CAPITULO 4

No había luz.

Incluso ese fragmento de conocimiento negativo era algo de que agarrarse. La comprensión de que la oscuridad envolvente era resultado de la ausencia de algo llamado luz le había costado mucho más de lo que ella habría creído posible antes, cuando el tiempo había consistido en momentos consecutivos, como cuentas de un collar. Ahora, las cuentas se desparramaban a través de sus dedos. Y se reordenaban en una parodia de causalidad.

Todo precisa un contexto. Para que la oscuridad signifique algo debe existir el recuerdo de la luz. Ese recuerdo se estaba desvaneciendo.

Había sucedido antes, y volvería a suceder. A veces existía un nombre para identificar el conocimiento incorpóreo. Más a menudo, sólo había conciencia.

Se encontraba en la panza de la bestia.

(¿Qué bestia?)

No podía recordar. Aquello volvería a su mente. Las cosas solían hacerlo, si se esperaba lo bastante. Y esperar era fácil, Los milenios no valían aquí más que milisegundos. El edificio estratificado del tiempo era una ruina.

Su nombre era Cirocco.

(¿Qué es un Cirocco?)

“Si-ro-co. Es un viento cálido del desierto, o un viejo modelo de Volkswagen. Mamá nunca me explicó cuál de las dos cosas tenía en mente.”

Aquella había sido su respuesta estándar. Recordaba haberlo dicho, casi podía sentir labios intangibles que daban forma a las vacías palabras.

“Llámame capitana Jones.”

(¿Capitana de qué?)

De la NI Ringmaster, NI significaba Nave Interplanetaria, en ruta a Saturno con siete personas a bordo. Una de ellas era Gaby Plauget…

(Que es…)

…y…y otra era… Bill.

(¿Qué era ese nombre?)

Lo tenía en la punta de la lengua. Una lengua era una cosa blanda, carnosa… Se la podía encontrar en la boca, que era…

Ella había tenido la suya hasta hacía un momento, pero ¿qué era un momento?

Algo sobre luz. Cualquier cosa que eso fuera.


* * *

No había luz. ¿No había estado aquí antes? Sí, seguramente, pero no importa, persiste, no dejes que la idea se vaya. No había luz, y tampoco había nada más, pero ¿qué era algo más?

Ningún olor. Ningún sabor. Ningún sentido de tacto. Ninguna conciencia sinestésica de un cuerpo. Ni siquiera una sensación de parálisis.

¡Cirocco! Su nombre era Cirocco.

Ringmaster. Saturno. Temis. Bill.

Todo volvió al momento, como si ella estuviera viviéndolo de nuevo en una fracción de segundo. Pensó que se volvería loca con el torrente de impresiones, y con ese pensamiento llegó otro, memoria tardía. Esto había sucedido antes. Había recordado, sólo para ver que todo se escabullía. Había estado loca, muchas veces.

Sabía que su comprensión era tenue, pero era todo lo que tenía. Sabía dónde estaba, y sabía la naturaleza de su problema.

El fenómeno había sido explorado durante el último siglo. Se pone a un hombre en un traje de neopreno, se cubren sus ojos y se inmovilizan sus brazos y piernas de modo que no pueda tocarse, se eliminan todos los sonidos del ambiente, y se le deja flotando en agua templada. Caída libre es todavía mejor. Existen refinamientos como alimentación intravenosa y eliminación de olores, pero no son realmente necesarios.

Los resultados son sorprendentes. Muchos de los primeros sujetos habían sido pilotos de pruebas: hombres bien equilibrados, confiados en ellos mismos, sensibles. Veinticuatro horas de privación sensorial los convirtió en dóciles niños. Períodos más largos eran bastante peligrosos. La mente eliminaba gradualmente las escasas distracciones: el latido del corazón, el olor de neopreno, la presión del agua.

Cirocco estaba familiarizada con las pruebas. Doce horas de privación sensorial habían formado parte de su entrenamiento. Sabía que sería capaz de encontrar su respiración, si la buscaba con suficiente empeño. Era algo que podía controlar; una cosa arrítmica en caso de que ella prefiriera hacerlo así. Intentó respirar con rapidez, obligarse a toser. No sintió nada.

Presión, pues. Si algo la estaba inmovilizando sería posible oponer sus músculos contra eso, hasta sentir al menos que alguna cosa la estaba sujetando, por suave que fuera. Considerando músculo por músculo, aislándolos, visualizando las uniones y localizaciones de cada uno, Cirocco trató de hacer que se movieran. Un crispamiento del labio bastaría. Demostraría que ella no estaba muerta, tal como estaba comenzando a temer.

Se apartó de la idea. Mientras padecía el temor normal de la muerte como fin de toda conciencia, estaba atisbando algo infinitamente peor. ¿Y si la gente no moría nunca?

¿Y si el fallecimiento del cuerpo dejaba atrás el cuerpo? La vida eterna podía existir…, y tal vez pasara en una eterna carencia de sensación.

La locura empezó a parecer atractiva.

Intentar moverse fue un fracaso. Renunció a ello y comenzó a registrar a fondo sus recuerdos más recientes, esperando que la clave de su actual situación pudiera encontrarse en sus últimos segundos conscientes a bordo de la Ringmaster. Se habría reído, de haber sido capaz de localizar los músculos que hacían tal cosa. Si no estaba muerta, estaba atrapada en la panza de una bestia suficientemente grande como para devorar la nave y a toda su tripulación.

Muy pronto, esa idea también empezó a parecer atractiva. Si tal cosa era cierta, si ella había sido devorada y seguía viva de algún modo, entonces la muerte aún estaba por venir. Cualquier cosa era mejor que la eternidad de pesadilla cuya inmensa futilidad se desplegaba ahora ante ella.

Descubrió que era posible llorar sin cuerpo. Sin lágrimas o sollozos, sin quemazón en el cuello, Cirocco lloró desesperadamente. Se convirtió en una niña en la oscuridad, soportando el dolor en su interior. Sintió que su mente volvía a irse, lo agradeció y se mordió la lengua.

Sangre cálida afluyó a su boca. Se sumergió en la sangre con el temor y el anhelo desesperado de un pececillo en un extraño mar salado. Cirocco era un lución, una simple boca con dientes fuertes, sólidos, y una lengua hinchada, que buscaba a tientas ese maravilloso sabor a sangre que se dispersaba en cuanto se lo encontraba.

Frenéticamente, volvió a morderse y fue recompensada con un repentino y fresco chorro rojo. ¿Es posible paladear un color? Pero no se preocupó. Aquello dolía gloriosamente.

El dolor la transportó al pasado. Alzó su rostro de los rotos diales y el destrozado parabrisas de su pequeño avión y sintió cómo el viento helaba la sangre de su boca abierta. Se había mordido la lengua. Se llevó la mano a los labios y dos dientes cubiertos de rojo se desprendieron. Los miró, sin comprender de dónde habían salido. Semanas más tarde, al salir del hospital, los encontró en el bolsillo de su abrigo esquimal. Los conservó en una caja, en su mesita de noche, para las veces que despertaba con el silencioso y mortal viento susurrándole. El motor secundario no funciona, y ahí abajo no hay otra cosa más que árboles y nieve. Y entonces cogía la caja y la agitaba. Yo sobreviví.

Pero aquello fue hace años, recordó.

…mientras su cara temblaba. Estaban quitando los vendajes. Así de cinematográfico. Es una asquerosa vergüenza que no pueda verlo. Rostros expectantes congregados a su alrededor, la cámara que penetra rápidamente entre ellos… Gasa sucia que cae junto a la cama y que se desenrolla capa tras capa… Y entonces… ¡Caramba! ¡Caramba, doctor…! Es hermosa.

Ese no era el caso. Le habían dicho a qué atenerse. Dos monstruosos ojos amoratados y piel hinchada, rojiza. Los rasgos quedaron intactos, no hubo cicatrices, pero no fue más hermosa de lo que había sido siempre. La nariz siguió pareciendo vagamente un hacha. ¿Y qué? No se la había roto, y su orgullo no le habría de permitir que se la fueran a cambiar por razones puramente cosméticas.

(En secreto, odiaba su nariz; pensaba que tal órgano, junto con su estatura, le había asegurado el mando de la Ringmaster. Habían presionado para que se incluyeran mujeres en la selección, pero los que decidían cosas así aún no podían poner a una muchacha de metro cincuenta al mando de una costosa nave espacial.)

Costosa nave espacial.

Cirocco, estás divagando de nuevo. Muérdete la lengua.

Lo hizo, y saboreó la sangre…

…y vio el lago helado precipitarse hacia arriba, a su encuentro, sintió la cara golpeando el tablero de instrumentos, alzó el rostro del destrozado vidrio que prontamente se desplomó en un pozo sin fondo. El cinturón del asiento la mantuvo sobre el abismo. Un cuerpo se deslizó por las ruinas, y ella estiró el brazo en busca de la bota del hombre-Volvió a morderse, fuerte, y sintió algo en la mano. Pasaron eras, y experimentó algo que tocaba su rodilla. Unió las dos sensaciones y comprendió que se había tocado ella misma.


* * *

Tuvo una resbaladiza orgía individual en la oscuridad. Estuvo delirante de amor por el cuerpo que ahora redescubría. Se retorció apuradamente, lamió y mordió toda parte a la que pudo llegar mientras sus manos pellizcaban y estiraban. Era lisa, carecía de pelo, estaba tan suave como una anguila.

Un líquido espeso, casi gelatinoso, ondeó en las ventanas de su nariz cuando trató de respirar. No fue desagradable; ni siquiera alarmante, en cuanto se hubo acostumbrado a ello.

Y había sonido. Lento, bajo… Tenía que ser el latir de su corazón.

No podía tocar otra cosa que no fuera su cuerpo, por más que se estirara. Durante un rato intentó flotar, pero no pudo saber si había llegado a alguna parte.

Mientras se preguntaba qué hacer a continuación, se quedó dormida.


* * *

Despertarse fue un proceso gradual, incierto. Durante algún tiempo no pudo saber si estaba consciente o si soñaba. Morderse ya no fue ayuda. Era capaz de soñar un mordisco, ¿no?

Y pensando en eso…, ¿cómo podía dormir en un momento así? Tras haber pensado en tal cosa, ya no estuvo en absoluto segura de haber dormido. Era algo que se estaba haciendo más bien problemático, comprendió. Las diferencias entre los estados de conciencia eran diminutas, con tan poca sensación que les dieran forma… Dormir, soñar, fantasear, cordura, locura, viveza, somnolencia… Carecía de contexto para dar significado a cualquiera de esas acciones.

Escuchó su terror en el ritmo creciente del latido de su corazón. Iba a volverse loca, y lo sabía. Aferrada tenazmente a la personalidad que había logrado reconstruir a partir del torbellino de locura, luchó contra eso.

Nombre: Cirocco Jones. Edad: treinta y cuatro. Raza: no negra, pero tampoco blanca.

Era una persona apatrida, estadounidense, pero en realidad miembro de la desarraigada Tercera Cultura de las corporaciones multinacionales. Toda ciudad importante de la Tierra poseía su Ghetto Yanqui de casas-colmena, escuelas de inglés y locales autorizados para la venta de comidas rápidas. Cirocco había vivido en muchos de estos sitios. Se parecía un poco a ser la hija de un militar, aunque con menos seguridad.

Su madre había sido una soltera, ingeniero consultor, que solía trabajar para las empresas productoras de energía. No había pretendido tener hijos, pero no contó con el guardián de la prisión árabe. El individuo la violó después de que fuera capturada tras un incidente fronterizo entre Irak y Arabia Saudí. Mientras el embajador de Texaco negociaba su liberación, nació Cirocco. Para entonces algunas bombas nucleares habían sido desperdigadas en el desierto, y el incidente fronterizo se convirtió en una guerra a pequeña escala la época en que tropas iraníes y brasileñas invadieron la prisión. Al variar el equilibrio político, la madre de Cirocco se encaminó a Israel. Cinco años más tarde contrajo cáncer de pulmón como consecuencia de la precipitación radiactiva en la atmósfera. Los siguientes quince años los pasó soportando tratamientos ligeramente menos dolorosos que la enfermedad.

Cirocco había crecido mucho y en soledad, teniendo sólo a su madre como amiga. Vio por primera vez los Estados Unidos cuando tenía doce años. Por entonces sabía leer y escribir, y ya no podía resultar dañada en su desarrollo por el sistema educativo estadounidense. Su madurez afectiva era otra cuestión; no hacía amistad con facilidad, pero era fieramente leal a los pocos amigos con que contaba. Su madre poseía ideas firmes respecto de cómo educar a una jovencita, y estas ideas incluían pistolas y karate, así como clases de baile y canto. En apariencia, no carecía de confianza en sí misma. Pero sólo ella sabía cuan asustadiza y vulnerable era en el fondo. Se trataba de su secreto…, un secreto que guardaba tan bien que pudo embaucar a los psicólogos de la NASA para que le dieran el mando de una nave.

¿Y cuánto de eso era cierto?, se preguntó. No había razón para mentir. Sí, la responsabilidad del mando la aterrorizaba. Quizá todos los comandantes hubiesen de estar secretamente inseguros de sí mismos y supieran muy dentro de ellos que no eran completamente aptos para la responsabilidad que se les imponía. Pero preguntas de ese tipo no eran de las que se pudieran hacer… ¿Y si los otros no estaban atemorizados? En ese caso, el secreto quedaba al descubierto.

Se encontró preguntándose cómo había llegado a gobernar una nave, si eso no era lo que ella había querido. ¿Qué era lo que quería? Me gustaría salir de aquí, intentó decir. Me gustaría que pasara algo.


* * *

En ese instante sucedió algo.

Sintió que tocaba una pared con la mano izquierda. A su tiempo, sintió otra con la mano derecha. Las paredes eran cálidas, lisas y flexibles, tal como ella imaginaba que sería el interior de un estómago. Las sentía moverse al otro lado de sus manos.

Y empezaron a estrecharse.

Se introdujo, de cabeza, en un túnel irregular. Las paredes se contrajeron. Por vez primera, sintió claustrofobia. Los espacios reducidos jamás le habían preocupado antes.

Las paredes vibraron y ondearon, la empujaron hacia adelante hasta que su cabeza se deslizó sobre frialdad y una áspera textura. Cirocco fue estrujada; un fluido salió burbujeante de sus pulmones y tosió, aspiró y encontró su boca llena de arena. Tosió otra vez y brotó más fluido, pero ahora sus hombros estaban libres y entonces pudo sumergir la cabeza en la oscuridad para evitar que volviera a llenársele la boca. Jadeó y escupió, y empezó a respirar por la nariz.

Sus brazos quedaron libres, luego sus caderas. Se puso a excavar en el material esponjoso que la circundaba. Olía como un día de la infancia pasado en un sótano frío, de tierra desnuda, en ese angosto espacio que los adultos visitan únicamente cuando las cañerías fallan. Olía a sus nueve años de edad, cavando en el barro.

Una pierna se liberó, a continuación la otra, y Cirocco descansó con la cabeza inclinada en la depresión formada por brazos y pecho. Su aliento brotó en húmedos espasmos.

La tierra se desmenuzó detrás de su cuello y rodó por su cuerpo hasta llenar casi el espacio libre. Cirocco estaba enterrada, pero viva. Había que excavar, mas no podía usar los brazos.

Luchando contra el pánico, se obligó a levantarse con las piernas. Los músculos de sus muslos se contrajeron, las articulaciones crujieron, aunque sintió que la masa por encima de ella cedía.

Su cabeza emergió a la luz y el aire. Jadeando, escupiendo, sacó un brazo fuera de la tierra, luego el otro, y se aferró a lo que parecía un frío cristal. Salió arrastrándose del agujero, usando manos y rodillas, y se desplomó. Hundió los dedos en el bendito suelo y lloró hasta quedarse dormida.


* * *

Cirocco no quería despertarse. Se opuso, fingiendo dormir. Al sentir que la hierba se desvanecía y la oscuridad regresaba, abrió los ojos rápidamente.

A centímetros de su nariz había una pálida alfombra verde que parecía hierba. Olía a hierba, igualmente. Era el tipo de hierba que sólo se encuentra en el césped de los mejores campos de golf. Pero era más cálida que el aire, y Cirocco no se podía explicar eso. Quizá no fuera hierba en absoluto.

Frotó una mano sobre la hierba y husmeó de nuevo. Como si fuera hierba.

Trató de levantarse y algo que resonó la perturbó. Una reluciente banda metálica circundaba su cuello, y otras, más pequeñas, se hallaban en sus brazos y piernas. Numerosos objetos extraños pendían de la banda mayor cosidos con alambre. Cirocco arrancó el objeto y se preguntó dónde lo había visto antes.

Concentrarse fue tremendamente difícil. La cosa que tenía en la mano era tan compleja, tan diversa… Demasiado para sus dispersos sentidos.

Se trataba de un traje presurizado, despojado de todos los cierres de plástico y goma. La mayor parte del traje había sido plástico. No quedaba más que el metal.

Amontonó los fragmentos y en el proceso advirtió cuan desnuda se encontraba. Bajo un revestimiento de suciedad su cuerpo carecía por completo de vello. Hasta sus cejas habían desaparecido. Por alguna razón eso la entristeció. Puso la cara entre las manos y empezó a llorar.

Cirocco no lloraba fácilmente, ni a menudo. No servía para eso. Pero después de mucho tiempo creyó de nuevo saber quién era.

Ahora podía averiguar dónde se encontraba.


* * *

Tal vez media hora más tarde, se sintió preparada para moverse. Pero su decisión de hacerlo generó muchas preguntas previas. Moverse…, pero, ¿hacia dónde?

Había pretendido explorar Temis, pero eso había sido cuando disponía de una nave espacial y de los recuerdos de la materna tecnología terrestre. Ahora tenía la piel desnuda y algunos fragmentos metálicos.

Se hallaba en un bosque formado por hierba y algo así como árboles. Así los denominó, siguiendo el mismo razonamiento que había usado con la hierba. Si el objeto tiene setenta metros de altura, posee un tronco castaño, redondeado, y algo que se parece a hojas muy en lo alto, se trata de un árbol. Lo cual no significaba que aquello no pudiera comerse alegremente a Cirocco si gozara de la oportunidad.

Debía rebajar las preocupaciones a un nivel tratable. Descarta las cosas por las que no puedes hacer nada, no te molestes demasiado por las que poco puedes hacer. Y recuerda que si eres tan precavida como la cordura parecería dictar, te morirás de hambre en una caverna.

El ambiente estaba incluido en la primera categoría. Era posible que fuera venenoso.

—¡Pues deja de respirar, ahora mismo! —dijo en voz alta.

Bien. Al menos olía fresco y no le hacía toser.

El agua era algo por lo que podía hacer poco. Finalmente tendría que beber un poco, si es que lograba encontrar…, lo cual debería ir a la cabeza de su lista de prioridades. Una vez que la encontrara, quizá pudiera hacer fuego y hervirla. En caso contrario, la bebería con bichos microscópicos y todo.

Y después estaba el alimento, que le preocupaba más que cualquier otra cosa. Aun cuando no hubiera nada alrededor que deseara utilizar a Cirocco como comida, no había forma de saber si el alimento que ella comiera la envenenaría. O tal vez no fuera más alimenticio que el celofán.

Ni siquiera eran demasiado parecidos a árboles. Los troncos semejaban mármol pulido. Las elevadas ramas eran paralelas al suelo y se extendían a una distancia determinada antes de que formaran un ángulo recto. Por encima, las hojas eran planas, como las del lirio de agua, y medían tres o cuatro metros.

¿Qué era temerario y qué era excesivamente cauteloso? No había una guía del viajero, y los peligros no parecían estar indicados. Pero Cirocco no podía moverse sin algunas presunciones, y debía empezar a moverse. Tenía hambre.

Afirmó su mandíbula y a continuación caminó pesadamente hasta el árbol más cercano. Le dio una palmada. El árbol permaneció tal cual, supremamente indiferente.

—Sólo un tonto árbol.

Examinó el agujero del que había salido.

Era una cruda llaga color castaño en la limpia extensión de hierba. Trozos de tierra herbosa que se mantenían unidos por una leve estructura llena de raíces, yacían revueltos en torno al hoyo. El agujero en sí sólo tenía medio metro de profundidad; los laterales se habían derrumbado para llenar el resto.

—Algo trató de comerme —dijo Cirocco—. Algo comió todas las partes orgánicas de mi traje y todos mis pelos, y luego excretó lo inservible, yo incluida.

Advirtió de paso su alegría porque la cosa la hubiera clasificado como inservible.

Era una bestia infernal. Sabían que la parte externa del toro —el suelo en que estaba sentada Cirocco— tenía un espesor de treinta kilómetros. Esta cosa era lo bastante grande como para haber enredado a la Ringmaster mientras la nave orbitaba a cuatrocientos kilómetros de distancia. Cirocco había pasado largo tiempo en su estómago y, por la razón que fuera, había demostrado ser indigerible. Había excavado la tierra hasta aquel punto y expelido a Cirocco.

Y eso era absurdo. Si la cosa podía comer plástico, ¿por que no había podido comer a Cirocco? ¿Acaso los capitanes de nave eran demasiado duros?

Aquello había devorado la totalidad de la nave, piezas tan voluminosas como el módulo de motricidad, pero también otras como meros fragmentos diminutos de vidrio, y tambaleantes, menguantes figuras provistas de traje espacial con cascos abollados…

—¡Bill! —estaba de pie, todos los músculos de su cuerpo en tensión—. ¡Bill! Estoy aquí. ¡Estoy viva! ¿Dónde estás tú?

Se dio una palmada en la frente. Si tan sólo lograra superar esa sensación de tener la cabeza embotada de ideas que se van presentando tan lentamente… No se había olvidado de los tripulantes, pero hasta entonces no los había relacionado con la recién nacida Cirocco puesta en pie, desnuda y sin pelos, sobre el cálido suelo.

—¡Bill! —gritó de nuevo.

Prestó atención y se dejó caer con las piernas dobladas bajo el cuerpo. Tiró de la hierba.

Piénsalo bien. Presumiblemente, la criatura habría tratado a Bill como otro desperdicio. Pero él había resultado herido antes.

Igual que ella, ahora que lo pensaba. Se examinó los muslos y no encontró ni siquiera una magulladura. Esto no le indicaba nada. Podía haber estado dentro de la criatura durante cinco años o sólo unos cuantos meses.

Cualquiera de los otros podía presentarse, ser expelido del suelo en cualquier instante. En alguna parte de allí abajo, a metro y medio de profundidad, había cierta especie de orificio excretor de la criatura. Si Cirocco esperaba, y si a la criatura no le gustaba el sabor de todos los humanos y no solamente el de los llamados Cirocco, tal vez volvieran a reunirse de nuevo.

Se sentó a esperarles.


* * *

Media hora después (¿o sólo fueron diez minutos?) la cosa no tenía sentido. La criatura era grande. Había devorado la Ringmaster como una pastilla de menta de sobremesa. Debía de extenderse a través de una gran parte del mundo subterráneo de Temis; no tenía sentido creer que ese único orificio era capaz de ocuparse de todo el tráfico. Quizás existieran otros, y lo más probable es que estuvieran diseminados por la totalidad de la campiña.

Un poco más tarde, Cirocco tuvo otra idea. Los pensamientos llegaban muy espaciadamente, pero llegaban, y ella se alegró de eso. La idea era simple: tenía sed, estaba hambrienta y sucia. Lo que más deseaba en el mundo era agua.

El terreno se inclinaba suavemente. Cirocco estaba deseosa de apostar que abajo, en alguna parte, habría una corriente.

Se levantó y dio una patada al montón de piezas metálicas. Había demasiadas cosas que transportar, pero los desperdicios era todo lo que tenía como herramientas. Cogió uno de los aros más pequeños y después alzó el mayor, que había sido la base de su casco y seguía conectado a los colgantes componentes electrónicos.

No era mucho, pero tendría que serlo. Se colgó del hombro el aro de mayor tamaño y comenzó a descender la colina.


* * *

El estanque estaba alimentado por un salto de agua de dos metros procedente de una corriente rocosa que serpenteaba en un pequeño valle. Los inmensos árboles se arqueaban en lo alto y bloqueaban por completo la visión que Cirocco tenía del cielo. La mujer permaneció inmóvil en una roca cercana al borde del estanque, tratando de medir su profundidad, pensando en dejarse caer al agua.

Pensar en ello fue todo lo que hizo. El agua era clara, pero no había señal alguna respecto a qué podría haber en ella. Cirocco saltó el reborde que producía el salto. Resultó fácil con una cuarta parte de la gravedad normal. Un corto paseo la llevó a una ribera arenosa.

El agua era cálida, dulce y espumosa, y con mucho lo mejor que Cirocco había probado en su vida. Bebió toda la que quiso, luego se puso en cuclillas y se restregó con arena. Se mantuvo alerta. Las charcas eran lugares para estar precavida. Al acabar, se sintió razonablemente humana por primera vez desde su despertar. Se sentó en la húmeda arena y dejó que sus pies flotaran en el agua.

El líquido era más fresco que el ambiente o el suelo, pero todavía sorprendentemente cálido para lo que parecía ser una corriente de montaña alimentada por un glaciar. Cirocco comprendió después que sería lógico que la fuente de calor de Temis estuviera donde ellos habían deducido: abajo. La luz solar en la órbita de Saturno no suministraría excesivo calentamiento superficial. Pero las aletas triangulares se encontraban ahora debajo de Cirocco y probablemente estaban destinadas a almacenar calor solar. Se imaginó enormes ríos subterráneos de agua caliente corriendo algunos centenares de metros bajo la superficie.

Seguir adelante parecía ser la siguiente tarea, pero ¿en qué dirección? Hacia adelante podía ser descartado. A lo largo del curso de agua la tierra volvía a ascender. Corriente abajo sería más fácil, y enseguida la llevaría a terrenos llanos.

—Decisiones, decisiones —murmuró.

Observó la maraña de restos metálicos que había estado llevando toda la…, ¿la qué? ¿La tarde? ¿La mañana? Aquí era imposible medir el tiempo de esa forma. Sólo era posible pensar en tiempo transcurrido, y Cirocco no tenía idea de cuánto rato había pasado.

El aro del casco seguía en su mano. Arrugó la frente mientras lo miraba más atentamente.

Su traje había contenido una radio antes. Por supuesto no era posible que el aparato hubiera salido intacto de aquella prueba tan dura, pero por puro gusto Cirocco rebuscó y encontró los restos. Había una diminuta batería y lo que quedaba de un interruptor conectado. Eso concluía el asunto. La mayor parte de la radio había estado formada por hojas de silicio y metal, por lo que había existido una tenue esperanza.

Volvió a observar. ¿Dónde estaba el altavoz? Debería ser un pequeño cuerno metálico, los restos de un juego de auriculares. Lo encontró y lo alzó hasta una oreja.

—…cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, noventa y tres sesenta…

—¡Gaby!

Se encontró de pie, gritando, pero la voz familiar siguió contando, absorta. Cirocco se arrodilló en la roca y dispuso sobre ella los restos del casco con dedos temblorosos, sosteniendo el auricular en la oreja mientras manoseaba los componentes. Encontró el micrófono de garganta miniatura.

—Gaby, Gaby, adelante, por favor. ¿Puedes oírme?

—…ochenta… ¡Rocky! ¿Eres tú, Rocky?

—Soy yo. ¿Dónde… ¿Dónde…? —Se fue calmando, tragó saliva y siguió hablando—. ¿Estás bien? ¿Has visto a los demás?

—Oh, capitana. Las cosas más horribles…

La voz de Gaby se quebró y Cirocco escuchó sollozos. Gaby vertió un incoherente torrente de palabras: lo contenta que estaba de oír la voz de Cirocco, cuan sola había estado, cuan segura había estado de ser la única sobreviviente hasta escuchar su radio y oír sonidos…

—¿Sonidos?

—Sí, al menos hay otra persona viva, salvo que fueras tú, llorando.

—Yo… ¡Diablos! He llorado bastante. Tal vez fuera yo.

—No lo creo —dijo Gaby—. Estoy bastante segura de que es Gene. De vez en cuando también canta. Rocky, es tan bueno oír tu voz.

—Lo sé. Es bueno oír la tuya —tuvo que volver a respirar profundamente y aflojar su presión sobre el aro del casco. La voz de Gaby había recuperado el control, pero Cirocco se hallaba al borde de la histeria. No le gustó sentirse así.

—Las cosas que me han ocurrido —estaba diciendo Gaby—. Estaba muerta, capitana, y en el cielo, y ni siquiera soy religiosa, pero allí estaba…

—Gaby, cálmate. Contrólate.

Hubo silencio, realzado por aspiraciones nasales.

—Creo que estaré bien ahora. Lo siento.

—No importa. Si has pasado algo como yo pasé, lo comprendo perfectamente. Bien, ¿dónde estás?

Se produjo una pausa, luego una risita.

—No hay letreros de calles en este barrio —dijo Gaby—. Es un cañón, no muy profundo. Está lleno de rocas y hay un arroyo justo en medio. Hay unos árboles bastante extraños a los dos lados del agua.

—Se parece mucho al lugar donde estoy yo —(¿pero qué cañón?, se preguntó)—. ¿Qué dirección llevas? ¿Cuentas los pasos?

—Sí. Corriente abajo. Si lograra salir de este bosque vería medio Temis.

—También yo he pensado en eso.

—Sólo necesitamos un par de señales para saber si estamos en el mismo paraje.

—Pues pienso que debemos estar, o no nos oiríamos.

Gaby no dijo nada y Cirocco comprendió su error.

—Bien —dijo Cirocco—. Línea de visión.

—Alto. Estas radios sirven para bastante distancia. Aquí, el horizonte se curva hacia arriba.

—Lo creería mejor si lo viera. Donde yo estoy ahora mismo podría ser el bosque encantado de Disneylandia al atardecer.

—Disney habría hecho un trabajo mejor —dijo Gaby—. El bosque habría tenido más detalles, y monstruos que saldrían de sopetón de los árboles.

—No digas eso. ¿Has visto algo así?

—Un par de insectos, supongo que eran insectos.

—Yo he visto un grupo de pececillos. Parecían peces. Oh, de paso, no te metas en el agua. Pueden ser peligrosos.

—Los he visto. Después de meterme en el agua. Pero no hicieron nada.

—¿Te has cruzado con algo que sea notable en algún aspecto? ¿Algún rasgo superficial poco usual?

—Algunos saltos de agua. Dos árboles caídos.

Cirocco miró a su alrededor y describió el estanque y el salto de agua. Gaby afirmó que había cruzado varios lugares así. Podía tratarse del mismo arroyo, pero no había modo de saberlo.

—Bien —dijo Cirocco—. Esto es lo que haremos. Cuando te encuentres delante de una roca yendo corriente arriba, haz una señal en ella.

—¿Cómo?

—Con otra roca —localizó una piedra del tamaño de su puño y acometió la roca en la que había estado sentada. Garabateó una gran ‘C’. Era imposible confundir su artificialidad.

—Estoy haciendo eso ahora mismo.

—Haz una marca cada cien metros o algo así. Si estamos en el mismo río una de nosotras irá detrás de la otra, y la que vaya delante esperará hasta que la otra la alcance.

—Suena bien. Uh… Rocky, ¿cuánto tiempo duran estas baterías?

Cirocco hizo una mueca y se frotó la frente.

—Quizás un mes de uso. Depende de cuánto tiempo hayamos estado… bueno, hayamos estado dentro. No tengo idea de eso. ¿Y tú?

—No. ¿Tienes pelo?

—Ni pizca —se pasó la mano por el cuero cabelludo y advirtió que no parecía tan liso—. Pero me está volviendo a crecer.


* * *

Cirocco caminó río abajo, manteniendo en su lugar el auricular y el micrófono para poder conversar.

—Me siento más hambrienta cuando pienso en comida —dijo Gaby—. Y estoy pensando en eso ahora mismo. ¿Has visto alguno de esos pequeños arbustos con bayas?

Cirocco miró alrededor pero no localizó nada similar.

—Las bayas son amarillas y más o menos del tamaño de la punta de tu pulgar. Tengo una en la mano. Es blanda y transparente.

—¿Vas a comerla?

Hubo una pausa.

—Iba a preguntarte qué piensas al respecto.

—Tarde o temprano tendremos que probar algo. A lo mejor una baya no basta para matarte.

—Simplemente, me pone mala —rió Gaby—. Esta se rompió en mis dientes. Dentro hay una gelatina espesa, como miel con sabor a menta. Se está disolviendo en mi boca… Y ya ha desaparecido. La corteza no es tan dulce, aunque de todas maneras voy a comerla. Puede ser la única parte con valor alimenticio.

Tal vez ni eso, pensó Cirocco. No había razón por la que una parte de aquello tuviera que sustentarlas. Se alegró de que Gaby le hubiera dado una descripción tan detallada de sus sensaciones mientras comía la baya, pero conocía el propósito de la acción. Los equipos desactivadores de bombas empleaban la misma técnica. Un hombre permanecía apartado en tanto que el otro informaba de todas sus maniobras por la radio. Si la bomba estallaba, el sobreviviente aprenda algo para la siguiente ocasión.

Cuando les pareció que había transcurrido bastante tiempo sin efectos malignos, Gaby se puso a comer más bayas. Más adelante, Cirocco descubrió algunas. Eran casi tan buenas como aquel sabor inicial del agua.


* * *

—Gaby, estoy muerta. Me pregunto cuánto tiempo llevamos despiertas.

Se produjo una larga pausa y Cirocco tuvo que llamar de nuevo.

—¿Hum? Ah, hola. ¿Cómo he llegado aquí? —Gaby parecía levemente borracha.

—¿A dónde has llegado? —Cirocco se puso seria—. Gaby, ¿qué pasa?

—Me senté un momento para descansar las piernas. Debo de haberme quedado dormida.

—Intenta despertarte tanto como para encontrar un buen sitio.

Cirocco ya estaba explorando. Iba a ser un problema. Nada parecía bueno, y ella sabía que la peor idea era tumbarse sola en tierra extraña. Lo único peor habría sido permanecer despierta por más tiempo.

Caminó un poco entre los árboles y se maravilló de lo blanda que era la hierba bajo sus pies descalzos. Mucho mejor que las rocas. Sería agradable sentarse un rato.


* * *

Despertó en la hierba, se incorporó rápidamente y observó todo a su alrededor. Nada se movía.

Un metro en todas direcciones desde el lugar en que había dormido, la hierba se había vuelto marrón, seca como el heno.

Se puso en pie y miró una gran roca. Se había acercado a ella desde el borde del arroyo, buscando un sitio para dormir. Dio la vuelta en torno al pedrusco y al otro lado había una letra ‘G’ enorme.

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