Hornpipe había asumido el papel de guía y fuente de información para la expedición humana. Dijo que su madre-hembra lo aprobaba, y que creía que sería una buena experiencia de aprendizaje. Los humanos eran los seres más excitantes pasados por Ciudad Titán en muchas miriarrevs.
Cuando Cirocco expresó su deseo de ver el sitio de los vientos en las afueras de la población, Hornpipe preparó una comida campestre y dos odres de vino. Calvin y Gaby se ofrecieron como voluntarios para ir, pero August se quedó sentada y mirando por la ventana, algo que solía hacer. Gene no apareció. Cirocco recordó a Calvin que se había comprometido a quedarse con Bill.
Bill dijo a Cirocco que esperara a que él estuviera curado. La capitana se vio obligada a recordarle que todavía seguía al mando. Bill lo fue olvidando conforme el confinamiento lo hacía quisquilloso y mezquino. Cirocco lo comprendía, pero a Bill le gustaba poco cuando ella se ponía en plan protector.
—Bonito día para un pic-nic —cantó Hornpipe cuando Cirocco y Gaby se reunieron con ella al límite de la ciudad—. La tierra está seca. Tendríamos que ir y volver en cuatro o cinco revs.
Cirocco se arrodilló y ató los cordones de los mocasines de cuero blando que las titánidas habían hecho para ella. Luego se irguió y observó el terreno en dirección al lugar donde asomaba en el diáfano ambiente el cable central-oeste de Rea, el lugar de los vientos.
—Lamento desilusionarte —cantó la capitana—, pero a mí y a mi amiga nos costará una decarrev llegar allá, y lo mismo para volver. Planeamos acampar en la base y gozar de la falsa muerte.
Hornpipe se estremeció.
—Ojalá no lo hagáis. Me aterroriza. ¿Cómo sabrán los gusanos que no deben comeros?
Cirocco se echó a reír. Las titánidas no dormían nunca. Para ellas ése era un detalle que las preocupaba tanto o más que la rara habilidad de mantenerse siempre en equilibrio sobre dos piernas.
—Hay una alternativa. Temo ofenderte si la expreso. En la Tierra tenemos animales, no personas, que se parecen algo a vosotras. Nosotros nos montamos en sus espaldas.
—¿En sus espaldas? —Hornpipe quedó confundida, hasta que su cara se iluminó al establecer la relación—. ¿Te refieres a que ponéis las dos piernas a cada lado de…? ¡Claro, ya comprendo! ¿Creéis que resultará?
—Estoy ansiosa de probarlo si tú quieres. Dame una mano. No, gírala… Eso es. Voy a poner el pie encima… —así lo hizo, se agarró al hombro de Hornpipe, tomó impulso y montó. Se sentó en el amplio lomo con una cincha debajo y una alforja detrás de cada pierna—. ¿Te es cómodo?
—Apenas noto que estás ahí. ¿Pero cómo te sostendrás?
—Eso habrá que verlo. Yo pensaba que… —se interrumpió con un grito agudo. Hornpipe giró la cabeza por completo.
—¿Qué ocurre?
—Nada. Es que no somos tan flexibles como tú. Me cuesta creer que eres capaz de hacer eso. No importa. Vuélvete y ten cuidado por dónde vas. Y empieza lentamente.
—¿Qué paso prefieres?
—¿Eh? Ah. No entiendo de eso.
—Bueno. Iré al trote primero y pasaré a un galope lento.
—¿Te importa que te ponga los brazos alrededor?
—En absoluto.
Hornpipe describió un amplio, aumentando gradualmente la velocidad. Corría junto a Gaby, que gritaba y vitoreaba. Cuando Hornpipe se detuvo, Gaby apenas jadeaba.
—¿Servirá? ¿Qué piensas? —preguntó Cirocco.
—Creo que sí. Probemos con las dos.
—Querría algo para tapar esta correa —dijo Cirocco—. Y en cuanto a Gaby, ¿por qué no buscamos otra titánida para ella?
Al cabo de diez minutos Hornpipe había conseguido dos almohadones y otra voluntaria, un macho de pelaje color lavándula, con pelo blanco en cabeza y cola.
—Hey, Rocky. Tengo una montura más fina que la tuya.
—Depende de cómo lo mires. Gaby, me place presentarte a… —Cirocco cantó el nombre, invirtió la presentación y luego musitó confidencialmente a Gaby—: Llámale Flauta de Pan.
—¿Qué hay de malo con Leo o George? —protestó Gaby, pero estrechó la mano de Flauta de Pan y montó fácilmente.
Emprendieron la marcha, con las titánidas cantando una tonada de viaje que las mujeres acompañaron lo mejor que pudieron. Al finalizar esa canción aprendieron otra. Luego Cirocco pasó al ‘Maravilloso Mago de Oz’, siguió con ‘The Caissons Go Rolling Along’ y dijo: “Allá vamos, hacia la agreste lejanía azul”. Para las titánidas fue un deleite: ignoraban que los humanos tuvieran canciones.
Cirocco había hecho un viaje en balsa por el río Colorado y había viajado en una cáscara de nuez por el Ofión. Había sobrevolado el Polo Sur y brincado a lo largo y ancho de los Estados Unidos en un biplano, había viajado en automotor por la nieve, montado en bicicleta, funicular y tren de gravedad y en cierta ocasión había dado un breve paseo en camello. Nada de esto era como montar una titánida bajo la bóveda de Gea, en ese largo atardecer eternamente al borde del ocaso. Delante de ella, una escalera al cielo brotaba del suelo y se retiraba en la noche.
Cirocco echó la cabeza hacia atrás y cantó:
— “Hay un largo camino hasta Tipperary,
un largo camino que recorrer…
El lugar de los vientos era roca dura y tierra torturada. Crestas que semejaban nudillos deformes empezaron a fruncir el terreno color pardo y entre ellas se abrieron profundas grietas. Las crestas crecieron hasta convertirse en dedos que aferraban la tierra y la estrujaban como una hoja de papel. Los dedos no tardaron en unirse a una mano curtida por la intemperie y luego a un largo brazo hirsuto que surgía de la noche.
El ambiente jamás estaba en calma. Súbitas ráfagas procedentes de todas direcciones hacían que un millar de diablos polvorientos danzaran erráticamente en el camino de los excursionistas.
Pronto escucharon el alarido. Era un sonido retumbante, nada agradable, pero sin la terrible tristeza del gran viento de Océano conocido como Lamento de Gea.
Hornpipe les había dado cierta idea respecto a qué esperar. Las lomas que escalaban eran ramales de cable que emergían con un ángulo de treinta grados en relación al terreno y estaban cubiertos de tierra. El viento había erosionado el suelo hasta formar barrancos que corrían hacia la fuente del sonido.
Empezaron a pasar junto a boquetes de succión abiertos en el suelo, algunos de no más de medio metro de ancho, otros lo bastante grandes para tragar a una titánida. Todos tenían su particular nota de silbido. Era una música inarmónica, sin métrica, como algunos de los experimentos más opacos de principios de siglo. Tras ella había una continua nota de órgano.
Las titánidas ascendieron al último y largo cerro. Era terreno duro, rocoso, completamente depurado de polvo suelto, pero la espina de la cresta era estrecha y las grietas amplias y profundas. Cirocco confió en que las titánidas supieran cuándo era mejor detenerse. El fustigar del viento ya hacía lagrimear los ojos.
—Este es el lugar de los vientos —cantó Hornpipe—. No nos atrevemos a llegar más cerca, ya que los vientos se hacen tan potentes que pueden arrastrarnos. Pero podréis ver al Gran Aullador si bajáis por la ladera. ¿Quieres que te lleve allá?
—Gracias, iré andando —dijo Cirocco, y saltó a tierra.
—Te mostraré el camino.
Hornpipe empezó a bajar la pendiente dando pasos cortos, melindrosos. Daba la impresión de que iba a perder el equilibrio, aunque era evidente que no tenía problema alguno.
Las titánidas llegaron a un declive vertical y lo siguieron hacia el este. Cuando Gaby y Cirocco llegaron al lugar notaron un incremento de viento y ruido.
—¡Si esto empeora mucho más —gritó Cirocco—, creo que será mejor desistir!
—Opino lo mismo.
Pero cuando llegaron al punto donde las titánidas se habían detenido, comprobaron que no necesitaban ir más lejos.
Había siete agujeros de succión visibles, todos en las extremidades de largas y escarpadas hondonadas. Seis de ellos medían entre cincuenta y doscientos metros de ancho. El Gran Aullador podría haberlos tragado a todos.
Cirocco supuso que habría un kilómetro desde la base de la abertura hasta la cúspide y otro medio kilómetro en el punto más ancho. La forma oval era impuesta por la posición del hoyo entre dos ramales de cable que describían una cerrada ‘V’ al brotar del moreno suelo. En el sitio donde los ramales se unían, la gran boca de piedra pelada se abría al máximo.
Los lados de la abertura eran tan lisos que destellaban a la luz del día como espejos retorcidos. Habían sido pulidos por mil años de viento y la arena abrasiva que éste transportaba. Vetas de mineral más ligero de la oscura roca les daban un lustre de madreperla.
Hornpipe se inclinó y cantó cerca de la oreja de Cirocco.
—Comprendo el motivo —gritó a su vez Cirocco.
—¿Qué te ha dicho? —quiso saber Gaby.
—Ha dicho que llaman muslo de Gea a este lugar.
—Comprendo el motivo. Estamos en una de sus piernas.
—Esa es la idea.
Cirocco tocó el anca de Hornpipe y señaló la cima de la loma. Se preguntó qué sentirían las titánidas en aquel sitio. ¿Un temor reverente? Probablemente, no. Estaba justo en las afueras de la ciudad. ¿Acaso los suizos sentían un temor reverente por las montañas?
Fue estupendo volver a una relativa tranquilidad. Cirocco permaneció junto a Hornpipe y examinó los alrededores. Si la base del cable era una mano gigantesca, como ella la había considerado antes, habían llegado al segundo nudillo de uno de los dedos.
—¿Hay otro camino para subir? —cantó Cirocco—. ¿Un camino para llegar a esa gran planicie que hay arriba, sin que Gea nos chupe?
Flauta de Pan, que era algo mayor que Hornpipe. asintió.
—Sí, hay muchos. Esta gran madre de agujeros es el principal. Cualquiera de las otras lomas os permitirá alcanzar la planicie.
—Entonces, ¿por qué no nos habéis llevado arriba?
Hornpipe puso cara de sorpresa.
—Dijiste que deseabas ver el lugar de los vientos, no trepar para conocer a Gea.
—Me equivoqué —reconoció Cirocco—. ¿Pero cuál es el mejor camino hasta la cima?
—¿Hasta la misma cima? —cantó Hornpipe, con los ojos, muy abiertos—. Yo solamente estaba bromeando. Naturalmente, no querrás ir allá arriba…
—Voy a intentarlo.
Hornpipe señaló el próximo cerro hacia el sur. Cirocco estudió el terreno a lo largo del precipicio. No parecía más difícil que la loma que habían escalado. Las titánidas habían empleado hora y media, de manera que ella podría hacerlo en seis, siete u ocho horas. Quedaban otras seis horas de pendiente hasta llegar a la planicie, y después…
Desde aquella posición ventajosa el cable inclinado era una montaña inaccesible. Caía en declive unos cincuenta kilómetros, hacia la oscuridad por encima del límite de Rea. En tres de esos kilómetros no crecía nada; era tierra de color chocolate y roca gris. En una distancia similar sólo había árboles retorcidos y sin hojas. Más allá, la persistente vida de Gea había encontrado un apoyo. Cirocco no pudo determinar si se trataba de hierba o bosques, pero el cilindro del cable, de cinco kilómetros de diámetro, estaba repleto de incrustaciones verdes: la corroída cadena del ancla de un buque.
El verdor se extendía hasta la zona del crepúsculo de Rea. La región no tenía bordes pronunciados; se inclinaba gradualmente conforme la oscuridad iba apagando el verdor, que disminuía a bronce, oro oscuro, plata sobre rojo de sangre y. finalmente, el color de nubes con la luna detrás. Para entonces el cable era casi invisible. El ojo seguía la curva imposible que menguaba hasta una cuerda, un hilo, una hebra, antes de unirse a la amenazadora oscuridad del techo y esfumarse en la abertura del radio, que se iba haciendo más y más estrecho. Pero estaba demasiado oscuro para alcanzar a ver algo más allá…
—Creo que se puede —dijo Cirocco a Gaby—. Al menos hasta el techo. Confiaba en que hubiese habido alguna especie de elevador mecánico aquí en la base. Y tal vez lo hay, supongo, pero si nos ponemos a buscarlo… Tardaríamos meses —concluyó, al tiempo que agitaba una mano.
Gaby estudió la pendiente del cable, suspiró y meneó la cabeza.
—Iré donde tú vayas, pero estás loca, ¿sabes? Nunca pasaremos del techo. Échale un vistazo, ¿quieres? A partir de ahí, nos encontraremos trepando en la base de una pendiente de cuarenta y cinco grados.
—Los montañeros lo hacen una y otra vez. Tú misma lo hiciste en el entrenamiento.
—Claro. Diez metros. Ahora tendremos que hacerlo durante cincuenta o sesenta kilómetros. Y después, éstas son las buenas noticias, después sólo tendremos que subir en línea recta. Cuatrocientos kilómetros.
—No será fácil. Debemos probarlo.
—Madre de Dios —Gaby se golpeó la frente con el borde de la mano y bizqueó.
Hornpipe había contemplado los gestos de Cirocco mientras ésta explicaba el problema. Entonces, la titánida empezó a cantar, largo.
—¿Vas a trepar por las enormes escaleras?
—Debo hacerlo.
Hornpipe asintió. A continuación se inclinó y besó la frente de Cirocco.
—Me gustaría que no lo hicierais, amigas —dijo Cirocco, en inglés.
—¿Qué significa eso? —preguntó Gaby.
—No importa. Volvamos a la ciudad.
Se detuvieron tras abandonar la zona ventosa. Hornpipe sacó un trapo y todos tomaron asiento para la comida. El alimento estaba caliente, conservado en termos de cascara de nuez. Cirocco y Gaby comieron quizá diez termos entre las dos. y las titánidas devoraron el resto.
Todavía se hallaban a cinco kilómetros de Ciudad Titán cuando Hornpipe volvió la cabeza, con una expresión en la que se mezclaba el pesar y la preocupación. La titánida fijó la mirada en el oscuro techo.
—Gea respira —cantó tristemente.
—¿Qué? ¿Estás segura? Creí que sería una cosa ruidosa y que tendríamos mucho tiempo para… ¿Significa eso que habrá ángeles?
—Es ruidosa cuando sopla del oeste —corrigió Hornpipe—. La respiración de Gea es silenciosa si sopla del este. Me imagino que ya los oigo —dio un paso en falso, casi tiró a Cirocco.
—¡Bueno, corred, maldito sea! Si estáis atrapadas aquí solas no tendréis oportunidad.
—Es demasiado tarde —cantó Hornpipe, los labios abiertos dejaban ver los dientes brillantes. Sus ojos añoraban.
—¡Muévete!
Cirocco había practicado ese tono de mando durante años, y sin saber cómo logró traducirlo a un canto titanio. Hornpipe inició un súbito galope y Flauta de Pan la siguió a poca distancia.
Muy pronto, incluso Cirocco oyó el gemido de los ángeles. El paso de Hornpipe vaciló; deseaba ardorosamente volver y ofrecer batalla.
Se estaban acercando a un árbol solitario, y entonces Cirocco tomó una rápida decisión.
—Frena. Deprisa, no tenemos mucho tiempo.
Se detuvieron bajo las desplegadas ramas y Cirocco desmontó de un salto. Hornpipe trató de salir disparada pero Cirocco abofeteó la cara de la titánida, que así pareció calmarse algo.
—Gaby, corta esas alforjas a trozos. ¡Flauta de Pan! ¡Alto! ¡Vuelve aquí ahora mismo!
Flauta de Pan se quedó indeciso, pero volvió con los demás. Gaby y Cirocco se pusieron en acción con frenesí; con jirones que arrancaron de las propias ropas que se quitaron, hicieron tres fuertes cuerdas.
—Amigas mías —cantó Cirocco en cuanto tuvo las ataduras—, no tengo tiempo para explicaciones. Os pido que confiéis en mí y hagáis lo que os diga.
Puso en el canto hasta la última gota de resolución que poseía, en la modalidad usada por los viejos y sabios para con los jóvenes y alocados. Dio resultado, pero no demasiado. Ambas titánidas siguieron mirando hacia el este.
Cirocco hizo que las titánidas se tendieran de costado.
—Eso hace daño —se quejó Hornpipe cuando Cirocco le ató las patas delanteras.
—Lo siento, es por vuestro bien —Cirocco ligó rápidamente los brazos y patas delanteras y después lanzó un odre a Gaby—. Métele en la garganta tanto como puedas. Quiero que esté tan borracha que ni moverse pueda.
—De acuerdo.
—Pequeña, quiero que bebas esto —cantó—. Tú también. Bebed muchísimo.
Cirocco llevó el pezón del odre a los labios de Hornpipe. El sonido de los ángeles aumentaba. Las orejas de Hornpipe se retorcieron rápidamente hacia arriba y hacia abajo.
—Algodón, algodón —musitó Cirocco. Arrancó retales de su ya deshilachada túnica y formó con ellos apretadas bolas—. Dio resultado para Ulises, tal vez lo dé para mí. Gaby, las orejas. Tápale las orejas.
—¡Hace daño! —aulló Hornpipe—. ¡Suéltame, monstruo de la Tierra! No me gusta este juego —empezó a gemir, con notas que sólo ocasionalmente se traducían en palabras de odio.
—Necesitas un poco más de vino —canturreó Cirocco.
La titánida se atragantó con el vino que Cirocco vertió en su garganta. Los gritos de los ángeles ya resonaban mucho. Hornpipe se puso a chillar en señal de réplica. Cirocco asió las orejas de la titánida y las estrujó, acabando por abrigar la enorme cabeza en su regazo. Acercó los labios a una de las orejas y cantó una nana titánida.
—¡Rocky, ayúdame! —gritó Gaby—. ¡Canta más fuerte! No conozco esas canciones —intentaba coger las orejas de Flauta de Pan, que chillaba y se debatía. De pronto dio un violento golpe con sus manos ligadas y se deshizo de Gaby.
—¡Agárralo! ¡No dejes que se vaya!
—¡Es lo que intento hacer!
Gaby corrió detrás de la titánida y trató de sujetarle los brazos a los costados, pero Flauta de Pan era mucho más vigoroso que ella. La humana cayó por segunda vez. y se levantó con un corte en la ceja derecha.
Flauta de Pan mordisqueó las ligaduras que inmovilizaban sus muñecas. La ropa se desgarró y la titánida se arañó las orejas.
—¿Y ahora qué, Rocky? —gritó Gaby, desesperada.
—Ven a ayudarme —dijo Cirocco—. Te matará si te pones en medio.
Era demasiado tarde para detener a Flauta de Pan. Sus patas delanteras estaban libres y la titánida se retorcía como una serpiente al tiempo que rasgaba las ataduras que ligaban los otros dos miembros.
Sin mirar siquiera a las mujeres y Hornpipe, Flauta de Pan salió al galope hacia Ciudad Titán. No tardó en desaparecer por la cima de una colina.
Gaby pareció no darse cuenta de que lloraba cuando se arrodilló junto a Cirocco, ni tampoco hizo nada con el delgado hilo de sangre que se escurría por su cara.
—¿Puedo ayudar en algo?
—No lo sé. Tócala, cálmala, haz lo que se te ocurra para que se olvide de los ángeles.
Hornpipe empezó a revolverse, dientes apretados, cara pálida. Cirocco la mantenía agarrada. Se acercaba tanto como se atrevía mientras Gaby deslizaba una cuerda en torno al pecho de la titánida y la maniataba al costado.
—Chist, chist —musitó Cirocco—. No hay nada que temer. Te cuidaré hasta que vuelva tu madre-hembra. Te cantaré sus canciones.
Hornpipe se tranquilizaba poco a poco, los ojos recuperaban la inteligencia que Cirocco observara ya desde el día que la conoció. Era infinitamente mejor que el animal terrible en que se había transformado.
Transcurrieron otros diez minutos antes de que el último ángel pasara sobre sus cabezas. Hornpipe estaba empapada de sudor, como alguien que estuviera librándose de una intoxicación de heroína o alcohol.
Cirocco rió nerviosamente a la espera del regreso de los ángeles. Se reclinó, de cara a Hornpipe, asiendo fuertemente la cabeza de la titánida, y se sorprendió cuando ésta empezó a moverse. No se trataba de una comprobación de las ligaduras, como los movimientos anteriores. Era algo claramente sexual. Hornpipe dio un húmedo beso a Cirocco. Su boca era tan grande y cálida que resultaba desconcertante.
—Ojalá fuera un macho —canturreó ebriamente.
Cirocco bajó la vista.
—Jesús —susurró Gaby. El enorme pene de la titánida estaba fuera de su vaina, con la punta latiendo sobre el suelo.
—Te considerarás hembra —canturreó Cirocco—, pero eres demasiado macho para mí.
Hornpipe se lo tomó a broma. Rugió y trató de besar otra vez a Cirocco, pero desistió gentilmente cuando la mujer se apartó.
—Te haría mucho daño —cloqueó la titánida—. ¡Ay, esto es para agujeros traseros, y tú no tienes ninguno! Si fuera un macho, tendría un miembro adecuado para ti.
Cirocco sonrió y dejó que Hornpipe siguiera disparatando, pero sus ojos no sonreían. Miró a Gaby por encima del hombro de la titánida.
—Ultimo recurso —dijo en voz baja y en inglés—. Si ves que fuera a liberarse, coge esa roca y golpéale en la cabeza. Si se aleja, estará perdida.
—De acuerdo. ¿Qué está diciendo?
—Quiere hacer el amor conmigo.
—¿…con eso? Será mejor que le dé el golpe ahora.
—No seas tonta. No corremos ningún peligro con ella. Si se suelta, ni siquiera nos verá. ¿Los oyes volver?
—Creo que sí.
Resultó que la segunda vez no tuvieron casi dificultad. No dieron una sola oportunidad a Hornpipe de que escuchara a los ángeles, y si bien la titánida sudó y se revolvió como si de alguna manera los advirtiera, nunca se agitó demasiado.
Y luego los ángeles desaparecieron, de regreso a la eterna oscuridad del radio que pendía en lo alto sobre Rea.
Hornpipe lloró cuando la liberaron; los desesperados sollozos de una niña que no entiende qué le ha sucedido. Después recurrió al mal genio y las quejas, sobre todo por sus doloridas patas y orejas. Gaby y Cirocco le frotaron las patas donde las ligaduras habían irritado la piel. Sus hendidos miembros estaban tan enrojecidos como gelatina de cereza.
Hornpipe dio muestras de confusión respecto al paradero de Flauta de Pan, pero no se angustió al enterarse de que su compañera había ido a la batalla. Dio melosos besos a las dos mujeres y se apretó contra ellas amorosamente, no sin dejar de causar cierta preocupación en Gaby, pese a la explicación que dio Cirocco acerca de que las titánidas hacían excluyente separación entre el coito frontal y el trasero. Los órganos frontales eran para la producción de huevos semifértiles. que luego debían ser implantados manualmente en una vagina trasera y fecundados por un pene trasero.
Cuando se irguió, Hornpipe estaba demasiado borracha para llevar encima a las humanas. Cirocco y Gaby le hicieron describir círculos y finalmente se encaminaron hacia la ciudad. En un par de horas podrían montar nuevamente en ella.
Ciudad Titán estaba a la vista antes de que hubieran encontrado a Flauta de Pan.
La sangre ya se había coagulado en su azulado pelaje. Una lanza sobresalía de su costado, apuntada al cielo. La titánida había sido mutilada.
Hornpipe se arrodilló junto a ella y lloró mientras Gaby y Cirocco permanecían a su espalda. Había amargura en los labios de Cirocco. ¿Estaría Hornpipe culpándola de lo sucedido? ¿Habría preferido morir con Flauta de Pan, o esto era una irremediable noción terráquea? Las titánidas no parecían comprender la gloria de la batalla; se trataba de algo que hacían porque no podían evitarlo. Cirocco las admiraba por lo primero, sentía pena por ellas por lo segundo.
¿Había que alborozarse por la titánida salvada o llorar por la perdida? Cirocco no podía hacer ambas cosas, y por eso lloró.
Hornpipe se irguió, con mucha más pesadez que nunca. Tres años de edad, pensó Cirocco. No significaba nada. Hornpipe tenía algo de la inocencia de un humano de idéntica edad, pero era una titánida adulta.
Hornpipe recogió la cortada cabeza y la besó una vez. Después la dejó junto al cuerpo. No cantó nada; las titánidas carecían de canción para momentos como ése.
Gaby y Cirocco montaron de nuevo en Hornpipe y la titánida partió hacia la ciudad a un lento trote.
—Mañana —dijo Cirocco—. Mañana saldremos hacia el cubo de la rueda.