Creo que sanaré de nuevo. He dormido excelentemente. No hubo ningún sueño, ni síntoma patológico alguno. Mañana vendrá a verme la querida O y todo será tan sencillo y simple, tan regular y limitado como un círculo. Delimitación…, ésta es una palabra a la que no temo, pues la labor de algo superior que posee el hombre, la labor y el trabajo del hombre sano, reside en un constante tender a limitar lo infinito, y en dividirlo y desintegrarlo en unas porciones fácilmente captables, es decir, partirlo en diferenciales. En esto reside la sublime belleza de mi especialidad, las matemáticas. Y en cambio a ella, a aquella I, le falta toda comprensión para esta hermosura. Esto es, desde luego, una asociación meramente casual.
Todo esto se me ocurrió pensar mientras duraba el rodar rítmico y métrico del metro. Y con el pensamiento asocié rítmicamente el traqueteo de las ruedas y los versos de R (estaba leyendo el libro que R me había traído). De pronto me di cuenta de que alguien, a mi espalda, se inclinaba hacia adelante para atisbar por encima de mi hombro con objeto de curiosear mi lectura. Sin volver la cabeza, observé con el rabillo del ojo unas orejas rosadas y gachas y algo doblemente encorvado… ¡Así le vi! No quise estorbarle e hice como si no le viera. No me explicaba cómo había venido a parar allí, al metro, pues cuando entré en el vagón, no creo que estuviera ya sentado en él.
Este incidente, verdaderamente insignificante, me causó un efecto bastante intenso y casi estoy por decir que me inspiró nuevo valor. ¡Resulta tan tranquilizador sentir la severa mirada de unos ojos que con tanto cariño nos previenen contra la más leve falta y la más insignificante desviación de lo que se nos ha ordenado!
Tal vez esto parezca demasiado sentimental, pero se me ocurrió nuevamente aquella analogía: el ángel de la guarda, con el cual fantaseaban nuestros antepasados. Sí… desde luego hay un sinfín de cosas que ellos soñaron, pero que nosotros hemos convertido en realidad.
En el mismo instante en que me daba cuenta de la proximidad de mi ángel de la guarda, leía precisamente un soneto titulado «Felicidad». Creo que no me equivoco si califico esta obra como única por la belleza de su profundidad de pensamiento. Las cuatro primeras líneas dicen:
Eternamente enamorados dos por dos
Eternamente fundidos en el apasionado cuatro,
Los más ardientes amantes del mundo
Son los inseparables dos por dos…
Seguía ensalzándose también la dicha cauta, sabia y eterna de la tabla pitagórica. Todo poeta auténtico es un Cristóbal Colón. América existió ya muchos siglos antes de que Colón la descubriera, y del mismo modo la tabla pitagórica existía ya en potencia muchos siglos antes que R-13, pero solamente él fue capaz de hallar, en la selva virgen de las cifras, un nuevo El dorado. Y, en efecto: ¿acaso existe en cualquier otro lugar una dicha más sabia, más exenta de deseos que en este mundo milagroso?
El viejo Dios creó a los hombres del ayer lejano, es decir, a un humano que poseía la facultad de errar… de modo que el que erró fue el mismísimo Dios. La tabla pitagórica es más sabia y más absoluta que el viejo Dios, pues jamás se equivoca, jamás yerra. ¿Me entienden?, ¡jamás! Y nadie puede ser más dichoso que los números, las cifras, que según las leyes armoniosas y eternas viven acordes con la tabla pitagórica.
Nada intransparente ni nada de oscuridades insondables, no hay error posible. Solamente existe una verdad, tan sólo un camino cierto… Esta verdad es dos por dos y el camino se llama cuatro. ¿Acaso no sería absurdo que estos dos parejas dichosamente multiplicados comenzaran de pronto a pensar libremente en lo que la multiplicación representa y acabaran sospechando que pudiera ser un error? A mi modo de ver, esta poesía constituye un axioma.
Nuevamente sentí el cálido aliento de mi ángel protector: primeramente en la nuca, luego en la oreja izquierda. Él se había dado cuenta seguramente de que el libro, encima de mis rodillas, estaba cerrado y que mis ideas se abstraían y se perdían en lo insustancial. Pero yo estaba dispuesto a abrirle todas las hojas, todas las páginas de mi mente. ¡Qué sensación tan tranquilizadora y rebosante de dicha! Recuerdo que incluso me volví para mirar tercamente y con ansiedad, para buscar sus pupilas, pero no me comprendió, o no me quiso comprender… Nada dijo… Ahora solamente me queda la alternativa de contárselo todo a usted, querido lector (usted me es tan familiar y allegado…, y sin embargo tan distante también como él estuvo en aquellos momentos).
Aquel camino que recorrí mentalmente me condujo a la fracción matemática y de ésta pasé a la unidad. La fracción es R-13 y la unidad completa, solemne, es nuestro Instituto estatal para poetas y escritores. Llegué a pensar: «¿Cómo no pudieron los hombres de otros tiempos reconocer que toda su literatura y lirismo no era más que una colección de sandeces? La majestuosa energía del verbo poético era malgastada tontamente en teorías. Cada uno escribía lo que se le antojaba». Y esto resulta tan irrisorio y ridículo como otras de las cuestiones de aquellas épocas remotas:
En aquel entonces, el mar se estrellaba burdamente contra las costas y millones de kilográmetros, adormecidos en la energía de sus olas, eran útiles solamente para despertar los cálidos sentimientos de los enamorados. Nosotros, en cambio, de aquel susurro de sentimentalismo hemos sabido sacar provecho, obteniendo de las olas una energía eléctrica enorme…, hemos sabido domar esa bestia salvaje y jadeante, convirtiéndola en un animal doméstico; del mismo modo hemos domado el antiguo elemento de la poesía colocándole, de una manera análoga, la silla de montar.
Hoy la poesía ya no es un sollozo dulzón de ruiseñores, sino que, al servicio del Estado, se ha convertido en un elemento funcional y útil. Veamos por ejemplo nuestros tan célebres matemáticos. Sin ellos, en el colegio, ¿habríamos podido cobrar acaso aprecio a las cuatro reglas matemáticas fundamentales? Sin las espinas…, un cuadro y panorama verdaderamente clásicos: los Protectores son las espinas de la rosa, pues protegen a la delicada flor del Estado de las brutales manos…
Solamente un corazón de piedra puede permanecer impasible cuando nuestros inocentes niños murmuran como un rezo estas palabras: «El niño malo quiso arrancar la flor, pero la espina aguda le hirió como una aguja… ¡Ay. ay!, el pillín vuelve a casa…, etcétera». Y las odas cotidianas al Bienhechor. Quien las haya leído, se inclina con respeto y santa devoción ante la labor desinteresada de esta selección de números entre números.
Y las rojas flores de las sentencias jurídicas, la inmortal tragedia de llegar demasiado tarde al trabajo y el popular Libro patrón sobre la higiene sexual. La vida en toda su policromía y belleza ha sido captada para la eternidad en el marco de oro de estas obras.
Nuestros poetas ya no viven entre las nubes, pues han descendido a la Tierra y se han asentado firmemente en ella. Y, al mismo compás, ellos marchan entre nosotros a los severos sones de la melodía marcial de la fábrica de música. Su lira es el cotidiano susurro de los cepillos de dientes eléctricos, el peligroso crujir en la máquina del Bienhechor, el íntimo chapoteo en el vaso de noche claro como el cristal, el excitante susurro de los cortinajes que se cierran, las alegres voces del libro de cocina más reciente y el leve susurro de las membranas callejeras.
Nuestros dioses están aquí en la Tierra, y se hallan a nuestro lado en nuestras oficinas, en la cocina, en el taller, en la alcoba; los dioses se han convertido en lo que somos realmente, de modo que nosotros nos hemos convertido en dioses. Queridos lectores de un planeta lejano, iremos a verles, para que su existencia pueda transformarse en otra tan sublimemente racional y exacta como la nuestra.