Anotación número 39.

SÍNTESIS: El fin.

Era como un grano de sal que se echa a una solución saturada: los cristales se juntan en agujas, se solidifican y se enfrían. Sí, todo estaba decidido: mañana por la mañana lo haría. Claro que equivalía a un suicidio, pero tal vez luego resucitaría. Porque solamente puede resucitar aquel que ha fenecido.

En Occidente, el cielo relampagueaba y se convulsionaba constantemente con un color azulado. Mi cabeza ardía y martilleaba. Así pasé toda la noche sentado y me dormí únicamente hacia las siete de la mañana, cuando la oscuridad adquirió un tinte verdoso y ya se distinguían los tejados saturados de pájaros oscuros.

Desperté hacia las diez (por lo visto hoy no había sonado la señal). Encima de la mesa seguía el vaso de agua de ayer. Lo vacié de un solo sorbo y salí precipitadamente: tenía que arreglarlo todo cuanto antes.

El cielo era azul, vacío, exprimido hasta la médula por la tormenta. Daba miedo cogerse a los agudos cantos de las sombras, que parecían perfiles recortados en el aire azul de otoño, pues seguramente se romperían al menor contacto hasta deshacerse en un polvo vidrioso. Dentro de mí había las mismas sombras frágiles. No, estaba absolutamente prohibido reflexionar, tenía que privarme de razonar, pues de lo contrario...

No pensé en nada, quizá ni siquiera veía con claridad y solamente registraba. Encima del adoquinado había ramas con verdes hojas, rojas y marrones. Por los aires volaban raudos como proyectiles unos pájaros, pero también las aeronaves. Por todas partes... cabezas, bocas muy abiertas, manos que se agitaban saludando con las ramas. Creo que todo el mundo chillaba, graznaba y zumbaba...

Luego unas calles desiertas y desoladas, como barridas por el azote de una peste. Recuerdo que tropecé con algo desagradablemente blando, y sin embargo, rígido y sólido. Me incliné: un cadáver. El muerto yacía sobre su espalda, las piernas muy separadas. Su rostro... Lo reconocí por sus labios gruesos y abultados. Me reí parpadeando los ojos. Salté por encima y seguí precipitadamente; ya no podía más, había de hacerlo todo de prisa, pues si no me arruinaría.

Por fortuna ya solamente me quedaban unos veinte metros de camino... y ya aparecía el dorado letrero del Departamento de Salud Pública. Antes de entrar, permanecí unos instantes en el umbral aspirando profundamente el aire, tanto como pude.

En el pasillo, una cola interminable de números con fajos de hojas y gruesos cuadernos debajo del brazo. Dieron un paso al frente y se detuvieron de nuevo.

Pasé de largo de la cola. Las cabezas se volvían iracundas hacia mí. Caí de rodillas e imploré como si estuviera agonizando que me dieran un remedio, cualquier medicamento capaz de poner fin a todo, aunque provocase un dolor terrible, que durase años enteros.

De una de las puertas salió una mujer, con el cinturón muy ceñido del uniforme; las dos mitades de sus nalgas se destacaban claramente, al moverse de un lado para otro. Era como si allí tuviera los ojos. Al verme exclamó:

— Tiene dolor de estómago. ¡Llevadle al retrete, allá, la segunda puerta a la derecha!

Todo el mundo se rió. Pero esta risa me saltaba como una fiera a la garganta, amenazando ahogarme; tenía que gritar o... Pero alguien, a mi espalda, me cogió por el codo. Me volví: unas orejas transparentes, gachas. Pero no eran de color rosa, sino de ardiente rojo; la nuez parecía saltar tendiendo a romper de un momento a otro la delicada piel de la garganta.

— ¿Por qué está usted aquí? — me preguntó inquisitivo, con una mirada penetrante. Me agarraba desesperadamente a su brazo.

— ¡De prisa, a su despacho! Tengo que contarle inmediatamente todo. Celebro haberle encontrado... Tal vez es lo peor: ¡haberle encontrado precisamente a usted... No cree que es mejor así!

También él la conocía y por ello mi martirio había de ser mayor, pero quizá se estremecería con tanto horror, al oír mi relato... Entonces seríamos dos para matar, y ya no estaría solo en mis últimos instantes...

La puerta se cerró; prodújose una extraña paz, un vacío, al igual que debajo de la campana de cristal. Si hubiese dicho una sola palabra, aunque fuese la más descabellada, se lo habría contado absolutamente todo sin dudar. Pero guardaba un silencio sepulcral.

Sin alzar la vista comencé por fin:

— Creo que siempre la he odiado, ya desde el principio. He luchado enconadamente conmigo mismo... No, no es verdad, no podía ni quería ser salvado, quería arruinarme, pues aquello tenía más valor para mí, más que todo lo demás..., es decir..., la quería solamente a ella... Y aun ahora, a pesar de que lo sé todo... ¿Se ha enterado de que el Protector me ha llamado?

— Sí.

— Pero lo que seguramente no sabrá es lo que me dijo el Protector... Era como si se me hundiera el suelo bajo los pies... Así, como si de pronto estuviese usted detrás de un escritorio, y el papel con la tinta desapareciesen... Como si la tinta se dispersara y todo se convirtiera en una sola y enorme mancha...

— Bien, siga, siga. ¡Apresúrese, afuera esperan muchos otros!

Titubeante unas veces y atropellándome otras, le conté todo cuanto ha pasado y todo lo que he retenido en estas páginas. Le hablé de mi propio yo y de aquel otro. De lo que ella había dicho de mis manos durante el paseo (sí, con aquello había empezado todo). Y cómo había dejado de cumplir con mis obligaciones, cómo me engañé a mí mismo; y cómo ella me había procurado unos certificados y cada vez me enredaba más. Y, finalmente, ¡cómo llegué por los pasillos subterráneos, al país de más allá del Muro Verde!

Los labios levantados irónicamente como una S me iban proporcionando imperceptiblemente las palabras clave; sonreían... y yo le miraba con gratitud. Pero... ¿qué era aquello? De pronto estuvo hablando él... Ya no era yo quien relataba, yo no hacía más que escuchar. Parecía helárseme la sangre en las venas. Pregunté:

— ¿Cómo es que lo sabe? ¡Nadie se lo puede haber dicho!

No respondió, sólo se acentuará su sonrisa burlona. Después de un rato dijo:

— Quería silenciar algo. Ha ido mencionando a todos los que descubrió al otro lado del muro, pero se ha olvidado de cierto individuo. ¿Ya no recuerda que me vio allí? ¡Si, yo... me vio a mí!, ¿no es verdad?

¡Silencio y quietud!

De pronto me asaltó una idea vergonzosa: ¡también él pertenecía a los otros! Todo el martirio que había experimentado, todo cuanto con mis últimas fuerzas había sabido arrastrar heroicamente aquí, resultaba ahora tan ridículo como la antigua historia de Abraham e Isaac. Abraham, bañado de frío sudor, ya había llegado a alzar la mano con el cuchillo contra el hijo y contra sí mismo..., cuando una voz desde las alturas le dijo:

— Deja... no ha sido más que una broma.

Sin apartar mis ojos de la mirada irónica, apoyé ambas piernas contra el canto de la mesa, tirándome lentamente hacia atrás con el sillón. Luego me levanté de un salto y me precipité en dirección a la salida, cruzando entre la multitud vociferante.

No sé cómo llegué al lavabo de la estación del metropolitano. Arriba todo estaba destrozado, exterminada la más elevada y más racional de todas las civilizaciones, pero aquí, abajo, por alguna ironía del destino, todo seguía tan hermoso como antes. Pero también aquí llegaría la destrucción, también aquí vegetaría la hierba alta y espesa y los mephi reinarían funestamente.

¡Qué pensamiento tan horrible! Mi quejido provocó un sonoro eco. Y en este mismo instante, alguien me acarició cariñosamente el brazo. Era mi vecino, el de la habitación contigua a la mía, que se encontraba en el asiento de la izquierda. Su frente... una parábola amarilla, enorme, con unas líneas confusas que parecían relacionadas conmigo:

— Todo volverá — dijo —, pero, ante todo, el mundo ha de conocer mis descubrimientos. Usted es el primero a quien se lo comunico. He conseguido determinar que no existe el infinito.

Le miré consternado.

— ¡Sí, sí, no existe el infinito! Si el mundo fuese infinito, entonces la densidad media de su materia tendría que ser cero. Puesto que ésta no es cero, como sabemos, el Universo ha de ser finito, ya que tiene forma esférica y el cuadrado del radio universal: y = densidad media, multiplicada por... Ahora ya solamente me falta calcular el coeficiente y luego... luego todo será más que fácil. Entonces obtendremos la victoria filosófica, ¿me comprende? ¡Pero oiga, querido amigo, está estorbando mis cálculos, no hace más que gritar!...

No sé lo que me conmovió más, si su descubrimiento o su serenidad en este momento apocalíptico. Llevaba en la mano un librito de notas con una tabla de logaritmos (solamente ahora me daba cuenta de este detalle). Pensé: «Antes de que todo quede destruido, acabaré mis memorias, pues se lo debo a mis lectores».

Rogué a mi vecino me diese papel y acabé por escribir estas líneas. Ya quería poner el punto final, del mismo modo que nuestros antepasados ponían una cruz sobre las tumbas de sus muertos, cuando de pronto el lápiz comenzó a temblar en mi mano y cayó al suelo.

— Oiga usted — dije agarrando a mi vecino por el brazo —, respóndame a una pregunta. ¡Me ha de contestar! ¿Qué hay allí donde acaba, donde termina su cosmos finito?... ¿Qué hay allí?

Ya no tuvo tiempo de contestarme, pues por la escalera descendían unos pasos pesados, sonoros...

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