He releído mis anotaciones de ayer, y saco la impresión de no haberme expresado con absoluta claridad. Para nosotros los números, todo resulta tan claro como el agua. Pero, quién sabe, tal vez ustedes, los desconocidos lectores a quienes el Integral ha de llevar mis anotaciones, han leído el gran libro de la civilización sólo hasta la página en que se detuvieron nuestros antepasados de hace novecientos años. Si es así, puede que no conozcan siquiera unas cosas tan elementales como la Tabla de las Leyes de horas: las horas de asueto personal, la norma matriz, el Muro Verde ni tampoco al Bienhechor. Me resulta ridículo, y al mismo tiempo muy difícil, explicarles todo esto. Igual le podía pasar a un escritor, digamos por ejemplo del siglo XX, si tuviera que explicar en su novela lo que es una falda, un piso vivienda y una esposa. Si su libro fuese traducido para ciertos pueblos salvajes, no podría pasar tampoco sin unas aclaraciones marginales respecto a palabras como, por ejemplo, falda.
Cuando el salvaje leyera falda, pensaría seguramente: «¿Para qué sirve eso? No puede ser más que una carga, una molestia». Creo que también ustedes se extrañarán si les digo que desde la Guerra de los Doscientos Años, nadie de nosotros ha visitado las regiones de más allá del Muro Verde.
Pero, estimado lector, trate de reflexionar sólo unos instantes: toda la historia que conocemos de la humanidad es la historia de la transición del estado nómada a un sedentarismo progresivo. De ello se deduce que la forma vital del sedentarismo más estable y persistente (la nuestra) es también la más perfecta.
Solamente en tiempos remotos, cuando existían todavía las naciones, las guerras y el comercio, cuando se descubrió más de una América, los hombres solían trasladarse sin sentido alguno, sin una razón, de un extremo al otro del mundo. ¿Pero para qué? ¿Quién precisa de ello en la actualidad?
Confieso que la costumbre de este sedentarismo no se consiguió en seguida ni sin esfuerzo. Durante la Guerra de los Doscientos Años, cuando todas las carreteras quedaron destruidas y cubiertas por la vegetación, había de ser bastante desagradable tener que residir en unas ciudades separadas e incomunicadas entre sí por unos desiertos selváticos. Pero ¿qué importancia podía tener esto?
Al perder el hombre su cola de mono, también debió de costarle el sacudiese de encima las moscas sin este medio auxiliar. Al principio seguramente debía de considerarse muy desdichado sin ella. Seguro que la echó dolorosamente de menos. Ahora, en cambio…, ¿podría usted imaginarse a sí mismo con una cola? ¿O caminando desnudo por la calle, o sin falda? (Pero a lo mejor la lleva todavía.) A mí me sucede lo mismo: no puedo imaginarme ninguna ciudad sin el Muro Verde, y ninguna vida sin la indumentaria prescrita por la Tabla de las Leyes.
La Tabla de las Leyes: desde la pared de mi cuarto sus letras de púrpura sobre fondo de oro me contemplan con ojos benignamente severos. Involuntariamente se me ocurre pensar en lo que los antiguos llamaron el icono y quisiera escribir versos o rezar (lo que al fin de cuentas es lo mismo). ¡Oh!, ¿por qué no seré poeta, para ensalzarte dignamente, oh Tabla de las Leyes, tú, que eres el corazón y el pulso del Estado único?
Todos nosotros (quizá también ustedes) hemos leído ya en la edad escolar el más voluminoso de todos los monumentos conservados de la antigua literatura: La guía de los ferrocarriles. Compárenla por un instante con la Tabla de las Leyes, y observarán que aquélla es como el grafito y ésta es como el diamante (¡hay que ver cómo luce el diamante!), y, sin embargo, ambos, el diamante y el grafito, proceden del mismo elemento C: el carbono; sin embargo, qué transparente y claro es el diamante y cómo brilla.
Seguramente ustedes se quedarán exhaustos al recorrer las páginas de la guía-itinerario. La Tabla de las Leyes de horas, sin embargo, convierte a cada uno de nosotros en el héroe de acero de seis ruedas, en el héroe del gran Poema. Cada mañana, nosotros, una legión de millones, nos levantamos como un solo hombre, todos a una misma hora, a un mismo minuto. Y a un mismo tiempo, todos, como un ejército de millones, comenzamos nuestro trabajo y al mismo instante lo acabamos.
Y así, fusionados, en un solo cuerpo de millones de manos, llevamos todos al unísono, en un segundo determinado por la Tabla de las Leyes, la cuchara a los labios, y al mismo segundo paseamos, nos reunimos en torno a los ejercicios de Taylor en los auditorios y nos acostamos…
Quiero ser absolutamente sincero: la solución absoluta, definitiva, del problema dicha, es decir, de la felicidad no la hemos hallado aún: dos veces por día, de las 16 a las 17 horas y de las 21 hasta las 22 horas, el gigantesco organismo se divide en células individuales… Éstas son las horas fijadas por la Tabla de las Leyes para el asueto personal, las horas personales. Durante estas horas usted podrá observar el siguiente panorama: unos están sentados en sus habitaciones, detrás de las cortinas cerradas, otros pasean al compás metálico de la marcha por las avenidas y otros aún están detrás de sus escritos, como yo en estos instantes. Pero creo…, no importa que me llamen un idealista o un fantasioso; creo firmemente que cierto día, tarde o temprano, hallaremos también un lugar para estas horas en la fórmula general, y que entonces la Tabla de las Leyes abarcará la totalidad de los 86.400 segundos del día.
He leído y oído muchas cosas inverosímiles de aquellos tiempos en que los hombres, todavía en libertad, vivían sin estar organizados, como los salvajes. Pero siempre me resultó incomprensible que el Estado, por imperfecto que fuese, pudiera tolerar que las gentes viviesen sin unas leyes comparables a las de nuestra Tabla de las Leyes: sin unos paseos obligatorios, sin unas horas de comida exactamente fijadas; que se levantaran y se acostasen cuando quisieran; algunos historiadores cuentan, incluso, que entonces las farolas permanecían encendidas en las calles durante toda la noche y que las gentes merodeaban por la ciudad hasta que se cansaban.
Me resulta imposible concebirlo. Por limitada que fuese su inteligencia, habían de darse cuenta de que esta clase de vida era un suicidio, un suicidio lento. El Estado (la humanidad) prohibía matar a una persona, y en cambio no prohibía asesinar a millones de ellas. Matar una significa reducir en 50 años la suma de todas las existencias humanas, y esto es un delito, pero reducir la misma suma en 50 millones de años no lo era. ¿No resulta ridícula esta manera de pensar?
Cualquier vulgar número de nuestro Estado, aunque sólo tenga diez años de edad, es capaz de resolver este problema moral-matemático en medio minuto. Ellos, en cambio, no fueron capaces de resolverlo, ni siquiera todos sus Kant (porque ninguno de estos Kant caía en la cuenta de crear un sistema de ética científica, es decir, de una ética que se basa en la sustracción, la adición, la división y la multiplicación).
¿No resulta absurdo que el Estado de aquellas épocas (¡y aquel conglomerado osaba llamarse Estado!) tolerara la vida sexual sin el menor control? Los hombres podían divertirse en el momento que se les antojara y engendraban hijos de la misma forma irracional que los animales, con ciego placer, sin preocuparse de las doctrinas de la ciencia.
¿No es ridículo? Conocían la horticultura, la avicultura y la piscicultura (tenemos unas fuentes históricas de absoluta autenticidad) y, sin embargo, no fueron capaces de escalar el último peldaño de esta escala lógica: la puericultura. No haber pensado nuestras Normas Maternas y Paternas. Todo cuanto he escrito hasta ahora suena tan inverosímil que usted, querido lector, tal vez me juzgue un bromista de mal gusto. Pensará que le quiero tomar el pelo y que digo las más descabelladas tonterías con gesto sereno y grave.
Le aseguro, en primer lugar, que no soy capaz de bromear: el chiste, la broma, es una expresión poco clara, y, por lo tanto, una mentira, y, en segundo lugar, la ciencia del Estado único afirma que la existencia de nuestros antepasados era así y no de otro modo; la ciencia del Estado único no puede equivocarse, pero, ¿cómo habría podido adquirir la humanidad, si vivía en libertad igual que los animales, que los monos, en manadas, la lógica estatal? ¿Qué se podía, pues, esperar de ella, si incluso en nuestros días se oye, procedente de algún lugar profundo del abismo, el salvaje eco del griterío de los monos?
Por fortuna lo oímos muy contadas veces. Y afortunadamente ejercen sobre nosotros sólo unos efectos nocivos pequeños e insignificantes, que podemos eliminar fácilmente, sin interrumpir ni detener el movimiento eterno de toda la máquina. Cuando tenemos que eliminar un punzón torcido… entonces recurrimos a la mano firme, fuerte y hábil del Bienhechor y a la aguda mirada del Protector… Además, ahora me acuerdo: aquel número de ayer, parecido a una S, lo he visto salir alguna vez del Departamento Protector. Ahora comprendo por qué involuntariamente sentí respeto por él y también la razón de por qué me quedé inhibido y molesto cuando la extraía I-330 en su presencia dijo… Debo confesar que esta I…
Tocan para el retiro, el descanso nocturno: son las 22,30. Hasta mañana.