Esperaba impaciente el retorno de Halum de su isla en el golfo de Sumar. Hacía más de dos años que no tenía hermana vincular ni hermano vincular, y los drenadores no podían sustituirles; anhelaba quedarme hasta altas horas de la noche con Halum o Noim, como antes, abriendo un yo a otro yo. Suponía que Noim estaba en alguna parte de Salla, pero ignoraba dónde, y Halum, aunque se decía que su vuelta de las vacaciones era inminente, no apareció en mi primera semana en Manneran, ni la segunda. Durante la tercera, un día salí temprano de mi oficina en la Magistratura, sintiéndome mal por la humedad y las tensiones de mi nueva función, y fui conducido a la residencia de Segvord. Al entrar en el palacio central, rumbo a mi habitación, divisé en el otro extremo a una joven alta y esbelta que cortaba una flor dorada de una enredadera para ponérsela en la cabellera oscura y lustrosa. No le pude ver la cara, pero su figura y su porte no me dejaban dudas; jubiloso exclamé «¡Halum!», y eché a correr a través del patio. La muchacha se volvió hacia mí, frunciendo el entrecejo; yo me detuve. Tenía la frente arrugada y los labios apretados; su mirada era fría y lejana. ¿Qué significaba esa mirada? Su rostro era el de Halum ojos negros, bella nariz recta y orgullosa, pómulos marcados —, y sin embargo su cara me era extraña. ¿Tanto podían haber cambiado dos años a mi hermana vincular? Las principales diferencias entre la Halum que yo recordaba y la mujer que ahora veía eran sutiles; diferencias de expresión, una posición de las cejas, un temblor de las ventanas de la nariz, un trazo de la boca, como si el alma se le hubiese transformado adentro. Vi además, al acercarme, que había algunas diferencias faciales secundarias, pero podía atribuirlas al paso del tiempo o a un fallo de la memoria. Mi corazón se lanzó a la carrera, mis dedos temblaron, y un extraño calor de confusión se me extendió por los hombros y la espalda. Habría querido ir hacia ella y abrazarla, pero de pronto la temí por esas transformaciones.
—¿Halum? — pregunté, indeciso, la voz ronca, la garganta seca.
—No ha llegado todavía.
Una voz como nieve que cae, más profunda que la de Halum, más resonante, más fría.
Me quedé pasmado. ¡Se parecía tanto a Halum que podía ser su hermana gemela! Conocía a una sola hermana de Halum, que entonces era apenas una niña a quien todavía no le retoñaban los pechos. No era posible que me hubiese ocultado durante toda su vida a una melliza, o una hermana un poco mayor que ella. Pero la semejanza era extraordinaria e inquietante. He leído que en la vieja Tierra tenían la manera de hacer, con sustancias químicas, seres artificiales que podían engañar hasta a una madre o a un amante, tal era su parecido a las personas verdaderas, y en aquel momento me habría dejado convencer de que ese proceso había llegado a nosotros a través de los siglos, a través del abismo de la noche, y que la falsa Halum a quien tenía delante era una imagen sintética, diabólicamente ingeniosa, de mi auténtica hermana vincular.
—Disculpe este estúpido error — dije —. Uno la confunde con Halum.
—Sucede a menudo.
—¿Es usted pariente de ella?
—Hija del hermano del Gran Juez Segvord.
Dijo llamarse Loimel Helalam. Halum jamás me había hablado de esta prima, o si lo había hecho yo no lo recordaba.
¡Qué raro que me hubiese ocultado la existencia de esta imitación de Halum que vivía en Manneran! Le dije mi nombre, y Loimel reconoció en él el nombre del hermano vincular de Halum, acerca de quien evidentemente había oído hablar mucho; suavizó un poco su actitud, y entonces algo del hielo que la rodeaba se disolvió. Por mi parte, se me había pasado la impresión sufrida al descubrir que la supuesta Halum era otra, y comenzaba a interesarme Loimel, pues era hermosa y deseable, y — a diferencia de Halum — estaba disponible. Mirándola con un solo ojo podía engañarme y pensar que era en verdad Halum, y aceptar su voz como la de mi hermana vincular. Juntos paseamos por el patio, conversando. Me enteré de que Halum llegaría esa tarde y Loimel había venido a organizar una entusiasta recepción para ella; también me enteré de algunas cosas acerca de Loimel, pues ésta, al modo imprudente de muchos mannerangueses, era menos severa que un norteño en vigilar su intimidad. Me dijo su edad: un año más que Halum (y que yo). Me contó que era soltera, y que acababa de poner fin a un poco prometedor noviazgo con un príncipe de una familia antigua pero lamentablemente empobrecida de la nobleza manneranguesa. Explicó su parecido con Halum diciendo que su madre y la de Halum eran primas, así como su padre era hermano del de Halum, y cinco minutos más tarde, cuando caminábamos del brazo, sugirió escandalosamente que, en realidad, el Gran Juez había invadido el lecho nupcial de su hermano mayor hacía mucho tiempo, y por lo tanto ella era en realidad medio hermana de Halum, no prima. Y me contó mucho más.
Yo no podía pensar más que en Halum, Halum, Halum. Loimel existía para mí únicamente como reflejo de mi hermana vincular. Una hora después de conocernos, Loimel y yo estábamos juntos en mi dormitorio, y cuando se quitó el vestido, me dije que la piel de Halum debía de ser cremosa como aquélla, que los pechos de Halum debían de parecerse mucho a aquellos, que los muslos de Halum no podían ser menos suaves, que los pezones de Halum también se convertirían en torrecillas cuando los dedos de un hombre les acariciaran las puntas. Después me tendí desnudo junto a Loimel, y la preparé con muchas hábiles caricias; pronto jadeó, agitó las caderas y gritó, y yo la cubrí con mi cuerpo, mas un segundo antes de penetrarla me vino fríamente una idea: «Pero si esto está prohibido poseer a la propia hermana vincular», y mi arma quedó floja como un trozo de cuerda. No fue más que una turbación momentánea: mirándole a la cara, me dije bruscamente que aquélla era Loimel y no Halum, que esperaba mi embestida, y mi virilidad revivió, y nuestros cuerpos se unieron. Pero me esperaba otra humillación. En el momento de entrar en ella, mi mente traidora me dijo: «Hiendes la carne de Halum» y mi cuerpo traidor reaccionó con la instantánea explosión de mis pasiones. ¡Qué intrincadamente ligados están nuestros miembros con nuestra mente, y qué complicado es cuando abrazamos a una mujer simulando que es otra! Me desplomé sobre Loimel avergonzado y furioso, ocultando mi cara en la almohada; pero ella, presa de urgentes necesidades, se meneó contra mi cuerpo hasta que encontré nuevo vigor, y esta vez la llevé al éxtasis que ella buscaba.
Esa noche mi hermana vincular Halum regresó por fin de sus vacaciones en el golfo de Sumar, y lloró de felicidad y sorpresa al verme vivo y en Manneran. Cuando la vi junto a Loimel, quedé más asombrado aún por su parecido, casi de hermanas gemelas; la cintura de Halum era más esbelta, el pecho de Loimel más abundante, pero se encuentran estas variaciones hasta en hermanas verdaderas, y en la mayoría de los rasgos corporales Halum y su prima parecían haber sido fabricadas con el mismo molde. Sin embargo, me llamó también la atención una diferencia profunda y sutil, visible sobre todo en los ojos, a través de los cuales, como dice el poema, brilla la luz interior del alma. El resplandor que Halum despedía era tierno, suave y dulce, como los primeros rayos de sol que flotan a través de la niebla en un amanecer de estío; los ojos de Loimel lanzaban un brillo más frío, más duro, el de una sombría tarde invernal. Mirando de una joven a la otra, me formé un rápido juicio intuitivo: «Halum es puro amor, y Loimel es puro yo». Pero retrocedí ante ese veredicto, apenas nació. No conocía a Loimel. Hasta entonces no había comprobado que fuera otra cosa que franca y generosa; no tenía derecho a menospreciarla de ese modo. Por otra parte, descubrí que más que agregar edad a Halum, esos dos años la habían bruñido, y ella había alcanzado el pleno brillo de su belleza. Estaba muy tostada, y en su corto vestido blanco parecía una bronceada estatua de sí misma; los rasgos de su rostro eran más angulosos que antes, dándole un delicado aspecto de encanto casi varonil. Además se movía con flotante soltura. La casa estaba llena de desconocidos para su fiesta de bienvenida, y después de nuestro primer abrazo la arrancaron de mi lado, y quedé con Loimel. Pero hacia el final de la velada apelé a mis derechos vinculares y llevé a Halum a mi habitación, diciendo:
—Hay dos años de conversación esperando.
Los pensamientos se atropellaban caóticamente en mi cerebro: ¿cómo podía decirle todo lo que me había pasado, cómo podía saber por ella qué había hecho, todo en las primeras y apresuradas palabras? No podía poner en orden mis pensamientos. Nos sentamos uno frente al otro a decorosa distancia, Halum en el sofá donde apenas unas horas antes yo había copulado con su prima, imaginando que era Halum. Una tensa sonrisa se cruzó entre nosotros.
—¿Por dónde puede uno empezar? — dije, y en el mismo instante Halum pronunció las mismas palabras.
Eso nos hizo reír y disolvió la tensión. Y entonces oí mi propia voz que preguntaba, sin preámbulos, si Halum creía que Loimel me aceptaría por mando.