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Diez lugareños vinieron a buscarnos a la puesta del sol y nos llevaron a la selva, al este del poblado. Entre ellos había tres caciques y otros dos hombres viejos, junto con dos hombres jóvenes y tres mujeres. Una de las mujeres era una muchacha hermosa, otra una muchacha fea, y la tercera bastante vieja. Nuestro guía no fue con nosotros; no sé con seguridad si no fue invitado a la ceremonia o simplemente no tuvo ganas de participar.

Recorrimos una distancia considerable. Ya no podíamos oír los gritos de los niños en la aldea ni el ladrido de los animales domésticos. El sitio donde nos detuvimos era un claro apartado, donde habían sido derribados cientos de árboles, y los troncos podados estaban dispuestos en cinco hileras para cumplir la función de bancos, formando un anfiteatro pentagonal. En medio del claro había un hoyo recubierto de arcilla, y al lado un gran montón de leña pulcramente apilada; en cuanto llegamos, los dos jóvenes comenzaron a hacer una enorme hoguera. Más allá del montón de leña vi otro hoyo recubierto de arcilla, más o menos el doble de ancho que el cuerpo de un hombre grande; penetraba diagonalmente en el suelo y tenía aspecto de ser un pasaje bastante hondo, un túnel que llevaba a las profundidades del mundo. Al resplandor del fuego traté de atisbar en su interior pero no pude ver nada de interés.

Con ademanes, el sumarano nos indicó dónde debíamos sentarnos: en la base del pentágono. La muchacha fea se sentó a nuestro lado. A nuestra izquierda, junto a la entrada del túnel, se sentaron los tres jefes. En el rincón derecho opuesto se sentaron el anciano y una de las viejas; el otro anciano y la joven bella fueron al rincón izquierdo opuesto. Cuando estuvimos sentados, la oscuridad nos cubría. Ahora los sumaranos se quitaron la poca ropa que llevaban puesta, y al ver que evidentemente nos indicaban que hiciéramos lo mismo, Schweiz y yo nos desvestimos, amontonando nuestras vestimentas sobre los bancos, detrás nuestro. A una señal de uno de los jefes, la joven bella se levantó y se acercó al fuego, donde introdujo una rama hasta tener una antorcha; después, acercándose a la sesgada boca del túnel, se introdujo en él con dificultad, los pies primero, sosteniendo en alto la antorcha. Muchacha y antorcha desaparecieron de la vista por completo. Durante un momento pude ver la luz parpadeante del tizón que venía de abajo, pero pronto se apagó, lanzando una bocanada de humo negro hacia arriba. Poco después salió la joven, sin la antorcha. Llevaba en una mano una vasija roja de grueso borde; en la otra, una botella larga de cristal verde. Los dos ancianos — ¿sumos sacerdotes? — abandonaron los bancos y recibieron esos objetos de las manos de la mujer. Iniciaron un cántico disonante, y uno de ellos introdujo la mano en la vasija y sacó de ella un puñado de polvo blanco — ¡la droga! — y lo echó dentro de la botella. El otro sacudió solemnemente la botella de un lado a otro moviéndola como quien mezcla algo. Mientras tanto, la vieja — ¿una sacerdotisa? — se había postrado junto a la boca del túnel, y comenzó a salmodiar en otra entonación, un ritmo irregular y jadeante, mientras los dos hombres jóvenes arrojaban más leña al fuego. El cántico prosiguió durante muchos minutos más. Ahora la joven que había descendido al túnel — una moza delgada, de pechos altos, con largo y sedoso cabello pardo rojizo — recibió la botella de manos del anciano y la trajo a nuestro lado del fuego, donde la muchacha fea, adelantándose, la recibió en actitud reverente con ambas manos. Solemnemente la llevó hasta los tres caciques sentados y la tendió hacia ellos. Entonces los caciques se unieron al cántico por primera vez. Lo que yo llamé en mi pensamiento el Rito del Ofrecimiento de la Botella siguió y siguió; al principio quedé fascinado, encontrando deleite en la rareza de la ceremonia, pero pronto me aburrí y tuve que entretenerme procurando inventar un contenido espiritual para lo que estaba ocurriendo. Decidí que el túnel simbolizaba el orificio genital del mundo — madre, la ruta hasta el útero, donde podía obtenerse la droga, hecha con una raíz, con algo que crecía bajo tierra. Ideé un complejo esquema metafórico que involucraba un culto materno, el significado simbólico de llevar una antorcha encendida al útero del mundo — madre, el uso de muchachas feas y bellas para representar la universalidad de la condición de mujer, los dos jóvenes guardianes del fuego como custodios de la potencia sexual de los caciques, y mucho más, todo disparatado, pero — según creí — un esquema bastante notable habiendo sido ideado por un burócrata como yo, sin grandes poderes intelectuales. Mi placer por mis propias reflexiones se evaporó bruscamente cuando advertí lo condescendiente que era mi actitud. Estaba tratando a esos sumaranos como a salvajes pintorescos, cuyos cánticos y ritos tenían un leve interés estético, pero que de ningún modo podían tener un contenido serio. ¿Quién era yo para adoptar tan altanera actitud? ¿Acaso no había acudido yo a ellos mendigándoles la droga esclarecedora que mi alma anhelaba? ¿Cuál de nosotros era entonces el ser superior? Me reproché mi esnobismo. Ama. Deja a un lado la sofisticación cortesana. Comparte su rito si puedes, y al menos no muestres desprecio hacia él, no sientas desprecio, no tengas desprecio. Ama. Ahora los caciques bebían, tomando cada uno un sorbo, devolviendo la botella a la joven fea, quien, cuando hubieron bebido los tres, comenzó a recorrer el círculo, llevando la botella primero a los ancianos, luego a la vieja, después a la muchacha bella, luego a los jóvenes custodios del fuego, luego a Schweiz, luego a mí. Al darme la botella, me sonrió. A la luz parpadeante del fuego me pareció súbitamente hermosa. El recipiente contenía un vino caliente y gomoso; casi sentí náuseas al beberlo. Pero bebí. La droga entró en mi estómago, y de allí pasó a mi alma.

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