CAPITULO 26

Visto desde el aire, el campamento base de la expedición era una horrible flor color castaño. Una llaga irregular se había abierto en la tierra justo al este de Ciudad Titán y había empezado a secretar terráqueos.

Daba la impresión de que aquello no terminaría nunca. Mientras Cirocco observaba desde la góndola de Apeadero, una azulada gota de gelatina con forma de píldora manó de la tierra y cayó de lado. El material contenido por la cápsula se convirtió rápidamente en agua y se alejó de un tractor oruga de color plateado. El vehículo se revolvió en el mar de fango y se abrió paso hasta una hilera de seis máquinas similares aparcadas junto a varias cúpulas inflables, antes de descargar a sus cinco pasajeros.

—Esos tipos se presentan muy elegantes —observó Gaby.

—Así parece. Y sólo se trata de la expedición de aterrizaje. Wally no nos acercará su nave demasiado para no acabar atrapado.

—¿Estás segura de que quieres ir allá abajo? —preguntó Gaby.

—Tengo que hacerlo. Lo sabes muy bien.

Calvin observó el panorama y olfateó.

—Si os da igual —dijo—, me quedaré aquí. Podría ser molesto que yo bajara.

—Puedo protegerte, Calvin.

—Eso está por verse.

Cirocco se encogió de hombros.

—Quizá tú también prefieres quedarte aquí, Gaby.

—Voy adonde tú vas —fue la simple respuesta—. Seguro que ya lo sabes. ¿Crees que Bill seguirá allá abajo? Tal vez lo han evacuado ya.

—Creo que Bill esperará. Y además, tengo que bajar para echar un vistazo a eso —Cirocco señaló una brillante pila de metal un kilómetro al oeste del campamento, posada en su propia flor de tierra revuelta. No había modelo para comparar aquella pila de metal, ningún indicio de que alguna vez hubiera sido más que un montón de desechos.

Eran los restos de la Ringmaster.

—Pongamos cara de consejeras —dijo Cirocco.


* * *

—…y afirma que en realidad actuó en nuestro interés durante todo el supuesto incidente de agresión. No puedo ofrecerles pruebas concretas de la mayor parte de estas declaraciones. No puede existir prueba alguna, como no sea la evidencia pragmática de la conducta de Gea en un momento adecuado. Pero no veo claro que ella constituya una amenaza para la humanidad, ni ahora ni en el futuro.

Cirocco se recostó en la silla y cogió el vaso de agua con el deseo de que fuera vino. Había hablado durante dos horas, interrumpida únicamente por los añadidos o correcciones que Gaby había formulado a su relato.

Se hallaban en una cúpula redonda que servía como cuartel de mando de la misión para la expedición de aterrizaje. La sala era suficiente para los siete oficiales reunidos, Cirocco y Gaby y Bill. Las dos mujeres habían sido conducidas allí nada más aterrizar, presentadas a todo el mundo y, por último, se les había rogado que iniciaran su informe.

Cirocco se sentía fuera de lugar. Los tripulantes de la Unity y Bill iban vestidos con uniformes inmaculados de color rojo y oro, sin una arruga. Olían muy bien.

Y parecían demasiado militares para el gusto de Cirocco. La expedición de la Ringmaster había evitado eso, incluso eliminando todos los rangos militares (con la excepción de capitán). Cuando la Ringmaster fue lanzada, la NASA había tenido problemas para borrar sus orígenes militares. Había buscado el favor de las Naciones Unidas para el viaje, aunque la noción de que la expedición era cualquier cosa menos estadounidense era una ficción transparente.

Con todo, había servido de algo.

La nave Unity, por su mismo nombre, testificaba que las naciones de la Tierra estaban cooperando más estrechamente. Su tripulación multinacional demostraba que el experimento de la Ringmaster había provocado la unión de las naciones para un fin común.

Pero los uniformes revelaron a Cirocco cuál era ese fin.

—Entonces usted aconseja una continuación de nuestra política pacífica —dijo el capitán Svensen; hablaba a través de un aparato de televisión dispuesto sobre el cerrado escritorio, en el centro de la sala. Aparte de las sillas, la mesa era el único mueble.

—Lo máximo que pueden perder es el grupo de exploración. Enfréntese a los hechos, Wally. Gea sabe que eso sería un acto bélico, y que la próxima nave ni siquiera estaría tripulada. Sería una enorme bomba H.

El rostro de la pantalla se puso muy serio, luego hizo un gesto afirmativo.

—Perdóneme por un momento —dijo Svensen—. Quiero hablar de esto con mis oficiales —el hombre hizo un ademán de volverse, pero invirtió el movimiento.

—¿Y usted, Rocky? No ha dicho si cree o no a Gea. ¿Dice la verdad?

Cirocco no vaciló.

—Sí, dice la verdad. Puede confiar en ello.

El teniente Strelkov, comandante de tierra, aguardó hasta estar seguro de que el capitán no tenía nada más que decir, después se levantó. Era un hombre joven y apuesto con un desafortunado mentón y, aunque a Cirocco le costaba creerlo, servía en el ejército soviético. El hombre parecía poco más que un niño.

—¿Puedo ofrecerles algo? —preguntó, en un inglés excelente—. Quizá tengan hambre después del viaje hasta aquí…

—Comimos justo antes de saltar —dijo Cirocco, en ruso—. Pero si hubiera un poco de café…


* * *

—En realidad no terminaste tu relato —estaba diciendo Bill—. Quedaba el problema de regresar abajo tras vuestra conversación con Dios.

—Saltamos —dijo Cirocco, dando un sorbo a su café.

—¿Vosotras…?

Cirocco, Bill y Gaby se encontraban en una ‘esquina’ de la habitación circular, las sillas juntas, en tanto que los oficiales de la Unity cuchicheaban ante el aparato de televisión. Bill tenía un excelente aspecto. Caminaba con una muleta y al parecer la pierna le dolía cuando se apoyaba en ella, pero estaba de buen humor. La doctora de la Unity había dicho que podría operarlo cuando estuviera a bordo, y creía que Bill iba a volver a tener casi tanta movilidad como antes.

—¿Por qué no? —preguntó Cirocco, con una suave sonrisa—. Llevábamos esos paracaídas todo el viaje como medida de seguridad, ¿por qué no los íbamos a usar? —la boca de Bill seguía abierta. Cirocco se echó a reír, más serena, y puso una mano en el hombro de él—. De acuerdo, lo pensamos mucho tiempo antes de saltar. Pero en realidad no era peligroso. Gea mantuvo abiertas las válvulas inferior y superior y llamó a Apeadero. Descendimos en caída libre los primeros cuatrocientos kilómetros, después aterrizamos en el dorso del dirigible —Cirocco alzó el vaso mientras un oficial servía más café y luego se volvió hacia Bill—. He hablado bastante. ¿Qué me cuentas de ti? ¿Cómo han ido las cosas?

—Nada muy interesante, me temo. Pasé el tiempo en terapia con Calvin, y me relacioné con las titánidas.

—¿Ah, sí? ¿Mucho?

—¿Mucho? ¡Me refiero a que aprendí algunos cantos, tonta! —Bill se echó a reír—. Aprendí a cantar ven aquí, dame esto, Bill hambriento… Lo pasé bien. Luego decidí mover el culo y hacer algo, ya que tú no habías querido que te acompañara. Comencé a explicar a las titánidas algo que yo sabía un poco: electrónica. Y me enteré de la existencia de enredaderas conductoras, gusanos-batería y nueces rectificadoras de corriente. En poco tiempo tuve un receptor-transmisor.

Bill sonrió ante la expresión del rostro de Cirocco.

—Entonces no fue…

Bill hizo un gesto de indiferencia.

—Depende de cómo lo mires. Tú pensabas en términos de una radio que alcanzara la Tierra. Yo no podía construirla. Lo que tengo no es muy potente… Sólo hablo con la Unity cuando está en mi vertical, y la señal únicamente debe atravesar el techo. Pero aunque hubiera montado un aparato así antes de que te fueras, lo más probable es que te hubieras ido, ¿me equivoco? La Unity aún no estaba aquí, de manera que la radio habría sido inútil.

—Supongo que me habría ido. Tenía otras cosas que hacer.

—Lo he oído —Bill hizo una mueca—. Esos han sido los peores momentos del viaje para mí —confesó—. Me habían empezado a gustar las titánidas y entonces, como por arte de magia, todas pusieron una cara somnolienta y se precipitaron hacia los prados. Pensé que se trataba de otro ataque de los ángeles, pero ni una sola titánida regresó. Lo único que encontré fue un enorme agujero en la tierra.

—Vi algunas titánidas al venir aquí —dijo Gaby.

—Han retrocedido con el tiempo… No nos recuerdan.

La mente de Cirocco había estado errando. No le preocupaban las titánidas. Sabía que todas estarían perfectamente bien, y que ahora no tendrían que sufrir la guerra. Pero era triste saber que Hornpipe ya no se acordaría de ella.

Había estado observando a los de la Unity, y se extrañaba de que nadie viniera a conversar con ella. Sabía que no olía muy bien, pero no creía que fuera ése el motivo. Con cierta sorpresa, comprendió que tenían miedo de ella. El pensamiento le hizo sonreír.

Cirocco advirtió que Bill le había estado hablando.

—Lo siento, ¿qué decías?

—Gaby decía que no has contado todo aún. Dice que hay algo más, y que yo debería saberlo.

—¡Oh, eso! —dijo Cirocco, mirando furiosamente a Gaby. Pero en cualquier caso el tema tenía que surgir pronto.— Gea… eh, me ofreció un trabajo, Bill.

—¿Un ‘trabajo’? —Bill alzó las cejas, sonrió inciertamente.

—’Hechicera’, así lo llamó. Gea tiende a lo romántico. Probablemente Gea te complacería; a ella también le gusta la ciencia ficción.

—¿A qué obliga ese trabajo?

Cirocco abrió los brazos.

—Resolución de problemas generales, de índole no específica. Siempre que ella tenga un problema, iré allá y veré qué puedo hacer. Aquí abajo hay, literalmente, ciertas tierras revoltosas. Gea me promete inmunidad ilimitada, una especie de pasaporte condicional basado en el hecho de que los cerebros regionales recuerden lo que ella hizo a Océano y no osen dañarme mientras viajo por ellos.

—¿Eso es todo? Suena a proposición de fortuna.

—Lo es. Gea ofreció educarme, llenarme la cabeza de una tremenda cantidad de erudición del mismo modo que fui enseñada a cantar titanio. Tendré su apoyo y ayuda. Nada mágico, pero seré capaz de hacer que la tierra se abra y trague a mis enemigos.

—Eso me lo creo.

—Acepté el trabajo, Bill.

—Así lo creía —Bill se miró las manos y pareció muy cansado cuando alzó los ojos de nuevo—. Realmente eres otra cosa, ¿sabes? —lo dijo con un tono de amargura, aunque estaba tomando las noticias mejor de lo que Cirocco había esperado—. Parece el tipo de trabajo que te atraería. La mano izquierda de Dios —Bill meneó la cabeza—. Demonios, este lugar es un infierno. A uno puede no gustarle, ¿comprendes? A mí estaba empezando a gustarme, cuando las titánidas desaparecieron… Eso me hizo temblar, Rocky. Daba toda la impresión de que alguien hubiese guardado sus juguetes porque estaba cansado del juego. ¿Cómo sabes tú que no serás uno de sus juguetes? Has sido tu propia dueña, ¿piensas que lo seguirás siendo?

—Honestamente, no lo sé. Pero no me podía enfrentar al regreso a la Tierra, a la vuelta al trabajo de oficina y la gira de conferencias. Tú has conocido astronautas que han pasado su mejor momento. Posiblemente yo conseguiría un puesto en el cuadro directivo de alguna gran corporación —Cirocco se echó a reír, Bill la acompañó con una ligera sonrisa.

—Eso es lo que yo haré —dijo Bill—. Pero confío en que sea el departamento de investigación. Dejar el espacio no me asusta. Ya sabes que voy a regresar, ¿verdad?

—Lo supe cuando vi tu bonito uniforme nuevo.

Bill rió entre dientes, aunque con cierto regocijo. Los dos se estuvieron mirando un rato, hasta que Cirocco buscó y cogió la mano de Bill. El hombre sonrió con una comisura de los labios, se inclinó y besó suavemente la mejilla de Cirocco.

—Buena suerte —dijo.

—A ti también, Bill.

Al otro lado de la sala, Strelkov carraspeó.

—Capitana Jones, el capitán Svensen desea hablar con usted ahora.

—¿Sí, Wally?

—Rocky, hemos enviado su informe a la Tierra. Requerirá de cierto análisis, de manera que no habrá decisión concreta hasta dentro de unos días. Pero aquí arriba hemos añadido nuestra recomendación a la suya, y no creo que haya problema alguno. Espero convertir el campamento en misión cultural y embajada de las Naciones Unidas. Le ofrecería el cargo de embajadora, pero hemos venido con un experto para el caso de que nuestras negociaciones alcanzaran éxito. Además, supongo que estará ansiosa por volver…

Gaby y Cirocco se echaron a reír y Bill no tardó en imitarlas.

—Lo siento, Wally. No estoy ansiosa por volver. No voy a volver. Y no aceptaría el cargo aunque me lo ofreciera.

—¿Por qué no?

—Conflicto de intereses.


* * *

Sabía que la cosa no iba a ser tan sencilla. Y no lo fue.

Cirocco dimitió formalmente de su cometido, explicó sus razones al capitán Svensen, después escuchó pacientemente mientras Wally le decía, en términos cada vez más perentorios, por qué debía regresar y, por conveniencia, por qué Calvin debía regresar igualmente.

—La doctora opina que Calvin puede ser tratado. Es posible restaurar la memoria de Bill e igualmente probable curar la fobia de Gaby.

—Estoy segura de que es posible curar a Calvin, pero él es feliz tal como está. Gaby ya ha sido curada. Pero ¿qué planea hacer respecto a April?

—Confiaba en que usted la convenciera para que vuelva con nosotros antes de subir a bordo. Estoy convencido…

—No sabe de qué está hablando. No vuelvo y eso es todo lo que hay que decir. Ha sido un placer conversar con usted —dio media vuelta y salió de la habitación con grandes zancadas. Nadie trató de detenerla.


* * *

Ella y Gaby hicieron sus preparativos en un campo a poca distancia del campamento base, luego se quedaron juntas, aguardando. El tiempo se hacía más largo de lo que Cirocco había esperado. Empezó a ponerse nerviosa y de vez en cuando consultaba el destartalado reloj de Calvin.

Strelkov salió corriendo por la puerta, gritando órdenes a un grupo de hombres ocupados en levantar un cobertizo para las orugas. El teniente se detuvo bruscamente, sorprendido al advertir que Cirocco le aguardaba, no muy lejos. Hizo un gesto para que los hombres no se movieran y avanzó hacia las dos mujeres.

—Lo siento, capitana, pero el comandante Svensen dice que debo ponerla bajo arresto —Strelkov parecía lamentarlo, pero su mano estaba cerca del arma portátil—. ¿Querrá usted acompañarme, por favor?

—Mire allá, Sergei —Cirocco señaló por encima del hombro del teniente.

Strelkov empezó a volverse pero luego, con una repentina sospecha, sacó su pistola. Retrocedió y se puso de lado hasta que pudo lanzar una rápida mirada al oeste.

—¡Gea, escúchame! —gritó Cirocco.

Strelkov observó nerviosamente. Cirocco no hizo gestos amenazantes, sólo levantó los brazos en dirección a Rea, hacia el lugar de los vientos y el cable que había escalado con Gaby.

Hubo exclamaciones a espaldas del grupo.

Una ola descendía por el cable, casi imperceptiblemente, aunque produciendo un definido ensortijamiento como la ola que recorre una manguera de jardín cuando se le da un movimiento rápido con la muñeca. El efecto sobre el cable fue explosivo. Una nube de polvo se expandió por las cercanías. En el polvo había árboles arrancados de raíz.

La ola llegó al suelo, el lugar de los vientos se hinchó, se destrozó, lanzó rocas al aire.

—¡Hay que taparse los oídos! —gritó Cirocco.

El sonido atacó instantáneamente, tirando al suelo a Gaby. Cirocco se tambaleó, pero permaneció en pie mientras todo el estruendo de los dioses giraba a su alrededor, los harapos de la ropa tremolando cuando la estremecedora oleada los alcanzó y los vientos empezaron a soplar.

—¡Atención! —gritó de nuevo, extendiendo las manos y alzándolas lentamente hacia el cielo. Nadie podía escuchar a Cirocco, pero en cambio pudieron ver que un centenar de surtidores taladraba la seca tierra y convertía Hiperión en una fuente envuelta en vapor. Los relámpagos estallaron en la densa neblina y su sonido devoró el rugido más potente que aún seguía arrancando ecos de las distantes paredes.

Fue preciso largo tiempo para que el panorama se aclarara, y en todo ese tiempo nadie se movió. Cuando todo hubo vuelto a la calma, mucho después de que la última fuente se convirtiera en un chorro delgado de agua, Strelkov estaba sentado donde había caído. Todavía observaba el cable y el polvo que se asentaba.

Cirocco se dirigió hacia él y le ayudó a levantarse.

—Dígale a Wally que me deje en paz —dijo Cirocco, y se marchó.


* * *

—Algo muy fino —dijo Gaby, más tarde—. Francamente, muy fino.

—Todo logrado con espejos, querida.

—¿Qué te hizo sentir?

—Casi me mojo los pantalones. ¿Sabes una cosa? Es posible aprender a no tener miedo de eso. Fue tremendamente excitante.

—Espero que no tengas que hacerlo con frecuencia.

Cirocco asintió en silencio. Todo había sido muy justo. La demostración, terrible por haberse producido bajo responsabilidad de Cirocco, habría sido inexplicable de haber empezado antes de que Strelkov saliera de la cúpula para amenazarla.

El caso es que Cirocco no se sentía capaz de mantener el acto durante cinco o seis horas, aunque tuviera que pedirlo en aquel mismo momento.

Podía comunicarse con Gea con bastante rapidez. Había una semilla de radio en su bolsillo. Pero Gea no podía reaccionar al instante. Para hacer algo tan terrible como lo que acababa de lograr precisaba horas de preparativos.

Cirocco había enviado el mensaje de solicitud del truco mientras aún se hallaba a bordo de Apeadero, tras considerar cuidadosamente la secuencia probable de los acontecimientos. A partir de entonces, había seguido un nervioso baile con el reloj, alargando su relato aquí, recortando la respuesta a una pregunta allá, siempre con la noción de que las fuerzas se estaban acumulando en el cubo y bajo sus pies. La ventaja de Cirocco había consistido en la libertad que tuvo para cronometrar su dimisión, pero la dificultad estaba en estimar el tiempo que tardaría Wally Svensen en ordenar su arresto.

Cirocco estaba comprobando que hacer de hechicera no iba a resultar fácil.

Por otro lado, no todo su trabajo iba a ser tan remilgado como invocar un golpe de aire del cielo.

Sus bolsillos estaban repletos de cosas que había traído como medidas de apoyo en caso de que el gran espectáculo no lograra intimidar a la expedición de tierra, cosas que había obtenido merodeando por Hiperión antes de volver a subir a bordo de Apeadero y viajar al campamento base: una lagartija de ocho patas que escupía un rocío tranquilizante cuando se la apretaba, y un curioso surtido de bayas de similar efecto, pero por vía bucal. Cirocco disponía de hojas y cortezas que al pulverizarlas podían ser empleadas como polvo de flash, y como último recurso, una nuez que servía como una granada de mano aceptable.

Tenía bibliotecas de erudición silvestre en su cabeza; si existieran girl scouts en Gea, Cirocco ostentaría la totalidad de insignias de mérito. Podía cantar a las titánidas, silbar a los dirigibles y croar, gorjear, chirriar, gruñir y gemir en una docena de lenguas que ni siquiera había tenido la oportunidad de usar, con criaturas que todavía no había encontrado.

Ella y Gaby habían estado preocupadas en cuanto a que la información que Gea proponía darles no era ajustada a cerebros humanos. Curiosamente, no había habido problema alguno. Ni siquiera notaban un solo cambio; cuando necesitaban saber algo, lo sabían, igual que si lo hubieran aprendido en la escuela.

—Es hora de ir hacia las montañas, ¿no? —sugirió Gaby.

—Aún no. No creo que tengamos más problemas con Wally, en cuanto él se haga a la idea. Comprenderán que somos más valiosas si mantienen buenas relaciones con nosotras.

“Pero quiero ver otra cosa antes de que partamos.


* * *

Cirocco había estado preparada para un momento emotivo. Y lo era, sin ser tan malo como temía ni del modo que esperaba. Decir adiós a Bill había sido más duro.

Los restos de la Ringmaster se hallaban en un lugar triste y silencioso. Gaby y Cirocco caminaron junto a ellos sin hablar, reconociendo fragmentos aquí y allá, pero con más frecuencia incapaces de reconocer lo que había sido algún retorcido montón de metal.

La plateada masa destellaba débilmente en la bellísima tarde de Hiperión, parcialmente enterrada en el polvoriento terreno como un King Kong mecánico tras la caída. La hierba ya había establecido un asidero en el revuelto suelo. Las enredaderas se arrastraban sobre componentes destrozados. Una solitaria flor amarilla brotaba en el centro de lo que había sido el tablero de mandos de Cirocco.

Rocky había confiado en hallar algún recuerdo de su vida anterior, pero jamás había sido codiciosa y había llevado con ella pocas cosas de índole personal. Las escasas fotografías habrían sido devoradas, junto con el diario de a bordo y el sobre de recortes de periódico. Habría sido agradable toparse con el anillo de grado —podía verlo en el estante junto a su litera, donde lo había dejado la última vez— pero las posibilidades eran nulas.

Distinguieron a un tripulante de la Unity a cierta distancia de ellas. El hombre se estaba encaramando a los restos del naufragio; luego apuntó su cámara e hizo fotos de un modo indiscriminado. Cirocco supuso que se trataría del fotógrafo de la nave, luego comprendió que lo estaba haciendo por su cuenta, con su propia cámara. Lo vio coger un objeto y guardarlo en el bolsillo.

—Si volvemos aquí dentro de cincuenta años —observó Gaby—, es probable que se lo hayan llevado todo —miró a su alrededor con aire especulativo—. Parece un bonito lugar para una tienda de souvenirs. Venta de películas y bocadillos calientes. El negocio podría ir bien…

—No crees que eso llegue a suceder, ¿verdad?

—Depende de Gea, supongo. Ella dijo que permitirá visitas a la gente. Eso significa turismo.

—Pero el costo…

Gaby rió.

—Todavía estás pensando en los tiempos de la Ringmaster, capitana. Era todo lo que podíamos hacer entonces, traer aquí siete personas. Bill dice que la Unity tiene una tripulación de doscientas. ¿Te habría gustado tener la concesión cinematográfica en O’Neil Uno hace treinta años?

—Ahora sería rica —concedió Cirocco.

—Si hay un medio de hacerse rico aquí, alguien lo encontrará. Así que, ¿por qué no me nombras ministro de turismo y conservación? No estoy segura de que me guste el papel de aprendiz de hechicera.

Cirocco sonrió.

—El cargo es tuyo. Trata de mantener en un mínimo los sobornos y el nepotismo, ¿de acuerdo?

Gaby movió un brazo en círculo. Había una mirada distante en sus ojos.

—Ahora puedo verlo. Pondremos el puesto de bocadillos allí… Un clásico motivo griego, naturalmente… Y venderemos geaburguesas y batidos de leche. Pondré las vallas anunciadoras hasta a cincuenta metros y limitaré el uso de fluorescentes. ¡Vea a los ángeles! ¡Huela la respiración de Dios! ¡Fotografíe los rápidos del Ofión! ¡Paseo en centauro por sólo diez dólares! ¡No olviden…! —Gaby gritó y se apartó a un lado al moverse la tierra.— ¡Estaba bromeando, caramba! —chilló al cielo. Después miró recelosamente a Cirocco, que estaba riéndose.

Un brazo surgió del punto donde había estado Gaby. Tierra muy suelta se apartó para descubrir un rostro y una cabellera multicolor. Las dos mujeres se arrodillaron y limpiaron de polvo a la titánida, que tosía y escupía, hasta lograr que liberara su torso y patas delanteras. La titánida hizo una pausa para recuperar fuerzas y observó curiosamente a Gaby y Cirocco.

—Hola —cantó Hornpipe—. ¿Quiénes sois?

Gaby se levantó y extendió una mano.

—¿De verdad que no te acuerdas de nosotras, eh? —cantó.

—Recuerdo algo… Parece como si os conociera. ¿Me habéis dado un poco de vino, hace tiempo?

—Yo lo hice —cantó Gaby—. Y tú me devolviste el favor.

—Sal de ahí, Hornpipe —cantó Cirocco—. Te convendría un baño.

—A ti también te recuerdo. ¿Pero cómo os arregláis para permanecer en equilibrio tanto tiempo sin caeros?

Cirocco se echó a reír.

—Ojalá lo supiera, chica.

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