25. El vivero

Mis manos aferraron las mandíbulas estrechas y huecas del Escarabajo de Oro, y trataron de apartarlas, pero esos ganchos, implacables y quitinosos se cerraron con más fuerza que antes. Me habían desgarrado la piel, y sentí horrorizado que tiraban de mis tejidos; comprendí que el animal estaba sorbiendo por los tubos huecos; pero yo era un hombre, un mamífero, y no un Rey Sacerdote, y los fluidos de mi cuerpo estaban encerrados en un sistema circulatorio de forma diferente. Presioné sobre los tubos con toda la fuerza de mis músculos y conseguí separar mandíbulas un par de centímetros. La criatura comenzó a silbar y la presión se hizo aún más fuerte, pero logré separar los tubos de mi piel, y centímetro a centímetro los fui apartando, hasta que la distancia entre los dos tentáculos llegó a ser de casi dos metros. Realicé un esfuerzo supremo y de pronto oí un ruido similar al de una rama que se quiebra; los tentáculos se desprendieron de la cara del monstruo, y cayeron al suelo de piedra del corredor.

El silbido cesó.

El escarabajo vaciló, todo su cuerpo empezó a temblar, y la bestia escondió la cabeza bajo la protección del caparazón. Comenzó a retroceder moviendo las seis patas cortas. Di un salto hacia delante, metí la mano bajo el caparazón y a la vez que aferraba las dos antenas, y retorciéndolas con una mano y presionando con la otra bajo el caparazón, conseguí al fin volverlo de espaldas, mientras se debatía. Cuando yació así, las patas cortas retorciéndose impotentes, extraje la espada, y la hundí diez o doce veces en el vientre vulnerable y descubierto. Al fin, esa cosa dejó de agitarse y permaneció inmóvil.

Me estremecí.

El olor de los vellos dorados todavía flotaba en los corredores, y temeroso de sucumbir a la ponzoña que impregnaba el aire, decidí salir de allí cuanto antes.

No quería volver a envainar la espada porque estaba sucia de los fluidos corporales del Escarabajo de Oro.

Me pregunté cuántos seres análogos habitaban los corredores y las cavernas próximos a los túneles de los Reyes Sacerdotes.

La túnica de plástico que usaba no me ofrecía una superficie absorbente en donde poder limpiar la hoja de la espada.

Posé los ojos en Vika de Treve. Aún no me había ayudado en nada.

Arranqué un pedazo de tela de su vestido, y con él me limpié las manos y la espada.

Ahora, lo que importaba era sacarla de los túneles, buscarle un lugar donde pudiese refugiarse segura, y darle tiempo para que se disiparan los efectos del veneno del Escarabajo de Oro.

¿Dónde podría encontrar un lugar así?

A esas horas, Sarm seguramente ya sabría que me había negado a matar a Misk, y el Nido no era un lugar seguro para mí, ni para nadie que estuviese relacionado conmigo.

Me agradara o no, mi actitud me había volcado del lado de Misk.

Alcé en brazos a la joven Vika de Treve. Sentía el movimiento de la vida en su cuerpo, y la tibieza de su aliento en mi mejilla.

La antorcha titiló por última vez y se apagó del todo.

Suavemente besé la mejilla de Vika. Me sentía feliz. Ambos estábamos vivos.

Me volví; y sosteniendo en brazos a la joven, comencé a avanzar lentamente por el corredor.


Aunque me llevó tiempo, no tuve mayor dificultad para volver a encontrar el lugar por donde había entrado a los túneles del Escarabajo de Oro.

Cuando llegué al portal lo encontré cerrado, exactamente como me había imaginado que sucedería. No vi picaporte ni perillas ni botones que me permitieran abrirlo; en realidad, de nada servirían porque teóricamente nadie regresaba de los túneles del Escarabajo de Oro. A veces, se abrían los portales para que el escarabajo entrara en el Nido, pero no sabía cuándo se celebraba ese tipo de ceremonia.

Aunque el portal era muy grueso, imaginé que si golpeaba con el pomo de la espada los que estaban del otro lado me oirían.

Por otra parte, los muls que cuidaban el portal me habían informado que no les estaba permitido abrirlo para facilitar mi reingreso. Tal era la ley de los Reyes Sacerdotes. En definitiva, no sabía si atenderían o no a mi llamada, pero me pareció más conveniente que ambos informaran sinceramente que me habían visto entrar en los túneles, y que eso era todo.

Al parecer, la intención de Sarm había sido que entrara en los túneles del Escarabajo de Oro y muriese. Por lo tanto, creí conveniente dejarlo que creyese que todo se había desarrollado de acuerdo con sus planes.

Sabía que los túneles del Escarabajo de Oro, al igual que los del Nido, estaban mal ventilados, y confiaba usar uno de los tubos de ventilación para salir de allí sin ser visto. Si tal cosa no era posible, exploraría los túneles para hallar otra salida, y en el peor de los casos estaba seguro de que Vika y yo, ahora que conocíamos las características y los peligros del Escarabajo de Oro podríamos arreglarnos para sobrevivir indefinidamente en ese mundo subterráneo; y quizá lográramos escapar, cuando se descorriese el portal para dar paso a otro de los asesinos dorados de los Reyes Sacerdotes.

Recordé que cerca del portal había visto un tubo de ventilación que se abría después de recorrer veinte o treinta metros por el pasaje, a una altura de tres metros del suelo. Una verja de metal cerraba el conducto, pero era bastante liviana y no creía que fuese muy difícil de aflojar.

El problema sería Vika.

Ahora percibí una corriente de aire fresco, y en la oscuridad, llevando en brazos a Vika, caminé hasta que la corriente se acentuó y me pareció que me pegaba directamente en la cara. Entonces, dejé en el suelo a Vika, y me preparé a saltar para aferrar el enrejado.

Un golpe de energía me explotó en la cara, y me recorrió el cuerpo cuando toqué la argolla de metal con mis dedos.

Estremecido y atontado, caí al suelo.

Gracias al resplandor que yo mismo había provocado, pude ver claramente el tejido metálico, el tubo que se extendía después, y los anillos fijados a la pared, los mismos que los muls utilizaban para limpiar los conductos y rociarlos con bactericidas.

Subí y bajé por el conducto, frotándome los brazos y meneando la cabeza, hasta que consideré estar en condiciones para intentarlo otra vez.

Entonces tuve más suerte y conseguí enganchar los dedos a la verja y me dejé colgar.

Lancé un grito de dolor, y aparté el rostro para evitar el calor y el fuego que parecían transformar la superficie que tenia sobre la cabeza en una imagen de torturante y salvaje incandescencia. Después, aunque hubiese querido no habría podido soltar la reja, y así, torturado por las cargas de energía que me recorrían el cuerpo, caí de nuevo al suelo. La verja, desprendida definitivamente de su marco, golpeó también en la piedra.

Aparté las manos y me arrastré en la oscuridad hacia uno de los costados del corredor, y me apoyé contra la pared. El cuerpo me dolía y temblaba, y no podía controlar los movimientos involuntarios de los músculos. Cerré los ojos, pero no por eso conseguí atenuar el dolor y la sofocación que me abrumaban.

No sé si me desmayé, pero supongo que sí, porque después recuerdo que ya el dolor había desaparecido; estaba apoyado en la pared, débil, y con náuseas. Me arrastré apoyándome en las manos y las rodillas y subí por el pasaje.

Reuniendo fuerzas, di un salto y conseguí aferrar uno de los anillos interiores del conducto, lo sostuve un momento, luego lo solté y volví a caer al suelo.

Me acerqué a Vika.

Podía oír claramente los latidos de su corazón, y ahora el pulso era intenso. Probablemente el aire fresco, en la vecindad del conducto contribuía a revivirla.

La sacudí.

—Despierta —dije—, ¡Despierta! La sacudí de nuevo, ahora con más fuerza, pero no logré mi propósito. La acerqué al conducto y traté de sostenerla, pero se le doblaban las piernas.

Finalmente, la besé y de nuevo la deposité suavemente en el suelo.

No deseaba permanecer demasiado tiempo en el corredor y tampoco quería abandonar a la joven.

Aparentemente, sólo tenia una alternativa.

Desprendí el cinturón de la espada, y después de abrocharlo nuevamente lo enganché en el anillo más bajo del conducto. Luego me quité las cuerdas de las sandalias. Con una até las sandalias y las colgué al cuello; con la otra, aseguré las muñecas de Vika, y pasé sus brazos alrededor de mi garganta y el hombro izquierdo. De ese modo, la colgué de mi cuerpo, y ayudándome con el cinto de la espada, pronto alcancé el primer anillo. Una vez allí, desabroché el cinturón y volví a unirlo alrededor del segundo anillo, y así subí un anillo tras otro.

Después de elevarme unos sesenta metros por el conducto de aire, pude ver satisfecho que había llegado a dos ramales, que corrían horizontalmente a partir del conducto vertical.

Retiré los brazos de Vika, y sosteniéndola en vilo avancé por el conducto, que por lo que sabía se acercaba paulatinamente a los principales complejos del Nido. De sus labios escapó un leve gemido. Estaba recuperando el sentido.

Largo rato nos desplazamos por los conductos de ventilación; a veces marchábamos horizontalmente, y otras trepando. De tanto en tanto pasábamos bajo una abertura del conducto, y a través de una reja podía ver parte del Nido.

Por último, llegamos a una abertura que daba a un complejo bastante pequeño de construcciones, donde varios muls trabajaban. Pero no había ningún Rey Sacerdote.

También vi, contra la pared del fondo del sector muy iluminado, sucesivas hileras de cajas de plástico, muy semejantes a la que yo había ocupado en el compartimento de Misk. Algunas cajas estaban ocupadas por muls, varones o hembras. A diferencia de la caja que había usado y de otras que había visto, éstas parecían cerradas con llave.

Al parecer, los ocupantes de estas cajas recibían hongos, agua, píldoras y todo lo que necesitaban, de manos de los muls que los servían.

Además de las formas humanas o humanoides que habitaban las cajas, había una variedad de animales e incluso criaturas extrañas, cuyo carácter no atinaba a definir.

Mientras miraba la extraña reunión de los seres de las cajas, me pareció evidente que había llegado a uno de los Viveros, de los cuales había oído hablar a Sarm. Este complejo era ideal para los propósitos que me preocupaban entonces.

Oí un gemido de Vika, y me volví para mirarla.

Yacía de costado, contra la pared del conducto, a cuatro o cinco metros del enrejado.

Ahora comenzaba a moverse, y debatiéndose al fin consiguió apoyarse en las manos y las rodillas, la cabeza inclinada, los cabellos colgando de modo que rozaban el suelo del conducto. Lentamente alzó la cabeza y la sacudió —un movimiento breve y elegante con el que echó hacia atrás los cabellos—. Entonces me vio, y abrió los ojos asombrada. Le temblaron los labios, pero no habló.

—¿Es costumbre de las orgullosas mujeres de Treve —pregunté— comparecer ante los hombres con ropas tan breves?

Se miró los harapos que vestía, escasos incluso para una esclava, y las muñecas atadas.

Me observó, y cuando habló lo hizo en un murmullo:

—Me trajiste —dijo— de los túneles del Escarabajo de Oro.

—Sí —confirmé.

Ahora que Vika había despertado, comprendí de pronto las dificultades de la situación. La última vez que había visto a esta mujer había sido en la cámara donde ella intentara seducirme con su belleza en beneficio de mi enemigo, Sarm, el Rey Sacerdote. Sabía que era infiel, maligna y traicionera, y a causa de su belleza mil veces más peligrosa que un enemigo común.

Mientras me miraba, en sus ojos había una luz extraña, cuyo significado no alcanzaba a entender del todo.

—Me agrada saber que vives —murmuró.

—Y a mí —dije secamente—, también me agrada saber que tú vives.

—Corriste grandes peligros —dijo—, para atar las muñecas de una muchacha.

No contesté nada.

—¿Te propones matarme? —preguntó.

Me eché a reír.

—Comprendo —dijo.

—Te salvé la vida.

—Te obedeceré.

Extendí las manos hacía Vika, y sus ojos se encontraron con los míos. Alzó las muñecas sujetas, las apoyó en mis manos y arrodillándose ante mí inclinó la cabeza y dijo en voz baja pero muy clara:

—Yo, la joven Vika de Treve, me someto... por completo... al hombre Tarl Cabot, de Ko-ro-ba.

Alzó los ojos hacia mí.

—Ahora, Tarl Cabot —continuó—, soy tu esclava, debo hacer lo que tú desees.

Sonreí. Si hubiera tenido un collar, lo habría cerrado sobre ese hermoso cuello.

—No tengo collar —dije.

—De todos modos, Tarl Cabot —contestó Vika—, uso tu collar.

—No comprendo —dije—. Habla y explícate, esclava.

No tenía más remedio que obedecer.

Habló en voz muy baja, muy lentamente, como si le costara emitir cada palabra. Ese era sin duda su caso, en vista del enorme orgullo de la joven de Treve.

—He soñado —dijo—, desde la primera vez que te vi, Tarl Cabot, que usaba tu collar y tus cadenas. Soñé con eso desde la primera vez que te conocí... soñé que estaba encadenada a los pies de tu diván.

—No comprendo —dije.

Meneó tristemente la cabeza. —No importa.

Apoyé las manos sobre sus cabellos y la obligué a levantar la cara.

—¿Sí, amo? —preguntó.

Mi mirada severa exigía respuesta.

Sonrió, y sus ojos estaban húmedos. —Significa únicamente —dijo— que soy tu esclava... para siempre.

De nuevo alzó los ojos. —Significa, Tarl Cabot —dijo con los ojos empañados por las lágrimas—, que te amo.

Le desaté las muñecas y la besé.

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