Qué extraño: el barómetro desciende y sin embargo todavía no sopla viento; reina una profunda quietud. Allá arriba ya ha comenzado la tormenta que para nosotros sigue imperceptible. Las nubes se agitan violentamente y corren por el cielo. Hasta ahora se ven solamente unos cuantos jirones puntiagudos. Parece como si allá, en la altura, ya estuviera en marcha la destrucción de alguna ciudad; como si cayesen unos trozos enormes, partes enteras de muros y de torres sobre nosotros. Estas nubes crecen con inquietante rapidez ante mis ojos, y se acercan más y más, pero habrán de flotar durante muchos días todavía por el azul transparente y el infinito hasta que choquen contra nuestro suelo.
Aquí abajo reina un silencio de muerte. En el aire flotan unos filamentos tan delgados como capilares, casi invisibles. Cada año, el otoño los trae del otro lado del Muro Verde, nos invaden y penetran en la ciudad. De pronto sentimos algo ajeno, invisible en el rostro, e intentamos quitárnoslo pasando la mano por la cara; sin embargo, nadie puede librarse de ellos…
En el Muro Verde, por donde hoy estuve paseando, existen estos filamentos en número inusitado. I me había dicho que la fuese a buscar a nuestro «piso» en la Casa Antigua.
A poca distancia de la oscura Casa Antigua oí unos pasos cortos y rápidos y un aliento jadeante. Me volví: era O.
Tenía un aspecto muy distinto al habitual, redondo y terso.
El uniforme se tensaba exageradamente alrededor de su cuerpo, que conozco tan bien. Pronto, aquel cuerpo rompería la fina tela en su pujanza exterior, al sol y a la luz. Se me ocurrió pensar involuntariamente en los desfiladeros verdes más allá del Muro, donde, al llegar la primavera, los yermos se abren paso en la tierra y salen al exterior en busca del sol, para que puedan salir tallos, hojas y flores. O me miró en silencio y sus ojos azules estaban radiantes. Luego dijo:
— ¡Le vi… aquel día, el de la Unanimidad!
— También yo la vi entonces… — Me acordé inmediatamente de que había estado al lado de la entrada angosta, muy pegada a la pared, protegiéndose el vientre con las manos. Y sin querer miré su vientre, que se destacaba grueso y redondo debajo del uniforme. Pareció darse cuenta de mi mirada, pues se ruborizó y sonrió azorada:
— Soy tan feliz, ¡tan feliz!… No veo ni oigo lo que pasa a mi alrededor y solamente escucho en mi interior…
Nada respondí. Me daba la sensación de ir cargado con algo extraño, ajeno y molesto, pero no sabía librarme de ello. De pronto cogió mi mano y se la acercó a los labios… Esta caricia anticuada que no había sentido nunca me avergonzó y dolió tanto, que retiré mi mano con violencia.
— ¿Está usted loca? ¿De qué se alegra? ¿Es que ha olvidado lo que le espera? Claro que no en seguida, pero dentro de uno, máximo dos meses…
Palideció y todas las redondeces de su cuerpo parecieron encogerse. Sentí en mi corazón una angustia y compresión desagradables, enfermizas, originadas por ese sentimiento que suelen llamar compasión. (El corazón no es más que una bomba ideal. Y una bomba jamás puede provocar compresión, jamás puede sorber un líquido…, ya que esto sería técnicamente un imposible, algo realmente absurdo. De ello se deduce cuán descabellado, anormal y enfermizo es el amor, la compasión y otros tantos estados análogos que originan una compresión de este tipo.)
Quietud. A mi lado, el cristal turbio del Muro Verde y ante mis pies un montón de piedras rojas como la sangre…
El resultante de la visión de ambas cosas era una idea genial:
— ¡Un momento! Sé cómo puede salvarse. En la ciudad sólo le espera dar a luz a su hijo y morir luego… Quiero preservarla de esta triste suerte. Quiero que pueda criar y educar a su hijo, ver cómo crece en sus propios brazos.
Temblando con todo el cuerpo, se aferraba a mí:
— Se acordará seguramente de aquella mujer — le dije —, aquélla de entonces. Ahora está en la Casa Antigua. Vamos a verla inmediatamente: haré todo lo que sea necesario.
En mi imaginación me figuraba a los tres, caminando a través de los pasillos subterráneos y ya me encontraba con O en el país de las flores, hierbas y hojas verdes…, pero ella retrocedió consternada, las comisuras de sus labios temblaban y señalaban peligrosamente hacia abajo.
— ¡Pero si es la misma… que!… — exclamó.
— Ella es, desde luego… — tartamudeé azorado —, sí, es la misma.
— ¿Y usted me pide que vaya a verla, que le suplique que… que yo? ¡Atrévase a decir algo más acerca de ella!
Alejóse con paso rápido. De pronto se volvió, como si hubiese olvidado algo, y gritó:
— ¡Qué importa que tenga que morir! ¡Y a usted aun le importa menos!
Quietud y silencio. Desde arriba parecen caer trozos enteros de muros y torres y crecen con vertiginosa rapidez ante mis ojos, pero habrán de volar todavía horas enteras, incluso días, a través del infinito. Pausadamente se deslizan unos hilos invisibles por los aires, se pegan a mi rostro y no soy capaz de librarme de ellos…
Entré en la Casa Antigua. Y en mi corazón había una compasión absurda, martirizante…