Anotación número 26.

SÍNTESIS: El mundo existe. Erupción 41º.

Horas matutinas: a través del techo del cuarto se asoma el cielo, firme como siempre, circular y de rojas mejillas. Creo que me maravillaría, si en lugar de este fenómeno normal viese ahora un sol cuadrangular, personas ataviadas con vestidos policromos de lana animal y unas paredes de piedra intransparentes. Pero no, todo sigue existiendo, nuestro mundo existe: ¡nuestro mundo! Pero a lo mejor se trata tan sólo de la pereza de la materia… Que el generador haya sido ya parado y los engranajes giren, una, dos, tres vueltas todavía, para detenerse definitivamente después del sexto o séptimo giro… hasta la inercia…

¿Conoce usted esta rara sensación?: uno se despierta en plena noche, abre los ojos y mira la oscuridad creyendo que se ha perdido. La mano tantea rápidamente por la penumbra insondable, busca algo familiar, algo firme: el muro, la lámpara, la silla. Así estuve buscando en el Periódico Estatal cierta noticia… Aquí está por fin:

«Ayer se celebró la fiesta tan impacientemente anhelada por todos los números, la fiesta de la Unanimidad. El Protector, que ya tantas veces ha probado su infalibilidad y sabiduría, volvió a ser elegido unánimemente por cuadragésima octava vez. Algunos enemigos de la felicidad trataron de alterar la ceremonia. Por su conducta hostil al Estado, han perdido el derecho de ser piedras estructurales de los fundamentos, ayer reafirmados, del Estado único. Resultaría descabellado atribuir a sus votos la menor importancia, como sería igualmente ingenuo creer que una tos en una sala de conciertos pudiera formar parte de una sinfonía heroica. Cada uno de nosotros lo sabe.»

¡H, tú…, el más sabio de todos los sabios! ¿Es verdad que estamos salvados, a pesar de cuanto ha sucedido? Y, efectivamente, ¿qué se podría replicar a esta razón clara como un diamante?

Luego siguieron todavía tres líneas:


«Hoy a las 12 horas se reunirá en Consejo la Administración Estatal conjuntamente con el Departamento de Salud Pública y los Protectores para celebrar sesión extraordinaria, en la que se acordará un importante acto estatal.»


Aún se mantenían firmes los muros estatales. Los sentía dentro de mí. La extraña sensación de estar perdido se había desvanecido de pronto y ya no me parecía raro que el cielo fuera azul y que en el centro de éste hubiese un sol redondo. Todos acudían como siempre al trabajo.

Con firme paso atravesé rápidamente el Prospekt. Llegué hasta el cruce y torcí por una calle de segundo orden. «Qué extraño — pensé —: las gentes hacen un rodeo alrededor de la casa de la esquina, como si allí se hubiese roto una cañería, o como si saliese un chorro de agua fría disparado hacia la calle».

Aun faltaban unos diez, luego cinco pasos…, y de pronto me sentí como alcanzado también por el frío chorro… Me tambaleé y di un salto de la acera a la calzada: a unos dos metros encima de mi cabeza aparecía, pegado al muro, un cartel que exhibía, con caracteres de un verde venenoso, la incomprensible palabra MEPHI.

Delante del pasquín se estiraba cierta espalda, unas orejas transparentes y gachas que temblaban de ira y nerviosismo. Con el brazo derecho en alto, y estirando el izquierdo con un gesto de impotencia hacia atrás, como si fuese una ala rota, saltaba al aire para arrancar el pasquín, pero no era capaz de alcanzarlo.

Seguramente, cada uno de los peatones que pasaban estaría pensando: «Si voy a ayudarle y le echo una mano, creerá que me siento culpable y por eso…» Confieso que tuve la misma idea. Pero recordé las muchas veces que él me había salvado, y me acerqué, extendí el brazo y arranqué el pasquín.

Se volvió, y sus ojos se me clavaron en el rostro, hasta llegar a lo más profundo de mi ser, donde parecieron buscar algo y encontrarlo.

Luego hizo una ligera insinuación con un movimiento de la ceja izquierda, refiriéndose al muro donde había estado pegado el pasquín con al misteriosa palabra MEPHI, y por su rostro se deslizó una breve sonrisa, que por sorpresa mía casi parecía divertida.

Pero ¿por qué me maravillaba esta circunstancia? El aumento temerariamente lento del tiempo de incubación de una enfermedad es siempre más desagradable al médico que una erupción y una temperatura de 40º…, pues en este último caso ya ve más o menos pronto de qué enfermedad se trata. La palabra MEPHI, que hoy aparecía en todos los muros, era como una erupción. Comprendí perfectamente la sonrisa de S…

En el metro y en todas partes esta misma y terrible erupción: en las paredes, en los bancos y los espejos, por doquier aparecían pegadas estas notas con la inscripción MEPHI.

Los números permanecían callados en sus asientos. En el silencio podían oírse los ruidos de las ruedas tan claramente, que parecían el murmullo de la sangre inflamada. Uno dio un codazo a su vecino y éste se encogió tanto del susto que se le cayó un fajo de papeles que llevaba en la mano. El número de mi izquierda leía un periódico, pero siempre en la misma línea, y el diario temblaba ligeramente entre sus dedos. Por todas partes, en las ruedas, en las manos, en los periódicos, hasta en las pestañas, pulsaba la sangre, más cálida y rápida que nunca, y si hoy estuviese allí, con I, tal vez el termómetro ascendería a 39º, 40º hasta 41º…

En las gradas reinaba un silencio amenazador, apenas interrumpido por el lejano zumbido de alguna hélice invisible.

Las máquinas se erguían sombrías y silenciosas. Solamente las grúas accionaban sin ruido, moviéndose como si anduviesen de puntillas. Bajaban sus testas, alcanzaban con sus garras unos bloques azules de aire congelado, cargándolo en las cisternas del Integral. Estábamos realizando los preparativos para un vuelo de ensayo.

— ¿Acabaremos dentro de una semana? — pregunté al Segundo Constructor.

Tenía el rostro como un plato de porcelana en el que se han pintado los ojos y los labios como unas florecillas pálidas, como si el agua hubiese diluido y gastado un color…

Estuvimos calculándolo. De pronto me callé y abrí de puro horror la boca de par en par. Arriba del todo, debajo de la cúpula, encima del bulto azulado entre las garras de la grúa, relucía un cuadrado blanco y diminuto, un pasquín. Comencé a temblar… probablemente de risa. Sí, me oí reír, ¿Sabe usted qué sensación se siente, cuando uno oye su propia risa?

— Imagínese — dije al Segundo Constructor —. Imagínese estar sentado en un avión anticuado, cuyo altímetro marca 5.000, mientras una de las alas está rota. Se va precipitando como una piedra al vacío y entretanto va pensando y calculando: «Mañana de 12 a 2 haré tal cosa, de 2 a 6 tal otra y a las 6 la cena…» Ridículo…, ¿verdad? Pues así de ridículo y descabellado es todo nuestro cálculo de ahora.

Las florecillas azules se abrieron enormemente. Si yo fuese vidrio, seguramente habría podido ver que yo, en el plazo de 2, 3, ó tal vez 4 horas, estaría… ¿Qué diría entonces este compañero mío?…

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