CAPITULO 11

Los cables de sustentación se presentaban en filas de cinco organizados en grupos de quince, e hileras de tres que estaban solas.

Toda región nocturna tenía quince cables relacionados con ella. Había una fila de cinco cables verticales que iban directamente hasta el cuerno hueco del techo que era el interior de uno de los radios de la rueda de Gea. Dos de estos cables llegaban al suelo en las tierras altas y eran virtualmente una parte de la pared, uno al norte y otro al sur. Otro de ellos emergía de un punto a medio camino entre los cables extremos y los otros dos se hallaban espaciados uniformemente entre el centro y los cables del borde.

Además de estos cables centrales, las regiones de noche tenían otras dos hileras de cinco que surgían de los radios aunque ligados a zonas diurnas, una fila veinte grados al este y la otra veinte grados al oeste de la hilera central. El radio sobre Océano, por ejemplo, enviaba cables a Mnemósine e Hiperión. El grupo de quince cables sostenía la tierra en una región igual a más de cuarenta grados de la circunferencia de Gea.

Los cables que surgían de luz diurna y llegaban a una noche después de atravesar una zona de crepúsculo hacían su trayecto con un ángulo marcado respecto a la tierra, que aumentaba con la altitud hasta acercarse a sesenta grados en el punto de unión con el techo.

Luego había hileras de tres cables, asociadas únicamente a zonas diurnas. Estos cables eran verticales, y ascendían directamente desde el terreno hasta que traspasaban el techo y emergían al espacio. El Titanic y su tripulación iban acercándose al centro de la hilera de tres correspondiente a Hiperión.

El cable fue haciéndose más magnificente e intimidante con cada día que pasaba. Ya desde el campamento de Bill había dado la impresión de que la estructura se inclinaba sobre ellos. La inclinación no era más pronunciada en ese momento, pero el conjunto había crecido de tamaño. Mirarlo resultaba doloroso. Saber que una columna vertical tiene cinco kilómetros de diámetro y ciento veinte de altura es una cosa. Verlo es muy distinto.

El Ofión describía un amplio meandro en torno a la base del cable, empezando al sur y yendo hacia el norte antes de reasumir su dirección general hacia el este: una faceta que habían observado cuando aún estaban distantes del cable. Lo inquietante en cuanto a viajar por Gea era que el paisaje se veía fácilmente aun cuando se estuviera alejado de él. Cuanto más se aproximaban, más se condensaba la visión, hasta que los rasgos superficiales quedaban achatados sin posible interpretación. La tierra que estaban recorriendo siempre parecía tan llana como la Tierra. Sólo en la lejanía empezaba a curvarse.

—¿Quieres explicarme otra vez por qué estamos haciendo esto? —gritó Gaby a Cirocco—. Creo que no lo comprendo.

El trayecto hasta el radio era más difícil de lo que habían supuesto. Habían seguido el río para atravesar la selva, como si lo hubieran hecho por una magnífica carretera natural. Pero fue entonces cuando Cirocco pudo enterarse del verdadero significado de impenetrable. La tierra estaba cubierta de una capa de vegetación casi sólida, y las únicas herramientas de corte que tenían habían sido construidas con los aros de los cascos. Para empeorar más la situación, el suelo se iba elevando constantemente mientras se acercaban al cable.

—Yo me lo tomaría con un poco menos de angustia —contestó Cirocco—. Ya sabes que tenemos que hacerlo. Pronto será más fácil.

Ya habían obtenido cierta información provechosa. Lo más importante hasta entonces era el hecho de que se trataba realmente de un cable, compuesto por ramales arrollados. Había más de un centenar de ramales, todos con sus buenos doscientos metros de diámetro.

Los ramales estaban fuertemente unidos en la mayor parte de su longitud, pero a medio kilómetro del suelo empezaban a divergir, llegando a tierra como entidades separadas. La base del cable se transformaba en un bosque de inmensas torres, más bien que una sola y gigantesca.

Lo más interesante de todo: varios ramales estaban rotos. Muy superficialmente vieron los retorcidos extremos de dos de ellos rizados igual que las puntas pilosas florecidas de un anuncio de champú.

Mientras se abría paso para despejar el terreno, Cirocco observó que la sustancia que pavimentaba el punto de unión del suelo con el cable, similar al caucho o el alquitrán, se había endurecido. Cada ramal había hecho sobresalir un cono de esa sustancia, y los diversos conos estaban llenos de arena. Entre los ramales extremos era posible distinguir una selva de conos que menguaba hasta la negrura.

La tierra que los separaba del cable era arenosa, con enormes piedras diseminadas en ella. La arena era amarillorrojiza y las rocas tenían bordes filosos, con pocas señales de erosión. Parecía que las hubieran arrancado violentamente del suelo.

Bill inclinó la cabeza hacia atrás para ver el cable hasta el resplandor del techo translúcido.

—Dios mío, vaya vista —dijo.

—Imagínate cómo habrán de verla los nativos —dijo Gaby—. Los cables del cielo que sostienen el mundo…

Cirocco entornó los ojos.

—No es de sorprenderse que piensen que Dios vive allá arriba —dijo—. Imaginaos al maestro titiritero que usaría estas cuerdas.

Al comienzo de la ascensión el terreno de la ladera era firme, pero a medida que subían se iba haciendo más y más resbaladizo. Ahí no crecía nada que mantuviera unida la tierra. Era arena, húmeda en la superficie pero seca debajo. Formaba una corteza que los pies de los terráqueos hacía inestable, desplazando placas que resbalaban hacia abajo tras ellos.

Cirocco avanzaba resueltamente, determinada a llegar hasta el mismo ramal: pero enseguida se encontró resbalando tanto como pugnaba por subir, todavía a doscientos metros de la cima. Bill y Gaby quedaron rezagados y contemplaron cómo Cirocco trataba de encontrar un asidero en el inestable terreno. Fue inútil. Cayó de bruces y rodó hacia atrás, se sentó y observó iracunda el cable, tan exasperantemente cercano.

—¿Por qué yo? —preguntó, y golpeó el suelo con el puño.

Se quitó la arena de la boca. Se levantó, pero sus pies resbalaron de nuevo. Gaby extendió una mano para asirla por el brazo y Bill casi cayó encima de las dos al tratar de ayudarles. Habían perdido otro metro.

—Tanto para nada —dijo Cirocco, fatigadamente—. Todavía quiero echar un vistazo por aquí, pese a todo. ¿Alguien me acompañará?

Nadie mostró demasiado entusiasmo, pero la siguieron ladera abajo y se introdujeron en la selva de ramales de cable.

Todos los ramales tenían su montón de arena alrededor. Se vieron forzados a seguir una ruta tortuosa entre ellos. Una maleza tiesa y quebradiza crecía en el compacto terreno en las partes inferiores de las gigantescas toperas.

Se hizo oscuro conforme fueron abriéndose camino por el interior… Oscuridad y mucho más silencio del que había existido en las semanas pasadas en el río. Había un alarido lejano, como un viento que atravesara largos y abandonados corredores, y muy por encima, el tintineo de un carillón. Oían sus propias pisadas y el sonido de la respiración de los demás.

La sensación de estar en una catedral era imposible de rechazar. Cirocco había visto antes un lugar así, entre las secoyas gigantescas de California. Aquel era un lugar más verde y no tan silencioso, pero la tranquilidad y el sentimiento de estar perdido entre seres enormes e indiferentes era el mismo. En caso de ver una telaraña, Cirocco sabía que no pararía de correr hasta llegar a la luz del día.

Comenzaron a notar formas que colgaban sobre sus cabezas, algo semejante a tapices rasgados. Se encontraban inmóviles en el aire enrarecido, formas insustanciales en las sombras que había a gran altura. Un polvo muy fino flotaba a su alrededor, arremolinado por la más leve brisa.

Gaby tocó suavemente el brazo de Cirocco, que dio un brinco y miró hacia arriba, donde Gaby señalaba.

Algo pendía junto a uno de los ramales, quince metros por encima de la cima de la duna. A Cirocco le pareció que la cosa reposaba en un saliente antes de preguntarse si podría ser un brote de cierto tipo.

—Igual que un percebe —dijo Bill.

—O una colonia de percebes —musitó Gaby. que tosió nerviosamente y repitió lo mismo.

Cirocco sabía cómo se sentía Gaby. Daba la impresión de que todos deberían estar susurrando. Agitó la cabeza.

—He recordado a los indios moradores de los barrancos de Arizona —dijo.

En pocos momentos atisbaron más objetos, mucho más altos y menos definidos que el encontrado por Gaby. ¿Eran moradores de los barrancos o parásitos? No había forma de saberlo.

Cirocco dio una última mirada alrededor y creyó ver algo en la lejanía, justo al límite de la oscuridad total. Era una construcción. Poco después de advertirla, Cirocco supo que era una ruina. Hay una arena muy fina amontonada a su alrededor.

Fue casi refrescante encontrar algo construido a escala humana. La construcción era del tamaño de algunos de los pueblos indios más pequeños de Colorado, y bastante parecida a ellos. Había tres capas de cámaras hexagonales sin entradas patentes. Cada capa estaba formada por habitaciones algo más grandes que las inferiores. Cirocco se acercó más y tocó una pared. Era piedra fría, cortada, tallada y unida sin mortero, a la manera inca.

Mirando con más atención Cirocco distinguió que realmente había cinco estratos de cámaras, aunque las dos más bajas eran mucho más pequeñas que las tres que había visto desde lejos, y compuestas de piedras menores. Apartando la arena de la base del muro encontró una sexta capa, luego una séptima, cada una de ellas más menuda que la superior.

—¿Qué deduces de esto? —preguntó Bill, que se había arrodillado junto a ella mientras escarbaba.

—Es una forma curiosa de construir.

Cirocco excavó más profundamente pero enseguida se vio vencida por la arena que volvía a deslizarse con la misma rapidez con que ella la extraía. La capa inferior que había encontrado estaba formada por cámaras de no más de medio metro de altura y casi tan anchas, construidas con piedras del tamaño de ladrillos de albañilería. Circundaron la estructura y encontraron un lugar en que se había desmoronado. Piedras masivas de la parte superior habían aplastado la mayor parte de las rocas más pequeñas de abajo. Había una cámara intacta a no ser por una pared que faltaba. No vieron puertas interiores, y ningún punto para penetrar en la estructura desde el exterior.

—¿Para qué construir un lugar sin puertas?

—Tal vez entraban por abajo —sugirió Gaby.

—Sin una excavadora, nunca lo sabremos —Cirocco pensaba en el equipo que habían traído para usarlo con el módulo de aterrizaje y se sobresaltó cuando la evocación la llevó de nuevo a los restos de su nave, destrozada y dando vueltas en el espacio.

—Me preguntaba qué relación tiene esto con el cable —dijo Bill—. ¿Lo habrán construido para mantenimiento de los trabajadores o levantado posteriormente, después de que las cosas se vinieran abajo?

Cirocco alzó una ceja.

—¿Supones acaso que las cosas se han ido abajo?

Bill abrió los brazos.

—Hay un daño estructural que no ha sido reparado. Ya has visto esos ramales rotos.

Cirocco sabía que Bill no iba muy desencaminado. Toda la oscura miasma bajo el cable exhalaba un dilatado abandono. Se trataba de una tumba mohosa, o de los huesos de algo que otrora fuera poderoso.

Pero incluso en decadencia, Gea era magnífica. El aire era fresco, el agua pura. Cierto que grandes zonas eran en ese momento desiertos o eriales helados, y se hacía difícil creer que hubieran sido planeadas así. Y sin embargo Cirocco creía que los sistemas ecológicos se habrían deteriorado aún más si allí no hubiera habido alguien con cierto grado de control.

—Gea no está falta de guía —dijo Gaby, haciendo eco de los pensamientos de Cirocco sin conocerlos—. Esta construcción me da la impresión de ser vieja. Probablemente miles de años no sería exagerado.

—Seguro que se nota tan viejo —convino Bill.

—Sé algo en cuanto a las complejidades relacionadas con el mantenimiento de un biosistema —prosiguió Gaby—. Gea es mayor que O’Neil Uno y eso la hace más flexible. Pero en unos cuantos siglos las cosas se desbocarían fuera de control. Las cosas no se han ido abajo por completo.

—Podría tratarse de robots —dijo Bill.

—Eso está bien para mí —dijo Cirocco—. Mientras haya alguna inteligencia detrás de esto, planeo establecer contacto con ella y pedirle ayuda. Es posible que las computadoras sean mejores de tratar.

Bill, que había leído mucha ciencia ficción, podía formular una docena de teorías sobre cualquier rasgo de Gea. Era parcial en cuanto a la fastidiosa mutación siempre segura: algo que había venido de ninguna parte y había matado a muchos de los constructores como para dejar a Gea en manos de mecanismos de seguridad automáticos.

—Es un lugar abandonado, apostaría por eso —les dijo Bill—. Igual que la nave de Huérfanos del espacio de Heinlein. Un montón de gente que partió para Gea hace miles de años y que perdió el control de camino. La computadora de la nave la puso en órbita en torno a Saturno, desconectó los motores y continúa ahí arriba manteniendo el bombeo de aire y aguardando más órdenes.


* * *

Tomaron un camino distinto para salir, en parte porque resultaba imposible saber cómo habían entrado. Cirocco no se preocupó; mientras fueran hacia la luz, perfecto.

Alcanzaron la luz solar en un punto muy al norte del que habían entrado y vieron algo que les había sido ocultado por el mismo cable en el lugar de entrada. Se trataba de un ramal roto, pero examinable por encontrarse sobre el terreno.

El primer pensamiento de Cirocco fue la gigantesca lombriz que Calvin había descrito. El ramal parecía un ser viviente, resplandeciente a la luz amarillenta. Luego recordó los oleoductos brasileños que había visto en su entrenamiento de supervivencia: grandes tubos plateados que surcaban la jungla tropical como si se tratara de un obstáculo despreciable. El ramal había abierto su camino al caer, abatiendo los árboles más elevados, aplastando inexorablemente la tierra. La jungla se había cerrado sobre él desde aquel momento, pero la enorme masa seguía dando la impresión de poder alzarse en cualquier momento y desprenderse de las enredaderas invasoras, convirtiendo los árboles en astillas.

Quinientos metros sobre ellos, el extremo del ramal cortado hacía una curva y se apartaba del cuerpo del cable. Estaba roto y el interior que la rotura revelaba brillaba y reflejaba destellos rojos, verdeazulados y color cobre deslustrado. Manchas grises semejantes a un molde de pan crecían en el muñón y desde la parte inferior, y una cascada caía directamente sobre una zona de vegetación ampliamente separada del bosque. El volumen de agua era sustancial y ruidoso, aunque al brotar del inmenso y retorcido ramal no parecía ser mucho más que el goteo de una tubería rota.

Se acercaron al quebrado ramal y vieron que estaba formado por una serie de filetes hexagonales separados únicamente por escasos milímetros, nebuloso por causa de torbellinos de oro situados justo bajo la superficie. Despedía reflejos apagados, quebrados, como si usaran por espejo el ojo de un insecto gigante.

Siguieron el cable hasta la colina y a través de la jungla, donde el quebrado extremo resultó ser hueco, aunque tan atorado por maleza y enredaderas que penetrar en su interior era imposible.

—Fuera lo que fuese, lo que había dentro gustaba a las plantas —dijo Gaby.

Cirocco no respondió. El avanzado estado de decadencia era deprimente. El abierto cabo del ramal era suficientemente grande como para haber servido de túnel a la Ringmaster. Era un objeto pequeño en la escala de Gea, sólo uno de entre doscientos ramales de este cable solitario. Y con todo era un resto descollante, un resto que iba con gran rapidez hacia la podredumbre y disolución. En el momento de partirse, toda la superficie de Gea debió de vibrar en armonía.

Y nadie había hecho nada con el ramal.

Cirocco no dijo nada, pero resultaba difícil contemplar los restos y creer que todavía podía haber alguien vigilando las máquinas.

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