El día de ayer fue para mi como el papel a través del cual los químicos suelen filtrar sus soluciones: todas las partículas pesadas, todos los sobrantes quedan retenidos en éste. Por la mañana me sentía tan puro y limpio, que al bajar al vestíbulo parecía totalmente traslúcido.
El número femenino de control estaba sentado en su mesita, miraba al reloj y registraba en una lista a los números que iban saliendo. Se llama U…, pero prefiero no mencionar su número, pues temo que escribiría algo improcedente de ella; a pesar de que es una mujer muy honesta, y no muy joven ya. Lo único que me desagrada de ella son sus mofletes, que tienen el aspecto de agallas.
Su pluma rasgaba el papel. Pude ver registrado mi número D-503, y al lado del mismo una mancha, un borrón de tinta. Quise llamarle la atención sobre esta circunstancia, cuando de pronto alzó los ojos y me sonrió de una manera agridulce:
— Aquí hay una carta dirigida a usted.
Yo sabía que esta carta, cuyo contenido seguramente ella ya conocía, había de ser censurada todavía por los Protectores (creo que es obvio tener que darles una explicación de este hecho, que considero totalmente normal) y que no la recibiría antes de las 12 horas. Pero la extraña sonrisa me había confundido, hasta tal extremo, que más tarde, en mi trabajo normal en las radas del Integral, no supe concentrarme, e incluso incurrí en errores de cálculo, cosa que antes nunca me había sucedido.
A las 12, hallándome de nuevo ante aquellas agallas parduscas, tuve que aguantar de nuevo la misma sonrisa agridulce…, pero por fin tuve en mis manos la carta. No sé por qué razón no la leí inmediatamente; la guardé en el bolsillo y fui casi corriendo hasta mi habitación. Allí rasgué el sobre y mis ojos erraron precipitadamente por encima del texto… Tuve que buscar apoyo… Me senté. El escrito contenía la notificación oficial de que el número I-330 se había abonado a mí y que hoy mismo, a las 21 horas, tenía que personarme en su cuarto… Especificaba su dirección, sus señas…
¡Y esto a pesar de que le demostré claramente, sin que cupiera tergiversación alguna, la poca simpatía que me inspiraba!
Además, ni siquiera sabía si yo había ido o no a los Protectores… No podía haberse enterado a través de nadie, tampoco, de que había estado enfermo y de que realmente, aun queriendo, me hubiese visto en la imposibilidad de denunciarla… Y sin embargo…
En mi cabeza había algo que rodaba y aullaba como una dinamo. El Buda, el vestido amarillo, las campánulas…, una medialuna sonrosada… Solamente faltaba esto de ahora: por la noche ha de venir a verme O ¿Será conveniente enseñarle esta notificación? No me creerá, ¿por qué habría de creerme? No creerá que nada tengo que ver, que no hay nada intencionado por mi parte y que soy inocente. Con seguridad se producirá entre los dos una discusión estéril, violenta y sin sentido… No, por lo menos ésta he de evitarla.
Que pase lo que sea…, que todo transcurra mecánicamente. Después simplemente le remitiré una copia de la notificación.
Guardé la carta en el bolsillo y al hacerlo me volví a fijar en mi fea mano de simio, tan peluda. Y como asociación, se me ocurrió lo que ella, I-330, durante el paseo había dicho de mi mano, tomándola y contemplándola. ¿Es que ella pensaba realmente que?…
Son las nueve menos cuarto. La noche es nítida, casi blanca. A mi alrededor todo parece de cristal verde. Pero ahora se trata de otra clase de cristal que no es el nuestro; es más grueso que el que tenemos nosotros, el auténtico. Éste es como una fuente vidriosa en la cual hay algo que hierve y borbotea, sí, chapotea como… Nada me extrañaría que ahora las cúpulas de los auditorios se elevasen en forma de esféricas nubes de humo, ni que la Luna sonriese sagazmente… como aquella mujer de esta mañana, desde detrás de su mesita…, ni que todos los cortinajes, en todas las edificaciones, se corrieran y detrás de ellos…
¡Qué sensación tan extraña! De pronto me di cuenta de la existencia de mis costillas. Eran como unas tiras metálicas que oprimían y atenazaban mi corazón. Me hallaba delante de una puerta de cristal con cifras doradas: I-330. I estaba sentada en la mesa y me daba la espalda, mientras escribía. Entré…
— Vea — le enseñe el billete —. Esta mañana recibí la notificación y he venido para…
— ¡Qué puntual es usted! Un instante, por favor, siéntese… En seguida estaré lista.
Volvió a posar sus ojos en la carta… ¿Qué debía de suceder ahora en su interior? ¿Qué diría dentro de unos segundos y qué haría? ¿Cómo determinarlo de antemano, calcularlo, si en ella todo provenía de un mundo salvaje, de un país hundido desde remotas épocas en sueños irreales? La contemplé sin despegar los labios. Mis costillas seguían siendo unas crueles tenazas de acero, me oprimían… Cuando habla, su rostro se parece a una rueda de locas y relucientes revoluciones, de la que no se pueden distinguir los rayos.
Pero, en este instante, la rueda estaba inmóvil y pude contemplar detenidamente su extraña forma geométrico. Las cejas enarcadas formaban un triángulo muy pronunciado, dos hondos surcos irónicos corrían desde las aletas de la nariz hacia la comisuras de sus labios. Estos dos triángulos estaban en posición contradictoria el uno al otro, y caracterizaban todo su rostro con aquella desagradable pero incitante X, que semejaba una cruz. Un rostro corregido como por una tachadura en forma de cruz.
La rueda comenzó a moverse y los rayos desaparecieron.
— ¿De modo que no estuvo en el Departamento de los Protectores?
— Estuve… No, no pude… Estaba enfermo.
— Me lo imaginé en seguida: algo tenía que sucederle para que no lo hiciera… Algo, fuese lo que fuese. — Sonrió, y sus afilados dientes brillaron —. En cambio, gracias a esto, le tengo ahora en mi poder. No lo olvide: todo número que en el plazo de 48 horas no haya formulado la denuncia, será…
Mi corazón latía tan desatinadamente que parecía querer reventar mi caja torácica, pese a aquellas costillas que semejaban flejes metálicos. Me sentí como un muchacho incauto que ha sido cogido con las manos en la masa, cuando intentaba hacer una travesura. No supe qué contestar. Estaba completamente turbado e incapaz de mover una mano… o un pie.
Ella se incorporó, estirando los miembros con gesto placentero. Luego pulsó un botón y las cortinas se deslizaron con leve ruido. Me sentí aislado del mundo, como si me hubiesen cortado la retirada… Estaba a solas con ella.
I se hallaba en un lugar determinado, detrás de mi espalda, delante del armario. Su uniforme crujió un poco, se deslizó al suelo… Agucé los oídos, embargados por la tensión nerviosa. Luego pensé… Mas no: se me ocurrió con la rapidez de un relámpago…
El otro día, aún no hace mucho, tuve que hacer cálculos para determinar la concavidad de una nueva membrana callejera (estas membranas, elegantemente decoradas, cuelgan ahora en todas las calles y registran las conversaciones de los transeúntes para el Departamento de Protectores) y de pronto se me clavó una idea entre ceja y ceja: la membrana cóncava, rosada y sensible no deja de constituir un extraño ser, pues está formada por un solo órgano: el oído. Y ahora yo me sentía como una membrana.
Un leve clic de un botón del cuello… luego en el pecho… y después otro clic más abajo. La seda reluciente resbaló por los hombros, las rodillas… hasta el suelo. Oí, con más plasticidad de lo que puede verse con los ojos, cómo primeramente una de sus piernas, y después la otra, se levantaba para salir de aquel montón de seda de un azul grisáceo. La membrana tensa vivía y registraba: quietud. ¡No!, unos martillos potentes contra las costillas. Y yo seguía oyendo, como si lo viese: ella estaba reflexionando, por un segundo reflexionaba.
La puerta del armario se abrió, se cerró de nuevo… Seda…
— Bueno, ya, por favor…
Me volví. I llevaba un vestido anticuado muy ligero de color azafrán. Y esto era mil veces peor que no haber llevado nada absolutamente. Dos puntos agudos y rosados traslucían por el finísimo tejido, como dos carbones o dos ascuas en medio de la ceniza. Dos rodillas suavemente torneadas.
Tomó asiento en el butacón de breves patas. Delante de ella y encima de la pequeña mesa cuadrada, había una botella llena de un líquido de un verde venenoso y dos copas de tallo largo y esbelto. Entre sus labios asomaba una delgada pipa de papel, como solían fumarse en épocas remotas (he olvidado su nombre).
La membrana seguía oscilando todavía. Y el martillo en mi interior parecía estar forjando acero al rojo. Yo oía perfectamente cada uno de sus golpes… ¿tal vez los oía también ella? Pero no, I seguía fumando tranquilamente, me contemplaba y echaba la ceniza de su pipa sin la menor consideración sobre mi billete rosa. Le pregunté, esforzándome en mostrar la mayor sangre fría:
— ¿Por qué se ha abonado a mí? ¿Qué motivos tiene para obligarme a acudir a su cuarto?
I-330 aparentaba no escucharme: llenó las copas y tomó un sorbo.
— Un licor excelente. ¿Quiere tomar una copa?
Por fin comprendí que se trataba de alcohol. y como un relámpago recordé cierto suceso de ayer: la mano pétrea del Bienhechor, el rayo cegador, el cuerpo abatido con la cabeza muy echada hacia atrás. Temblé…
— ¿Es que no sabe — la interrogué — que todos los que se envenenan con nicotina, y especialmente con alcohol, serán castigados sin piedad por el Estado único?…
Las oscuras cejas se enarcaron como impulsadas por un resorte y formaron un triángulo burlón:
— Destruir a unos pocos con rapidez es más razonable que brindar a muchos la posibilidad de suicidarse — me respondió — y la degeneración, etc… esto no es más que la pura verdad…
— Sí, la pura verdad…
— Y si a toda esta colección de verdades puras y desnudas, y calvas además, se les dejase salir a la calle… Imagínese por un instante, a mi terco admirador, por ejemplo. Usted ya le conoce; imagínese que fuese capaz de sacudiese de encima toda la mentira de su disfraz engañador, para mostrarse al público con su verdadero ser… ¡Oh!
I-330 reía. Pero se destacaba delator en su rostro el triángulo inferior, tristón. Había dos surcos profundos, amargos, desde la nariz hasta las comisuras de los labios. Y estos surcos me revelaban que él…, el sujeto doblemente encorvado, formando una S, jorobado y con las orejas gachas…, la había abrazado… Él a una mujer tan… tan… como ésta…
Intentaré describir los sentimientos anormales que experimenté en aquel momento. Ahora, al escribir estas líneas, lo veo claro: todo es como ha de ser; también él tiene derecho a la felicidad, el mismo derecho que cualquier otro número decente, y sería injusto por mi parte si…
I estuvo riendo largamente. Era una risa extraña. Luego me miró penetrante:
— De usted no tengo el menor miedo. Su presencia me inspira sosiego. Es usted una persona agradable, simpática… De eso estoy convencida, y sé que no piensa ni remotamente en ir corriendo a ver a los Protectores para denunciar que fumo y bebo licor. Se pondrá enfermo… o hará lo que sea. Y aun hará mucho más… incluso estoy convencida de que beberá conmigo…
¡Qué tono tan irónico, cuánto desparpajo! Ahora volvía a odiarla. Pero ¿por qué otra vez? ¿O, acaso, no la he odiado durante todo el tiempo?
Apuró su copa de un solo sorbo, dio unos pocos pasos… los puntos sonrosados debajo de su vestido brillaron, y se detuvo detrás de mi sillón. De pronto sus brazos se deslizaron por mi cuello, sus labios buscaron los míos… y los encontraron. Juro que todo vino inesperadamente para mí, porque… luego… lo que sucedió yo no lo habría podido querer de ninguna manera… Por lo menos ahora está totalmente claro que nunca habría podido quererlo.
Sentí unos labios insoportablemente dulces (creo que era el sabor del licor) y un sorbo del ardiente veneno penetró en mi boca, luego otro segundo… y otro más. Me pareció caer de la tierra al vacío precipitándome, como un planeta independiente, cada vez más hondo…, más hondo, girando sobre mi propio eje… en una trayectoria imprevisible, incalculable…
Todo lo demás lo puedo describir sólo de una forma aproximada y valiéndome únicamente de analogías más o menos acertadas.
Antes, jamás se me habría ocurrido pensarlo, pero la cosa es realmente así: nosotros, los humanos, andamos por la tierra bordeando siempre el mar de llamas que se oculta en lo más hondo de su seno y en el que nunca pensamos. De pronto experimenté la sensación de que la delgada corteza de debajo de mis pies se había convertido en vidrio transparente, como si de súbito yo fuese un vidente… Me convertí en vidrio. Podía observar mi propio interior.
Y allí había dos Yo, el antiguo D-503, es decir, el número D-503, y el otro… Antes había sacado muy contadas veces sus manos peludas del cascarón; crujía, se partía y de un momento a otro reventaría… ¿Y entonces qué?
Me agarré con todas mis fuerzas a una caña inverosímilmente frágil, al respaldo del sillón, y pregunté, tan sólo para no oír las voces de mi segundo yo oculto:
— Pero… ¿de dónde ha sacado… este veneno?…
— De un médico, uno de mis amigos.
— ¿Uno de sus amigos? ¿Quién es?
Entretanto, mi segundo yo se incorporó violentamente para gritar:
— No lo permito, no lo consiento. ¡Quiero que no haya nadie más que yo…, que no haya otro que!… ¡Mataré al que a usted… porque la!…
Y tuve que contemplar que aquel otro, con sus manos peludas, la cogía brutalmente, le arrancaba la seda del cuerpo, le clavaba los dientes en el hombro… ¡Sí, aún lo recuerdo exactamente… los dientes!
I consiguió zafarse, no sé cómo. Apoyada en el armario, con la mirada clavada en el suelo, me escuchaba guardando silencio.
Yo estaba arrodillado en el suelo, abrazado a sus rodillas, y se las besaba suplicando:
— Por favor, en seguida…, ahora…, en este mismo instante…
Los dientes agudos brillaban, las cejas se enarcaban irónicamente. Se inclinó hacia mí y me desabrochó sin decir palabra la insignia con el número:
— ¡Sí, sí… querida!…
El uniforme me estorbaba y mis manos… Pero I me contuvo y sin mediar explicación alguna me mostró el reloj de mi insignia: faltaban cinco minutos para las diez y media.
Quedé como petrificado. Sabía lo que significaba salir a la calle después de las 22.30. Todas aquellas alocadas ideas quedaron borradas como por encanto de mi agitada mente; había recuperado súbitamente mi propio yo. Pero se me hacía tremendamente consciente: ¡la odio…, sí, la odio!
Sin despedida, y sin volverme siquiera, salí corriendo del cuarto. Y, corriendo, volví a colocarme la insignia en el uniforme, precipitándome por la escalera auxiliar hacia la calle (tenía miedo de encontrarme con alguien en el ascensor), y pronto me vi en medio de la ciudad desierta.
Todo estaba en su debido lugar… todo era tan simple, tan cotidiano, tan ordenado. Los edificios de cristal profusamente iluminados, el cielo vidrioso, pálido, la noche verdosa, inmutable. Pero debajo del cristal quieto y fresco bullía algo indeciblemente salvaje, rojo y peludo. También yo bullía, alocado y jadeante, con un terror inmenso ante la posibilidad de llegar tarde.
De pronto me di cuenta de que mi insignia estaba a punto de desprenderse. No tardó en caérseme, y dio contra el pavimento de cristal con un leve tintín. Me agaché para recogerla… y durante aquel segundo de silencio oí claramente unos pasos que se arrastraban sigilosos a mi espalda. Al volverme, me pareció ver que algo diminuto y encorvado doblaba la esquina. Por lo menos creí distinguirlo en aquellos momentos.
Corrí de nuevo, haciendo un esfuerzo tremendo, tan de prisa como me llevaban mis piernas. No me detuve hasta la entrada de mi casa (el reloj señalaba las diez y media menos un minuto). Atisbé en la noche… pero nadie me seguía. Todo había sido, por lo visto, un juego de mi fantasía, de mi imaginación; una consecuencia de aquel veneno.
La noche fue un martirio. La cama se agitaba, se movía, se alzaba y caía, una y otra vez, describiendo curvas sinuosas.
Procuré repetirme una y otra vez: «Durante la noche, todos los números deben dormir. Dormir representa una obligación tan imperiosa como trabajar durante el día. Y es preciso dormir, para poder realizar el trabajo cotidiano. Permanecer despierto por la noche es un crimen, un delito».
Sin embargo, no pude pegar ojo.
Me estoy arruinando. Yo no soy capaz de cumplir con mis deberes para con el Estado único…
Yo…