Soy una máquina obligada a una cantidad de revoluciones excesivas. Los cojinetes se han quemado, calentado demasiado, y sólo falta un poco para que llegue el punto de fusión y se convierta todo en un lingote goteante; todo se disolverá en la nada. ¡De prisa, agua fría, lógica…, que la necesito! Así procuro enfriar la máquina caliente con cubos de agua fría, pero la lógica se convierte, de puro hirviente, en otra substancia, en otros cojinetes demasiado ardientes, y se esfuma convertida en un vapor blanquecino, que no puedo retener con las manos.
Cuando se quiere determinar la importancia real de una función, hay que llegar hasta su valor y resistencia límite; esto es absolutamente evidente. De modo que mi ridículo «disolverse en el cosmos» del que hablé ayer no es otra cosa, cuando se le quiere captar en una línea, que la muerte.
Pues la muerte es la disolución total del yo en el cosmos. De ello se deduce: si el amor es designado con la letra L, la muerte con T, entonces L = f (T), lo cual significa que el amor es una función de la muerte…
Así es, sí, y no de otro modo. Por esta razón temo a I, por esto lucho con ella y no me quiero someter.
Mas ¿por qué entonces están unidos en mi interior ese «no quiero» y el «quiero»? Lo malo es que ansío esta terrible muerte de ayer. Lo terrible resulta que, incluso ahora, después de haber integrado la función de la lógica, cuando ya sé que ésta me lleva la muerte en los labios, no sólo en los labios sino también en las manos y en todo su cuerpo la estoy deseando con todas las fibras de mi existencia y con cada milímetro de mi ser.
Mañana es el día de la Unificación, de la Unanimidad como también le llaman. Ella estará también presente y la veré, claro que únicamente desde lejos, y esta circunstancia me dolerá mucho, pues siento la necesidad de estar a su lado; me siento atraído irresistiblemente por ella, quiero rozar sus rodillas, sus hombros, sus cabellos… Pero amo este dolor… lo necesito.
¡Gran Protector!, qué idea tan absurda la de desear el dolor… Todo el mundo sabe que los dolores son magnitudes negativas y que disminuyen la suma de los factores positivos. De los factores positivos que integran el valor «felicidad»; de ello se deduce…
Nada, absolutamente nada se deduce de ello. Nada más que un vacío, desolación…
Es de noche.
A través de las transparentes paredes de la casa puedo hundir mi mirada en el incendio del ocaso febril. Coloco mi sillón de tal forma que consigo no ver por más tiempo el resplandor triunfante y rojo; comienzo a hojear mi manuscrito.
Al leer compruebo que he olvidado nuevamente que no escribo para mí sino para usted, lector desconocido, al que amo y compadezco porque en algún lugar lejano y aún primitivo todavía luchan como los hombres de siglos atrás. Ahora quiero hablarle del día de la Unanimidad, el más solemne y magnífico de todos los días.
He amado este día desde mi tierna infancia; creo que es para nosotros algo parecido a lo que será para usted la fiesta del sacrificio y supongo que algo semejante también a las Pascuas de nuestros antepasados. Creo recordar todavía que, de niño, antes de llegar esta fecha me confeccionaba una especie de calendario, en el que iba tachando solemnemente una hora tras otra. Borrar cada una de ellas significaba que tenía que esperar una hora menos. Si supiera que nadie me iba a ver, sería también capaz de hacerlo ahora (¡se lo juro!) y me cercioraría a cada instante del tiempo que falta hasta mañana, en que la volveré a ver, aunque sea solamente a distancia.
Acaban de interrumpirme: era el sastre me traía el nuevo uniforme. Según una antigua costumbre, todos los números reciben un uniforme nuevo para la fiesta.
Mañana presenciaré y viviré un espectáculo que se repite año tras año y que, sin embargo, nos llena de entusiasmo cada vez: la fiesta gigantesca de la Unanimidad, unas manos elevadas solemnemente. Mañana es el día de la elección anual y repetida del Protector. Mañana le entregaremos a Él la llave para la felicidad de un nuevo año.
El día de la Unanimidad nada tiene que ver, naturalmente, con aquellas elecciones desordenadas y desorganizadas de nuestros antepasados, cuyos resultados no se conocían de antemano. Nada hay más descabellado que fundar un estado sobre la base de una ciega casualidad. Pero habían de transcurrir siglos enteros antes de que la humanidad lo reconociera.
Por esta razón sería una tontería explicarles que en nuestra existencia no hay lugar para las casualidades, ni para unos acontecimientos inesperados. La elección tiene una importancia simbólica. Nos recuerda que formamos un solo y gigantesco organismo, constituido por millones de células y que, en resumen, para decirlo con las analogías del Evangelio, somos una sola Iglesia. En la Historia del Estado único jamás ha sucedido que un solo voto haya osado alterar la majestuosa armonía de este día tan solemne.
Dícese que nuestros antepasados celebraban sus «elecciones» en forma secreta, es decir, que se escondían como ladrones. Algunos historiadores afirman que incluso había enmascarados en las elecciones; poco más o menos me imagino este espectáculo fantástico de la siguiente manera:
Es de noche, hay una plaza espaciosa, unas figuras ataviadas de oscuro que se deslizan arrimadas a las paredes, y al viento fulguran unas antorchas rojas y ardientes… El motivo para tanto misterio no hemos podido adivinarlo hasta hoy de una manera razonable. Probablemente estas elecciones se relacionaban con algunos procesos místicos, supersticiosos e incluso delictivos. Nosotros, en cambio, nada hemos de ocultar ni hemos de avergonzamos de nada: celebramos nuestras elecciones a plena luz.
Veo cómo todos votan al Protector y todos los demás pueden mirar cómo emito mi voto al Protector, pues todos, ellos y yo, constituimos ese gran «nosotros». Nuestros métodos de elección educan al hombre para un criterio honesto y noble, son mucho más sinceros que aquel método misterioso, cobarde e hipócrita de antaño. Supongamos por ejemplo que sucediera lo imposible y que un tono falso se introdujera a escondidas en la monotonía.
Los Protectores invisibles, que se hallan diseminados, sentados entre nuestras filas, se darían cuenta y detendrían a los números descarriados; éste es el modo de protegerles de otras nuevas faltas. Pero a esto se suma además…
Mi mirada se clava en la pared cristalina del cuarto de mi vecino: hay una mujer ante el espejo que se desabrocha apresuradamente el uniforme. A lo largo de un segundo veo un par de ojos, de labios y dos puntos agudos y sonrosados. Luego corren los cortinajes. De pronto acuden a mi memoria los sucesos de ayer y ya no se me ocurre lo que iba a decir después de ese «además» que he escrito antes.
Ya sólo quiero una cosa, y basta. Lo que acabo de escribir de la fiesta no es más que una tontería. Quisiera tacharlo, borrarlo todo, arrancar la página y destruirla. Pues sé que, para mí, el día de mañana, la fiesta, no es nada si no la tengo cerca a ella y si su hombro no roza el mío. (Tal vez esta idea es pecaminosa, pero es la pura verdad.) Sin I, el sol de mañana no será más que un disco de metal, de hojalata, y el cielo un trozo de cartón pintado de azul; y yo mismo…
Cojo el auricular:
— ¡I! ¿Es usted?
— Sí. ¿Por qué me llama tan tarde?
— Quería… sí, quisiera pedirle…, me gustaría que mañana se sentase a mi lado. ¡Querida!
¡Querida!, dije con un levísimo susurro. Durante largo rato no contesta. Me da la impresión de que hay alguien en la habitación de I, y que se produce una leve conversación; por fin la oigo decir:
— No, no puede ser. No sabe cuánto me gustaría, pero realmente no es posible. ¿Por qué?… ¡Mañana lo verá!
¡Noche!… no hay nada más que noche impenetrable a mi alrededor!