10

Después que mi hermano Stirron llegó a septarca de Salla yo me fui, como ya sabes, a la provincia de Glin. No diré que huí a Glin, ya que nadie me obligó abiertamente a salir de mi país natal; pero digamos que mi partida fue cuestión de tacto. Salí para evitarle a Stirron el eventual problema de eliminarme, cosa que habría sido un gran peso para su alma. Una sola provincia no puede contener sin peligro a los dos hijos de un septarca difunto.

Elegí a Glin porque era costumbre que los exiliados de Salla fueran a Glin, y también porque la familia de mi madre tenía allí riqueza y poder. Pensé — erróneamente, como lo descubriría después — que podría obtener algún beneficio de ese parentesco.

Me faltaban unas tres lunas para la edad de trece cuando me despedí de Salla. Entre nosotros ése es el umbral de la adultez; había llegado casi a mi estatura actual, aunque era mucho más delgado y mucho menos fuerte de lo que pronto llegaría a ser, y hacía poco que la barba me había empezado a crecer en abundancia. Sabía algo de historia y de gobierno, algo de las artes bélicas, algo del oficio de cazador, y había recibido alguna preparación en la práctica del derecho. Ya me había acostado por lo menos con una docena de muchachas, y tres veces había conocido brevemente las tempestades del amor desdichado. Durante toda mi vida había acatado el Pacto; tenía el alma limpia y estaba en paz con nuestros dioses y con nuestros antepasados. En esa época debo haber parecido, ante mis propios ojos, animoso, arrojado, capaz, honorable y resistente, con todo el mundo por delante como un camino luminoso, y el futuro en mis manos para moldearlo. La perspectiva de treinta años me dice que el joven que partió entonces de Salla era también ingenuo, crédulo, romántico, demasiado serio, y de criterio convencional y torpe: de hecho, un jovencito muy común, que podía haber estado despellejando cachorros marinos en alguna aldea pesquera de no haber tenido la gran suerte de haber nacido príncipe.

Partí a principios de otoño, después de una primavera en que toda Salla había llorado a mi padre y de un verano en que toda Salla había aclamado a mi hermano. La cosecha había sido pobre — algo nada extraño en Salla, donde los campos dan guijarros y piedras con más generosidad que cereal — y Ciudad de Salla estaba atestada de agricultores arruinados que esperaban recibir alguna dádiva del nuevo septarca. Una neblina opaca y calurosa cubría la capital día tras día, y sobre ella se extendían las primeras nubes densas de otoño, que llegaban flotando puntualmente desde el mar oriental. Las calles estaban polvorientas; los árboles, incluso los majestuosos espinos de fuego junto al palacio del septarca, habían empezado temprano a soltar las hojas; los excrementos de los animales de los granjeros obstruían las alcantarillas. Éstos eran malos augurios para Salla, al iniciarse el reinado de un septarca; por eso me pareció sensato partir en esa estación. Ya entonces el buen talante de Stirron comenzaba a desgastarse, y algunos desdichados consejeros de estado habían ido a parar a las mazmorras. Yo todavía era querido en la corte, mimado y halagado, obsequiado con capas de piel y promesas de baronías en las montañas, pero ¿por cuánto, por cuánto tiempo? En ese momento Stirron se sentía culpable porque había heredado el trono y yo no tenía nada, por eso me trataba con suavidad; pero que tras el seco verano viniese un duro invierno de hambre, y quizá los platillos de la balanza se movieran; era muy posible que, envidiándome por estar libre de responsabilidades, se volviese contra mí. Yo había estudiado bien las crónicas de las casas reales; no era la primera vez que esas cosas ocurrían.

Me preparé, entonces, para abandonar el sitio de prisa. Solamente Noim y Halum conocían mis planes. Junté las pocas propiedades que no quería dejar, tales como un anillo de ceremonia legado por mi padre, un jubón de caza favorito, de cuero amarillo, y un amuleto que era un camafeo doble con los retratos de mi hermana vincular y mi hermano vincular; me deshice de todos mis libros, ya que uno puede conseguir más libros dondequiera que vaya, y ni siquiera me llevé la lanza para cazar aves-punzón, mi trofeo del día en que murió mi padre, que colgaba en mi dormitorio del palacio. Tenía a mi nombre una suma de dinero bastante grande, que manipulé de un modo que creí sagaz. Estaba todo depositado en el Banco Real de Salla. Primero transferí el grueso de mis fondos a los seis bancos provinciales menores durante muchos días. Estas nuevas cuentas eran conjuntas con Halum y Noim. Halum procedió entonces a retirar dinero, solicitando que fuera pagado al Banco Comercial y Marítimo de Manneran, para la cuenta de su padre, Sevgord Helalam. Si esta transferencia nuestra era detectada, Halum declararía que su padre había sufrido reveses financieros y había solicitado un préstamo de corta duración. Una vez que mis bienes se hallaron a salvo depositados en Manneran, Halum pidió a su padre que volviera a transferir el dinero, esta vez en una cuenta a mi nombre en el Banco del Pacto, en Glin. De este modo sinuoso llevé mi dinero de Salla a Glin sin despertar las sospechas de nuestros funcionarios de Hacienda, a quienes podía extrañar que un príncipe del reino enviara su patrimonio a la provincia norteña, rival nuestra. El defecto fatal en todo esto, señaló Halum, era que si Hacienda se sorprendía por el flujo de capital a Manneran, interrogaba a Halum y luego hacía averiguaciones sobre su padre, saldría a luz la verdad: que Segvord era próspero y no tenía necesidad del «préstamo»; todo eso habría conducido a más preguntas y, probablemente, a que me descubrieran. Pero mis maniobras pasaron inadvertidas.

Por último me presenté a mi hermano, a pedirle autorización para salir de la capital, como lo exigía la etiqueta cortesana.

Ésta era una cuestión difícil, ya que el honor no me permitía mentirle a Stirron, y sin embargo no me atrevía a decirle la verdad. Primero pasé largas horas con Noim, ensayando mis engaños. Como embustero, yo era un discípulo lento; Noim escupía, maldecía, lloraba, batía las palmas, penetrando de vez en cuando mi guardia con alguna pregunta aguda.

—No naciste para mentiroso — me decía, desalentado.

—No — admitía yo —; uno no nació para mentiroso.

Stirron me recibió en la sala de ceremonias del norte, una habitación oscura y sombría, de ásperas paredes de piedra y angostas ventanas, utilizada principalmente para audiencias con caciques de aldea. No creo que haya querido ofenderme con eso; no era sino el lugar donde se encontraba por casualidad cuando envié a mi caballerizo con el mensaje de que deseaba una entrevista. Eran las últimas horas de la tarde; afuera caía una lluvia grasienta y tenue; en alguna torre lejana del palacio un carillonero instruía a sus aprendices, y a través de las agrietadas paredes llegara el pesado zumbido de las campanadas, escandalosamente erróneas. Stirron vestía formalmente: un voluminoso manto negro de pieles protectoras, apretadas polainas rojas de lana, botas altas de cuero verde. Llevaba colgada al costado la espada del Pacto, sobre el pecho el pesado y reluciente medallón que indicaba su cargo, tenía los dedos cubiertos de anillos de nobleza, y si la memoria no me engaña, alrededor del antebrazo derecho lucía otro emblema de poder. De los símbolos reales sólo faltaba la corona misma. En los últimos tiempos había visto a Stirron así ataviado con bastante frecuencia, en ceremonias y reuniones de Estado, pero encontrarlo tan envuelto en insignias en una tarde común me resultó casi cómico. ¿Tan inseguro estaba que necesitaba cargarse constantemente con esas cosas para asegurarse de que era de veras septarca? ¿Sentía que tenía que impresionar a su hermano menor? ¿O se complacía infantilmente en esos ornamentos por el placer mismo? Fuera como fuese, esto revelaba alguna falla en el carácter de Stirron, alguna necedad interior. Me asombró que me pudiera resultar más divertido que imponente. Quizá el génesis de mi definitiva rebelión resida en ese momento en que, al entrar, vi a Stirron en todo su esplendor, y tuve que esforzarme para contener la risa.

Medio año en la septarquía había dejado huellas en él. Tea la cara gris y el párpado izquierdo caído, supongo que de agotamiento. Mantenía los labios muy apretados y estaba rígido, con un hombro más alto que el otro. Aunque sólo dos años nos separaban en edad, me sentí un muchacho a su lado, y me sorprendió cómo pueden grabarse en el rostro de un joven las preocupaciones de un alto cargo. Parecían haber pasado siglos desde que Stirron y yo habíamos reído juntos en nuestros dormitorios, susurrando todas las palabras prohibidas y desnudando uno ante el otro nuestros cuerpos en maduración para hacer las nerviosas comparaciones de la adolescencia. Ahora ofrecí a mi hermano verdadero un homenaje formal, cruzando los brazos sobre el pecho, doblando las rodillas e inclinando la cabeza mientras murmuraba:

—Lord septarca, que tu vida sea larga.

Stirron era lo bastante hombre como para desviar mi formalidad con una sonrisa fraternal. Respondió a mi saludo correctamente, sí, con los brazos levantados y las palmas hacia afuera, pero después convirtió eso en un abrazo, acercándose rápidamente a través de la sala. Sin embargo, en su actitud hubo algo de artificial, como si hubiese estado estudiando cómo demostrar afecto al hermano, y pronto me soltó. Se alejó de mí, volviendo la vista hacia una ventana próxima, y sus primeras palabras para mí fueron:

—Qué día horrible. Qué año brutal.

—¿Te pesa la corona, lord septarca?

—Tienes licencia para llamar a tu hermano por su nombre.

—Se te nota tenso, Stirron. Quizá tomes demasiado a pecho los problemas de Salla.

—El pueblo pasa hambre — dijo —. ¿Debe uno fingir que eso es algo sin importancia?

—El pueblo siempre pasó hambre, año tras año — contesté —. Pero si el septarca vacía su alma preocupándose por el pueblo…

—Basta, Kinnall. Estás abusando.

Ahora el tono de Stirron nada tenía de fraternal; le costaba mucho ocultar su irritación conmigo. Evidentemente le encolerizaba que yo hubiera notado siquiera su fatiga, aunque era él quien había iniciado la conversación lamentándose. La conversación se había desviado demasiado hacia lo íntimo. El estado nervioso de Stirron no era asunto mío: no me correspondía consolarlo, para eso tenía un hermano vincular. Mi bondadoso intento había sido incorrecto e inadecuado.

—¿Qué buscas aquí? — preguntó con aspereza.

—Permiso del lord septarca para salir de la capital.

Stirron se apartó de la ventana bruscamente y me miró ceñudo. Los ojos, opacos e indolentes hasta ese momento, se le volvieron brillantes y duros, y oscilaron de un lado a otro de manera inquietante.

—¿Salir? ¿Para ir a dónde?

—Uno desea acompañar a su hermano vincular Noim hasta la frontera del norte — dije con toda la soltura que me fue posible —. Noim visitará el cuartel central de su padre, el general Luinn Condorit, a quien no ha visto este año desde la coronación de su señoría, y le ha pedido a uno que viaje al norte con él, por cariño vincular y amistad.

—¿Cuándo partirías?

—Dentro de tres días, si place al septarca.

—¿Y por cuánto tiempo?

Stirron me ladraba prácticamente estas preguntas.

—Hasta que caiga la primera nieve del invierno.

—Demasiado tiempo. Demasiado tiempo.

—Uno podría entonces ausentarse por un lapso menor — dije.

—Pero ¿tienes que ir?

La pierna derecha me temblaba vergonzosamente en la rodilla. Me esforcé por serenarme.

—Stirron, piensa que uno no ha salido de Ciudad de Salla ni por un día entero desde que tú asumiste el trono. Piensa que uno no tiene derecho a pedirle a su hermano vincular que cruce solo las montañas del norte.

—Piensa que eres heredero de la primera septarquía de Salla — replicó Stirron —, y que si tu hermano sufre una desgracia mientras estás en el norte, nuestra dinastía se pierde.

La frialdad de su voz, y la ferocidad con que me había interrogado un momento antes, me provocaron pánico. ¿Se opondría a mi partida? Mi mente febril inventó una docena de razones para explicar esa hostilidad. Sabía de mis transferencias de fondos, y había inferido que me disponía a marcharme a Glin; o se imaginaba que Noim y yo, y el padre de Noim con sus tropas, promoveríamos una insurrección en el norte, con el objetivo de instalarme en el trono; o ya había decidido arrestarme y destruirme, pero no era todavía el momento adecuado para hacerlo, y no quería dejarme llegar lejos antes de que él pudiera pasar al ataque; o…, pero no hace falta que multiplique hipótesis. En Borthan somos suspicaces, y nadie es menos confiado que quien lleva corona. Si Stirron se negaba a dejarme salir de la capital, como todo parecía indicar, tendría que hacerlo subrepticiamente, y tal vez no lo consiguiese.

—No es probable que haya desgracias, Stirron — dije —, y aunque así fuera, no costaría demasiado volver desde el norte si te sucediese algo. ¿Tan seriamente temes la usurpación?

—Uno teme todo, Kinnall, y deja poco a la suerte.

Pasó entonces a sermonearme sobre la necesidad de cautela, y sobre las ambiciones de quienes rodeaban el trono, mencionando como posibles traidores a unos cuantos lords que yo habría situado entre los pilares del reino. Mientras hablaba, excediendo en mucho las normas del Pacto al revelarme sus inseguridades, vi con asombro en qué hombre torturado y aterrado se había convertido mi hermano en ese breve período como septarca; y comprendí también que no se me autorizaría a partir. Stirron habló y habló, moviéndose de un lado a otro, frotándose los talismanes de autoridad, recogiendo varias veces el cetro de una vieja mesa de madera, yendo hasta la ventana y volviendo, subiendo y bajando la voz, como si buscara las mejores resonancias septárquicas. Me asusté por él. Era un hombre de considerable tamaño, como yo, y en esa época mucho más robusto y fuerte que yo, y toda mi vida lo había adorado y me había inspirado en él; y allí estaba corroído de terror y cometiendo el pecado de contármelo. ¿Esas pocas lunas de poder supremo habían llevado a Stirron a semejante colapso? ¿Tan terrible era para él la soledad de la septarquía? En Borthan nacemos solitarios, y solitarios vivimos, y solitarios morimos; ¿por qué llevar la corona tenía que ser tanto más difícil que sobrellevar las cargas que nos infligimos cada día? Stirron me habló de complots criminales y de revolución fermentando entre los agricultores que atestaban la ciudad; y hasta insinuó que la muerte de nuestro padre no había sido accidental. Yo intenté convencerme de que se podía entrenar a un ave-punzón para que matara a un hombre determinado en un grupo de trece, y no logré aceptar esa idea. Al parecer, las responsabilidades del reino habían enloquecido a Stirron. Recordé a un duque, algunos años atrás, que había disgustado a mi padre, y que fue enviado a una mazmorra por medio año, y torturado todos los días en que se podía ver el sol. Al entrar en prisión era una figura robusta y vigorosa, y cuando salió estaba tan arruinado que se ensuciaba las ropas con los excrementos y no se daba cuenta. ¿Cuándo llegaría Stirron a eso? Pensé que acaso era mejor que me negara permiso para irme, ya que tal vez fuera preferible que me quedara en la capital, listo para ocupar su sitio si se desmoronaba de manera irreparable.

Pero al final de las divagaciones — lo habían llevado al otro lado de la sala, hasta una trasalcoba donde colgaban unas cadenas de plata — me asombró; juntando súbitamente las cadenas y arrancando una docena de ellas, se volvió hacia mí y gritó con voz ronca:

—¡Jura, Kinnall, que volverás del norte a tiempo para asistir a la boda real!

Quedé doblemente atónito. Desde hacía varios minutos había empezado a planear sobre la base de quedarme en Ciudad de Salla; ahora descubría que podía irme al fin y al cabo, y no estaba seguro de que debiese hacerlo, teniendo en cuenta el deterioro de Stirron. Y además él me exigía la promesa de volver pronto, y ¿cómo podía prometer eso al septarca sin mentirle, un pecado que no estaba dispuesto a cometer? Hasta entonces, cuanto le había dicho era la verdad, aunque sólo parte de la verdad; era cierto que planeaba viajar al norte con Noim para visitar a su padre, era cierto que me quedaría en Salla del norte hasta la primera nieve de invierno. Pero ¿cómo podía fijar una fecha para mi regreso a la capital?

Mi hermano debía casarse cuarenta días más tarde con la hermana menor de Bryggil, septarca del distrito sureste de Salla. Era una unión astuta. En cuanto se refería al orden de primacía tradicional, Bryggil ocupaba el séptimo y más bajo lugar de la jerarquía de septarcas de Salla; pero era el más viejo, el más hábil y respetado de los siete, ahora que ya no estaba mi padre. Combinar la sagacidad y jerarquía de Bryggil con el prestigio que correspondía a Stirron en virtud de su rango como primer septarca sería consolidar en el trono la dinastía de nuestra familia. Y sin duda pronto saldrían hijos de las entrañas de la hija de Bryggil, aliviándome de mi posición como heredero forzoso: su fertilidad debía haber pasado las pruebas necesarias, y en cuanto a Stirron no podía haber problemas, puesto que ya había repartido una camada de bastardos por toda Salla. Seguramente yo tendría que cumplir ciertas funciones ceremoniales en la boda, como hermano del septarca.

Había olvidado totalmente la boda. Si me fugaba de Salla antes del acontecimiento, lastimaría a mi hermano de un modo que me entristecía. Pero si me quedaba allí, con un Stirron tan inestable, no tenía garantías de estar en libertad cuando llegase el día nupcial, ni siquiera de conservar todavía la cabeza. Tampoco tenía ningún sentido ir al norte con Noim si me comprometía a volver en cuarenta días. Era una elección difícil: postergar la partida y arriesgarme a los caprichos reales de mi hermano, o partir ya, sabiendo que me echaba encima la mancha de violar un juramento hecho a mi septarca.

El Pacto nos enseña que debemos recibir con agrado los dilemas, ya que enfrentar lo insoluble y hallar una solución fortalece el carácter. En este caso, los hechos burlaban las elevadas enseñanzas morales del Pacto. Mientras yo vacilaba, angustiado, sonó el teléfono de Stirron; mi hermano levantó bruscamente el auricular y escuchó cinco minutos de parloteo, mientras se le oscurecía el rostro y se le encendían los ojos. Al final cortó la comunicación y me miró como si yo fuera un extraño para él.

—En Spoksa se comen la carne de los que acaban de morir — murmuró —. En las laderas de la Kongoroi danzan para los demonios con la esperanza de encontrar alimento. ¡Locura! ¡Locura!

Apretó los puños, fue a la ventana y apoyó en ella la cara, cerrando los ojos, y creo que por un momento olvidó mi presencia. El teléfono volvió a reclamarlo. Stirron se estremeció, como quien ha sido apuñalado, y fue hacia el aparato. Al verme paralizado junto a la puerta movió impaciente las manos hacia mí y dijo:

—Vete, ¿quieres? Anda con tu hermano vincular a donde sea. ¡Qué provincia! ¡Qué hambruna! ¡Padre, padre, padre!

Y tomó el auricular. Yo empecé a ofrecerle una genuflexión de despedida, pero Stirron me echó de la sala con ademanes furiosos, enviándome sin juramento ni ataduras hacia las fronteras de su reino.

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