Anotación número 25.

SÍNTESIS: Aterrizando del cielo. La mayor catástrofe de la historia. Todo es una interrogación.

Antes de las elecciones, cuando todo el mundo se incorporó y los solemnes acordes del himno se desbordaron como un oleaje impresionante, olvidé por un segundo lo que había dicho referente a ese día de fiesta y que tanto me había intranquilizado. Creo que incluso olvidé a I. Volvía a ser aquel chiquillo de pocos años que un día había llorado amargamente al descubrir en el uniforme una mancha minúscula, a pesar de que solamente era visible para mí.

A pesar de que nadie de los que me rodeaban veía las manchas negras que tenía ahora, sabía, sin embargo, mejor que nadie que, como un criminal, nada tenía que hacer entre estas personas de rostro abierto y honesto. De buena gana me habría levantado de un salto y hubiera gritado violentamente toda la verdad acerca de mi vida. «Aunque fuese mi fin — pensé —, ¿qué me habría de importar? ¡Si, aunque sólo fuera por un segundo, me pudiese sentir puro e inocente, tan limpio de ideas como este cielo ingenuamente azul!»

Todos los ojos miraban hacia el cielo; en el azul matutino vibraba un punto apenas perceptible, tan pronto de color oscuro como brillando al sol. Era Él, que descendía desde el cielo hacia nosotros. Un nuevo Jehová, en la aeronave, sabio, bondadoso y severo como el Dios de la Antigüedad. Cada minuto se acercaba más, y cada vez había más fervor en los corazones, que latían con amor. Eran millones de corazones los que se le brindaban. Ahora probablemente ya podía distinguirnos.

Y simbólicamente le acompañaba, mirando sobre las multitudes congregadas, las líneas punteadas de las tribunas concéntricamente dispuestas, que con sus círculos parecían una telaraña monstruosamente grande. En el centro de cada telaraña se posaría en seguida una araña blanca y sabia, el Protector, ataviado de su uniforme blanco: el Protector que nos ha atado de pies y de manos con toda su sabiduría, utilizando los hilos irrompibles y resistentes de la felicidad.

El aterrizaje solemne había concluido. El himno atronador cesó… y todos volvieron a sentarse. De pronto me di cuenta que esto era en realidad una telaraña fina como un velo tenso hasta el límite y que posiblemente durante el próximo momento se rompería, para después ocasionar algo increíble.

Me enderecé un poco y miré a mi alrededor. Mis ojos chocaron con otro par de ojos, con un rostro y con otro, y fui examinando a uno tras otro con mirada cariñosa y preocupada. Entonces alguien levantó la mano y dio una señal. Y efectivamente… le contestó la señal de respuesta. Y otra vez… También estaban ellos, los Protectores. Algo les inquietaba: la red, la telaraña estaba tan tirante, que todo vibraba y temblaba.

En el estrado, uno de los poetas iba leyendo el discurso de apertura, pero no capté ni una sola palabra: oía tan sólo el ritmo uniforme de los hexámetros, que me recordaban el tic tac de un reloj. A cada impulso del péndulo se acercaba un segundo determinado de antemano. Como bajo el azote de la fiebre, mis ojos erraron por encima de las filas, pero aquel rostro tan ansiadamente buscado no lo hallaba en ninguna parte. Tenía que encontrarlo rápidamente; ¡sí, debía encontrarlo!: pronto comenzaría a sonar la hora, y entonces…

Él (sí, allí estaba). Con las orejas sonrosadas y gachas. Muchas orejas sonrosadas y un lazo en forma de S pasaron al vuelo por delante del estrado. Y él pasaba con paso ligero por en medio de los pasillos, entre las tribunas.

Sí… Había una misteriosa combinación y relación entre los dos. (Lo sospechaba desde hacía mucho tiempo, pero hasta el momento no sabía cuál era la clase de lazo que los unía. Supongo que algún día me enteraré.) La seguí con la mirada. De pronto se detuvo… Era como una descarga eléctrica la que me azotó… me exprimió y comprimió, hasta dejarme convertido en un haz miserable y encogido.

S se hallaba en nuestra propia fila, a unos 40 grados de distancia, y se inclinaba sobre alguien. Vi a I… y a su lado al sonriente R-13, con sus repugnantes labios de negro.

Mi primer impulso fue precipitarme sobre él y gritarle: «¿Por qué está hoy con ella? ¿Por qué no quería que estuviera yo con usted?» Pero una araña invisible me ataba de pies y manos. Rechinando los dientes, me quedé sentado sin apartar la vista de ellos. Experimenté un fuerte dolor físico en el corazón, tal como lo siento ahora.

Éste era mi propio yo. Sé todavía que seguí pensando: «Si unas causas no físicas pueden provocar un dolor físico, entonces se evidencia que…»

Desgraciadamente no pensé esto hasta el final, o si acaso tan oscuramente, que me acuerdo que se me ocurrió recordar la tonta frase de nuestros antepasados: «Se me rompe el alma». Quedé petrificado: los hexámetros habían terminado. Ahora, sí, ahora sucedería…

Siguió una pausa de cinco minutos. Pero este silencio no se llenó con una oración solemne, como en otros tiempos, sino con algo agobiante: con aquellas fechas remotas en que todavía no se disponía de las torres acumuladores, y de vez en cuando el cielo encapotado amenazaba, tormenta. El aire… Ese aire actual de metal transparente…, totalmente domado, que invita a ser respirado a pleno pulmón.

Mi oído tenso hasta el máximo registró, procedente de alguna parte, una conversación nerviosa, sostenida en voz baja: tan baja como un susurro. No hacía más ruido que el roer de un ratón. Con los párpados entornados, estuve atisbando durante todo el tiempo en dirección a I y R, y encima de mis rodillas temblaban intensamente mis manos peludas. Éstas no me pertenecían y las odiaba de todo corazón. Transcurrieron un minuto… dos… tres, tal vez cinco… Encima del estrado sonó una voz metálica, clara y pausada:

— Quien vote en favor, que alce la mano.

«¡Ojalá le pudiera mirar a los ojos, como antes, con la mayor sinceridad y devoción!» Levanté la mano como si tuviera oxidadas las articulaciones.

El alzarse de millones de manos y un quedo «¡Ah!». Sentí claramente que ahora comenzaba algo que derrumbaba con violencia una cosa en mi interior, pero no podía determinar todavía de lo que se trataba, me faltaba la energía para alzar la vista, no osaba…

— ¿Quién está en contra?

Siempre había sido éste el instante más solemne del día. Todos permanecían sentados e inmóviles y se sometían alegres y conformados al yugo benévolo de este Número de los números. Pero esta vez volví a oír un ruido, y el terror se apoderó de mí; era más leve que el susurro del viento y sin embargo más fuerte que los atronadores sones del himno. Sonaba como el último suspiro de un moribundo… y todos los rostros de alrededor palidecieron y a todos les brotó un sudor frío en la frente.

Alcé la vista, solamente por una millonésima parte de segundo, y millares de brazos se alzaron «¡en contra!» y volvieron a caer. Vi el rostro pálido de I, señalado como por una cruz. La vista se me nubló.

¡Silencio, mientras mi sangre pulsaba como loca en las venas! Luego, como si un dirigente enloquecido hubiese dado la señal para el comienzo, se armó un gran revuelo en todas las tribunas. Gritos violentos, uniformes agitados como por un torbellino, protectores que corrían de aquí para allá, indefensos, desconcertados, tacones de botas en el aire, dando vueltas, muy cerca de mi rostro, y al lado de los tacones una boca abierta de par en par, a punto de lanzar un grito, pero que seguía abierta en silencio. Alrededor, millares de bocas vociferantes como en una pantalla lejana.

Por unos segundos vi los labios exangües, casi blancos, de I acurrucándose al amparo de la pared del estrecho pasillo y protegiéndose con ambas manos el vientre. Y en un abrir y cerrar de ojos desapareció como arrastrada por una avalancha de agua… O tal vez la olvidé porque…

Todo esto ya no ocurría en una pantalla, sino dentro de mi propio ser, en mi corazón encogido, en mis sienes martilleantes. De pronto, a mi izquierda se levantó R-13, enderezándose cojo e hinchado de rostro, subido sobre un banco. Y en sus brazos I, pálida como la muerte, rasgado el uniforme desde el hombro hasta el pecho. En su blanca piel brillaba la sangre. Se agarraba fuertemente a su cuello y él la llevaba; ¡él, un gorila, saltando ágilmente de un banco a otro, para sacarla del tumulto!

No sé de dónde saqué las fuerzas necesarias, pero me precipité en medio de la turba, salté por encima de hombres y de bancos y pronto los alcancé. Entonces agarré a R por el cuello.

— ¡Suéltela, suéltela, en seguida! — chillé. (Afortunadamente nadie me oía, porque todo el mundo gritaba, todos corrían.)

R se volvió; sus labios temblaban, pensaba seguramente que los Protectores le seguían.

— ¡No lo tolero, no lo quiero! ¡Quítele las manos de encima!

R chasqueó fastidiado sus labios gruesos, meneó negativamente la cabeza y siguió corriendo. Y entonces… (me resulta terriblemente penoso tener que decirlo en este papel, pero creo que no lo puedo silenciar, mi desconocido lector; no lo puedo callar, para que así pueda estudiarse la historia de mi enfermedad hasta el más pequeño detalle), entonces estiré el brazo y lo derribé de un golpe. Imagínese: le derribé de un manotazo. Aún lo recuerdo con absoluta claridad.

— ¡Márchese! — gritó ella a R —. ¡Márchese! ¿No ve que él?… ¡Márchese, R, de prisa!…

R enseñó los dientes, como si fuese una bestia feroz, me lanzó una palabra incoherente al rostro y perdióse entre la multitud. Tomé a I en mis brazos, la estreché contra mi pecho y me la llevé al corazón palpitaba locamente y en mi interior oía gritar la jubilosa voz de la libertad. ¡Qué me importaba que allá abajo todo se derrumbara y que solamente quedasen jirones del pasado!… Nada me importaba. No quería otra cosa, no deseaba más que llevarla, llevarla, sí, llevármela…


Noche. Las 22 horas.

Los sucesos desconcertantes de esta mañana me han agotado tanto, que apenas tengo fuerzas para sostener la pluma. ¿Es que los muros de protección del Estado único se han derrumbado realmente? ¿Estamos de nuevo sin techo, sin cobijo y en salvaje libertad como nuestros tatarabuelos? ¿Ya no existen realmente unos Protectores? ¿En contra, el día de la Unanimidad… «en contra»? Me avergüenzo de estos números, me avergüenzo por ellos. Y por lo demás… ¿quiénes eran ellos realmente?…, ¿ellos?… ¿Y quién soy yo… ellos o nosotros?

Había llevado a I hasta la fila superior de la tribuna. Allí se quedó sentada, al sol, encima de un banco de cristal. El hombro derecho y el comienzo de la curva bellísima, inimaginable, habían quedado al desnudo y una sierpe carmesí por su blanca piel: era sangre. Por lo visto, no se había dado cuenta de que su seno quedaba en parte al descubierto, de que también sangraba… No…, lo veía, lo sabía bien, sabía que así había de ser, y si su uniforme hubiera estado cerrado, se lo habría arrancado ella misma.

— ¡Mañana — dijo respirando dificultosamente, pero ávida a través de los dientes prietos y blancos —, mañana sucederá!, pero lo que sucederá nadie lo sabe. ¿Me oye?, nadie lo sabe…, ni yo ni nadie. Toda seguridad ha dejado de existir. ¡Ahora pasará algo nuevo, inaudito, increíble!

Abajo seguía reinando el violento caos de antes. Pero todo quedaba tan distante, que ni siquiera lo oía, pues ella me miraba y parecía absorberse a través de los estrechos y dorados ventanales de sus ojos.

De pronto se me ocurrió que cierta vez, a través del Muro Verde, había visto unos ojos así, misteriosamente amarillentos; los ojos de un ser extraño.

— Escucha: si mañana no sucede nada extraordinario, ¡te llevaré allí!…: allí donde tú sabes.

Pues no, no lo sabía…, pero afirmé en silencio, con la cabeza. Me había disuelto en la nada, me sentía infinitamente pequeño, un simple punto geométrico… Pero esta sensación tenía una cierta lógica el día de hoy, pues el punto es una magnitud absolutamente desconocida… Solamente ha de moverse…, prolongarse paulatinamente, para cambiarse o transformarse en miles de curvas distintas, en centenares de cuerpos.

Temo moverme…, pues si me muevo ¿en qué me convertiré? Me parece que a todos les sucede lo mismo: temen hacer el menor movimiento. Ahora, al escribir estas líneas, todos están sentados en sus jaulas cristalinas; ni una risa, ni una pisada por los pasillos, como solían producirse otros días a esta misma hora. De vez en cuando llegan números, que pasan por delante de mi puerta; andan de puntillas, se vuelven a mirar como ladrones, con miedo de ser descubiertos y murmuran entre sí: «¿Qué será de mí mañana? ¿En qué me convertiré?»

Загрузка...