—¡Despierta, moza! —grité, al entrar en la cámara de Vika, y dos veces batí palmas.
La sobresaltada joven ahogó una exclamación y se incorporó de un salto. Había estado acostada sobre la estera de paja, a los pies del diván de piedra. Se había incorporado con un movimiento tan brusco que se golpeó la rodilla contra la piedra, y eso no le gustó mucho. Mi intención había sido atemorizarla, y me agradó ver que lo había conseguido.
Me miró, enojada:
—No estaba durmiendo —dijo.
Me acerqué a ella y la examiné. Decía la verdad.
—¡Ya lo ves! —insistió.
Bajó la cabeza, y después me miró tímidamente. —Me alegro —dijo— de que hayas regresado.
—Imagino —dije— que durante mi ausencia saqueaste la alacena.
—No —contestó—. No lo hice... amo.
—Vika —dije—, creo que es hora de que introduzcamos ciertos cambios.
—Aquí nada cambia nunca —replicó.
Paseé los ojos por la habitación. Los sensores me interesaron, y los examiné de nuevo. Me sentía alegre. Después, realicé un examen metódico de la sala. Aunque los sensores y el modo de usarlos eran cosas perversas y yo no podía entenderlos muy bien, en ellos no había en definitiva nada misterioso, nada que no pudiese explicarse.
Por otra parte, en el corredor yo había percibido los signos tangibles de un Rey Sacerdote. Me eché a reír. Había olido a un Rey Sacerdote. La idea me divertía. Comprendí mejor que nunca de qué modo la superstición limitaba y hería a los hombres. Los Reyes Sacerdotes se ocultaban en su fortaleza de las Montañas Sardar y permitían que los mitos de los Iniciados levantaran alrededor de ellos un muro de terror humano. En realidad había que reírse, y reírse de buena gana.
Vika me observaba, desconcertada, y sin duda creía que yo estaba loco.
—¿Dónde están? —pregunté.
—¿Qué? —murmuró Vika.
—¡Los Reyes Sacerdotes ven y los Reyes Sacerdotes oyen! —grité—. Pero, ¿cómo?
—Gracias a su poder —afirmó Vika, y retrocedió hacia la pared.
Había examinado lo mejor posible toda la habitación. Por supuesto, podía usarse un tipo de rayo penetrante que quizás permitiera percibir señales a través de las paredes, y después transmitirlas a una pantalla distante; pero dudaba que se usara ese recurso.
De pronto vi directamente en el centro del techo otro bulbo de energía, semejante a los que estaban encendidos en las paredes; pero éste se encontraba apagado. Un error de los Reyes Sacerdotes. Por supuesto, el artefacto podía estar oculto en cualquiera de los bulbos.
Trepé de un salto al centro de la plataforma de piedra. Y grité a la joven:
—Tráeme la jofaina.
Vika estaba convencida de que yo había enloquecido.
—¡Deprisa! —grité, y ella acató la orden.
Recibí la jofaina, y la arrojé contra el bulbo que, aunque aparentemente estaba quemado, se rompió con grandes llamaradas y desprendimiento de humo y chispas. Vika gritó y se agazapó detrás de la plataforma de piedra. En la cavidad donde había estado el bulbo de energía, ahora reventado y humeante, apareció una maraña de cables, un diafragma de metal y un receptáculo cónico que tal vez antes había contenido una lente.
—Ven aquí —dije a Vika; pero la pobre muchacha se encogió, temerosa. Impaciente, la aferré de un brazo, la subí a la plataforma y la sostuve en mis brazos. —¡Mira! —repetí.
—¿Qué hay? —gimió.
—Era un ojo —dije.
—¿Un ojo? —preguntó.
—Sí —dije—, algo como el “ojo” de la puerta. Deseaba que ella entendiese.
—¿El ojo de quién?
—El ojo de los Reyes Sacerdotes —contesté riendo—. Pero ahora lo he cerrado.
Vika tembló contra mi cuerpo; poseído por la alegría incliné el rostro y besé esos labios magníficos, y ella lloró, impotente en mis brazos, pero no se resistió.
Era el primer beso que recibía de los labios de mi esclava, y había sido un beso de absurda alegría, que la asombraba más que la complacía.
Descendí del diván de piedra y me acerqué al portal.
—Vika —grité—, ¿quieres salir de este cuarto?
—Por supuesto —dijo, con voz temblorosa.
—Muy bien —observé—, ahora lo harás.
Me reí y me acerqué al portal. De nuevo examiné los seis sensores rojos, tres a cada lado. En realidad, era una pena destruirlos, porque se veían bastante hermosos.
Extraje la espada.
—¡Alto! —gritó Vika, horrorizada.
Corrió hacia mí y trató de detenerme, pero con la mano izquierda la aparté y ella rodó hacia el costado del diván de piedra.
—¡No lo hagas! —gritó, arrodillada y con las manos extendidas.
Seis veces el pomo de mi espada cayó sobre los sensores, y seis veces se oyó un chirrido, como la explosión de un vidrio caliente, y saltaron chispas escarlatas. Los sensores estaban destruidos, las lentes quebradas y los cables que se hallaban detrás formaban una maraña de alambres negros y quemados.
Volví a envainar la espada y me enjugué el sudor de la frente con el dorso de la mano.
Sonreí a Vika. —Ahora, puedes salir de la habitación —dije—, si así lo deseas.
Se incorporó lentamente y me miró. —Mi amo está herido —dijo, aludiendo a los pequeños cortes provocados por los vidrios rotos.
—Soy Tarl Cabot, de Ko-ro-ba —le dije, porque quería que conociera mi nombre y mi ciudad.
—Mi ciudad es Treve —dijo la joven, y por primera vez me revelaba esa información.
De modo que Vika venía de Treve.
Eso explicaba muchas cosas.
Treve era una ciudad guerrera, levantada en cierto lugar de la ignota magnificencia de la Cordillera Voltai. No había estado allí, pero conocía su reputación. Se decía que sus guerreros eran fieros y valerosos, y sus mujeres orgullosas y bellas.
Vika regresó con la toalla y comenzó a limpiarme la cara. Rara vez una joven de Treve era vendida como esclava Yo imaginaba que Vika me habría resultado costosa si la hubiese comprado en Ar o en Ko-ro-ba. Incluso cuando no eran bellas, eran muy apreciadas por los coleccionistas a causa de su rareza.
Se decía que Treve estaba a cierta altura sobre Ar, a unos setecientos pasangs de distancia, en dirección a las Montañas Sardar. Nunca había visto la ciudad en un mapa, pero conocía el territorio que ella pretendía como dominio propio. La ubicación exacta de Treve no me era conocida, y quizá era un dato que excepto sus ciudadanos pocos sabían. Las rutas comerciales no llevaban a la ciudad, y los que se internaban en su territorio rara vez volvían.
Se decía que el único modo de llegar a Treve era utilizando las aves llamadas tarns, y eso sugería que debía tratarse de un baluarte montañés.
—¿Te duele? —preguntó Vika.
—No —contesté.
—Por supuesto, te duele —me corrigió.
Me pregunté si muchas de las mujeres de Treve eran tan bellas como Vika. Si así era, me parecía sorprendente que los guerreros de todas las ciudades de Gor no hubiesen caído sobre el lugar para probar suerte.
—¿Todas las mujeres de Treve son tan bellas como tú? —pregunté.
—Claro que no —dijo, irritada.
—¿Eres la más bella? —pregunté.
—No lo sé —dijo sencillamente, y después sonrió y agregó:
—Quizás...
Con un movimiento elegante se puso de pie y retornó de nuevo a los armarios puestos contra la pared. Regresó con un pequeño tubo de ungüento.
—Son cortes más profundos que lo que yo creía —dijo.
Con la punta del dedo comenzó a extender el ungüento sobre las heridas. Me escoció bastante.
—¿Duele? —repitió la pregunta.
—No —contesté.
Se rió, y me agradó oír su risa.
—Espero que sepas lo que haces —dije.
—Mi padre —explicó— pertenecía a la Casta de los Médicos.
Sonreí para mis adentros. En efecto, no me había equivocado cuando pensé que pertenecía a la Casta de los Médicos o de los Constructores.
—No sabía que tenían médicos en Treve —observé.
—En Treve tenemos todas las castas superiores.
—¿Cómo vive la gente de Treve? —pregunté a Vika.
—Criamos el verro —contestó.
Sonreí. El verro era una cabra montañesa natural de las Voltai. Era una bestia salvaje, ágil y belicosa, de pelo largo y cuernos en espiral. En la Cordillera Voltai era bastante peligroso colocarse a menos de veinte metros de un verro.
—Entonces, sois gente sencilla y doméstica —comenté.
—Sí —dijo Vika.
—Pastores de la montaña —agregué.
—Sí —confirmó Vika.
Y ambos nos echamos a reír. Sí, yo conocía la reputación de Treve. Era una ciudad que en parte vivía del saqueo, inaccesible e inexpugnable como un nido de águilas. Una ciudadela arrogante e inconquistada, un baluarte de hombres cuyo modo de vida era el bandidaje, y cuyas mujeres vivían de los despojos de cien ciudades enemigas; y de allí había venido Vika, y yo creía en su palabra.
Esa noche ella se había mostrado gentil, y yo había sido amable con ella. Esa noche habíamos sido amigos.
—El ungüento pronto será absorbido —dijo la joven—. En pocos minutos no quedarán rastros de la sustancia, ni de las heridas.
—Los médicos de Treve —comenté— tienen medicinas maravillosas.
—Es un ungüento de los Reyes Sacerdotes —me corrigió ella.
—En ese caso, ¿también los Reyes Sacerdotes pueden sufrir heridas? —pregunté.
—Las sufren sus esclavos —dijo Vika—. Pero no hablemos de los Reyes Sacerdotes.
—Vika —pregunté—, ¿es cierto que tu padre pertenecía a la Casta de los Médicos?
—Sí —replicó—. ¿Por qué lo preguntas?
—Oh, no importa.
—Dímelo —insistió la joven.
—Porque —dije al fin —pensé que quizá habías nacido esclava de placer.
Fue una tontería decirlo, y lo lamenté inmediatamente.
—Me halagas —dijo Vika, y me dio la espalda. La había ofendido.
Traté de acercarme, y sin volverse ella dijo:
—Por favor, no me toques.
Y entonces, pareció que se erguía y cuando se volvió para mirarme su rostro era el mismo de antes, desdeñoso y hostil.
—Aunque por supuesto, puedes tocarme —dijo—, pues eres mi amo.
—Perdóname —dije.
Se rió amarga y desdeñosamente.
En verdad, tenía ante mí a una mujer de Treve.
Y ella, que estaba acostumbrada a vivir en el lujo, y a aprovechar el saqueo de las caravanas y los buques de otras ciudades, se había convertido en propiedad ajena. Mi propiedad.
Sus ojos me miraron con furia. En una actitud insolente se me acercó, con movimientos lentos y elegantes, sinuosos como los de un larl hembra, y después me asombró porque se arrodilló, las manos sobre los muslos, las rodillas en la posición de la esclava de placer, la cabeza inclinada en desdeñosa sumisión.
Alzó la cabeza, y sus ojos azules me miraron audazmente.
—Aquí, amo —dijo—, está tu esclava de placer.
—Levántate —dije.
Se incorporó con movimientos gráciles, y rodeó mi cuello con sus brazos y acercó sus labios a los míos. —Antes me besaste —dijo—. Ahora yo te besaré.
Sus labios magníficos rozaron los míos.
—Aquí —dijo con voz suave pero imperiosa— recibiste el beso de tu esclava de placer.
Desprendí sus brazos de mi cuello.
Me miró, desconcertada.
Pasé de la habitación al corredor mal iluminado. Desde allí extendí la mano hacia Vika, indicándole que se acercara.
—¿No te agrado? —preguntó.
—Vika —dije—, ven aquí y estrecha la mano de un tonto.
Cuando vio lo que yo deseaba meneó lentamente la cabeza, con humildad. —No —dijo—. No puedo salir de esta cámara.
—Por favor —dije—. Ven, estrecha mi mano.
Temblando, como en un sueño, la joven se aproximó al portal, y esta vez los sensores no se encendieron.
Ella fijó los ojos en los sensores, y parecían ojos muertos y vacíos.
—Ya no pueden herirte —dije.
Vika dio otro paso, y pareció que se le doblaban las rodillas. Extendió la mano hacia mí. Tenía los ojos agrandados por el miedo.
—Las mujeres de Treve —dije—, son valerosas además de bellas y altivas.
Cruzó el portal y cayó desmayada en mis brazos.
La alcé y la llevé al diván de piedra. Miré los sensores destrozados y los restos del artefacto de vigilancia disimulado en el bulbo de energía. Probablemente no tendría que esperar mucho a los Reyes Sacerdotes de Gor.
Vika había dicho que cuando quisieran verme, vendrían a buscarme. Sonreí.
Quizá ahora se diesen más prisa.
Con movimientos suaves deposité a Vika sobre el gran diván de piedra.