Anotación número 23.

SÍNTESIS: Flores. La disolución del cristal. Y si…

Dicen que hay unas flores que sólo se abren y florecen cada cien años. Y ¿por qué no han de haber otras que florezcan una vez cada mil e incluso cada diez mil años? Quizá no lo hayamos sabido por la simple razón de que este «una vez cada mil años» acontece precisamente hoy.

Ebrio de felicidad bajé al vestíbulo y ante mis ojos se abrían en todas partes unos capullos milenarios para florecer: sillones, bocas, insignias doradas, lámparas eléctricas, ojos oscuros y suaves, las varas relucientes de cristal en la barandilla de la escalera, un pañuelo policromo que alguien había perdido en los escalones, la pequeña mesita en la garita del conserje, las mejillas suavemente sonrosadas de U… Todo era nuevo, suave, tierno, rosado y lozano.

U tomó mi billete rosa: encima de su cabeza — a través del muro cristalino — pendía la luna como una cuña invisible, azulada y pura.

Alcé la mano y dije a U:

— ¡La luna! Mírela… mire.

Ella me contempló, luego vio el billete rosa y bajó su falda con un gesto pudoroso, tapándose las rodillas.

— ¡Hoy tiene un aspecto anormal y enfermizo, querido amigo! La anormalidad y lo patológico son una misma cosa. Usted se está arruinando, pero nadie se lo dice. ¡Nadie!

Con este «nadie» quería referirse al número de mi billete: I-330. ¡Mi querida y buena U! Usted, naturalmente, tiene razón: soy verdaderamente irrazonable y me encuentro enfermo, tengo un alma y soy un microbio. Pero ¿es que el florecer es una enfermedad? ¿Es que no debe producir dolor cuando el capullo rompe en flor? ¿No cree usted que el espermatozoide es el más terrible de todos los microbios?

Volví a mi cuarto. ¡En la plana cuenca de mi sillón se encontraba sentada I!

Me eché a sus pies, abracé sus rodillas y puse mi cabeza en su regazo. Guardamos silencio. Todo era quietud. Mi corazón latía hasta estallar. Tenía la sensación de que era un cristal que se disolvía en I. Experimentaba algo así como si unas aristas pulidas, que me impedían la dilatación, se fundieran por fin y desaparecieran al calor de su regazo cada vez más pequeño y apretado y cada vez más ancho, más crecido y más incorumensurable.

Pues ella ya no era I, sin el mismo cosmos. Durante un segundo estuvimos solos, I y este sillón tan colmado de alegría junto a mi lecho. Y otra vez recordé la sonrisa radiante de la vieja de la Casa Antigua, la espesura salvaje a través del Muro Verde, las plateadas ruinas de fondo negro sumidas en los mismos sueños de aquella vieja; y una puerta que se cerraba de golpe a lo lejos… Todo esto estaba en mí y en el pulsar de mi sangre…

Traté de explicar con unas frases confusas y casi sin sentido que yo era un cristal y que en mi interior se cerraba una puerta, pero lo que dije era tan descabellado, que tuve que callar avergonzado, murmurando a continuación tan sólo:

— Perdóname. No sé realmente por qué digo tantas sandeces.

— ¿Y por qué has de creer que estas sandeces son algo malo? Si durante siglos se pudieran cultivar las tonterías de los humanos, cultivarlas igual que la razón, tal vez se podría conseguir algo muy valioso.

— Si… — Creía que tenía razón. ¿Cómo habría podido no tener razón en estos momentos?

— Y precisamente por la tontería que cometiste ayer durante el paseo, te amo todavía mucho más que antes.

— Pero ¿por qué me has martirizado tanto, por qué no has venido y por qué sí, por qué me has mandado un billete rosa obligándome a?…

— Quizá te quería poner a prueba, tal vez había que tener la certeza de que haces todo cuanto quiero y que me perteneces.

— ¡Sí, sí, del todo!

Ella cogió mi rostro entre sus manos y lo alzó hasta el suyo.

— Bueno, ¿y cómo van los deberes que tiene usted, igual que todos los demás números honestos?

Sus dientes blancos y afilados fulguraban.

Sí, sí, los deberes… Comencé a hojear en mi cabeza las últimas páginas de mi manuscrito: efectivamente, allí nada se dice de mis deberes…

Guardé silencio, la contemplé triunfante. (Y tal vez también intuitivo y descabellado.) Y le miré a los ojos, en los que se reflejaba mi imagen: era más que diminuta, apenas visible, encerrada para siempre en la prisión oscura de su mirada. Luego sentí sus labios suaves y ardientemente dolorosos sobre mí, sentí el dolor dulzón del florecer.

A cada número se le ha incorporado un pequeño metrónomo invisible de leve tic tac; así, sin tener que consultar el reloj podemos determinar el tiempo exactamente con una diferencia menor a 5 minutos. Pero esta tarde se me había parado el metrónomo, no sabía cuánto tiempo había transcurrido, por lo que tuve que sacar de debajo de la almohada la insignia con el reloj, temiendo que fuera demasiado tarde…

¡Gracias al Protector! Aún nos faltan veinte minutos. Los instantes eran irrisoriamente cortos y huían locamente, ¡y aún me quedaba tanto para contarle! Se lo tenía que contar todo: La carta de O. Aquella noche terrible en que con ella fabriqué un niño, mi infancia (no sé por qué), mi profesor de matemáticas Pliapa, la raíz cuadrada de -1, y cómo participé por primera vez en mi vida en el día de la Unanimidad con los otros números, llorando amargamente porque tenía una mancha de tinta en mi uniforme y esto ocurría en un día tan solemne como aquél.

I se incorporó, apoyando la cabeza en su mano.

— Quizá precisamente aquel día yo… — Se interrumpió a mitad de la frase y frunció sus cejas morenas. Luego tomó mi mano y la apretó firmemente —. Dime que nunca jamás me olvidarás. ¿Pensarás siempre en mí?

— ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué quieres decir, I querida?

Nada me respondió y su mirada se perdió en la lejanía.

De pronto oí de nuevo cómo el viento azotaba con su pesado aleteo la casa (lo había hecho durante todo este tiempo, pero sólo ahora me daba cuenta), y me asaltó nuevamente el recuerdo de los penetrantes graznidos de los pájaros en el Muro Verde.

I insinuó un gesto con la cabeza, como si quisiera sacudirse algo de encima. Por última vez, y durante un simple segundo, sentí el contacto de todo su cuerpo. Al igual que una aeronave roza el suelo, con todas sus vibraciones, antes de aterrizar definitivamente.

— ¡Pronto, dame las medias!

Las medias estaban encima de mi manuscrito (página 193), en el escritorio. Atizado por las prisas, tropecé con el fajo de páginas y éstas quedaron en desorden; no encontraba modo de ordenarlas de nuevo, por más que me esforzara. ¡Bueno, y qué importaba! Un perfecto desorden tampoco habría podido ser, puesto que existían demasiados torbellinos, abismos y magnitudes desconocidas.

— No puedo soportarlo — le dije —. Estás aquí, a mi lado y sin embargo me pareces tan distante como si estuvieras separada de mí por un muro invisible. Oigo ruidos y voces a través de este muro, pero no puedo captar el sentido de las palabras; no sé lo que hay detrás. Pero no lo puedo soportar ni un minuto. Desde que nos conocimos noto que te estás callando algo: no me dijiste jamás cuál era el lugar de la Casa Antigua hasta donde me perdí, y qué clase de pasillos son aquellos; y por qué el pequeño doctor… ¿O es que todo eso no ha sucedido jamás?

I posó su mano sobre mi hombro y pareció hundirse en mis ojos con su mirada:

— ¿Lo quieres saber realmente?… ¿Todo?

— ¡Sí, quiero saberlo!… ¡Debo saberlo!

— ¿Y no tienes miedo a seguirme donde te lleve, hasta el final del camino, sea donde sea que te conduzca éste?

— ¡No, no tengo miedo! ¡Te seguiré adonde quieras I!

— Bien, te prometo, cuando haya pasado la fiesta, únicamente cuando… Pero ahora se me ocurre pensar en… ¿Te falta mucho para acabar el Integral, estará pronto listo? Casi había olvidado preguntártelo.

— ¿Qué significa este «cuando?»

Ella ya estaba junto a la puerta:

— Ya lo sabrás…

Nuevamente me había quedado solo. Todo lo que de ella quedaba era un fino aroma, un perfume que me recordaba el polen seco de las flores de aquellas tierras de más allá del Muro Verde. Y otra cosa me dejaba ella también: la angustiosa incógnita que se me clavaba en el cerebro como unos ganchos agudos… ¿Por qué de pronto había hablado del Integral?

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