14. La cámara secreta de Misk

Los brazos del artefacto de metal se apoderaron de mí y me encontré sostenido a varios metros sobre el nivel del suelo.

Detrás, el panel se había cerrado nuevamente.

Estaba en una habitación bastante grande, sombría y revestida de plástico. En un extremo había varios discos de metal fijados a la pared, y a bastante altura sobre ésta un escudo transparente. Contemplándome antisépticamente a través de este escudo, vi el rostro de un Rey Sacerdote.

—Ojalá te bañes en el estiércol de los gusanos resbaladizos —le dije. Abrigaba la esperanza de que tuviera un traductor.

Dos placas metálicas circulares aplicadas a la pared, bajo el escudo, se elevaron y de pronto emergieron largos brazos de metal, buscando mi cuerpo.

Durante un instante consideré la posibilidad de evitar el contacto, pero después comprendí que no tenía modo de escapar de la habitación en la cual me encontraba.

Los brazos de metal se cerraron sobre mí y me levaron.

El Rey Sacerdote que estaba detrás del escudo aparentemente no tomó nota de mi observación. Quizá no tuviera traductor.

Mientras me debatía, irritado, otros elementos manipulados por el Rey Sacerdote emergieron de la pared y avanzaron hacia mí.

Uno de ellos me quitó delicadamente las ropas, e incluso cortó las ligaduras de mis sandalias. Otro introdujo en mi garganta una píldora grande y fea.

—¡Que tus antenas se empapen de grasa! —grité a mi torturador.

Las antenas se irguieron, y después se enroscaron un poco en las puntas.

El hecho me agradó. Aparentemente, tenía traductor.

Estaba ideando el próximo insulto cuando los dos brazos que me sostenían me llevaron sobre un recipiente de metal con doble fondo; el superior formado por angostas barras que constituían un ancho tejido, y el interior formado sencillamente por una bandeja de plástico blanco.

Los apéndices de metal que me sostenían se abrieron de pronto y caí en el recipiente.

Me incorporé enseguida, pero encima se había cerrado la tapa de la caja.

Quise forzar las barras, pero no me sentía bien, y me dejé caer sobre el fondo.

Ya no me interesaba insultar a los Reyes Sacerdotes.

Recuerdo que miré hacia arriba y vi cómo se enroscaban sus antenas.

Pasaron unos dos o tres minutos y la píldora hizo su efecto; y esos minutos no los recuerdo con placer.

Finalmente, la bandeja de plástico se retiró de la caja y desapareció rápidamente por un panel bajo y ancho abierto en la pared de la izquierda.

Me agradó su partida.

Después, todo el recipiente, que corría sobre un riel, comenzó a avanzar hacia una abertura que se abrió en la pared de la derecha.

En el trayecto, la caja se vio sumergida sucesivamente en diferentes soluciones a distintas temperaturas y densidades, y algunos líquidos, quizá porque aún me sentía bastante mal, me parecieron muy desagradables.

Finalmente, jadeando y escupiendo, fui lavado y enjuagado varias veces, la caja comenzó a desplazarse lenta y compasivamente entre aberturas por las cuales brotaban golpes de aire caliente; y más tarde desfiló entre dos filas de grifos por donde brotaban anchos rayos, algunos visibles porque eran amarillos, rojos y verde intenso.

Después me enteraría de que esos rayos, que atravesaban mi cuerpo sin hacerle el más mínimo daño, estaban sincronizados con la fisiología metabólica de distintos organismos que pueden infectar a los Reyes Sacerdotes. También sabía que el último caso en que uno de esos organismos había aparecido se remontaba a cuatro mil años antes. Durante las semanas siguientes en el Nido a veces pude ver a muls enfermos. Los organismos que los afectan al parecer son inofensivos para los Reyes Sacerdotes, y por lo tanto se les permite sobrevivir. Por supuesto, se los considera matoks, es decir, están en el Nido, pero no pertenecen a él, y por lo tanto se los tolera con ecuanimidad.

Me sentí bastante mal cuando, ataviado con una túnica de plástico rojo, me reuní con los dos esclavos que me esperaban en el corredor, frente a la puerta.

—Tienes mucho mejor aspecto —dijo uno de ellos.

—Te dejaron los hilos que crecen en tu cabeza —dijo el otro.

—Cabellos —dije, apoyándome en el marco del portal.

—Qué extraño —comentó uno de ellos—. Los únicos crecimientos fibrosos permitidos a los muls son las pestañas de los párpados.

—Pero es un matok —dijo uno.

—Muy cierto —confirmó el otro.

Me alegré de que la túnica que me habían puesto no tuviese el color púrpura de los Ubares, porque eso habría proclamado que yo era esclavo de los Reyes Sacerdotes.

—Quizá si te aplicas —dijo uno—, puedas llegar a ser un mul.

—Sí —observó el otro—, y en ese caso no sólo estarás en el Nido, sino que serás del Nido.

Me recosté sobre el marco del portal, los ojos cerrados, y varias veces respiré hondo.

—Te asignaron habitaciones —dijo uno de los dos esclavos— en un cajón de la cámara de Misk. Y te llevaremos allí.

—Te llevaremos allí —dijo el segundo esclavo.

Los miré con ojos inexpresivos. —¿Un cajón? —pregunté.

—Es muy cómodo —dijo uno de los esclavos—, con hongos y agua.

Cerré de nuevo los ojos. Sentí que me tomaban suavemente de los brazos, y los acompañé por el corredor.

—Te sentirás mucho mejor —dijo uno de ellos— cuando hayas comido algunos hongos.

—Sí —confirmó el otro.


No es difícil acostumbrarse a los hongos de los muls, porque casi no tienen sabor; es una sustancia muy blanda, blancuzca y fibrosa, de aspecto vegetal. En realidad, se los ingiere con la misma falta de atención con que normalmente se respira.

Los muls comen cuatro veces al día. En la primera comida, los hongos aparecen molidos y mezclados con agua, y forman una especie de pasta; en la segunda la sustancia está dividida en cubos de unos cinco centímetros de lado; en la tercera, se mezclan con píldoras muls, y se sirven como un plato frío. Es indudable que las píldoras son un complemento dietético. En la última comida, los hongos forman una especie de torta ancha y chata, condimentada con algunos granos de sal.

Según me dijo Misk, y le creo, a veces los muls se matan entre sí por un puñado de sal.

Según he podido comprobar, el hongo de los muls no es muy distinto del que se cría en condiciones ideales con esporas especialmente seleccionadas y que sirven para alimentar a los propios Reyes Sacerdotes. Quizás sea un poco menos tosco que el hongo de los muls. Misk se mostró muy fastidiado cuando me dio a probar un poco y yo no pude percibir ninguna diferencia. Por mi parte, también me irrité mucho cuando más tarde descubrí que la principal diferencia entre el hongo de elevada calidad y el de los muls es simplemente el olor.

Cuanto más tiempo permanecía en el Nido, más se agudizaba mi sentido del olfato. Misk me entregó un traductor, y yo pronunciaba frases en goreano frente al aparato, y después esperaba la traducción al lenguaje de los Reyes Sacerdotes; de este modo, después de un tiempo pude identificar muchos olores significativos. El primer olor que llegué a reconocer fue el nombre de Misk, lo cual le complació mucho.

Una de las cosas que hice fue pasar el traductor sobre la túnica de plástico rojo que me habían entregado, y escuchar la información registrada en ella. No había gran cosa, salvo mi nombre, mi ciudad, que yo era un matok bajo la supervisión de Misk, que no tenía antecedentes registrados y que podía ser peligroso.

Sonreí ante esta última observación.

Ni siquiera tenía espada, y estaba seguro de que en un combate con los Reyes Sacerdotes sería vencido en pocos instantes por sus fieras mandíbulas y los salientes afilados de sus patas delanteras.

El cajón que debía ocupar en la cámara de Misk no era tan desagradable como había pensado al principio.

Más aún, me pareció mucho más lujoso que la propia cama de Misk, cuyos únicos adornos eran la artesa de los alimentos y numerosos compartimentos, esferas, llaves y enchufes instalados en una pared. Los Reyes Sacerdotes duermen y comen de pie, y se acuestan quizá únicamente para morir.

Pero la desnudez de la cámara de Misk en realidad era aparente, y ofrecía esa característica sólo a un organismo como el mío, orientado visualmente. En realidad, las paredes, el techo y el suelo estaban cubiertos con sistemas de olores, algo que para un Rey Sacerdote debía ser profundamente bello. En efecto, Misk me informó que los sistemas de olor en su cámara habían sido concebidos por algunos de los principales artistas del Nido.

Mi cajón era un cubo de plástico transparente, de unos ocho pies cuadrados, con orificios de ventilación y puertas deslizables de plástico. La puerta no tenía cerradura, y por lo tanto podía entrar y salir a voluntad.

En el interior del cubo había grifos de hongos de los muls, un jarro, una palangana, un cuchillo con hoja de madera; un martillo para aplastar hongos, también de madera; un tubo de píldoras de los muls, que entregaba su contenido una por vez, cuando se oprimía una palanca puesta en la base del cubo; y un gran jarro de agua, invertido, con el cual podía llenar un recipiente.

En un rincón del cajón había un gran retazo circular de musgo rojizo, de varios centímetros de espesor, era bastante cómodo y se cambiaba diariamente.

Anexo al cubo, y comunicado con él por varios paneles deslizables, había una ducha y un retrete.

La ducha se parecía bastante a las que todos conocemos, excepto que no se puede regular la salida del fluido. El individuo provoca la salida del fluido entrando en la cabina, y el flujo y la temperatura se controlan automáticamente. Había imaginado que el fluido era simplemente agua, y una vez intenté llenar mi palangana para preparar la comida de la mañana, en lugar de utilizar el líquido del frasco correspondiente. Pero apenas probé la sustancia, comencé a ahogarme y sentí que me ardía la boca.

—Tuviste suerte —dijo Misk—, porque no lo tragaste. El fluido para higienizarse contiene un aditivo que es muy tóxico para la fisiología humana.

Después de algunos roces iniciales, Misk y yo nos llevábamos bastante bien y las fricciones tuvieron que ver sobre todo con la ración de sal y el número de veces por día que yo tenía que utilizar la ducha. Si hubiera sido un mul, me habrían castigado con una anotación en mi registro por cada día en el que no me lavara perfectamente doce veces.

Diré de pasada que se encuentran duchas en todos los cajones de los muls y a menudo, por razones de comodidad, en los túneles y los lugares públicos, por ejemplo: las plazas, las peluquerías, los dispensarios que distribuyen las píldoras y los comisariatos que administran los hongos. Como yo era un matok, insistí en que debía eximírseme del Deber de las Doce Alegrías, que es el nombre por el cual se conoce esta práctica. Al principio, sostuve que una ducha diaria era suficiente, pero el pobre Misk pareció tan conmovido que amplié mi práctica a dos. Tampoco quiso saber nada con ese número de duchas, e insistió en que no debían ser menos de diez. Por último, movido por la idea de que debía algo a Misk, ya que me había aceptado en su cámara, propuse un compromiso: cinco duchas, y por un paquete suplementario de sal, seis, día por medio. Finalmente, Misk sugirió dos paquetes suplementarios de sal por día, y yo acepté seis baños. Por supuesto, el propio Misk no usaba ducha, pero se limpiaba y arreglaba de acuerdo con las seculares costumbres de los Reyes Sacerdotes. A veces, cuando llegamos a conocemos mejor, incluso me permitía acicalarlo, y la primera vez que me autorizó a atusar sus antenas, comprendí que confiaba en mí y que le agradaba, aunque yo mismo nunca pude saber por qué.

Por mi parte, tenía bastante aprecio a Misk.

—¿Sabes —me dijo una vez Misk— que los humanos se cuentan entre los más inteligentes de las órdenes inferiores?

—Me alegro de saberlo.

Misk se mostraba sereno, y sus antenas se estremecían nostálgicamente.

—Cierta vez tuve un mul a quien quería mucho —dijo.

Miré mi cajón.

—No —dijo Misk—, cuando un mul a quien uno favorece muere, siempre se destruye el cajón para evitar la contaminación.

—¿Qué le ocurrió? —pregunté.

—Era una pequeña hembra —dijo Misk—. Sarm la mató.

Sentí una tensión en la pata delantera de Misk, la que yo estaba limpiando, como si involuntariamente se preparase para proyectar el filo.

—¿Por qué? —pregunté.

Durante largo rato Misk no dijo nada, y después bajó la cabeza y extendió delicadamente sus antenas, ofreciéndolas a mis cuidados. Después que trabajé un rato, sentí que él estaba dispuesto a hablar.

—Fue mi culpa —dijo Misk—. Ella deseaba que crecieran los hilos de su cabeza, pues no se había criado en el Nido. La voz de Misk brotaba por el traductor con el mismo acento mecánico de siempre, pero le temblaba todo el cuerpo. Retiré el peine de sus antenas, no fuese que llegara a lastimar sus vellos sensoriales. —Me mostré indulgente —dijo Misk, y se irguió, de modo que su largo cuerpo ahora se elevaba sobre mí, inclinado ligeramente hacia adelante, en la actitud característica de los Reyes Sacerdotes. De modo que en realidad yo la maté.

—No lo creo —dije—. Tú trataste de ser bondadoso.

—Y ocurrió el día en que ella me salvó la vida —dijo Misk.

—Cuéntame —pedí.

—Fui a cumplir una misión encomendada por Sarm —dijo Misk—, y tuve que recorrer túneles poco frecuentados, y llevé a la muchacha porque deseaba tener compañía. Encontramos a un Escarabajo de Oro, a pesar de que nunca se había visto ninguno en ese lugar, y quise acercarme él. Bajé la cabeza y me aproximé, pero la muchacha me aferró las antenas y me arrastró fuera de allí. Así me salvó la vida.

Misk bajó nuevamente la cabeza y extendió las antenas para ponerlas al alcance de mis manos.

—El dolor era terrible —dijo Misk—, y no tuve más remedio que seguirla, a pesar de que quería enfrentarme al Escarabajo de Oro. Por supuesto, un ahn después ya no deseaba hacer lo mismo, y entonces comprendí que ella me había salvado. El mismo día Sarm ordenó que le aplicasen cinco anotaciones en el registro a causa de los hilos que crecían en su cabeza, y que la destruyesen.

—¿Siempre se aplican cinco anotaciones por una falta así? —pregunté.

—No —dijo Misk—. No sé por qué Sarm procedió de ese modo.

—Creo —dije— que debes atribuir a Sarm la culpa de la muerte de la joven.

—No —dijo Misk—. Me mostré excesivamente indulgente.

—¿No es posible —pregunté— que Sarm desease tu muerte cuando te encontraste con el Escarabajo de Oro?

—Por supuesto —dijo Misk—. No hay duda de que ésa fue su intención.

Me pregunté por qué Sarm podría desear la muerte de Misk. Era indudable que entre ellos había cierta rivalidad. Para mi mente humana nada tenía de extraño que una criatura concibiese un plan tan cruel. Pero esa reacción era incomprensible para los Reyes Sacerdotes; y así, Misk, aunque aceptara fácilmente el asunto como una actitud por así decirlo mental, no podía experimentar reacciones emotivas. En efecto, ¿acaso él y Sarm no pertenecían al Nido, y un acto semejante no implicaba la violación de la Confianza de los miembros del Nido?

—Sarm es Primogénito —dijo Misk—. Y en cambio yo soy Quintogénito. Los primeros cinco nacidos de la Madre forman el Supremo Consejo del Nido. El Segundo, el Tercero y el Cuartogénito han sucumbido uno tras otro a los placeres del Escarabajo de Oro. Sarm y yo somos los únicos que restan de los cinco.

—En ese caso —sugerí—, quiere que tú mueras de modo que él sea el único miembro del Consejo, y pueda ejercer un poder absoluto.

—La Madre es más grande que él —dijo Misk.

—Aun así —sugerí— su poder aumentaría mucho.

Misk me miró, y pareció que sus antenas y su vello dorado perdían parte del brillo.

—Estás triste —dije.

Misk se inclinó hacia mí. Apoyó suavemente las antenas en mis hombros, casi como hubiera hecho un hombre que hubiera deseado descansar las manos sobre ellos.

—No debes interpretar estas cosas —dijo Misk—, desde el punto de vista de los hombres. Es diferente.

—A mí no me parece diferente —afirmé.

—Estas cosas —insistió Misk— son más profundas y más grandes de lo que tú sabes, que lo que tú puedes comprender ahora.

Después, el Rey Sacerdote se irguió y caminó hacia mi cajón. Con las dos patas delanteras, lo alzó suavemente y lo movió hacia un costado. La facilidad con que hizo esto me asombró, porque estoy seguro de que el objeto debía pesar varios centenares de kilos. Bajo el cajón vi una piedra chata con un anillo empotrado. Misk se inclinó y levantó el anillo.

—Yo mismo construí esta cámara —dijo—, y día tras día, durante las vidas de muchos muls, extraje un poco de polvo de roca y lo arrojé aquí y allá en los túneles, sin ser visto.

Contemplé la caverna que Misk me mostraba.

—En lo posible, utilicé mis propias fuerzas —dijo Misk—. Incluso el portal debe moverse mediante la fuerza mecánica.

Después, se acercó a un compartimento en la pared y extrajo una delgada varilla negra. Rompió el extremo de la varilla, y ésta comenzó a arder con una llama azulada.

—Esta es una antorcha de mul —dijo Misk—, usada por los muls que crían hongos en las cámaras oscuras. La necesitarás para ver.

Comprendí que el Rey Sacerdote no necesitaba antorcha.

—Por favor —dijo Misk, e hizo un gesto en dirección a la abertura.

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