Anotación número 8.

SÍNTESIS: La raíz irracional. R-13. El triángulo.

Hace muchos años, cuando todavía frecuentaba la escuela, tuve mi primer encuentro con (la raíz de -1) Recuerdo todavía con exactitud todos los detalles en el aula clara, en forma de campana, de la escuela, y me acuerdo también de los centenares de cabezas redondas de muchachos, y de Pliapa, nuestro profesor de matemáticas.

Le habían dado el apodo de Pliapa porque estaba ya bastante desgastado, y cuando el alumno de turno enchufaba el contacto en su espalda, el altavoz solía decir siempre Pliapa-pla-plach y a continuación comenzaba la clase de matemáticas. Cierto día, Pliapa nos contó algo acerca de los números irracionales y aún recuerdo que golpeé en la mesa, exclamando:

— No quiero la raíz de -1. ¡Quitádmela de encima, sacadme la raíz de -1!

Esta savia irracional crecía en mi interior como si se tratase de un cuerpo extraño, ajeno a mi naturaleza, era un producto terrible que me consumía, me devoraba. No se podía definir esta raíz ni tampoco combatir su nocividad, porque estaba más allá de lo racional.

Y ahora, de pronto, esta raíz volvía a dar señales de vida. Repasé mis anotaciones y reconocí que yo mismo me había creído astuto, y me había engañado a mí mismo, tan sólo para silenciarme la existencia de la raíz de -1. No es más que una insensatez la idea de que estoy enfermo, etcétera…, bien habría podido ir a los Protectores. Tres días atrás seguramente no lo habría pensado mucho para correr en seguida a verlos. Pero ahora… ¿Por qué?… Sí, ¿por qué?

Hoy sucedió exactamente lo mismo que ayer. A las 16 en punto me hallaba de nuevo ante el reluciente muro de cristal. Encima de mi cabeza las letras doradas del rótulo destellaban bajo el brillo del sol. A través de las paredes transparentes vi dentro del edificio una larga hilera de uniformes azul-grisáceos. Sus rostros estaban radiantes como las mismas lámparas de las iglesias de épocas remotas. Habían acudido para realizar una obra buena…, para sacrificar a sus seres amados, a sus amigos y hasta a sí mismos en el altar del Estado único.

Y yo…, yo sentía el anhelo de reunirme rápidamente con ellos para hacer otro tanto. Pero no fui capaz, mis pies parecían haber arraigado profundamente en el pavimento de cristal, como si estuviesen anclados para siempre. Me di cuenta de que tenía los ojos opacos, la mirada perdida, incapaz de dar un solo paso.

— ¡Eh, matemático!, ¿qué está usted soñando?…

Me encogí sobresaltado. Vi unos ojos negros como esmalte, sonrientes, y unos labios abultados como los tienen los negros. El poeta R-13, mi viejo amigo, estaba plantado delante de mí y a su lado O, la sonrosada criatura.

Me volví con ademán de fastidio (si no me hubiesen estorbado, tal vez habría conseguido exterminar de cabo a rabo a raíz de -1 arrancándomela de cuajo).

— No, no estoy soñando, solamente estaba contemplando algo con mucha atención.

— Bueno, bueno, querido. Usted no debería haber sido un matemático, sino un poeta. Venga con nosotros, con los poetas. Si quiere, se lo arreglo en seguida.

R-13 habla con una rapidez indescriptible, habla mucho y de prisa; las palabras parecen salir atropellándose de su abultada boca; cada una de las «p» es como un surtidor.

— Soy un servidor de la ciencia y seguiré siéndolo — respondí con expresión sombría —. No me gustan las bromas pesadas, ni siquiera las concibo. Pero R-13 tiene la mala costumbre de gastar bromas.

— ¡Bah, abandone su ciencia! La ciencia no es más que cobardía. Ustedes no pretenden más que rodear lo infinito con un pequeño muro y al mismo tiempo tienen miedo de mirar más allá del muro. Sí, señor. Y cuando echan una mirada al otro lado, cierran los ojos.

— Los muros son el comienzo de aquella humana… — comencé la frase, pero R me regó con un verdadero surtidor; O reía, pletórica de vida. Hice un gesto de indiferencia: «Ya pueden reírse, a mí poco me importa». No tenía el menor motivo para estar alegre. Tenía que hacer algo para adormecer a la maldita raíz de –1.

— ¡Qué os parece — dije — si nos vamos a mi habitación para dedicarnos a resolver algunos problemas matemáticos! — Recordé la hora llena de paz que disfrutamos ayer: tal vez ésta se repetiría.

O miró a R, luego enfocó sus ojos redondos y claros en mi rostro y sus mejillas quedaron invadidas del tierno matiz rosado que tienen nuestros billetes.

— ¿Hoy? — preguntó —. Tengo un billete para él — y con la cabeza señaló sobre R — y por la noche está ocupado, de modo que…

Los labios húmedos como el esmalte chasquearon:

— Podemos arreglárnoslas también con una hora, ¿verdad, O?, aunque sus problemas matemáticos no me interesan. Podemos ir también a mi casa para conversar y charlar.

Yo tenía miedo de quedarme a solas con mi propio yo, o, mejor dicho, con este nuevo y extraño ser humano que por mera casualidad llevaba mi número, el D-503. Así fue como seguí la sugerencia de R. Le falta desde luego el ritmo exacto, ya que tiene una lógica confusa y ridícula, pero, no obstante, somos amigos. Por algo hemos escogido, desde hace ya tres años, a esta O sonrosada y encantadora. Esto nos une aun más que los años de estudio que realizamos juntos.

Luego estuvimos en el cuarto de R. A primera vista todo ofrecía el mismo aspecto que en el mío. La Tabla de las Leyes, las sillas de cristal y el armario, la mesa y la cama también de cristal. Pero apenas hubo entrado R en la estancia, y movido los sillones a su gusto, los planos desaparecieron súbitamente, el sistema de ordenación tridimensional quedó como borrado del mapa y nada era ya euclídico.

R sigue siendo el mismo de siempre. En la ciencia de Taylor y en matemáticas era siempre el último de la clase.

Estuvimos charlando del viejo Pliapa: de cómo habíamos pegado a sus piernas de cristal nuestras cartitas de gratitud (queríamos mucho a Pliapa). Luego estuvimos hablando de nuestro maestro de religión (en la clase de religión no aprendimos, claro está, los diez mandamientos de nuestros antepasados, sino las leyes del Estado único). Este profesor tenía una voz extraordinariamente penetrante y fuerte, parecida a los aullidos de una tormenta, los cuales eran reproducidos por el altavoz. Y nosotros, los niños, repetíamos el texto en voz alta.

Cierto día, R-13, que tenía mucho desparpajo, le había llenado el altavoz con papel secante masticado, y a cada palabra, el altavoz disparaba unas bolitas de papel. Recibió lógicamente su castigo, pues, qué duda cabe, había sido una travesura reprobable, pero todos nos reímos… y, lo confieso…, yo también reí mucho.

— Desde luego, si el profesor de religión hubiese sido de carne y hueso, como los maestros de épocas remotas, seguramente habría comenzado a escupir furiosamente… Ja, ja.

Un verdadero surtidor brotó de los labios abultados de R al glosar ruidosa y alegremente este recuerdo.

El sol penetrando a través del techo y de las paredes, se reflejaba en el suelo. O se hallaba sentada en las rodillas de R y en sus ojos había un brillo húmedo que al resplandor solar se trocaba en espejuelos. Me había emocionado y enternecido con los recuerdos y tenía una sensación agradable al despedirme. La raíz irracional ya no daba señales de vida.

— ¿Qué, cómo va el integral? ¿Podremos ir pronto a ver a las gentes de Marte? Tendrán que darse prisa, ustedes los matemáticos, pues de lo contrario se les adelantarán los poetas; escribiremos tantos versos que su Integral, de tanto peso, ya no podrá despegar de tierra. Ustedes tienen que llevar la dicha a los habitantes de Marte. Escribimos cada día de las ocho hasta las doce…

R meneó desaprobador su cabeza y se rascó la espalda. La tiene tan cuadrada, que desde atrás ofrece el aspecto de una maleta atada con correas. (Involuntariamente se me ocurrió pensar en un cuadro antiguo: En la diligencia.)

De pronto sentí que la vida pulsaba más animadamente en mi interior.

— ¿Es que usted escribe también para el Integral? — le pregunté —. ¿Sobre qué tema?… Hoy, por ejemplo… dígame, ¿qué ha escrito hoy?

— Pues hoy no he dado golpe: ni una línea siquiera… Tenía otras preocupaciones…

— ¿Cuáles?

R puso cara de pocos amigos.

— Cuáles, cuáles… ¿Se empeña en saberlo? Pues bien, tuve que ocuparme de un fallo, una condena. He poetizado una condena. Uno de esos idiotas, de nuestros poetas… Sí, sí, ha estado sentado a nuestro lado durante dos largos años y parecía totalmente normal… Y, sin embargo, de pronto empieza a gritar: «Soy un genio, soy un genio, para mí no hay ley que valga», y otras cosas por el estilo… Bueno… y claro, ahora…

El labio abultado colgó de pronto lacio, y el esmalte negro de su mirada había perdido el brillo. R-13 se levantó con gesto agobiado, le dio la espalda, que era como una maleta herméticamente cerrada, y yo pensé: «¿Qué estará buscando ahora en su maleta?»

— Afortunadamente, los tiempos antediluvianos de los Shakespeare y de los Dostoievski, o como quiera llamárselos, ya han pasado — dije con voz intencionadamente fuerte.

R se volvió para poder mirarme a los ojos. Las palabras brotaban, como siempre, raudas y atropelladas de su boca, pero me pareció ver que sus pupilas no conservaban la habitual viveza.

— Sí, querido matemático: afortunadamente, como dice, somos todos unas magnitudes aritméticas mediocres y dichosas… ¿No es así como lo llamamos? Integrar desde el cero hasta el infinito, desde el cretino hasta Shakespeare… Sí, eso es…

No sé por qué, se me ocurrió pensar súbitamente en I-330 y recordar su voz. Había un cierto hilo, fino como un cabello, que establecía una ligazón entre ella y R-13. Pero ¿qué clase de ligazón? Y de nuevo la irracional raíz de -1 pareció moverse. Abrí mi insignia: las 17.35. O disponía, según el billete, de todavía 45 minutos.

— Tengo que irme…

Besé a O, estreché la mano de R y me dirigí al ascensor.

Ya fuera, me dispuse a cruzar la calle, volviéndome un instante. En el bloque de cristal claro, bañado por el sol, aquí y allá, había unas células opacamente azuladas: eran unas células ritmificadas e impregnadas por la dicha de Taylor. Atisbé en dirección al séptimo piso, donde se encontraba la habitación de R-13. Los cortinajes estaban corridos.

Querida O… querido R… Hay en este último algo que no comprendo. Y, sin embargo, él…, yo… y O formamos un triángulo, que aunque no de lados equiláteros, no por ello deja de ser un triángulo. Somos, para decirlo con las palabras que utilizarían nuestros antepasados, acaso usted, querido lector de un planeta lejano, comprenda más fácilmente este lenguaje que el nuestro, somos una gran familia. Y es un bien poder descansar un rato y encerrarse, salvaguardándose contra todo, en un triángulo simple, fuerte y sin complicación.

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