Terminé por comprender lo sucedido. Mi tía había hablado de mí al marqués, y éste había consultado al septarca Truis quien, deduciendo que facilitarme cualquier tipo de empleo podía indisponerle con Stirron, indicó al marqués que me rechazara. Furioso, pensé en ir a protestar directamente a Truis, pero pronto vi que eso no serviría para nada, y como evidentemente mi protectora Nioll había salido de Glin para librarse de mí, sabía que no había esperanzas por ese lado. Estaba solo en Glain, con el invierno cerca, y sin trabajo en aquel sitio extraño, y mi elevada cuna era más un estorbo que una ventaja.
Luego vinieron golpes más duros.
Al presentarme una mañana en el Banco del Pacto de Glin a fin de retirar fondos para gastos de subsistencia, me enteré de que mi cuenta había sido congelada a petición del Tesoro Mayor de Salla, que investigaba la posibilidad de una transferencia ilegal de capital desde esa provincia. Con jactancias, y exhibiendo mi pasaporte real, conseguí dinero suficiente para comer y alojarme siete días, pero perdí el resto de mis ahorros, pues no tenía estómago para el tipo de recursos y maniobras que quizá me permitieran recobrarlos.
Después me visitó en la posada un diplomático de Salla, un chacal que me recordó, entre muchas genuflexiones y fórmulas de respeto, que pronto tendría lugar la boda de mi hermano y se esperaba de mí que volviera para oficiar de eslabonador de anillos. Sabiendo que nunca volvería a salir de Ciudad de Salla si me ponía en manos de Stirron, expliqué que unos asuntos urgentes me exigían quedarme en Glain durante la temporada nupcial, y pedí que se transmitiera al septarca mi profundo pesar. El subsecretario recibió esto con amabilidad profesional, pero no me fue difícil detectar, bajo la máscara exterior, el salvaje brillo de placer: yo me buscaba líos, — se estaba diciendo —, y él me ayudaría con gusto a encontrarlos.
Al cuarto día de esta visita el posadero vino a decirme que ya no podía quedarme en la posada, porque mi pasaporte había sido anulado y mi situación en Glin era ilegal.
Eso era imposible. Un pasaporte real como el que yo llevaba es vitalicio, y válido en todas las provincias de Velada Borthan, salvo en tiempos de guerra, y en ese momento no había guerra entre Salla y Glin. El posadero respondió a mis palabras encogiéndose de hombros. Me mostró la notificación policial ordenándole que expulsara a su huésped extranjero ilegal, y sugirió que si tenía objeciones llevara la cuestión a la oficina correspondiente del servicio oficial glinés, ya que él nada tenía que ver en el asunto. Presentar tal apelación me pareció poco aconsejable. Que me hubiesen desahuciado no era un accidente, y si me presentaba en cualquier oficina gubernamental era probable que me arrestaran y me llevaran al otro lado del Huish para entregarme sin demora en manos de Stirron.
Considerando ese arresto como el paso siguiente más probable, me pregunté cómo eludir a los agentes del gobierno. Ahora sentía dolorosamente la ausencia de mi hermano y mi hermana vinculares, porque ¿a quién más podía recurrir en busca de ayuda y consejo? En ninguna parte de Glin había nadie a quien pudiera decir: «Uno tiene miedo, uno está en grave peligro, uno te pide auxilio». La pétrea costumbre impedía como un muro que se me acercasen otras almas. En todo el mundo sólo había dos personas a quienes podía considerar confidentes, y estaban muy lejos. Tenía que hallar mi propia salvación.
Decidí ocultarme. El posadero me concedió unas pocas horas para prepararme. Me afeité la barba, cambié mi capa real por las pobres vestimentas de otro inquilino de mi estatura, y dispuse el empeño de mi anillo ceremonial. Con mis pertenencias restantes hice un atado para que me hiciese de joroba en la espalda, y salí de la posada cojeando y encorvado, con un ojo cerrado y la boca muy torcida hacia un lado. No podía decir si aquel disfraz lograría engañar a alguien, pero nadie esperaba para arrestarme, y afeado de este modo salí de Glain bajo una lluvia fría y tenue que pronto se convirtió en nieve.