Cuando uno es nuevo en los hábitos del placer, no es sorprendente encontrarse con que la indulgencia inicial es seguida por sentimientos de culpa y remordimiento. Así me ocurrió. La mañana de nuestro segundo día en la residencia campestre desperté tras un sueño, inquieto, sintiendo tanta vergüenza que imploré que la tierra me tragara. ¿Qué había hecho? ¿Por qué había permitido que Schweiz me indujera a cosa tan obscena? ¡Exhibicionismo! ¡Exhibicionismo! ¡Toda la noche sentado con él, diciendo «yo» y «mí» y «me», y felicitándome por haberme liberado de la mano asfixiante de las convenciones!
Con las nieblas diurnas llegó para mí un estado de ánimo de incredulidad. ¿Era posible que me hubiera abierto de esa manera? Sí, debía haberlo hecho, ya que ahora tenía dentro recuerdos del pasado de Schweiz a los que antes no había tenido acceso. Y yo dentro de él, entonces. Recé para encontrar un modo de deshacer lo que había hecho. Sentí que había perdido algo de mí mismo al renunciar a mi intimidad Sabrás que ser un exhibicionista no es nada agradable entre nosotros, y quienes se descubren no obtienen del acto más que un placer sucio, un tipo furtivo de éxtasis. Insistí en decirme que no era eso lo que yo había hecho, sino que había emprendido más bien una búsqueda espiritual; pero ya al decirme esa frase me sonó pomposa e hipócrita, una endeble máscara de ruines motivos. Y me avergoncé de haber llegado a eso por mí, por mis hijos, por mi padre real y sus reales antepasados. Creo que fue el «yo te amo» de Schweiz lo que me empujó a tal abismo de pesadumbre, más que cualquier otro aspecto de lo ocurrido esa noche, ya que para mi antiguo yo esas palabras eran doblemente obscenas, aunque mientras tanto el nuevo yo que procuraba surgir insistía en que el terrestre no había querido decir nada vergonzoso, ni con su «yo» ni con su «amo». Pero rechacé mi propio argumento y dejé que el remordimiento me inundara.
¿En qué me había convertido para cambiar palabras cariñosas con otro hombre, un mercader nacido en la Tierra, un lunático? ¿Cómo podía haberle entregado mi alma? ¿Cuál era mi situación, ahora que me veía tan totalmente vulnerable ante él? Por un momento pensé en matar a Schweiz como un modo de recobrar mi fuero íntimo. Me acerqué a él mientras dormía, y le vi una sonrisa en el rostro, y entonces no pude sentir odio hacia él.
Pasé ese día casi solo. Fui a la selva y me bañé en un estanque fresco; después me arrodillé ante un espino de fuego, simulé que era un drenador y me confesé a él en tímidos susurros, después crucé un bosque lleno de zarzas y volví a casa cubierto de espinas y suciedad. Schweiz me preguntó si me sentía mal. «No — le contesté —; no pasa nada.» Esa tarde hablé poco; pasé todo el tiempo acurrucado en un sillón flotante. El terrestre, más locuaz que nunca, un torrente de vivaces palabras, se lanzó a exponer los detalles de un grandioso plan para ir de expedición a Sumara Borthan a buscar bolsas de la droga, en cantidad suficiente para transformar todas las almas de Manneran, y yo le escuché sin hacer comentarios, porque todo se había vuelto irreal, y ese proyecto no parecía más extraño que todo lo demás.
Tenía la esperanza de que mi dolor espiritual se aliviaría cuando estuviera de vuelta en Manneran y detrás de mi escritorio en la Magistratura. Pero no. Cuando entré en mi casa Halum estaba allí con Loimel; las primas se intercambiaban ropas, y al verlas estuve a punto de volverme y huir. Me sonrieron con cálidas sonrisas de mujer, sonrisas secretas, símbolo de la alianza que habían formado una con otra toda la vida, y yo desesperado paseé la mirada de mi esposa a mi hermana vincular, de una prima a la otra, recibiendo la belleza gemela como una doble cuchillada en el vientre. ¡Esas sonrisas! ¡Esos ojos sagaces! No les hacía falta ninguna droga para arrancarme las verdades.
¿Dónde estuviste, Kinnall?
En una casa en el bosque, jugando a la exhibición con el terrestre.
¿Y le mostraste tu alma?
Oh, sí, y él mostró la suya.
¿Y después?
Después hablamos de amor. El dijo «yo te amo», y uno contestó «yo te amo».
¡Eres un niño perverso, Kinnall!
Sí. Sí. ¿Dónde puede uno ocultarse de su vergüenza?
Este diálogo silencioso pasó por mi cerebro en un instante como un remolino, mientras iba hacia el sitio donde estaban sentadas, junto a la fuente del patio. Formalmente, abracé a Loimel, y formalmente abracé a mi hermana vincular, pero no les miré a los ojos, tan agudo era mi remordimiento. Lo mismo me pasó en la Magistratura. Traduje como miradas furiosas y acusadoras las ojeadas casuales de los subordinados. Ése es Kinnall Darival, que reveló todos nuestros secretos al terrestre Schweiz. ¡Mirad cómo se escabulle ante nosotros el exhibicionista sallano! ¿Cómo soporta su propio hedor? Me mantuve apartado y trabajé mal. Un documento referente a cierta transacción de Schweiz, que pasó por mi escritorio, me dejó consternado. La Idea de volver a enfrentarme con Schweiz me espantaba. No me habría costado mucho revocar su permiso de residencia en Manneran, utilizando la autoridad del Gran Juez; mal pago por la confianza que me demostraba, pero estuve a punto de hacerlo, y no me contuve sino por una vergüenza más honda que la que ya soportaba.
Al tercer día de mi regreso, cuando también mis hijos habían empezado a preguntarse qué me pasaba, fui a la Capilla de Piedra a buscar curación en el drenador Jidd.
Era un día húmedo, de pesado calor. El cielo suave y afelpado parecía pender en rizados pliegues sobre Manneran, y todo estaba cubierto por abalorios relucientes de brillante humedad. Ese día la luz del sol tenía un color extraño, casi blanco, y los antiguos bloques de piedra negra del edificio sagrado despedían reflejos cegadores, como si estuvieran bordeados de prismas; pero después de entrar en la capilla me encontré en recintos oscuros, frescos, silenciosos. La celda de Jidd ocupaba el sitio de honor en el ábside de la capilla, detrás del gran altar. Me esperaba ya ataviado; yo había reservado su tiempo con horas de anticipación. El contrato estaba listo. Rápidamente firmé y le pagué la tarifa. Este Jidd no era más atractivo que cualquiera de sus colegas, pero en ese momento casi me agradó su fealdad, su nariz nudosa y asimétrica y sus labios largos y finos, sus ojos velados por los párpados, sus lóbulos colgantes. ¿Por qué burlarse del rostro humano? De haber sido consultado, él habría elegido otro. Y me sentía bondadoso hacia él, porque tenía la esperanza de que me curara. Los curadores eran hombres santos. ¡Dame lo que necesito de ti, Jidd, y bendeciré tu fea cara!
—¿Bajo qué auspicios drenarás? — preguntó.
—Los del dios del perdón.
Apretó un interruptor. Las simples velas eran demasiado vulgares para Jidd. La luz ámbar del perdón brotó de algún mechero de gas oculto e inundó la sala. Jidd orientó mi atención hacia el espejo, indicándome que mirara mi rostro y pusiera mis ojos en mis ojos. Los ojos de un desconocido me devolvieron la mirada. Gotas pequeñas de sudor se apiñaban en las raíces de mi barba, donde podía verse la carne de mis mejillas. Yo te amo, dije en silencio al desconocido rostro del espejo. El amor hacia los demás empieza por el amor hacia uno mismo. La capilla me pesaba; sentía terror de quedar aplastado bajo un bloque del cielo raso. Jidd pronunciaba las palabras preliminares. Nada de amor había en ellas. Me ordenó que le abriera mi alma.
Balbuceé. La lengua se me dio vuelta y se anudó. Tuve arcadas, me faltaba el aliento; bajé la cabeza y la apreté contra el suelo frío. Jidd me tocó el hombro y murmuró fórmulas de consuelo hasta que conseguí dominarme un poco. De nuevo comenzamos el rito. Ahora recorrí los preliminares con más facilidad, y cuando me pidió que hablara, dije, como si recitara líneas escritas para mí por otra persona:
—Hace unos días, uno fue a un lugar secreto con otro, y compartimos cierta droga de Sumara Borthan que abre el alma, y juntos nos exhibimos, y ahora a uno le remuerde su pecado y busca perdón por él.
Jidd ahogó una exclamación, y asombrar a un drenador es no poca hazaña. Esa exclamación casi me quitó las ganas de confesar, pero Jidd recuperó hábilmente el control, incitándome a seguir con blandas frases sacerdotales, hasta que en pocos instantes las mandíbulas se me aflojaron y comencé a soltarlo todo. Mis primeras discusiones sobre la droga con Schweiz. (No nombré a Schweiz. Aunque confiaba en que Jidd guardara el secreto del drenaje, no vi ningún beneficio espiritual para mí en revelar a nadie el nombre de mi compañero en el pecado.) Cuando tomé la droga en la casa de campo. Lo que sentí al absorber la droga. Mi exploración del alma de Schweiz. Su entrada en la mía. El nacimiento de un hondo afecto entre nosotros al desarrollarse nuestra unión espiritual. Mi sentimiento de alienación hacia el Pacto mientras me hallaba bajo la influencia de la droga. Esa súbita convicción mía de que la autonegación que practicamos es un catastrófico error cultural. La comprensión intuitiva de que deberíamos negar en cambio nuestra soledad, y tratar de zanjar los abismos que nos separan de los demás, en lugar de complacernos en el aislamiento. Confesé también que había probado la droga con intención de llegar alguna vez al alma de Halum; oírme esta admisión de anhelo por mi hermana vincular era ya historia antigua para Jidd. Y después hablé de las dislocaciones que había experimentado desde que salí de mi trance con la droga: culpabilidad, vergüenza, duda. Por fin quedé en silencio. Ante mí flotaban, como un pálido globo incandescente en la penumbra los hechos de mis transgresiones, tangibles y desnudos, y ya me sentía más limpio por haberlos revelado. Ahora estaba dispuesto a ser llevado de vuelta al Pacto. Quería purgarme de mis aberraciones de exhibicionismo. Ansiaba hacer penitencia y reanudar mi vida de probidad. Anhelaba curarme, imploraba ser absuelto y restituido a mi comunidad. Pero no sentía la presencia del dios. Al mirar fijamente el espejo, no veía más que mi propia cara, demacrada y pálida, la barba sin peinar. Cuando Jidd comenzó a recitar las fórmulas de absolución para mí fueron meras palabras; mi alma no se elevó. Estaba aislado de toda fe. La ironía que buscaba me aturdió: Schweiz que me envidiaba por mis creencias, que buscaba comprender mediante la droga el misterio de la sumisión a lo sobrenatural, me había despojado de mi acceso a los dioses. Allí estaba yo arrodillado, pétreas rodillas sobre el piso pétreo pronunciando frases huecas, deseando al mismo tiempo que Jidd y yo pudiésemos haber tomado juntos la droga para que hubiese podido existir comunión verdadera entre nosotros. Y supe que estaba perdido.
—La paz de los dioses sea contigo ahora — dijo Jidd.
—La paz de los dioses está sobre uno.
—No busques más falso socorro, y guarda tu yo para ti mismo, porque otros caminos conducen sólo a la vergüenza y a la corrupción.
—Uno no buscará otras sendas.
—Tienes hermana vincular y hermano vincular, tienes un drenador, tienes la merced de los dioses. No necesitas más.
—Uno no necesita más.
—Ve entonces en paz.
Me fui, pero no en el tipo de paz del drenador, porque el drenaje había sido una cosa lóbrega, fútil y sin sentido. Jidd no me había reconciliado con el Pacto: simplemente me había demostrado hasta qué punto me hallaba separado de él. Sin embargo, aunque el drenaje no me había conmovido, salí de la Capilla de Piedra purgado de culpa en cierto modo. Ya no me arrepentía de mi exhibicionismo. Acaso esta inversión de mi propósito al recurrir a Jidd fuera algún efecto residual del drenaje, pero no intenté analizarlo en profundidad. Me contenté con ser yo mismo y estar pensando esos pensamientos. En ese instante mi conversión fue completa. Schweiz me había quitado mi fe, pero me había dado otra en su lugar.