no lo olvidarás. Nunca fue correcto, ¿sabes? Siempre estáis provocándonos. Nosotros siempre calientes y vosotras siempre diciendo no —se expresaba despectivamente, pero la expresión desapareció con rapidez para ser reemplazada una vez más por la tranquilidad. A Cirocco le había gustado más el desprecio—. Sólo estoy arreglando las cosas. Cuando me dejasteis allí solo en la oscuridad decidí hacer lo que me apeteciera. He hecho amigos en Rea. No te van a gustar demasiado. Soy el capitán a partir de ahora, como debería haber sido desde el principio. Harás lo que yo diga. Ahora no hagas ninguna tontería.

Cirocco contuvo la respiración cuando el afilado cuchillo rasgó su ropa interior. Creyó saber para qué usaría el cuchillo Gene, y se preguntó si no sería mejor ser tonta y morir que estar viva y mutilada. Pero en cuanto la ropa estuvo cortada, Gene no hizo más cortes. La atención de Cirocco volvió al cuchillo que tenía bajo el mentón.

Gene penetró en ella. Cirocco volvió la cabeza y la punta del cuchillo la siguió. Dolía mucho, pero eso no importaba. Lo importante era la crispadura de la mejilla de Gaby, el rastro que su mano había dejado en el polvo mientras se acercaba al hacha, su ojo semiabierto y el destello en él.

Cirocco miró a Gene y no tuvo problemas para poner miedo en su voz.

—¡No! ¡Oh, por favor, no, no estoy preparada! ¡Me vas a matar!

—Estás preparada cuando yo digo que lo estás —Gene bajó la cabeza y Cirocco se atrevió a echar un vistazo a Gaby, que pareció comprender. Su ojo se cerró.

Todo sucedía a mucha distancia. Cirocco no tenía cuerpo; era el cuerpo de otra persona el que dolía tan espantosamente. Sólo la punta del cuchillo en su mentón tenía significado, hasta que Gene empezó a cansarse.

¿Cuál será el precio del fracaso de Gene?, se preguntó. Perfecto. Entonces Gene no puede fracasar. Ha de llegar el momento en que su atención vacile, pero ella tenía que asegurarse de que ese momento realmente llegara. Y empezó a moverse bajo el hombre. Fue lo más desagradable que había hecho en su vida.

—Ahora vemos la verdad —dijo Gene, con una sonrisa soñadora.

—No hables, Gene.

—Muy bien. ¿Ves como es mejor si no te opones?

¿Era su imaginación, o su piel no estaba tan tensa bajo el cuchillo? ¿Había retrocedido el cuchillo? Cirocco saboreó el pensamiento, con cuidado de no engañarse, y se afirmó en la certeza. Había adquirido una sensibilidad exquisita. El ligero alivio de presión era como el levantamiento de un peso enorme. Gene tendría que cerrar los ojos. ¿Acaso los hombres no cierran siempre los ojos?

Gene los cerró y Cirocco estuvo a punto de actuar, pero el hombre volvió a abrirlos rápidamente. Me está probando, maldición. Pero Gene no vio engaño. Cirocco era por lo general una actriz mala, pero el cuchillo le había dado inspiración.

La espalda de Gene se encorvó. Los ojos se cerraron. La presión del cuchillo desapareció.

Nada salió bien.

Cirocco movió rápidamente el brazo en una dirección, giró la cabeza en sentido contrario; el cuchillo cortó su mejilla. Tiró un puñetazo hacia la garganta del hombre con la intención de machacarla, pero Gene se apartó lo suficiente. La capitana se retorció, pateó, sintió el cuchillo que tajaba su paletilla. Entonces se encontró de pie…

…pero no corriendo. Sus pies no tocaron el suelo durante unos instantes de agonía mientras esperaba la cuchillada.

No hubo cuchillada y Cirocco, apenas apoyada en un dedo del pie, brincó de nuevo y se alejó de Gene. Miró por encima del hombro mientras se hallaba en el aire y comprendió que su patada había sido más fuerte de lo que imaginara. El golpe había alzado del suelo a Gene y sólo en aquel momento volvía a tocarlo. Gaby seguía en el aire. La adrenalina estaba haciendo que los músculos terráqueos se comportaran alocadamente en baja gravedad.

La caza podía durar una eternidad, pero aceleró con gran rapidez.

Cirocco no quería que Gene supiera que Gaby estaba detrás de él. Gene jamás habría perseguido tan obstinadamente a Cirocco de haber visto la cara de Gaby.

Habían acampado en la plaza central del castillo, una zona plana que los constructores no habían subdividido. La hoguera se encontraba a veinte metros de la primera galería de salas. Cirocco todavía estaba acelerando cuando topó con la primera pared. No frenó el avance en momento alguno y aplastó una docena de muros antes de alzar los brazos para asir una de las vigas. Dio un giro de noventa grados y ascendió, dando tumbos a través de tres techos antes de pararse en el aire. Escuchó ruidos de cosas rotas mientras Gene avanzaba a trompicones. sin comprender la maniobra.

Cirocco apoyó los pies en una viga y volvió a subir. Ascendió acompañada de una nube de fragmentos de vidrio, retorciéndose y recuperando un movimiento ensoñadoramente lento. Brincó de lado y atravesó tres paredes antes de pararse. Se abrió paso a la izquierda, subió otro piso, continuó y bajó otros dos.

Se detuvo a escuchar, agazapada junto a una viga.

Había un lejano retintín de vidrio que se rompía. Todo estaba oscuro. Cirocco se hallaba en medio de un laberinto de cámaras que se extendía hasta el infinito en todas direcciones: hacia arriba, hacia abajo y hacia los lados. No sabía dónde estaba, pero tampoco lo sabía Gene, y Cirocco quería que fuera así.

Los ruidos de vidrio roto se hicieron más audibles y Cirocco vio que Gene atravesaba la sala que estaba a su izquierda, flotando hacia arriba. La mujer se movió a la derecha y hacia abajo cogiéndose de una viga dos pisos más cerca del suelo y desviando su impulso de nuevo a la derecha. Se detuvo, los pies descalzos en otra viga. A su alrededor, vidrios rotos caían y se posaban lentamente.

Cirocco no habría sabido que tenía a Gene tan cerca si la lluvia de vidrios no lo hubiera precedido. Gene había estado caminando a lo largo de las vigas, pero el peso de su pie apoyado fue demasiado para una hoja intacta que ya soportaba los restos dejados por Cirocco al pasar. La hoja se hizo añicos y el vidrio cayó como copos de nieve. Cirocco giró en torno a la viga y se lanzó hacia abajo impulsándose con los pies.

La caída fue dura. Cirocco se volvió, aturdida, y vio que Gene aterrizaba de pie, tal como habría hecho ella si hubiera tenido un maldito mínimo de lógica en la cuenta de los pisos. Recordó haber pensado en eso mientras tenía a Gene, de pie a su lado. Luego vio el hacha que golpeaba al hombre, y perdió el conocimiento.


* * *

Recobró el conocimiento de repente, chillando, cosa que antes nunca había hecho. No sabía dónde se encontraba, pero había estado otra vez en la panza de la bestia, y no a solas. Gene estaba allí, explicando tranquilamente por qué pretendía violarla.

La había violado. Dejó de chillar.

No estaba en el castillo de vidrio. Había una cuerda en torno a su cintura. El terreno descendía frente a ella. Mucho más abajo se hallaba el oscuro mar plateado de Rea.

Gaby estaba a su lado, aunque muy ocupada. Tenía dos cuerdas en su cintura. Una de ellas subía la pendiente hasta el mismo árbol al que estaba atada Cirocco. La otra pendía rígidamente en la oscuridad. Las lágrimas habían abierto un canal en la sangre seca del rostro de Gaby. Estaba empleando un cuchillo para cortar una de las cuerdas.

—¿Eso que hay ahí es la mochila de Gene, Gaby?

—Sí. El no la necesitará. ¿Cómo te encuentras?

—No muy bien. Sube a Gene, Gaby.

Gaby levantó la mirada, boquiabierta.

—No quiero perder la cuerda.


* * *

El rostro de Gene era una ruina sangrienta. Un ojo estaba cerrado por la hinchazón, el otro era meramente una rendija. Su nariz estaba partida y le faltaban tres dientes delante.

—Vaya caída —observó Cirocco.

—No es nada, comparado con lo que yo tenía en mente.

—Abre su mochila y venda esa oreja. Todavía está perdiendo sangre.

Gaby estaba a punto de estallar, pero Cirocco hizo que desistiera con una firme mirada.

—No pienso matarlo, así que no lo sugieras.

La oreja de Gene había sido arrancada por el golpe de hacha de Gaby; un acto maquinal e instintivo de parte de ella, que sólo pretendió plantar el hacha en una sien. Pero el instrumento había girado en el aire y dado un golpe indirecto a Gene, tan fuerte como para dejarlo sin conocimiento. Gene gemía mientras Gaby lo vendaba.

Cirocco empezó a revisar la mochila de Gene y a sacar las cosas que les serían útiles. Se quedó con las provisiones y las armas, arrojó a un lado todo lo demás.

—Si lo dejamos con vida, nos seguirá. Ya lo sabes…

—Quizás, y podría arreglármelas muy bien si no lo hace. Lo mejor es que salte por el borde.

—Entonces, ¿por qué cuernos estoy…?

—Con el paracaídas. Desátale las piernas.

Ajustó el equipo en torno a su entrepierna. Gene gimió de nuevo, y Cirocco apartó la vista de lo que Gaby había hecho allí al hombre.

—Creyó que me había matado —estaba diciendo Gaby, atando el último nudo de los vendajes—. Quería hacerlo, pero yo volví la cabeza.

—¿Es grave?

—No es una herida profunda, pero sangra mucho. Me quedé aturdida y es una suerte que yo hubiera estado tan débil, de no poder moverme después de lo que él… Después de que… —su nariz rezumaba, la enjugó con el dorso de su mano—. Perdí el conocimiento casi al momento. Lo siguiente que recuerdo es que Gene estaba inclinado encima de ti.

—Me alegro de que despertaras entonces. Me hice un lío con la fuga. Y gracias por haber salvado otra vez mi trasero.

Gaby la miró con aire desolado, y Cirocco lamentó inmediatamente las palabras que había escogido. Daba la sensación de que Gaby se sentía personalmente responsable de lo ocurrido. No es fácil quedarse inmóvil mientras están violando a quien amas, pensó Cirocco.

—¿Por qué lo dejas seguir con vida?

Cirocco bajó los ojos para mirar a Gene, y tuvo que reprimir una repentina y ardiente rabia hasta que hubo recuperado el control.

—Yo… Ya sabes que él nunca fue así antes.

—No sé eso. El siempre ha sido un jodido animal en lo interior, o no habría hecho esto.

—Todos lo somos. Lo ocultamos, lo guardamos dentro, pero Gene ya no puede. Me habló como un niño herido, no enfadado, sólo herido porque las cosas no le han salido como él las había ensoñado. Algo le sucedió después del choque, igual que a mí. Y lo mismo que a ti.

—Pero nosotras no hemos intentado matar a nadie. Escucha, que se tire en paracaídas. Muy bien. Pero creo que debería dejar los testículos aquí —Gaby alzó el cuchillo, pero Cirocco hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No. Nunca me ha gustado demasiado, pero estamos juntos. Era un buen tripulante y ahora que está loco… —iba a decir que en parte se sentía responsable, que Gene jamás se habría vuelto loco si ella hubiera mantenido la nave intacta. pero las palabras no surgieron—. Le doy la oportunidad por lo que fue. Dijo que tenía amigos allá abajo. Quizá sólo estaba desvariando, o tal vez lo recojan. Déjale las manos libres.

Gaby obedeció y Cirocco hizo rechinar los dientes al empujar el cuerpo con el pie. Gene empezó a deslizarse, y pareció que se daba cuenta de la situación en que se encontraba. Chilló cuando el paracaídas se arrastró a su espalda y luego se desvaneció en la curva del cable.

Gaby y Cirocco no alcanzaron a ver si el paracaídas se abrió.


* * *

Las dos mujeres se quedaron sentadas allí bastante rato. Cirocco temía decir algo. Estaba la posibilidad de que se pusiera a llorar y no fuera capaz de contenerse, y no era momento para eso. Había heridas que cuidar, y una excursión que concluir.

La cabeza de Gaby no estaba tan mal. Habrían sido precisos algunos puntos, pero el desinfectante y un vendaje era todo lo que tenían. Le quedaría una cicatriz en la frente.

Igual que a Cirocco, por culpa de su topetazo con el suelo del castillo. También le quedaría otra cicatriz desde el mentón hasta la oreja izquierda y otra más en la espalda. Ninguno de los cortes era tan grave como para que Cirocco se preocupara demasiado.

Se dieron atención mutua y cargaron las mochilas. Cirocco miró el largo tramo de cable aún por escalar hasta llegar al radio.

—Creo que deberíamos regresar al castillo y descansar antes de acometer la subida —dijo—. Un par de días. Para recobrar fuerzas.

Gaby miró hacia arriba.

—Oh, claro que sí. Pero lo que viene será más fácil. Encontré una escalera cuando os traía aquí.

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