CAPITULO 7

Antes de que Cirocco hubiera podido contar con una oportunidad para serenarse, se encontraban todos sentados en círculo. Calvin estaba hablando.

—Emergí no muy lejos del agujero donde desaparece el río. Eso fue hace siete días. Os oí el segundo día.

—¿Pero por qué no nos llamaste? —preguntó Cirocco.

Calvin sostuvo en alto los restos de su casco.

—Falta el micro —dijo, desenredando el destrozado extremo del cable—. Podía escuchar, pero no transmitir. Aguardé. Comí fruta. Me sentía incapaz de matar a ninguno de los animales —extendió sus gruesas manos y se encogió de hombros.

—¿Cómo supiste que era éste el lugar apropiado para esperar? —preguntó Gaby.

—No estaba tan seguro de que lo fuera…

—Bien —dijo Cirocco. Se palmeó las piernas y después rió—. Bueno. Me agrada esto. Justo cuando estábamos a punto de perder la esperanza de encontrar a alguien, nos topamos contigo. Demasiado bueno para ser cierto. ¿No te parece, Gaby?

—¿Eh? Ah, sí. Es fantástico.

—También yo me alegro de veros, chicas. Os he estado escuchando desde hace cinco días. Es agradable oír una voz familiar.

—¿De verdad ha sido tanto tiempo?

Calvin dio un golpecito a un aparato que llevaba en la muñeca. Era un reloj digital.

—Sigue marcando la hora exacta —dijo—. Cuando regresemos, pienso escribir una carta al fabricante.

—Yo daria las gracias al fabricante de la pulsera. La mía era de cuero, en cambio la tuya es de acero —dijo Gaby.

—Y bien que lo sé —Calvin hizo un gesto de indiferencia—. Me costó más de lo que saqué en un mes, como interno.

—Me sigue pareciendo mucho tiempo. Sólo hemos dormido tres veces.

—Es cierto. Bill y August tienen el mismo problema para determinar el tiempo.

Cirocco levantó los ojos.

—¿Bill y August están vivos?

—Sí, he estado escuchándoles. Están ahí abajo, en el fondo. Puedo señalar el sitio. Bill tiene su radio entera, igual que vosotras dos. August sólo tenía un receptor. Bill recibió algunas ondas y empezó a decir cómo podríamos encontrarle. Se quedó en su sitio dos días, y August lo encontró bastante pronto. Ahora llaman con regularidad. Pero August sólo pregunta por April y llora muchísimo.

—Jesús —dijo Cirocco en un susurro—. Supongo que lo hará. ¿No tienes idea de dónde está April, o Gene?

—Creo que escuché a Gene una vez. Llorando, como Gaby dijo.

Cirocco meditó, y se puso ceñuda.

—¿Por qué Bill no nos oía, entonces? El también debía de estar escuchando.

—Habrán sido problemas de visual —dijo Calvin—. El peñasco os separaba. Yo era el único capaz de escuchar ambos grupos, pero no podía hacer nada al respecto.

—Entonces, él debería estar oyéndonos ahora, si…

—No te excites. Ahora están durmiendo y no te oirán. Esos auriculares son como un mosquito zumbando. Bill y August despertarán dentro de cinco o seis horas —Calvin miró alternadamente a las dos mujeres—. Lo mejor para vosotras, chicas, es que durmáis un poco también. Habéis estado caminando veinticinco horas.

Esta vez Cirocco no tuvo problemas para creerle. Sabía que lo que la mantenía despierta era la excitación del momento. No podía rendirse aún, pero sus párpados se cerraban.

—¿Y qué me dices de ti, Calvin? ¿Has tenido algún problema?

—¿Problema? —Calvin alzó una ceja.

—Ya sabes de qué hablo.

Calvin pareció retraerse.

—No hablo de eso. Nunca.

Cirocco prefirió no insistir. Calvin aparentaba estar sereno, como si hubiera llegado a un acuerdo respecto a algo. Gaby se levantó y desperezó en medio de un enorme bostezo, y dijo:

—Voy a tumbarme. ¿Dónde quieres estirarte. Rocky?

Calvin también se puso en pie.

—He estado preparando un sitio —dijo—. Está aquí arriba, en este árbol. Usadlo las dos, yo seguiré despierto y atento a Bill —se trataba de un nido tejido con ramitas y enredaderas. Calvin lo había forrado con una sustancia plumosa.

Había mucho sitio, pero Gaby prefirió estar junto a Cirocco, tal como habían hecho antes. Cirocco se preguntó si debería poner coto a la situación, mas luego decidió restarle importancia.

—¿Rocky?

—¿Qué hay?

—Quiero que tengas cuidado con él.

Cirocco volvió a la conciencia desde el borde mismo del sueño.

—¿Huuunf? ¿Calvin?

—Le ha pasado algo.

Cirocco la miró con un ojo enrojecido.

—Duérmete, Gaby, ¿quieres? —se volvió y dio una palmadita en la pierna de Gaby.

—Ten cuidado —murmuró Gaby.


* * *

Si tan sólo hubiera una señal que indicara la mañana…, pensó Cirocco, bostezando. Levantarse sería mucho más fácil. Algo como un gallo, o los rayos del sol cayendo con una inclinación diferente…

Gaby seguía dormida junto a ella. Se desenredó y se puso en pie sobre la amplia rama del árbol. Calvin no estaba por allí. El desayuno yacía al alcance del brazo: fruta púrpura del tamaño de una pina. Cogió una y la comió, corteza incluida. Se puso a trepar.

Fue más fácil de lo que parecía. Cirocco subió casi tan rápido como si lo hubiera hecho por una escalera. Desde luego, había cosas que decir de una gravedad de un cuarto de lo que es habitual, y el árbol era ideal para trepar, mejor que cualquier otra cosa que Cirocco hubiera tenido desde los ocho años de edad. La nudosa corteza ofrecía asideros donde escaseaban las ramas. Obtuvo algunos arañazos para añadir en su colección, pero era un precio que Cirocco estaba deseosa de pagar.

Se sintió contenta por primera vez desde su llegada a Temis. No tenía en cuenta los encuentros con Gaby y Calvin, porque habían sido momentos de tal emoción que habían rayado en la histeria. Ahora simplemente era sentirse bien.

—Caramba, cuánto tiempo hacía —murmuró.

Nunca había sido una persona triste. Se habían producido algunos buenos momentos a bordo de la Ringmaster, pero poca alegría cabal. Intentando recordar la última vez que se había sentido tan bien, Cirocco se decidió por la fiesta cuando supo que había obtenido el mando después de siete años de tentativas. Sonrió ante la evocación. Había sido una fiesta muy buena.

Pero no tardó en apartar todos los pensamientos de su mente y dejar que su alma fluyera en el mismo esfuerzo. Notó todos y cada uno de sus músculos, cada centímetro de su piel. Había una sorprendente cuantía de libertad en trepar un árbol sin ropa puesta. Su desnudez, hasta el momento, había constituido un fastidio y un riesgo. Ahora le gustaba. Sentía la ruda materia del árbol bajo los dedos de los pies, y la elástica curvatura de las ramas. Deseaba dar el alarido de Tarzán.

Al aproximarse a la copa escuchó un sonido que no había estado allí antes. Era un roznido repetido, procedente de un punto que ella no podía precisar a través de las hojas verdeamarillas, delante de ella y a escasos metros por debajo.

Actuando con más precaución, Cirocco se estiró sobre una rama horizontal y se movió tímidamente hacia el aire libre. Frente a ella tenía una pared gris-azulada, de la cual no podía hacerse idea de lo que era.

El roznido se repitió, más alto, levemente por encima de la mujer. Un manojo de ramas rotas se movió delante de Cirocco y desapareció. Luego, sin aviso, apareció el ojo.

—¡Uaahh! —aulló Cirocco, antes de que pudiera cerrar la boca.

Sin recordar del todo cómo había llegado allí, se encontró tres metros más atrás, brincando con el movimiento del árbol y contemplando fijamente, paralizada, el monstruoso ojo. Era tan amplio como sus brazos extendidos, destellaba a causa de la humedad y era espantosamente humano.

El ojo parpadeó.

Una delgada membrana se contrajo por todas partes, igual que el diafragma de una cámara, después volvió a abrirse de golpe, literalmente rápido como un parpadeo.

Cirocco batió todos los récords de descenso, sin reparar en que se arañaba la rodilla y chillando sin parar. Gaby estaba despierta. Tenía un fémur en la mano y parecía dispuesta a usarlo.

—¡Abajo, abajo! —gritó Cirocco—. Hay algo ahí arriba. Podría emplear este árbol como palillo de dientes.

Levitó los últimos ocho metros, cayó de rodillas y, cuando ya estaba descendiendo la montaña, se topó con Calvin.

—¿No me has oído? Tenemos que irnos de aquí. Hay esa cosa…

—Lo sé, lo sé —la tranquilizó Calvin, alzando sus manos con las palmas hacia ella—. Lo sé todo, y no hay motivo para preocuparse. No tuve tiempo de explicártelo antes de que te fueras a dormir.

Cirocco se sintió abatida, pero en absoluto tranquilizada. Era terrible poseer tanta energía nerviosa y no tener nada que hacer con ella. Sus pies ansiaban correr. En lugar de eso. se encolerizó con Calvin.

—¡Mierda, Calvin! ¿No tuviste tiempo para hablarme de una cosa así? ¿Qué es, y qué sabes tú de eso?

—Es… Es nuestra salida de este peñasco —dijo Calvin—. Se llama… —arrugó los labios y silbó tres claras notas con un trino al final—. Pero ya me doy cuenta de que es embarazoso usarlo mezclado con inglés… Yo lo llamo Apeadero.

—Lo llamas ‘Apeadero’ —repitió Cirocco, muy aturdida.

—Exacto. Es un pequeño dirigible flexible.

—Un pequeño dirigible flexible…

Calvin la miró de un modo curioso y Cirocco hizo rechinar sus dientes.

—Se parece mucho a un dirigible, pero no lo es porque no tiene un armazón rígida. Lo llamaré y lo veréis vosotras mismas —se llevó dos dedos a la boca y silbó una larga y complicada tonada con extraños intervalos musicales.

—Calvin lo está llamando —dijo Cirocco.

—Eso he oído —dijo Gaby—. ¿Te encuentras bien?

—Sí. Pero mi pelo volverá a salir canoso.

Hubo una serie de trinos de respuesta desde arriba. Después no ocurrió nada durante varios minutos. Aguardaron.

La masa de Apeadero apareció a la izquierda. Estaba a trescientos o cuatrocientos metros de la faz del peñasco, moviéndose paralelamente a ésta, e incluso a esa distancia sólo pudieron verlo en parte. Era una sólida cortina gris-azulada extendida ante la vista de ellos. Acto seguido Cirocco avistó el ojo. Calvin volvió a silbar y el ojo osciló perdidamente, hasta que por fin los descubrió.

Calvin miró hacia atrás por encima del hombro.

—No ve muy bien —explicó.

—Entonces prefiero apartarme de su camino. Irme al condado vecino, por ejemplo.

—No sería suficiente distancia —dijo Gaby, admirada y temerosa—. Su trasero estaría en el condado vecino.

La nariz desapareció y Apeadero siguió pasando ante ellos. Y pasando más. Y pasando, pasando, pasando… Parecía no tener fin.

—¿Adonde va? —preguntó Cirocco.

—Le cuesta un poco parar —explicó Calvin—. Estará listo enseguida.

Cirocco y Gaby acabaron por unirse con Calvin en el borde del peñasco para poder ver toda la maniobra.

Apeadero, el pequeño dirigible flexible, tenía un kilómetro entero de proa a popa. Todo lo que le faltaba para ser una réplica exagerada de la aeronave alemana Hindenburg era una esvástica pintada en su cola.

No, reflexionó Cirocco, eso no era del todo cierto. Era una entusiasta de la aeronáutica, había estado en servicio activo en el proyecto de la NASA para construir una aeronave casi tan grande como Apeadero. Trabajando con los ingenieros del proyecto había llegado a conocer bastante bien el diseño del LZ-129.

La forma era la misma: un cigarro alargado, romo en la punta, amasándose en cierta medida hasta la popa. Incluso tenía una especie de góndola que sobresalía por debajo, pero mucho más atrás que en el Hindenburg. El color era impropio. igual que la textura del forro. Ninguna estructura de arriostramiento era visible; Apeadero era liso, como los viejos dirigibles de Año Nuevo, y ahora que Cirocco lo veía claramente, brillaba con una iridiscencia nacarada y una pizca de oleosidad sobre el color gris-azulado básico.

Y Hindenburg no había tenido pelo. Apeadero sí, a lo largo de un reborde ventral transversal, que se hacía más espeso y alargado en el centro y se reducía hasta un disperso azul hacia el final. Un puñado de finos zarcillos pendían del nodulo central, o góndola, o lo que fuera.

Luego aparecieron los ojos, y los planos de deriva. Cirocco distinguió un ojo de visión unilateral y pensó que probablemente habría más. En lugar de cuatro superficies de vuelo en la cola, Apeadero sólo tenía tres: dos horizontales y un timón. Cirocco vio cómo se doblaban mientras el monstruoso ser pugnaba por volver su nariz hacia ellos, al mismo tiempo que hacía retroceder la mitad de su largura. Los planos de deriva eran delgados y transparentes, como las alas de un aeroplano de O’Neil, y flexibles como una medusa.

—¿Tú… eh, tú hablas con esta cosa? —preguntó a Calvin.

—Bastante bien —Calvin estaba sonriendo al dirigible, más feliz de lo que jamás le había visto Cirocco.

—Entonces, ¿es una lengua fácil de aprender?

Calvin se puso serio.

—No, no creo que se pueda decir eso.

—Llevas aquí… ¿Cuántos días? ¿Siete?

—Te lo aseguro, sé cómo hablar con él. Sé muchas cosas de Apeadero.

—Entonces, ¿cómo las has aprendido!

La pregunta aturdió claramente a Calvin.

—Me desperté sabiéndolas.

—¿Cómo?

—Simplemente, las sabia. La primera vez que vi a Apeadero lo sabía todo acerca de él. Cuando me habló, le comprendí. Así de sencillo.

Ni con mucho era tan sencillo, Cirocco estaba convencida. Pero era obvio que Calvin no deseaba que le presionaran al respecto.

Apeadero tardó casi una hora en situarse adecuadamente y avanzar con cautela hasta casi tocar el lateral del peñasco. Durante la maniobra, Gaby y Cirocco se echaron muy hacia atrás. Ambas se sintieron mejor cuando contemplaron la boca del ser. Era un corte de un metro de ancho, situado veinte metros por debajo del ojo delantero. Bajo la boca había un orificio separado: un esfínter que se plegaba y silbaba como una válvula reguladora de presión.

Un objeto largo y rígido sobresalió de la boca y se extendió hasta el suelo.

—Vamos —dijo Calvin, haciendo señas a las mujeres—. Subamos a bordo.

Ni Gaby ni Cirocco fueron capaces de pensar un curso de acción conveniente. Se limitaron a mirar fijamente a Calvin, que pareció exasperado por un momento, luego sonrió de nuevo.

—Supongo que os resultará difícil creerlo, pero es cierto. Sé mucho de estos seres. Ya he dado un paseo antes. Apeadero está totalmente dispuesto y de todas formas hará lo que queramos. Y es seguro. Sólo come plantas, y muy pocas. No puede comer demasiado, o se iría a pique —puso un pie sobre la alargada pasarela y caminó hacia la entrada.

—¿Qué es eso donde estás? —preguntó Gaby.

—Creo que podría llamarse su lengua.

Gaby empezó a reír, pero el sonido fue sordo y se apagó con la tos.

—¿Es que todo esto no te parece un poco…? ¡Hablo en serio! ¡Caramba, Calvin! Estás ahí en la maldita lengua de esta cosa, pidiéndome que entre en su boca, diantres. Supongo que al final de… ¿Hay que llamarlo cuello? Al final del cuello habrá algo que no será realmente un estómago, pero cumplirá las mismas funciones. Y esos jugos que empiezan a fluir sobre nosotros… ¡También tendrás una bonita y locuaz explicación para eso!

—Hey, Gaby. Te prometo que es tan seguro como…

—¡No, gracias! —replicó Gaby—. Puedo ser la hija más tonta de mamá Plauget, pero nadie ha dicho nunca que yo no tengo sentido para quedarme lejos de la boca de un jodido monstruo. ¡Caramba! ¿Sabes lo que estás pidiendo? Ya me han comido viva una vez en este viaje. No permitiré que vuelva a suceder.

Había acabado chillando y temblando y su cara estaba encendida. Cirocco estaba de acuerdo, en un sentido emocional, con todo lo que había dicho Gaby. De todos modos, avanzó hacia la lengua. Era cálida, aunque seca. Se volvió y extendió la mano.

—Vamos, compañera. Creo en Calvin.

Gaby dejó de estremecerse y se quedó sorprendida.

—No me dejarías aquí, ¿verdad?

—Claro que no. Vendrás con nosotros. Tenemos que bajar hasta allí, con Bill y August. Vamos, ¿dónde está el coraje que sé que tienes?

—Eso no es justo —se quejó Gaby—. No soy cobarde. Pero no puedes pedirme que haga eso.

—Te lo pido. La única manera de vencer el miedo es enfrentándose a él. Vamos.

Gaby titubeó largo rato, hasta que irguió los hombros y avanzó como si fuera hacia su ejecución.

—Lo haré por ti —dijo—, porque te quiero. Tengo que estar contigo, a donde vayas, aunque eso signifique morir las dos.

Calvin miró a Gaby de un modo extraño, pero no dijo nada. Entraron en la boca. Se encontraron en un estrecho tubo translúcido de fino suelo y ambiente muy enrarecido. El camino era largo.

En el centro del dirigible se hallaba la gran bolsa que Cirocco había visto desde el exterior. Era un material grueso y claro de cien metros de largo por treinta de ancho y el fondo estaba cubierto de madera y hojas pulverizadas. Había pequeños animales en el interior: varios risueños, una selección de especies menores y miles de criaturas de piel lisa más pequeñas que musarañas. Al igual que el resto de animales que habían visto en Temis, éstos no prestaron atención al grupo.

Podían ver el exterior en todas direcciones y comprobaron que ya se hallaban a cierta distancia de la faz del peñasco.

—Si este lugar no es el estómago de Apeadero, ¿qué es, entonces? —preguntó Cirocco.

Calvin pareció desconcertado.

—Nunca dije que no fuera su estómago. Estamos pisando su alimento.

Gaby gimió y trató de regresar corriendo por el camino de entrada. Cirocco la agarró y tiró al suelo. La capitana miró a Calvin.

—Todo va bien —dijo éste—. Apeadero sólo puede digerir con la ayuda de estos animalitos. Come su producto final. Sus jugos digestivos no pueden dañaros más que un té aguado.

—¿Has oído, Gaby? —musitó Cirocco a la oreja de la otra mujer—. Nada nos pasará. Cálmate, cariño.

—S-sí. No os enfadéis conmigo. Estoy asustada.

—Lo sé. Vamos, levántate y ten cuidado. Eso te mantendrá distraída.

Ayudó a Gaby a ponerse en pie y los tres chapotearon hasta la clara pared estomacal. Fue como si anduvieran por un trampolín. Gaby apretó la nariz y manos contra la pared y pasó el resto del recorrido sollozando y mirando fijamente el espacio. Cirocco la dejó a solas y se dirigió hacia Calvin.

—Has de tener más cuidado con ella —dijo en voz baja—. El tiempo que lleva a oscuras la ha afectado más que a nosotros —forzó la vista y buscó la cara de Calvin—. Excepto que no sé cómo estás tú realmente.

—Estoy perfectamente —dijo Calvin—. Pero no quiero hablar de mi vida antes de renacer. Eso ha terminado.

—Curioso. Gaby dijo prácticamente lo mismo. Yo no puedo tomármelo así.

Calvin se encogió de hombros, completamente desinteresado en lo que pensaran los demás.

—Muy bien. Me gustaría que me expliques lo que sepas. No importa cómo lo has aprendido, si es que no deseas decírmelo.

Calvin meditó y asintió.

—Es imposible que te enseñe su lenguaje con rapidez. Fundamentalmente se basa en el tono y la duración, y sólo hablo una versión defectuosa basada en los tonos más bajos que escucho.

“Existen de todos los tamaños, desde diez metros hasta algo mayores que Apeadero. Suelen viajar en grupo. Apeadero tiene algunos compañeros más pequeños que no has podido ver porque estaban al otro lado. Ahora mismo hay algunos.

Indicó la pared transparente, donde una escuadrilla de seis dirigibles de veinte metros forcejeaba para situarse. Parecían peces voluminosos. Cirocco oyó estridentes silbidos.

—Son amistosos, y bastante inteligentes. No tienen enemigos naturales. Generan hidrógeno a partir del alimento y lo conservan bajo ligera presión. Transportan agua como lastre, la lanzan cuando quieren ascender, arrojan hidrógeno por una válvula cuando quieren descender. Su piel es recia, pero cuando se desgarra, los dirigibles mueren por lo general.

“No son muy maniobrables. Carecen de un control suficientemente preciso y les lleva mucho tiempo moverse. Un incendio puede atraparlos a veces. Si no les es posible alejarse, ascienden como una bomba.

—¿Y qué me dices de estas criaturas? —preguntó Cirocco—. ¿Las necesitan a todas para digerir el alimento?

—No, sólo a las amarillas pequeñas. Esos seres sólo pueden comer lo que un dirigible les prepara. No las encontrarás en ningún otro sitio que no sea el estómago de un dirigible. El resto de estos bichos son como nosotros. Autoestopistas o pasajeros.

—No lo entiendo. ¿Por qué el dirigible se comporta así?

—Simbiosis, combinada con la inteligencia para hacer sus elecciones y obrar como les plazca. La raza de Apeadero progresa junto con otras razas de Temis, en particular las titánidas. El les hace favores y ellas a cambio…

—¿Titánidas?

Calvin sonrió de manera indecisa, y extendió las manos.

—Es una palabra con la que sustituyo un silbido que usa Apeadero. Sólo tengo una vaga idea de su aspecto porque no le van demasiado las descripciones complejas. Deduzco que tienen seis patas y que son hembras en su totalidad. Las llamo titánidas porque ése es el nombre que la mitología griega da a las titanes hembra. También he puesto nombre a otras cosas.

—¿Por ejemplo?

—Las regiones, los ríos y cordilleras. He bautizado las zonas continentales usando nombres de titanes.

—¿Cómo es que…? Ah, sí. Ya lo recuerdo —Calvin había estudiado mitología por afición—. ¿Qué eran los titanes?

—Los hijos e hijas de Urano y Gea. Gea surgió del Caos. Dio a luz a Urano, lo hizo su igual y ambos engendraron a los titanes; seis hombres y seis mujeres. Nombré los días y noches de Temis con sus denominaciones, puesto que hay seis días y seis noches.

—Si pusiste nombre de mujer a todas las noches, voy a pensar mis propios nombres.

Calvin sonrió.

—Nada de eso. Ha sido bastante al azar. Fíjate en el océano helado. Tenía que ser Océano, y así lo llamé. El paisaje que sobrevolamos ahora es Hiperión, y esa noche que hay ahí frente a nosotros, con las montañas y el mar irregular, es Rea. Cuando se ve Rea desde Hiperión, el norte queda a la izquierda y el sur a la derecha. A continuación, siguiendo en círculo… No es que haya visto mucho de esas tierras, como es lógico, pero sé que están ahí… La primera es Crios, apenas visible, y después, siguiendo la curvatura, Febe, Tetis, Tea, Metis, Dione, Japeto, Cronos y Mnemósine. Puedes ver Mnemósine al otro lado de Océano, detrás de nosotros. Parece un desierto.

Cirocco trató de amarrar todos los nombres en su cabeza.

—Jamás recordaré todo eso.

—Las únicas tierras que importan ahora son Océano, Hiperión y Rea. En realidad no todos los nombres son de titanes. Temis es uno y creí que resultaría confuso usarlo. Y…, bueno —apartó la mirada, con una sonrisa de timidez—. No pude recordar los nombres de dos titanes. Empleé Metis, que es sabiduría, y Dione.

A Cirocco no le importó. Los nombres eran manejables y, a su manera, sistemáticos.

—Déjame adivinar los ríos. ¿Más mitología?

—Sí. Elegí los nueve ríos más largos de Hiperión, que tiene un montón, como ya ves, y los bauticé con los nombres de las musas. Hacia el sur, allá, está Urania, Calíope, Terpsícore y Euterpe, con Polimnia en la zona del crepúsculo y desembocando en Rea. Y aquí, en la ladera norte, empezando al este, Melpómene… Más cerca de nosotros están el Talía y el Erato, que parece como si formaran un sistema. Y el que vosotras habéis seguido es un afluente del Clío, que precisamente ahora está bajo nosotros.

Cirocco miró hacia abajo y vio una faja azul que serpenteaba entre un denso bosque de verdor. Siguió la faja hasta la faz del peñasco, a su espalda, y se quedó sin aliento.

—Así que ahí es donde iba el río…

La corriente seguía una trayectoria curva a partir de la faz del peñasco, casi medio kilómetro por debajo de donde habían estado. Parecía sólida y dura como el metal en el tramo de cincuenta metros anterior al punto donde empezaba a descomponerse. Se fragmentaba con rapidez desde allí, y llegaba al suelo en forma de vapor.

Había una docena más de penachos de agua que fluían del peñasco, pero ninguno era tan denso o espectacular. Todos tenían su correspondiente arco iris. Desde la ventajosa posición de Cirocco, los arco iris estaban alineados como metas de croquet. Era un espectáculo pasmoso, casi demasiado hermoso para ser real.

—Me gustaría tener la concesión de tarjetas postales de este lugar —dijo Cirocco. Calvin se rió.

—Tú venderás película para las cámaras y yo billetes para las excursiones. ¿Qué piensas de este paseo?

Cirocco se volvió para mirar a Gaby, todavía petrificada junto a la ventana.

—Las reacciones parecen variadas. Me gusta mucho. ¿Cómo se llama el río grande? Ese al que se unen todos los demás.

—Ofión. La gran serpiente del viento del norte. Si te fijas bien, verás que surge de un pequeño lago, allá, en la zona de crepúsculo entre Mnemósine y Océano. Ese lago debe tener una fuente, y sospecho que es Ofión, fluyendo bajo tierra a través del desierto, pero no podemos ver en qué punto se hace subterráneo. Aparte de eso, fluye sin interrupciones; entra en los mares y sale de ellos al otro lado.

Cirocco siguió el tortuoso cauce y comprobó que Calvin tenía razón.

—Creo que un geógrafo te diría que el río que entra en un mar y el que sale de él no son el mismo río —dijo Cirocco—. Pero ya sé que todas las reglas fueron hechas para ríos de la Tierra. Bien, así pues, lo llamaremos río circular.

—Ahí es donde están Bill y August —dijo Calvin, señalando—. A medio camino Clío abajo, donde ese tercer afluente…

—Bill y August. Se supone que tenemos que ponernos en contacto con ellos. Con toda esa conmoción de subir en el dirigible…

—Tomé prestada tu radio. Están despiertos, y nos aguardan. Puedes llamarlos ahora, si quieres.

Cirocco cogió a Gaby el aro del casco y la radio.

—Bill, ¿me oyes? Soy Cirocco.

—Eh… ¡Sí, sí! Te oigo. ¿Cómo te va?

—Tan bien como podría esperarse yendo en el estómago de un dirigible vivo. ¿Y tú? ¿Has salido bien parado, sin heridas?

—Sí, estoy bien. Escucha, me gustaría… Me gustaría decir cuánto me alegra escuchar tu voz.

Cirocco sintió una lágrima en su mejilla y se restregó.

—Me alegra oírte, Bill. Cuando caíste por aquella ventana… ¡Oh, maldito sea! No te acuerdas de eso, ¿verdad?

—Hay muchas cosas que no recuerdo —dijo Bill—. Más tarde podremos aclararlas.

—Me muero de ganas de verte. ¿Tienes pelo?

—Me está creciendo por todo el cuerpo. Pero será mejor que dejemos esas cosas para otro momento. Tenemos mucho de que hablar, yo, tú, Calvin y…

—Gaby —le ayudó Cirocco, después de lo que pareció una pausa muy larga.

—Gaby —dijo Bill, sin demasiada convicción—. Ya ves que estoy un poco confundido sobre algunas cosas. Pero no será un problema.

—¿Estás seguro de que te encuentras perfectamente, Bill? —Cirocco sintió un repentino frío y se frotó vigorosamente los brazos.

—Claro que sí. ¿Cuándo llegaréis aquí?

Cirocco preguntó a Calvin, que silbó una corta tonada. Fue respondido por otra tonada procedente de alguna parte por encima de su cabeza.

—Los dirigibles no tienen mucha noción del tiempo —dijo—. Yo diría que tres o cuatro horas.

—¿Qué forma de llevar una línea aérea es ésa?

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