Estamos en primavera. Desde la salvaje lejanía, desconocida al otro lado del Muro Verde, el viento trae el polen de las flores. Este polvillo dulzón reseca los labios — a cada instante es menester humedecerlos con la lengua — y todas las mujeres que se cruzan conmigo tienen los labios dulces (los hombres también). Esta circunstancia aturde nuestro cerebro.
¡Y qué cielo! Azul intenso, sin la menor sombra de nubes (¡qué mal gusto debieron de tener nuestros antepasados, si aquellas masas de vapor, deformes, burdas y tontas, eran capaces de emocionar a sus poetas!). Me gusta un cielo estéril, rigurosamente puro. Y no solamente me gusta a mí, sino que estoy seguro de que todos amamos este cielo. Todo este mundo ha sido construido en el vidrio eterno, irrompible, que forma el Muro Verde y, también, nuestros edificios. En nuestra Era se ve la azulada profundidad de las cosas, se adquiere una magnitud inédita en ellas y observamos unas ecuaciones maravillosas, que se pueden descubrir en lo más cotidiano, hasta en lo más vulgar.
Esta mañana, por ejemplo, estuve en la factoría donde se construye el Integral. De pronto mi mirada se fijó en las máquinas. Con los ojos cerrados, como abstraídas, giraban las bolas de los reguladores. Las relucientes palancas se inclinaban a derecha e izquierda, el balanceo era soberbio en los ejes, el puntero de la máquina taladradora crujía al son de una música imperceptible. Entonces se me reveló la hermosura de aquella danza en las máquinas inundadas de la azulada luz solar.
Luego me pregunté casi involuntariamente: «¿Por qué es hermoso todo esto? ¿Por qué es bella la danza?» La respuesta fue: «Es un movimiento regulado, no libre, porque su sentido más profundo es la sumisión estética perfecta, la idealizada falta de libertad. Si es cierto que nuestros antepasados, en los instantes de mayor entusiasmo, se abandonaban a la danza (en los misterios religiosos, en los desfiles militares), este hecho puede significar tan sólo: el instinto de no ser libre es innato en el hombre, y nosotros, en nuestra existencia actual, lo hacemos conscientemente…» Me interrumpen: en mi numerador se ha abierto una casilla. Alzo la visita: «Claro, es O-90, dentro de medio minuto llegará aquí, viene a buscarme para dar juntos un paseo».
¡La querida O! Desde el principio me di cuenta de que su aspecto está de acuerdo con su nombre, tiene diez centímetros menos de estatura de lo corriente; es totalmente curvada, como si estuviera torneada, y cuando habla su boca es una O sonrosada. En las muñecas tiene profundos hoyuelos, como los niños.
Cuando llegó a mi habitación, el volante de la lógica oscilaba todavía en mi interior y la fuerza de la inercia me hizo hablar a O de aquella fórmula que acababa de descubrir, la fórmula que abarca a todo y a todos: seres inteligentes, máquinas y danza.
— Es maravilloso, ¿verdad? — le dije.
— ¡Sí, es maravillosa la primavera! — me contestó O con una sonrisa radiante.
La primavera…, habla de la primavera. ¡Qué absurdas son estas mujeres!, pensé. Pero no dije nada.
Luego, la calle. La avenida estaba repleta de vida bulliciosa. Cuando hace un tiempo tan bueno, solemos aprovechar nuestra hora de asueto, después de la comida, para dar un paseo de compensación. Como siempre, sonaba por todos los altavoces de la fábrica el himno nacional del Estado único. En filas de a cuatro, los números marchaban al compás de las solemnes melodías… Centenares, millares, todos en sus uniformes gris metálico, con la insignia dorada en el pecho: con el número que nos ha sido asignado por el Estado, el que llevamos. Y ya los cuatro de esta hilera somos tan sólo una ola de las incontables en esta gran riada.
A mi izquierda marchaba O-90 (si uno de mis peludos antepasados hubiese escrito estas anotaciones mil años atrás, tal vez habría dicho «mi O-90»); a la derecha otros dos números que no conocía, uno femenino y el otro masculino.
Una felicidad brillante lo llena todo, la del cielo azul, las insignias doradas centellean como soles minúsculos, no se ve ni un solo rostro sombrío, en todas partes no hay más que luz, todo parece tejido con una materia luminosa, radiante. Y los compases metálicos: tra-ta-ta-tam, tra-ta-ta-tam, son los escalones de cobre bañados por el sol, y por cada escalón se sube hacia arriba, más arriba, en pos del azul.
De pronto volví a ver todas las cosas igual que las había visto esta mañana en la factoría. Tuve la sensación de que cuanto me rodeaba lo veía por primera vez: las avenidas rectas como una regla, el reflejo del cristal en el pavimento de la calle, los grandes cubos rectilíneos de las viviendas transparentes, la armonía cuadrada de las huestes en sus pelotones, marchando al compás. No había sido necesario el paso de las generaciones: yo solo había vencido al viejo Dios y a la antigua existencia. Yo solo lo había conseguido todo y me sentía como una torre; no osaba mover los codos para que los muros, las cúpulas y las máquinas no se derrumbasen y se hicieran añicos.
Y en el instante siguiente… un salto a través de los siglos, desde el más al menos. Me acordé de determinado cuadro en el museo (se trataba de una asociación de contrastes): una calle del siglo XX, una policroma confusión de hombres, engranajes, animales, pasquines, árboles, colores y pájaros… ¡Y aquello había existido realmente! Me pareció tan inverosímil y absurdo, que no pude dominarme, y prorrumpí en una sonora carcajada. En seguida me devolvió el eco… una risa a mi diestra. Miré hacia la derecha y vi unos dientes blanquísimos y también agudos en el rostro de una mujer que me era desconocida.
— Perdone — me dijo —, pero ha estado usted contemplando esto, tan embelesado como un dios de la mitología en el séptimo día de la creación. Da la impresión de estar convencido de que es usted el que me ha creado. Esto es muy halagador para mí.
Dijo todo esto con absoluta serenidad, casi con respeto (tal vez sabía que soy el constructor del Integral). Y, sin embargo…, en sus ojos o tal vez en sus cejas había una X extrañamente excitante; no supe captar a esta desconocida, me era imposible expresarla en números matemáticos.
Me sentí muy azorado e intenté en mi aturdimiento fundamentar lógicamente mi risa. Hablé del contraste, del abismo infranqueable entre el presente y el pasado.
— ¿Por qué ha de ser infranqueable ese abismo? — me interrumpió ella. ¡Qué blancos eran sus dientes! —. Se puede tender un puente encima. Imagínese: tambores, batallones, hombres en fila, en formación… todo esto existió también entonces, de modo que… ¿No lo ve? — exclamó entusiasmada. (¡Qué extraña telepatía: ella utilizaba las mismas palabras que yo había anotado en mi parte antes de emprender el paseo!)
— Mire — le dije —, tenemos las mismas ideas. Ya no somos, pues, unos seres individuales, sino que cada uno de nosotros es uno entre muchos. Nos parecemos el uno al otro tanto…
— ¿Está usted seguro?
Sus cejas enarcadas formaron un agudo ángulo en dirección a la nariz; así tenía el aspecto de una incógnita, de una X de trazos precisos, y esta circunstancia me inquietó de nuevo. Miré hacia la derecha, a la izquierda y nuevamente a la derecha…, donde marchaba ella, esbelta, nervuda, ágil y cimbreante como una caña de bambú, I-330 (solamente ahora me di cuenta de su número), a mi izquierda andaba O, que era totalmente distinta de ella, hecha al parecer tan sólo de círculos y curvas, y al final de nuestra fila iba un número masculino que desconocía… Éste marchaba doblemente encorvado, como una S. Ninguno de los cuatro se parecía al otro. Los cuatro eran ¡distintos entre sí!…
I-330 había captado, por lo visto, mi distraída mirada, pues exclamó suspirando: ¡Ay-ay-ay!
Y este «ay-ay-ay» era, desde luego, acertado, pero de nuevo había algo en sus facciones y en su voz que me…
Por esto le respondí con voz severa:
— Nada de ay-ay-ay. La ciencia progresa y está totalmente claro que, aun cuando no ahora, dentro de cincuenta o cien años…
— …Que entonces todos tendremos la misma nariz…
— Sí, la misma nariz — corroboré casi gritando —, pues la diferenciación de los apéndices nasales es motivo de envidia… Si yo tengo una nariz de patata, y otro…
— Pero ¿qué quiere? Su nariz es verdaderamente clásica, como solía decirse en otros tiempos. Pero ¿y sus manos?… Eso, enséñeme sus manos. Vamos, enséñemelas, ¿quiere?
No puedo soportar que me miren las manos. Son tan velludas, están cubiertas de un espeso vello. Y esto es un atavismo loco. Le tendí mis manos y dije con un tono que quería aparentar indiferencia:
— Manos de mono.
Ella las contempló y luego su mirada se clavó en mi rostro.
— ¡Vaya, sí que es un conjunto interesante!
Me midió con una ojeada calculadora y enarcó nuevamente las cejas.
— Está registrado para mí — sonó la voz meliflua y henchida de orgullo de la sonrosada boca de O.
Habría hecho mejor callándose: su observación sobraba. Además… cómo diría yo…, hay algo que no funciona bien referente a la rapidez de su lengua. La vertiginosa rapidez de la lengua siempre ha de ser algo menor que la infinitesimal del pensamiento; de lo contrario constituye un grave defecto.
Desde la torre de los acumuladores, al final de la avenida, el reloj sonoro anuncia las cinco. La hora del asueto había terminado. I-330 se marchó con su número masculino y que semeja una S. Éste tiene un rostro que infunde respeto y que me parece conocer. Sin embargo, no puedo recordar dónde le tengo visto, es seguro que me he cruzado con él en alguna parte. Al decir adiós. I me sonrió enigmáticamente.
— Mañana puede echar un vistazo al auditorio 112 — me dijo.
Me encogí de hombros:
— Si me dan la orden, es decir…, para el auditorio que acaba de citar…
Pero, con una certeza incomprensible, I-330 me respondió:
— Recibirá la orden.
Esta mujer me causó el mismo efecto desagradable que un miembro irracional, insoluble, surgido impensadamente en medio de una ecuación; sentí alivio y hasta alegría al poder estar todavía unos minutos a solas con la querida O. Con los brazos enlazados fuimos andando hasta el cruce de la cuarta manzana. En aquella esquina, ella había de girar hacia la izquierda y yo a la derecha.
— Hoy iría con mucho gusto a su casa, para bajar las cortinas. Precisamente hoy, ahora, en este mismo instante… — dijo O, y me miró tímidamente con sus grandes ojos azules.
¿Qué podía responderle? Ayer había estado en mi casa, y ella sabía como yo que nuestro próximo día sexual no sería hasta pasado mañana. Su lengua volvía a ser más rápida que sus pensamientos; lo mismo que la prematura explosión (a veces tan perjudicial) de un motor.
Como despedida la besé dos veces; no, quiero ser absolutamente exacto: la besé tres veces en aquellos párpados que cubren sus ojos maravillosamente azules, no enturbiados por la menor nube.