Anotación número 32.

SÍNTESIS: No lo creo. Tractores. Un montón miserable de humanidad.

¿Puede uno imaginarse que tenga que morir? Bueno, el hombre es mortal y yo he de morir, ya que soy un hombre… Pero esto ya lo sabe usted. Y, sin embargo: ¿ha podido imaginárselo no solamente con la razón, sino con todo el cuerpo y de un modo tan gráfico que lo haya experimentado prácticamente hasta en los dedos que ahora sostienen este papel?, ¡llegará el día en que serán amarillos y estarán fríos como el hielo!…

No, claro está que no se lo puede imaginar, y por esta razón precisamente no ha saltado hasta ahora desde el décimo piso a la calle; por esta razón sigue comiendo, hojeando las páginas del libro, se afeita, se ríe, y escribe.

Éste es mi estado de ánimo actual, éste exactamente. Sé que la pequeña aguja negra del reloj va descendiendo poco a poco hacia la medianoche y luego sube de nuevo, traspasando por fin alguna de las rayas, la última, y luego comenzará ese «mañana» inimaginable. Sí, lo sé, y sin embargo aún no lo creo, o tal vez las 24 horas me parecen 24 años. Por esto puedo hacer algo todavía, responder a preguntas y subir la escalera del Integral.

Éste se balancea sobre las aguas y lo que todavía también sé es que tengo que agarrarme a la barandilla. Siento el tacto frío del cristal bajo mi mano. Observo cómo se doblan las grúas transparentes, vivas, con sus cuellos de jirafa, cómo adelantan los picos y alimentan a los motores del Integral con ese alimento terriblemente explosivo. Y abajo, en el río, puedo distinguir claramente unos nudos de agua y unas arterias azules que van hinchándose al viento. Todo está muy lejos de mí, ajeno y plano, como si se tratara de un dibujo encima de un papel. Me parece muy extraño que el Segundo Constructor me diga:

— ¿Cuánto combustible llevaremos? Hemos de contar con dos o tres horas y media…

— Serán suficientes quince toneladas; no, mejor será que llevemos cien…

Sabía lo que mañana había de suceder.

— ¿Cien? ¿Por qué tantas? Habrá suficiente para toda una semana. Quizá para mucho más tiempo todavía.

— No sabemos lo que puede pasar durante el viaje.

— Sí, tiene usted razón.

El viento aúlla, el aire se va llenando de algo invisible e impalpable. Cuesta mucho respirar y caminar. Muy lenta y pausada, sin detenerse un solo segundo, la aguja del reloj de la torre de los acumuladores va avanzando. La punta de la torre, oculta por las nubes, absorbe, con gran ruido, energía eléctrica.

Las chimeneas de las fábricas de música aúllan…

Los números marchan como siempre en filas de cuatro en fondo, que parecen oscilar al viento. Allá, en la esquina, chocan con algo, retroceden, y se convierten en un montón rígido y jadeante. De pronto, todos parecen tener los cuellos largos como gansos.

— ¡Mire, mire, allá, pronto!

— ¡Son ellos, sí, son ellos!

— Yo no voy bajo ningún concepto. No, prefiero poner la cabeza en la máquina del Protector.

— ¡Calle, loco!…

La puerta del auditorio de la esquina estaba abierta de par en par, y despacio, muy despacio, salía una columna de unas cincuenta personas. Eso de personas no es la palabra más adecuada, pues no se trataba de unos pies, sino de unas ruedas pesadas, accionadas por un mecanismo invisible; no se trataba de personas, sino de máquinas en forma humana. Encima de sus cabezas ondeaban susurrantes unas banderas blancas, en cuyo centro se destacaba un sol dorado y dentro de los rayos del sol se podía leer:

Somos los primeros. Estamos operados. Sígannos todos.

Y sin cesar iban cercando a la multitud; y si en lugar de nuestras filas gris-azuladas se les hubiese puesto en el camino un muro, un árbol o una casa, seguramente lo habrían arrasado. Mientras tanto, habían llegado hasta el centro del Prospekt, donde formaban una cadena volviendo hacia nosotros sus rostros. Estirando los cuellos, esperábamos asustados, y unas nubes oscuras se deslizaban por el cielo, mientras el viento aullaba.

De pronto, ambas alas hicieron un movimiento concéntrico, incorporándose unos a otros cada vez con mayor velocidad mientras en su movimiento envolvente nos dejaron cercados. Nos iban empujando hacia la puerta del auditorio, abierta de par en par, hasta que nos vimos en la sala…

Se oyó de pronto un grito agudo y penetrante:

— ¡Salvaos, corred!

Y todos se alejaron precipitadamente. Era una huida. Cerca de la pared había un angosto pasillo: todos corrieron hacia este lugar, adelantando la cabeza; y estas cabezas, en un santiamén, se convirtieron en una especie de cuña. Unos pies pisando inquietos, manos gesticulantes y unos uniformes prietos chorreaban como la vía de agua de una manguera de incendios y se dispersaban. Delante de mí apareció un cuerpo en forma de S y al instante desapareció como si lo hubiese tragado la tierra. Estaba solo ante todos aquellos brazos y piernas. Y corría…, corría tanto como podía…

Poco después, hallándome apoyado al portal para recobrar aliento y fuerzas, se acercó, como impulsado por el viento, alguien que me abordó sin preámbulos.

— Durante todo el tiempo… he corrido detrás de usted… ¡No quiero, no quiero ser operado!… ¡Ayúdeme!

Unas manos pequeñas y redondas se posaron en mi brazo, y unos ojos azules y redondos me miraron interrogantes y llenos de muda súplica. ¡O! Se sentó encima del frío escalón, acurrucándose como un ser pequeño y mísero; me incliné sobre ella, le acaricié la cabeza, las mejillas…

Mis manos quedaron húmedas.

Ella se cubrió el rostro con las manos y dijo de forma casi imperceptible:

— Cada noche, cuando estoy sola, pienso en el niño: ¿qué aspecto tendrá?, ¿cómo será?, ¿cómo lo cuidaré?… Y si ellos me han de atender, ¿entonces, para qué he de vivir aún? Ya no puedo más. Me tiene que ayudar, sea como sea.

Una sensación absurda (pues estaba realmente convencido de que tenía que ayudarla) me embargaba. Y absurda porque mi obligación era un nuevo delito, un nuevo crimen. Y era estúpida también, porque el blanco no puede ser al mismo tiempo negro, porque el deber y el crimen jamás pueden coincidir en una misma cosa. Tal vez exista, sin embargo, en la vida el blanco y el negro, tal vez el color dependa tan sólo de una base fundamental, viva y lógica, desde la cual se parte para determinarlo. Y si ésta era la base fundamental, lógica… Eso de que, contraviniendo la ley, hubiera engendrado con ella un hijo…

— Bien — le respondí — Deje ya de llorar. La llevaré allí donde le propuse entonces.

— Sí — me contestó quedamente. Seguía tapándose el rostro con las manos.

La ayudé a incorporarse. En silencio, cada uno ocupado de sus propias ideas o tal vez de las ideas de los dos, anduvimos por la calle oscura, cruzando por delante de unas casas silenciosas, mudas y plomizas. De pronto oí a mis espaldas unos pasos vacilantes. En una de las esquinas me volví, y en medio de las nubes que pasaban raudas, que se reflejaban en los adoquines cristalinos y de débil resplandor, me di cuenta de la presencia de S. Mis brazos perdieron inmediatamente su compás y realizaron unos movimientos inseguros, como si no me perteneciesen. Le dije a O, en voz alta, que mañana el Integral despegaría por primera vez y que esto sería un acontecimiento magno y maravilloso.

O me miró sorprendida y sus ojos azules y redondos se abrieron desmesuradamente, hasta que al fin su mirada se posó en mis manos, que gesticulaban sin sentido. No consentí que me respondiera y seguí hablando… hablando… Pero dentro de mí, y esto solamente podía oírlo yo, susurraba y martilleaba la idea: «Imposible… Imposible llevarla ahora ahí».

En lugar de torcer por la izquierda, me fui hacia la derecha. El puente se nos ofrecía a los tres. A mí, a O y a S, que nos seguía, con su espalda encorvado como la de un esclavo. Desde las casas profusamente iluminadas en la otra orilla, caía el resplandor sobre las aguas y se difuminaba en millares de chispas danzarinas. El viento atronaba con su voz de bajo, como si proviniera de una cuerda gruesa como un cable. Y en el ruido de este bajo habíamos de oír continuamente los pasos rastreros a nuestra espalda.

Llegamos así a la casa donde habito. O dijo:

— Pero si me ha prometido…

Sin dejarle terminar la frase, la empujé suavemente a través del portal. Encima de la mesa del vestíbulo vi las mejillas mofletudas de U; un gran número de números se apiñaban alrededor de ella como si se peleasen por su favor. Seguí arrastrando a O al rincón opuesto, la senté con la espalda a la pared en una silla (había observado que fuera se deslizaba una sombra oscura con una gran cabeza sobre los adoquines) y saqué mi librito de notas del bolsillo.

O seguía sentada, como si su cuerpo se hubiese evaporado bajo el uniforme y tan sólo quedase una cáscara vacía con ojos, por los cuales se asomaba un vacío azul. Y, fatigada, me dijo:

— ¿Por qué me ha conducido hasta aquí?… ¿Es que quiere engañarme?

— No, cállese, mire allá, delante de la casa…

— Sí, una sombra.

— Durante todo el tiempo nos ha ido siguiendo los pasos. No la puedo llevar ahora ahí. Compréndalo. Escribiré rápidamente unas líneas, se las llevará y se marchará sola a verla. Sé que él se quedará aquí.

Debajo de su uniforme, su cuerpo volvía a adquirir vida, redondeándose paulatinamente; su rostro tornó a iluminarse.

Al darle la nota, estrechó su fría mano. Mis ojos se posaron por última vez en los suyos.

— Adiós, que le vaya bien. Tal vez no nos volvamos a ver…

Ella retiró su mano. Con la cabeza gacha dio dos pasos, se volvió rápidamente, y de pronto estuvo de nuevo a mi lado. Sus labios temblaban, sus ojos, su boca y todo su cuerpo me dijeron una sola palabra, siempre la misma palabra… ¡Qué sonrisa tan insoportable había en su rostro, qué dolor!…

Luego vi cómo aquel montón miserable de humanidad se dirigió hacia la puerta y poco después se convertía en una minúscula sombra delante de la casa. Alejóse, de este modo, sin volverse más.

Me acerqué a la mesa donde estaba sentada U. Ésta hinchó nerviosa las agallas y dijo:

— Aquel de allí afirma que en la Casa Antigua ha visto a un hombre totalmente desnudo, pero que llevaba todo el cuerpo cubierto de vello. ¿Lo comprende usted? ¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco?

Del seno del grupo surgió otra voz:

— Sí, señor, yo también lo he visto.

— ¿Y usted qué dice a todo esto? ¿No cree que esto es pura locura? — dijo U, pronunciando la palabra «locura» con tanta convicción que yo mismo me sentía de acuerdo.

¿Es posible que todo cuanto he visto hasta ahora sea un producto de la locura?

Contemplé por un instante mis manos velludas y de pronto recordé: «Seguramente en tu interior corre también alguna gota de la sangre del bosque. Tal vez por esta razón…»

No, por fortuna todo esto no era fantasía. No, por desgracia no lo es.

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