CAPITULO 23

—No soy un héroe, ¿sabes?

—Claro que no, heroína.

Cirocco soltó una risita. Estaban acostadas en el último día de su decimocuarto invierno juntas, su octavo mes en el radio. Ahora sólo diez kilómetros las separaban del cubo de la rueda. Podrían hacerlo en un abrir y cerrar de ojos, en cuanto el deshielo empezara.

—Ni siquiera eso. Si hay una heroína aquí, tú has de serlo.

Gaby sacudió la cabeza.

—He ayudado. Es probable que esto te habría resultado mucho más duro si yo no hubiese estado aquí.

Cirocco apretó la mano de su compañera.

—Pero sólo te he seguido los pasos —continuó Gaby—. Te he ayudado a salir de algunos líos, pero eso no me califica de héroe. Un héroe no habría intentado tirar a Gene sin paracaídas. Tú habrías llegado aquí por ti sola. Yo, no.

Se quedaron silenciosas, cada una con sus propios pensamientos.

A Cirocco no le convencía lo que Gaby había dicho. En parte era cierto, pero jamás podría proclamarlo a gritos. Gaby no las habría llevado tan lejos. No era una líder.

Pero ¿lo soy yo?, se preguntó. Era cierto que se había esforzado mucho en serlo. ¿Habría triunfado a solas? Lo dudaba.

—Ha sido divertido, ¿verdad? —preguntó Gaby en voz baja.

Cirocco se quedó francamente sorprendida. ¿Cómo era posible afirmar que ocho meses de lucha habían sido divertidos?

—Esa no es la palabra que se ajusta, según lo que yo creo…

—No, tienes razón. Pero ya sabes a qué me refiero.

Cirocco lo comprendió, aunque también le resultó extraño. Por fin era capaz de entender la depresión que la había acosado durante las últimas semanas. El viaje terminaría pronto. Descubrirían el medio de regresar a la Tierra, o fracasarían.

—No quiero volver a la Tierra —dijo Cirocco.

—Yo tampoco.

—Pero no podemos limitarnos a dar media vuelta.

—Tú lo sabes mejor.

—No, sólo soy una terca. Pero tenemos que seguir. Es una deuda con Gene y April, y con el resto de nosotros; tengo que averiguar qué es lo que nos han hecho y por qué.


* * *

—Saca esas espadas, ¿quieres?

—¿Esperas problemas?

—Ninguno que pueda resolver una espada. Es sólo que me siento mejor con la espada en la mano. Se supone que soy un héroe, ¿no?

Gaby no discutió. Dobló una rodilla y rebuscó en la mochila extra; sacó las cortas espadas y lanzó una a Cirocco.

Estaban cerca del punto más alto de la que tenía que ser la última escalera. Igual que la que habían subido en la base del radio, formaba una espiral en torno al cable, que habían redescubierto en lo alto de una larga y pelada cuesta que señalaba el margen entre el bosque y la válvula superior del radio. Escalar la pendiente había significado un trabajo de pico, cuerda y pitones que les había ocupado dos largos días.

Sin una sola lámpara de aceite que les hubiera quedado, la subida de las escaleras había sido hecha en oscuridad total, paso a paso. La ascensión había transcurrido sin incidentes hasta que Cirocco detectó un tenue resplandor rojizo frente a ellas. Súbitamente había experimentado la necesidad de blandir una espada.

Era un arma excelente, aunque el puño resultaba demasiado grande. No pesaba nada en esas alturas de Gea. Cirocco encendió una cerilla e imitó la figura de una titánida grabada en la hoja.

—Pareces un óleo de Frazetta —dijo Gaby.

Rocky se examinó. Estaba andrajosa, envuelta en los harapos de su fina vestimenta. Su piel era pálida en los puntos que estaban tan limpios como para verla. Había perdido peso, y lo que quedaba era duro y nervudo. Sus pies y manos eran resistentes como cuero.

—Y yo, que siempre quise ser una de esas chicas de Maxfield Parrish. Mucho más femenina.

Agitó la cerilla para apagarla y encendió otra. Gaby seguía mirándola. Sus ojos resplandecían a la luz amarillenta. Cirocco se sintió repentinamente muy bien. Sonrió, después rió discretamente, estiró el brazo y apoyó la mano en el hombro de Gaby, que le devolvió el gesto con una risita a medias en su cara.

—¿Tienes… algún tipo de sensación respecto a esto? —Gaby señaló la parte superior de los escalones con la espada.

—Quizá sí —volvió a reírse y luego hizo un gesto de indiferencia—. Nada concreto. Deberíamos andar de puntillas.

Gaby no replicó, pero se limpió la palma en el muslo antes de poner firmemente los dedos en torno a la empuñadura de la espada. A continuación se echó a reír.

—No sé cómo usarla.

—Actúa como si supieras. Cuando lleguemos a lo alto de las escaleras, deja todo el equipo.

—¿Estás segura?

—No quiero bultos extra.

—El cubo es un lugar muy grande, Rocky. Podría llevarnos un tiempo explorarlo.

—Tengo el presentimiento de que no será mucho. En absoluto —Cirocco apagó la segunda cerilla de un soplo.

Aguardaron a que sus ojos se hubieran ajustado a la visión que les daba el tenue resplandor que surgía de arriba. Después recorrieron, una junto a otra, el último centenar de escalones.


* * *

Ascendieron a una noche rojo vibrante.

La única luz provenía de la línea recta como un rayo láser que había sobre sus cabezas. El techo se perdía en las tinieblas. A la izquierda asomaba un cable, una sombra negra en el aire aún más negro.

Las paredes, el suelo y el mismo ambiente reverberaban con el ritmo de un lento latir de corazón. Las mujeres afrontaron un viento frío, tenue, que soplaba desde la invisible entrada al radio de Océano.

—Va a ser difícil curiosear —musitó Gaby—. Sólo puedo ver unos veinte metros de suelo.

Cirocco no dijo nada. Sacudió la cabeza para deshacerse de las extrañas y pesadas sensaciones que la habían sobrecogido, después venció un repentino mareo. Quería sentarse, quería volver atrás; tenía miedo pero no se atrevía a ceder ante el temor.

Alzó la espada y vio que brillaba como un charco de sangre. Dio un paso al frente, después otro más. Gaby mantuvo el ritmo y las dos se adentraron en la oscuridad.

Le dolían los dientes. Cirocco comprendió que había estado mordiendo demasiado fuerte, con los músculos de la mandíbula agarrotados. Se detuvo y gritó:

—¡Estoy aquí!

Tras largos instantes un eco devolvió su voz, y luego una serie de ecos que se perdieron hacia el olvido.

Blandió la espada por encima de la cabeza y gritó de nuevo:

—¡Estoy aquí! ¡Soy la capitana Cirocco Jones, comandante de la NI Ringmaster, comisionada por los Estados Unidos de Norteamérica, la Administración Espacial y Aeronáutica Nacional y las Naciones Unidas de la Tierra! ¡Me gustaría hablar contigo!

Fueron eras las que parecieron pasar antes de que los ecos se apagaran. Cuando cesaron, no hubo más que el lento latir del monstruoso corazón. Cirocco y Gaby permanecieron espalda con espalda, espadas preparadas, observando la oscuridad.

Cirocco notó que una oleada de cólera fluía por ella y suprimía los últimos vestigios de miedo. Blandió la espada y chilló en la noche mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—¡Exijo verte! ¡Mi amiga y yo hemos pasado muchas calamidades para estar aquí ante ti! La tierra nos vomitó desnudas a este mundo. ¡Nos hemos abierto camino hasta la cima! ¡Hemos sido tratadas con crueldad, zarandeadas por caprichos que no comprendemos! ¡Tu mano ha penetrado en nuestras almas y ha tratado de llevarse nuestra dignidad, y nosotras seguimos sin estar subyugadas! ¡Te desafío a que aparezcas y me respondas! ¡Contesta por lo que has hecho, o dedicaré mi vida a destruirte por completo! ¡No te temo! ¡Estoy lista para luchar!

No tenía idea de cuánto tiempo llevaba Gaby tirándole de la manga. Bajó la vista, tenía problemas para enfocar. Gaby estaba atemorizada, pero permanecía firmemente al lado de Cirocco.

—Puede ser…, bueno —dijo, tímidamente—, tal vez ella no hable inglés.

De modo que Cirocco cantó de nuevo su reto en titanio. Usó el tono agudo declamatorio, el reservado para explicar cuentos. Las sólidas y oscuras paredes devolvieron su canción hasta que el negro cubo resonó con la desafiante música de Cirocco.

El suelo empezó a temblar.

—Teeeeeeee…

Fue una sola nota, una palabra, un huracán de charla.

—Oiiiiiiiiiii…

Cirocco cayó de manos y rodillas, mirando aturdida a Gaby, que abrazaba el suelo junto a ella.

—Goooooooo…

La palabra extrajo ecos durante muchos minutos, y flotó poco a poco hacia el lejano y grave refunfuño de una alarma antiaérea que se apaga. El suelo se estabilizó y Cirocco levantó la cabeza.

Una luz blanca la cegó.

Protegiendo los ojos con el brazo, Rocky escudriñó el resplandor. Se estaba levantando un telón en uno de los muros. La cortina llegó del suelo al techo, cinco kilómetros de altura. Detrás de ella había una escalera de cristal. Centelleaba cruelmente, ascendía hasta una luz tan intensa que Cirocco era incapaz de contemplar.

Gaby volvió a tirar de la manga de Cirocco.

—Salgamos de aquí —murmuró, con tono de urgencia.

—No. He venido para hablar con ella.

Se forzó a apoyar las palmas sobre el suelo y levantarse. Ponerse de pie fue fácil; permanecer así era otro problema. Nada le habría gustado más que hacer lo que Gaby sugería. Su alarde le parecía ahora un ataque de intoxicación.

Pero se puso a caminar hacia la luz.

La abertura tenía doscientos metros de anchura, flanqueada por columnas cristalinas que debían de ser los extremos superiores de cables de sustentación. Cuando Cirocco miró hacia arriba vio que las columnas se abrían, y que cada ramal se torcía en un complejo dibujo hasta unirse a un ligamento radiado que cubría el lejano techo. Ahí estaba la inimaginable y vigorosa ancla que mantenía a Gea en su sitio.

Cirocco arqueó las cejas. Uno de los ramales estaba roto. Sometido a un examen más completo, el techo entero parecía un jersey con el que hubiese jugado un gatito, lleno de marañas e hilachas.

Observar el techo hizo que Cirocco se sintiera mejor. Aun siendo poderosa, Gea había conocido mejores días.

Llegaron a la contrahuella inferior de las escaleras y se apresuraron a subirla. Emitía una nota baja de órgano que oscilaba mientras las dos mujeres ascendían. Al séptimo escalón ascendió un tono y medio, y al decimotercero ascendió aún más. Avanzaron lentamente a lo largo de la escala cromática, y cuando habían hecho la primera octava entraron en juego los armónicos.

Sin aviso alguno, llamas anaranjadas rugieron a ambos lados de las terráqueas, que saltaron literalmente dos metros en el aire antes de que la baja gravedad las forzara a pararse.

Por fin, de un modo agradable, Cirocco comenzó a encolerizarse otra vez. Terrible, lo era: una exhibición de fuerza bruta que hacía doblar las rodillas y rechinar los dientes y que por fuerza debía humillar al más valiente. Con todo, ejerció el efecto contrario en Cirocco. Diosa o no, había ejecutado un truco barato, calculado para jugar con nervios ya destemplados al máximo. Cirocco interpretó el ardid como un signo de victoria.

—P. T. Barnum no fue nadie comparado con esta mujer —dijo Gaby, y Cirocco agradeció cariñosamente la frase.

Teatralidad, eso era. ¿Qué tipo de dios precisaba de algo así?

Las llamas se extinguieron, sólo para hacerse el doble de altas, lamiendo el techo y formando un túnel amarillo y naranja. Gaby y Cirocco siguieron andando.

Por delante había imponentes puertas de cobre y oro. Se abrieron de golpe sin un sonido y retumbaron al cerrarse tras las mujeres.

La música resonó en un crescendo enloquecido conforme se acercaban a un gran trono rodeado de luz. Cuando alcanzaron la amplia plataforma de mármol en lo alto de las escaleras les resultó imposible estar de cara al trono. El calor era demasiado intenso.

—Habla.

Al ser pronunciada la palabra —en los mismos tonos profundos que habían escuchado en el exterior, sin embargo con un sonido más humano— la luz empezó a menguar. Cirocco echó miradas furtivas que le permitieron distinguir una forma humana, alta y voluminosa, en la radiante bruma.

—Habla, o regresa al lugar del que viniste.

Cirocco entornó los ojos; vio una cabeza redondeada asentada en un cuello grueso, ojos que destellaban como brasas, labios carnosos. Gea tenía cuatro metros de altura, erguida ante su trono sobre un pedestal de dos metros. Su cuerpo era rechoncho, con una barriga monstruosa, pechos inmensos, brazos y piernas que habrían espantado a un luchador profesional. Estaba desnuda, y tenía el color de las olivas verdes.

El pedestal cambió de forma bruscamente. Se convirtió en una colina cubierta de hierba y flores. Las piernas de Gea se transformaron en troncos de árboles, los pies sólidamente enraizados en el oscuro terreno. Pequeños animales la circundaban mientras volantes rodeaban su cabeza. Miró directamente a Cirocco y su impresionante faz empezó a nublarse.

—Eh, bueno…, hablaré, hablaré —abrió la boca para hacerlo y se preguntó adonde habría ido su justa cólera, y entonces vio de reojo a Gaby; su amiga temblaba, miraba a Gea con ojos chispeantes.

—Estoy aquí —musitó Gaby—. Estoy aquí.

—¡Chist! —siseó Cirocco, dando un codazo a Gaby—. Ya hablaremos de eso más tarde —enjugó el sudor de su frente y volvió a encararse con Gea—. ¡Oh, gran…! —¡no, no te humilles!, había dicho April. A Gea le gustan los héroes, había dicho April. Por favor, April, no te equivoques, por favor.

“Vinimos… eh, yo y otros seis vinimos de… Vinimos del planeta Tierra, hace… En realidad no sé hace cuánto tiempo.

Cirocco se interrumpió, y supo que jamás lograría nada en su idioma. Respiró profundamente, enderezó sus hombros y se puso a cantar.

—Veníamos en paz, hace no sé cuánto tiempo. Éramos una tripulación pequeña, para tu estimación, y no representábamos amenaza alguna para ti. No íbamos armados. Y sin embargo fuimos atacados. Nuestra nave fue destruida antes de que tuviéramos oportunidad de explicar nuestras intenciones. Fuimos confinados contra nuestra voluntad, en condiciones injuriosas para nuestras mentes, incapaces de comunicarnos entre nosotros o con nuestros camaradas de la Tierra. Se obraron cambios en nuestras personas. Uno de mis tripulantes fue llevado a la locura como resultado de su tratamiento. Otro, una mujer, estaba al borde de la locura cuando la dejé. Un tercer tripulante ya no desea más la compañía de sus compañeros humanos y un cuarto ha perdido gran parte de su memoria. Otra mujer ha sido transformada más allá de todo reconocimiento; no quiere saber nada de su hermana, a la que amaba en otro tiempo.

“Todas estas cosas son monstruosas para nosotros. Creo que hemos sido agraviados, y que merecemos una explicación. Hemos sido tratados muy mal, y merecemos justicia.

Se relajó un poco, contenta de haber acabado. Lo que sucediera después escapaba a su control. Había dejado de engañarse; no podía pelear con aquel ser.

El ceño de Gea se agrandó.

—No soy signataria de los acuerdos de Ginebra.

Cirocco se quedó boquiabierta. No se había imaginado lo que podía llegar a escuchar, pero ciertamente no era aquello.

—¿Qué eres, entonces?

La pregunta de Cirocco surgió antes de que ella pudiera darse cuenta.

—Soy Gea, la grande y sabia. Soy el mundo, soy la verdad, soy la ley, soy…

—Así pues, ¿eres todo el planeta y April decía la verdad?

Quizá no había sido sensato interrumpir a una diosa, pero Cirocco se sentía como Oliver Twist pidiendo más gachas. Tenía que luchar por ello como fuera.

—No había terminado —retumbó Gea—. Pero es cierto, lo soy. Soy la madre tierra, aunque no la de tu Tierra. Toda la vida brota de mí. Formo parte de un panteón que llega hasta las estrellas. Soy un titán.

—Entonces fuiste tú la que…

—Basta. Sólo presto atención a los héroes. Hablaste de grandes hazañas cuando cantaste tu canción. Habla de ellas ahora, o déjame para siempre. Cántame tus aventuras.

—Pero yo…

—¡Cántame! —atronó Gea.

Cirocco cantó. El relato le llevó varias horas porque, pese a que quiso resumirlo, Gea insistió en los detalles. Rocky fue entusiasmándose con la tarea. El lenguaje titanio se ajustaba bien; mientras mantuviera un modo declamatorio era imposible cantar una frase torpe. Al terminar, Cirocco se sintió orgullosa, y con algo más de confianza.

Gea dio la impresión de estar sopesando el relato. Cirocco se removió nerviosamente. Le dolían los pies, lo cual le probaba que es posible aburrirse de todo, pensó.

Por fin Gea habló de nuevo.

—Ha sido una buena narración —dijo—. Mejor que las que he escuchado en muchas eras. Eres verdaderamente heroica. Hablaré con vosotras dos en mis aposentos.

Con la última palabra, Gea desapareció. Sólo quedó una llama que fluctuó algunos minutos antes de extinguirse.

Gaby y Cirocco miraron a su alrededor. Se hallaban en una gran sala cubierta con una cúpula. Detrás, las escaleras, oscuras ahora, descendían hacia el sombrío interior del cubo de la rueda. Boquillas corroídas se alineaban junto a la escalera, humeando a intervalos, despidiendo los agudos sonidos de metal que se enfría.

El olor a goma quemada flotaba en el ambiente.

El suelo de mármol estaba agrietado y descolorido, cubierto con una película de polvo que mostraba claramente las huellas de las dos mujeres. El lugar parecía un destartalado teatro de la ópera cuando las luces se encienden y disipan la ilusión.

—He visto cosas absurdas desde que llegamos aquí —dijo Gaby—, pero esto se lleva la palma. ¿Dónde vamos ahora?

Cirocco señaló en silencio una puertecilla dispuesta en la pared izquierda. Estaba entreabierta y la luz brillaba a través de la rendija.

Cirocco abrió la puerta de un empujón, miró a su alrededor con una creciente sensación de reconocer el lugar, y entró.

Se adentraron en una enorme habitación con el techo a cuatro metros. El suelo estaba formado por rectángulos de vidrio blanco opaco. La luz penetraba desde abajo. Las paredes estaban adornadas con paneles de madera pintada de color beige y de ellas colgaban pinturas al óleo con marcos dorados. Los muebles eran estilo Luis XVI.

—Déjá vu, ¿eh? —dijo una voz desde el otro extremo de la sala. Se trataba de una mujer bajita, regordeta. que llevaba un vestido saco sin formas. Se parecía a Gea del mismo modo que una pastilla de jabón tallada puede parecerse a la Pietá de Miguel Ángel.

—Sentaos, sentaos —dijo Gea, jovialmente—. Aquí no hay cumplidos. Habéis visto el gran espectáculo. Aquí está la amarga realidad. ¿Puedo ofreceros algo de beber?

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