30

—Ese tabú respecto de la autoexpresión… — me dijo Schweiz en otra ocasión, estando juntos —. ¿Puede explicarlo, su señoría?

—¿Se refiere a la prohibición de decir «yo» y «mí»?

—No tanto eso como la pauta de pensamiento que los hace negar que hay cosas tales como «yo» y «mí» — repuso —. El mandamiento según el cual deben guardarse los asuntos privados en todo momento, salvo con parientes vinculares y drenadores. La costumbre de levantar muros alrededor de uno mismo, que afecta incluso a su gramática.

—¿Quiere decir el Pacto?

—El Pacto — asintió Schweiz.

—¿Dice usted conocer nuestra historia?

—Gran parte.

—¿Sabe que nuestros antepasados eran gente severa, que venía de un clima norteño, habituada a las penurias, que desconfiaba del lujo y la comodidad, y vino a Borthan para evitar lo que consideraba la contagiosa decadencia de su mundo natal?

—¿Fue así? Uno creía que tan sólo se trataba de refugiados de la persecución religiosa.

—Refugiados de la pereza y la autoindulgencia — dije —. Y al venir aquí, establecieron un código de conducta para proteger a los hijos de sus hijos contra la corrupción.

—El Pacto.

—El Pacto, sí. El juramento que cada uno de ellos hizo a los demás, el juramento que cada uno de nosotros hace a todos sus semejantes en su Día de la Elección del Nombre. Cuando juramos no imponer jamás nuestro desorden a otro, cuando prometemos tener fuerza de voluntad y firmeza de espíritu, para que los dioses nos sigan sonriendo. Etcétera, etcétera. Se nos entrena para abominar del demonio que es el yo.

—¿Demonio?

—Así lo vemos. Un demonio tentador, que nos incita a usar a los demás en vez de confiar en las propias fuerzas.

—Donde no hay amor por uno mismo, no hay amistad ni comunidad — dijo Schweiz.

—Tal vez.

—Y por lo tanto, no hay confianza.

—Especificamos áreas de responsabilidad por contrato — dije —. Donde rige la ley, no hace falta conocer el alma de otros. Y en Velada Borthan nadie cuestiona el imperio de la ley.

—Dice usted que abominan del yo — dijo Schweiz —. En cambio parecen glorificarlo.

—¿De qué manera?

—Viviendo apartados unos de otros, cada uno en el castillo de su cráneo. Orgullosos. Inflexibles. Distantes. ¡El reinado del yo, por cierto, y no su abominación!

—Plantea singularmente las cosas. Invierte nuestras costumbres y cree hablar sabiamente.

—¿Siempre ha sido así, desde los comienzos de la colonización de Velada Borthan? — inquirió Schweiz.

—Sí — repuse —. Salvo entre esos descontentos que usted sabe, esos que huyeron al continente sur. Los demás acatamos el Pacto. Y nuestras costumbres se endurecieron; así, no podemos hablar de nosotros mismos en primera persona del singular, ya que eso es mostrar el yo en carne viva, pero en épocas medievales se podía hacer. Por otra parte, algunas cosas se suavizaron. Antes nos cuidábamos incluso de dar nuestros nombres a desconocidos. Nos hablábamos sólo cuando era absolutamente necesario. En la actualidad mostramos más confianza.

—Pero no mucha.

—Pero no mucha — admití.

—¿Y eso no les produce dolor? ¿Cada hombre cerrado a todos los demás? ¿Nunca se dicen que debe de haber un modo de vida más feliz para los humanos?

—Acatamos el Pacto.

—¿Con facilidad o con dificultad?

—Con facilidad — repuse —. El dolor no es tan grande, si considera que tenemos parientes vinculares, con quienes estamos exentos de la regla de autonegación. Y lo mismo con nuestros drenadores.

—Pero ante otros no pueden quejarse, no pueden aliviar un alma apenada, no pueden buscar consejo, no pueden revelar sus deseos y necesidades, no pueden hablar de sueños, fantasías y romances, no pueden hablar de nada sino de cosas frías, impersonales. — Schweiz se estremeció —. Discúlpeme, su señoría, pero a uno esa forma de vivir le resulta dura. Uno ha buscado constantemente afecto, amor y contacto humano, comunión, apertura, y este mundo parece elevar lo contrario de lo que uno más aprecia.

—¿Ha tenido mucha suerte en encontrar afecto, amor y contacto humano?

Schweiz se encogió de hombros.

—No siempre ha sido fácil.

—Para nosotros nunca hay soledad, ya que tenemos parientes vinculares. Con Halum, con Noim, con personas como ellos para ofrecer consuelo, ¿qué falta le hace a uno un mundo de extraños?

—¿Y si sus parientes vinculares no están a mano? ¿Si uno anda errante lejos de ellos, por ejemplo en las nieves de Glin?

—Entonces uno sufre. Y el carácter se fortalece. Pero ésa es una situación excepcional. Quizá nuestro sistema nos obligue al aislamiento, Schweiz, pero también nos garantiza amor.

—Pero no el amor del marido hacia la mujer. No el amor del padre hacia el hijo.

—Tal vez no.

—Y hasta el amor de un pariente vincular es limitado… Porque usted mismo ha admitido sentir un anhelo imposible por su hermana vincular Halum…

Le interrumpí, diciéndole con vehemencia:

—¡Hable de otras cosas!

El color me encendió las mejillas; sentí una hoguera en la piel.

Schweiz asintió con la cabeza y sonrió azorado.

—Perdón, su señoría. La conversación se ha hecho demasiado intensa; ha habido pérdida de control, pero no intención de ofender.

—Está bien.

—La referencia ha sido demasiado personal. Uno se avergüenza.

—Usted no quiso ofender — dije, sintiéndome culpable por mi estallido, sabiendo que Schweiz me había tocado un punto vulnerable y que yo había reaccionado a la punzada de la verdad.

Serví más vino y bebimos un rato en silencio. Luego Schweiz dijo:

—¿Puede uno proponer algo, su señoría? ¿Puede uno invitarle a participar en un experimento que acaso resulte interesante y valioso para usted?

—Siga — respondí, ceñudo e inquieto.

—Usted sabe que desde hace mucho uno se siente incómodamente consciente de su situación solitaria en el universo, y que ha buscado sin éxito algún medio de comprender su relación con dicho universo. Para ustedes el método reside en la fe religiosa; pero uno no ha logrado alcanzar esa fe debido a su desdichada compulsión hacia el racionalismo total. Uno no puede llegar a esa sensación más vasta de pertenecer solamente con palabras, solamente con oraciones, solamente con ritual. Esto es posible para ustedes, y uno les envidia. Uno se encuentra atrapado, aislado, encerrado dentro de su cráneo, condenado a la soledad metafísica: un hombre aparte, un hombre librado a sí mismo. Esta situación de descreimiento no le resulta agradable ni deseable. Ustedes, los de Borthan, pueden tolerar el tipo de aislamiento emocional que se imponen ya que tienen los consuelos de su religión, tienen drenadores, y esas fusiones místicas con los dioses que el acto del drenaje les proporciona; pero quien ahora habla con usted no goza de esas ventajas.

—Todo eso lo hemos discutido muchas veces — dije —. Usted ha hablado de una propuesta, un experimento.

—Tenga paciencia, su señoría. Uno debe explicarse plenamente, paso a paso.

Schweiz me lanzó su más cautivadora sonrisa, y me clavó una mirada que relucía de planes visionarios. Sus manos recorrieron el aire expresivamente, conjurando un drama invisible mientras decía:

—Tal vez su señoría sepa que hay ciertas sustancias químicas…, drogas, sí, llámelas drogas. que permiten lograr una apertura hacia el infinito, o por lo menos tener la ilusión de que se ha logrado esa apertura…, alcanzar un fugaz atisbo de los ámbitos místicos de lo intangible. Esas drogas se conocen desde hace miles de años, eran usadas antes de que los terrestres viajasen a las estrellas. Se utilizaban en antiguos ritos religiosos. Otros se servían de ellas como un sustituto de la religión, como un medio secular para encontrar la fe, la vía hacia el infinito para personas como ésta, que no puede llegar de ninguna otra manera.

—Tales drogas están prohibidas en Velada Borthan — observé.

—¡Por supuesto, por supuesto! Para ustedes suponen un medio de eludir los procesos de la religión formal. ¿Para qué perder tiempo con un drenador si pueden expandir su alma con una píldora? Su ley es sabia a este respecto. Su Pacto no podría sobrevivir si permitieran aquí el uso de esas sustancias químicas.

—Su propuesta, Schweiz — le apremié.

—Antes uno debe contarle que él mismo ha usado esas drogas y no le han resultado enteramente satisfactorias. Es cierto que abren el infinito. Es cierto que permiten fundirse con la Divinidad. Pero sólo por unos instantes; unas pocas horas a lo sumo. Y al final de todo, uno queda tan solo como antes. Es la ilusión de la apertura del alma, no la apertura misma. En cambio, este planeta produce una droga que puede proporcionar la experiencia auténtica.

—¿Qué?

—En Sumara Borthan moran aquellos que huyeron del dominio del Pacto. Uno tiene entendido que son salvajes que van desnudos y se alimentan de raíces, semillas y peces; han perdido el manto de la civilización y recaído en la barbarie. Esto supo uno por un viajero que había visitado este continente no hace mucho. Supo también que en Sumara Borthan usan una droga hecha con cierta raíz pulverizada, que tiene la facultad de abrir una mente a otra, de modo que cada uno puede leer los más recónditos pensamientos del otro. Es todo lo contrario de su Pacto, ¿se da cuenta? Se conocen uno al otro del alma hacia afuera, mediante esa droga que comen.

—Uno ha oído hablar del salvajismo de esa gente — dije.

Schweiz acercó su rostro al mío.

—Uno se confiesa tentado por la droga sumarana. Tiene la esperanza de que, si alguna vez logra entrar en otra mente, pueda encontrar esa comunidad del alma que busca desde hace tanto tiempo. Podría ser el puente hacia el infinito que busca, la transformación espiritual. En busca de revelaciones, uno ha probado muchas sustancias. ¿Por qué no ésta?

—Si existe.

—Existe, su señoría. Ese viajero que llegó de Sumara Borthan trajo un poco de ella consigo a Manneran, y vendió una parte al terrestre curioso. — Sacó de un bolsillo un sobrecito brillante y me lo ofreció; contenía una pequeña cantidad de algún polvo blanco que podía haber sido azúcar —. Aquí está — dijo.

Miré aquello como si Schweiz hubiera sacado un frasco de veneno.

—¿Cuál es su propuesta? — pregunté —. ¿Cuál es su experimento, Schweiz?

—Compartamos la droga sumarana — contestó.

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