Anotación número 28.

SÍNTESIS: Ambos. Virtud y energía. Una parte del cuerpo invisible.

Querido lector: si su mundo se parece al de nuestros lejanos antepasados, entonces procure imaginarse que en algún lugar extraño del Océano, tal vez en el sexto o séptimo Continente, en alguna Atlántida, descubre una extraña agrupación humana: hombres que flotan por los aires sin ayuda de alas y sin aeronaves, piedras que son alzadas por la mera energía de la mirada…

Ni siquiera la más encendida fantasía podría imaginar semejantes cosas. Una sorpresa parecida a la que usted tendría es la que llegué a sentir ayer, pues desde nuestra Guerra de los Doscientos Años nadie de nosotros había ido más allá del Muro, tal como ya he dicho en otras ocasiones.

Sé que es mi deber narrar minuciosamente lo que descubrí en aquel mundo extraño que se me abrió ayer de par en par. Pero hoy, en cambio no soy capaz de volver sobre el asunto. Nuevas cosas, cada día mayores novedades, me sobresaltan y abruman; una verdadera oleada de sucesos me agobia y nada soy capaz de retener de todos ellos…

Primeramente oí un susurro delante de mi puerta y reconocí la voz de I, ágil, y otra monótona, como una regla de madera: la de U. Luego se abrió mi puerta de golpe y ambas se precipitaron al mismo tiempo a mi cuarto.

I apoyó su mano en el respaldo de mi sillón, contemplando a la otra con una sonrisa maliciosa:

— Escuche — me dijo —, esta mujer pretende, por lo visto, guardarle de mí. Hace como si usted fuese un niño.

A estas palabras, la otra replicó con un temblor de agallas:

— ¡Es como un niño, desde luego! Por eso no se da cuenta de lo que usted pretende de él, ni de que usted sólo hace comedia. Me siento obligada…

Durante la fracción de unos instantes observé en el espejo mis cejas peligrosamente fruncidas. Me levanté de golpe, agité mis puños velludos gritando a U:

— ¡Fuera…, salga inmediatamente, fuera!

Las agallas comenzaron a hincharse, se tiñeron de rojo y se desinflaron, para tornarse pálidas como la ceniza. Abrió la boca, quiso decir algo, pero no fue capaz de articular ni una sola palabra, tragando saliva, se marchó silenciosa.

Me precipité hacia I:

— No se lo perdonaré jamás, ¡jamás! Ha osado ofenderte… Pero no podía imaginarme que llegara a este extremo, creía que ella deseaba… Ha hecho eso solamente porque quiere abonarse a mí, pero yo…

— Ya no tendrá tiempo para hacerlo. Aunque existieran millares de mujeres como ella. Sé que no crees en esos millares de mujeres, sino solamente en mí. Después de lo sucedido ayer, soy totalmente tuya, tal como lo has deseado. Me he entregado en tus manos, y en cualquier instante en que se te pueda antojar, serás capaz de…

— ¿Qué es lo que puedo hacer en cualquier instante en que se me antoje?…

De pronto comprendí lo que quería insinuar. La sangre se me subió al rostro y a las orejas, mientras grité:

— Calla, calla. No digas una sola palabra sobre eso. ¡Sabes que mi antiguo yo no existe ya!

— ¡Oh! El hombre es como una novela: mientras no se haya leído la última página, no se conoce su final. Si no fuese así, no merecería la pena leerla…

Acaricié los cabellos de I. No podía ver su rostro, pero me di cuenta por su voz que miraba lejos, que con la mirada seguía a una nube que despacio, muy despacio y silenciosa, se deslizaba por el horizonte, sin que supiera adónde iría a parar.

Después de un rato me apartó con un gesto cariñoso:

— Escúchame, he venido para decirte algo: ¿sabes que a partir de esta noche se realizan unos profundos cambios en todos los auditorios?

— Sí, antes pasé por delante y vi en el interior unas mesas largas y unos médicos ataviados con batas blancas.

— No lo sé…, nadie lo sabe hasta ahora y es precisamente lo peor… Pero tal vez lleguen tarde…

Hace tiempo que ya no sé distinguir quién es ella y quiénes somos nosotros, de modo que no podía decir lo que prefería: que fuera demasiado tarde o que llegaran tarde. De una sola cosa estaba seguro: I se hallaba ahora más cerca que nunca del borde de un abismo.

— Pero si todo eso es una locura — dije —. Vosotros contra el Estado único. Es lo mismo que si se pusiera la palma de la mano contra el orificio del cañón de un fusil para detener la bala. No es menor vuestra locura.

— Todos han de perder la razón, cuanto antes mejor. Aún no hace mucho que alguien lo dijo. ¿Te acuerdas?

Sí, eso constaba en mis notas. De modo que todo había sucedido realmente. La miré guardando silencio; la oscura cruz en su rostro se destacaba hoy con especial claridad.

— I, queridísima mía, déjalo, no te expongas, déjalo, antes de que sea demasiado tarde… Si quieres, renunciaré a todo, lo olvidaré todo y marcharé contigo al país al otro lado del Muro Verde, iré contigo allí, con aquellos… no sé quiénes son.

Ella movió la cabeza negativamente. Así fue como me di cuenta de que, efectivamente, era demasiado tarde. Se incorporó y quiso marchar. Le cogí de la mano:

— ¡No, quédate un poquito más, sólo un poquito, por el Gran Protector!…

Ella alzó lentamente mi mano hasta la luz, mi mano velluda a la que tanto odiaba. Se la quería negar, retirarla, pero la asió con mayor fuerza.

— Tu mano… Pero tú no lo sabes… sólo muy pocos lo saben, que las mujeres de aquí, de nuestra ciudad, amaban a aquellos hombres. También en tu interior circula, por lo visto, alguna gota de esa sangre de sol y de bosque. Tal vez es por eso que te…

Una pausa. Qué extraño, este vacío, esta nada; mi corazón latía tan violentamente que casi estaba a punto de estallar. Grité:

— No, no te dejaré marchar hasta que me hayas contado algo de ellos y me aclares por qué los amas tanto. Ni siquiera sé quiénes son ni de dónde vienen. ¿Quiénes son?, ¿son la mitad que perdimos…, H2 y O?… Pero si H2 O ha de unirse, entonces los arroyos, los mares, las cataratas, las olas y los torbellinos… han de unirse también…

Todavía recuerdo cada uno de sus gestos. Alcanzó el triángulo cristalino de encima de la mesa y lo estuvo apretando contra su rostro, mientras hablaba. En su mejilla quedó una huella blanca, que primero enrojeció y luego fue desapareciendo. Pero no me es posible recordar sus palabras, sino algunas imágenes y el colorido de su conversación. Creo que me contó algo de la Guerra de los Doscientos Años:

Al principio había unas manchas rojas en la hierba verde; encima de la tierra oscura, también en la nieve blanco-azulada, unos charcos rojos que no quisieron secarse. Luego la hierba quemada por el sol y unos hombres desnudos, lívidos, desgreñados, y unos perros peludos, amarillos, y finalmente unos cadáveres hinchados, tal vez de algunos canes; quizá se trataba de personas, no recuerdo… Todo esto ocurría al otro lado del Muro Verde, pues la ciudad ya había vencido… En la ciudad existía, ya entonces, nuestra alimentación sintética.

Oí el murmullo de los pliegues graves, de unos cortinajes pesados y negros que llegaban desde el cielo hasta la tierra… Unas columnas de humo ascendían desde los bosques y también de los poblados incendiados que ardían. Un ruido ensordecedor: legiones infinitas de personas, de hombres, fueron llevados a la fuerza a la ciudad, para ser salvados contra su voluntad y para aprender a ser felices.

— ¿Todo esto lo sabías? — me preguntó.

— Sí, casi todo.

— Pero no sabías que un pequeño grupo de ellos quedó, sin embargo, escondido y siguió viviendo detrás del Muro Verde. Desnudos huyeron a los bosques. Luego, aprendieron a vivir con los árboles, los animales, los pájaros, las flores y el sol. En el transcurso del tiempo, sus cuerpos se cubrieron de vello, pero debajo de su piel conservaron la sangre roja y ardiente. Sois mucho peores que ellos, pues estáis rodeados e impregnados de cifras y corren por vosotros las cifras a millares, como piojos. Hay que arrancároslo todo y haceros huir desnudos a los bosques. Tenéis que aprender a temblar de alegría, de temor, de odio, de ira y también de frío: deberíais adorar el fuego. Y nosotros, los mephi, nosotros queremos…

— ¿Mephi, qué es eso?

— Pues Mephi es un hombre antiquísimo, es aquél que… Allí encima de la roca está pintado un mozo, ¿verdad que te acuerdas? Pero será mejor que te lo explique en tu propio lenguaje, para que lo comprendas mejor. Existen dos fuerzas en la vida, la virtud y la energía. Una crea la dicha sosegada y el equilibrio dichoso, la otra conduce a la destrucción del equilibrio, al movimiento angustioso e indefinido. Vosotros, o, mejor dicho, vuestros antepasados. los cristianos, han adorado la virtud como divinidad. Nosotros, en cambio, los anticristianos…

En este instante se oyó llamar quedamente a la puerta y el individuo de la frente abombada, que me había traído la primera nota de I, entró en la habitación. Se dirigió precipitadamente hacia nosotros y se detuvo, jadeando, como si le faltase la respiración. Se le veía tan cansado que no podía pronunciar palabra. Seguramente había corrido mucho.

— Bueno, pero ¿qué ha sucedido?, ¿qué hay? — inquirió I, cogiéndole del brazo.

— ¡Vienen… aquí!… — dijo finalmente —. Los Protectores… y con ellos… aquel jorobado.

— ¿S?

— Sí, ya están en la casa vecina. Llegarán en seguida. Pronto, de prisa.

— ¡Qué tontería! Aún tenemos tiempo… — Ella rió y en sus ojos bailaban unas llamitas alegres y divertidas. Aquello era valor temerario o, tal vez otra cosa que no llegué a comprender.

— Por favor, I, te lo imploro — le dije angustiado. — Por la salud del Protector. ¿Es que no comprendes?

— ¿Por la salud del Protector? — Una sonrisa burlona subrayó sus palabras.

— Bueno, pues entonces no por él, sino por mí… Por favor, vete.

— Realmente tendría que consultar algo contigo… Pero bueno, lo dejaremos para mañana…

Me saludó con un gesto risueño de su cabeza (sí, realmente risueño) y se marchó con aquel individuo. Volví a estar solo.

Pronto… Me sentaré al escritorio.

Una vez acomodado, saqué mi manuscrito, lo abrí y cogí la pluma para que me encontrasen absorto en esta labor, que había de ser en beneficio del Estado único. Pero de pronto se me erizaron los cabellos, pues se me ocurrió pensar: «¿Y si echan un vistazo a mi manuscrito y leen alguna página…, por ejemplo una de las últimas…, qué sucederá?»

Sin embargo, seguía sentado en el escritorio. Las paredes temblaban y también temblaba la pluma en mi mano, mientras las letras se me borraban al nublárseme la vista…

«¿Esconderlo tal vez? ¿Pero dónde…, si todo es de cristal? ¿Quemarlo?» Me podían ver desde el pasillo y las habitaciones de alrededor. Por lo demás, ya no poseía la suficiente energía para destruir esta parte de mi propio yo, que quizá me resultaba más estimable que todo lo demás. No… ¡No podía hacerlo…, no me sentía capaz!

Pasos, voces en el pasillo. ¡Ahí estaban! Hice el movimiento justo para poder alcanzar un fardo de papeles y sentarme encima. Ahora estaba irremediablemente pegado al sillón, que temblaba con cada uno de mis átomos. El suelo de mi cuarto era como la cubierta de una nave que se balanceaba… arriba y abajo… arriba y abajo…

Acurrucado y encogido, alcé la vista. Iban de habitación en habitación, se acercaban, cada vez más. Algunos números estaban sentados, tiesos, rígidos, como petrificados, lo mismo que hacía yo; otros, en cambio, salían presurosos a su encuentro y abrían valientemente su puerta de par en par. ¡Qué felices!… Ojalá yo también…

«El Protector es una desinfección tan necesaria como imprescindible para toda la humanidad, por lo que en todo el Estado único no hay favoritismo alguno…»

Escribí esta frase descabellada al vuelo, con la pluma enloquecida, y entretanto me incliné aun más profundamente encima de la mesa.

En mi cabeza pululaba un grillo indomable enfurecido, y, de espaldas a la puerta, escuché con todos mis sentidos. El pomo de la puerta chirrió, sentí una corriente de aire y el sillón comenzó a girar…

Con un esfuerzo mayúsculo traté de desviar mi atención del manuscrito, mirando a los que entraban (¡qué difícil resulta hacer comedia!…, pero ¿quién me ha hablado hoy precisamente de hacer comedia?)

S fue el primero en entrar: hosco, silencioso. Sus ojos se clavaron en mi rostro, en mi sillón, en el papel que había debajo de mis temblorosas manos. Luego vi unos rostros conocidos en el umbral y uno de ellos se destacó del grupo…, unas agallas al rojo vivo, hinchadas…

Recordé de pronto todo cuanto había sucedido media hora antes en mi cuarto, y se me hizo evidente que seguramente no tardarían… Mi corazón y todo mi ser parecía dar saltos en aquella parte (por fortuna invisible e impenetrable de mi cuerpo) debajo de la que seguía escondido mi manuscrito.

U se acercó por la espalda a S y susurró:

— Éste es D-503, el constructor del Integral. ¿Verdad que ha oído hablar ya de su invento? Siempre está en su escritorio…, jamás se concede una pausa.

¿Qué había de objetar a esto por mi parte? Qué mujer más maravillosa. S se acercó casi de puntillas, se inclinó por encima de mi hombro y contempló lo que había encima de la mesa.

Apoyé mis codos con fuerza en el manuscrito, pero me dijo con tono severo:

— ¡Enséñeme lo que tiene ahí!

Con el rostro enrojecido por la vergüenza, le tendí la hoja de papel. La analizó y vi cómo en sus ojos florecía una sonrisa que se deslizó por su rostro y se detuvo en el ángulo derecho de su boca.

— Es un poco dudosa la frase, pero de todos modos… Bueno, bueno, siga…, no queremos entretenerle por más tiempo.

Volvióse con pasos vacilantes hacia la puerta y con cada uno de sus pasos parecía volver paulatinamente la vida a mis pies, mis manos y mis dedos. Mi alma fue esparciéndose uniformemente por todo el cuerpo y respiré aliviado…

Pero U seguía todavía a mi lado. Se inclinó hacia mi oído y susurró:

— ¡Suerte que yo!…

No sé lo que quería insinuar…

Hacia el atardecer me enteré de que habían detenido a tres números.

Claro que nadie de nosotros se atrevió a comentar a viva voz este incidente (debido a la influencia educativa de los Protectores que invisiblemente se encuentran entre nosotros). Nuestras conversaciones giraban en torno a la vertical del barómetro y del cambio de tiempo que se avecinaba.

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