Aunque el musgo del cajón era suave, esa noche tuve dificultad para dormirme, pues me inquietaban las revelaciones de Misk, el Rey Sacerdote. No conseguía olvidar la figura alada inerte sobre la mesa de piedra. No podía olvidar la conspiración de Misk, y la amenaza que se cernía sobre el Nido de los Reyes Sacerdotes. En mi sueño febril me parecía ver la gran cabeza de Sarm con sus poderosas mandíbulas, y oía el grito de los larls, y veía las pupilas ardientes de los ojos de Parp, y me encontraba encadenado a los pies del diván de Vika, y la oía reír.
—Estás despierto —dijo una voz que brotaba de un traductor.
Me froté los ojos y me incorporé, y a través del plástico transparente del cajón vi a un Rey Sacerdote. Abrí la puerta deslizable y salí a la habitación.
—Salud, Noble Sarm —dije.
—Salud, matok —dijo Sarm.
—¿Dónde está Misk? —pregunté.
—Cumpliendo sus obligaciones en otro lugar —dijo Sarm.
—¿Qué haces aquí?
—Se aproxima la Fiesta de Tola —contestó Sarm—, y es un tiempo de placer y hospitalidad en el Nido de los Reyes Sacerdotes, un tiempo en que éstos se muestran bien dispuestos hacia todos los seres vivos, sea cual fuere su jerarquía.
—Me agrada saberlo —contesté—. ¿Qué obligaciones afronta Misk que le obligan a abandonar esta cámara?
—En honor a la Fiesta de Tola —dijo Sarm—, ahora le complace retener Gur.
—No entiendo.
Sarm miró a su alrededor. —Misk tiene un hermoso compartimento —dijo, mientras examinaba las paredes con sus antenas, y admiraba los dibujos olorosos que adornaban los muros.
—¿Qué deseas? —pregunté.
—Quiero ser tu amigo —contestó Sarm.
Me sorprendió oír la expresión goreana que significa “amigo” que brotaba del traductor de Sarm. Como en el lenguaje de los Reyes Sacerdotes no había un término que representase un equivalente satisfactorio de esa expresión, el hecho significaba que Sarm se había tomado un trabajo considerable —probablemente con la ayuda de los ingenieros de traducción— para encontrar una expresión que representase aproximadamente dicho concepto. Incluso era factible que no comprendiese muy bien lo que estaba diciendo, y que hubiera incorporado la palabra sólo con el fin de suscitar en mí una impresión favorable. De todos modos, no manifesté mi sorpresa, y me comporté como si no hubiese sabido que la expresión representaba un agregado al léxico de su traductor.
—Me siento muy cansado —dije.
Sarm miró el cajón. —Pertenecías a la Casta de los Guerreros —dijo—. ¿No deseas que te entreguen una hembra mul?
—No.
—Puedes tener más de una, si lo deseas.
—Sarm es generoso —dije—, pero declino su amable oferta.
—¿Quizá te agrade una provisión de piedras y metales raros?
—No.
—¿Querrías ser el supervisor de los muls en un depósito de hongos?
—No.
—¿Qué querrías? —preguntó Sarm.
—Mi libertad —dije —, la restauración de la ciudad de Ko-ro-ba, la seguridad de sus habitantes, ver de nuevo a mi padre, a mis amigos, a mi Compañera Libre.
—Quizá sea posible resolver todo eso —contestó Sarm.
—¿Qué debo hacer? —pregunté.
—Dime por qué te trajeron al Nido —sugirió Sarm.
De pronto sus antenas se volvieron bruscamente hacia mí, rígidas, y en ese momento más que antenas parecían armas.
—No tengo la menor idea —dije.
Las antenas se estremecieron brevemente, por impulso de la cólera, y los filos curvos se asomaron. Pero después pareció que Sarm controlaba su propio arrebato. —Comprendo —dijo la voz que brotaba de su propio traductor.
—¿Deseas un poco de hongos? —pregunté.
—Misk ha tenido tiempo de hablarte —dijo Sarm—. ¿Qué te dijo?
—Entre nosotros rige la Confianza del Nido.
—¿La Confianza del Nido con un humano? —preguntó.
—Sí.
—Un concepto interesante.
—¿Me disculparás si me lavo? —pregunté.
—Por supuesto —dijo Sarm—. Hazlo.
Estuve largo rato en la ducha, y después dediqué bastante tiempo a preparar el potaje de hongos mul porque deseaba obtener una consistencia que lo haría menos desagradable. Luego me dediqué a saborear la comida.
Si estas tácticas pretendían producir cierto efecto en Sarm, creo que fracasaron miserablemente, porque mientras estuve ocupado, él permaneció inmóvil en el centro de la habitación.
Finalmente, salí del cajón.
—Quiero ser tu amigo —dijo Sarm.
Guardé silencio.
—¿Quizá deseas conocer el Nido? —preguntó Sarm.
—Sí —contesté—, me agradaría.
—Muy bien —observó Sarm.
No pedí ver a la Madre, porque sabía que eso estaba prohibido a los humanos, pero comprobé que Sarm era un guía muy atento y amable, dispuesto a responder a mis preguntas y a sugerir lugares interesantes. Parte del tiempo viajamos en un disco de transporte, y me enseñó el modo manejarlo. El disco se desplaza sobre una masa de gas volátil y es muy liviano porque en su construcción se emplea un metal que tiene cierta resistencia a la gravitación. Se controla la velocidad con los pies apoyados en dobles fajas de aceleración; la dirección está determinada por la postura del cuerpo del viajero, y en este sentido sus principios son más o menos los mismos que se utilizaban antaño en los patines de los niños. Para detener el disco, es suficiente retirar los pies de las fajas de aceleración, y el aparato se detiene suavemente, si dispone de espacio suficiente. En la parte delantera del disco hay una célula que emite un rayo invisible; si el área de detención es reducida, la frenada es más brusca. Pero la célula no funciona si se presionan las fajas de aceleración.
Atendiendo a mi pedido, Sarm me llevó a la Sala de Observación, donde los Reyes Sacerdotes mantienen vigilada la superficie de Gor.
Grupos de pequeñas naves, no satélites, invisibles desde el suelo y manejadas por control remoto, transportan las lentes y los receptores que transmiten información a los Sardos. Le dije a Sarm que los satélites serían menos costosos, pero lo negó. Yo no habría formulado la misma pregunta tiempo después, pero en ese momento no comprendía cómo los Reyes Sacerdotes usaban la gravedad.
—La razón que nos mueve a observar desde el interior de la atmósfera —explicó Sarm— es que resulta más sencillo definir mejor la señal gracias a la mayor proximidad de la fuente. Para obtener la misma definición con un artefacto de vigilancia extra atmosférico necesitaríamos equipos más refinados.
Los receptores de la nave de vigilancia estaban equipados de modo que podían recibir señales luminosas, sonoras y olorosas, y éstas, reunidas y concentradas selectivamente, se transmitían a los Sardos, donde se las procesaba y analizaba.
—Utilizamos sistemas de rastreo al azar —dijo Sarm— a lo largo de siglos hemos descubierto que son más eficaces que la aplicación de programas rígidos. Por supuesto si sabemos que hay algo interesante o importante en terminado lugar, concentramos los esfuerzos en la vigilancia del sector correspondiente.
—¿Registraron una cinta —pregunté— de la destrucción de la ciudad de Ko-ro-ba?
—No —respondió Sarm—, no nos pareció tan interesante ni le atribuimos importancia.
Apreté los puños, y vi que las antenas de Sarm se enroscaban lentamente.
—He visto morir a hombres por la Muerte Llameante —dije—, ¿ese mecanismo también está en esta sala?
—Sí —dijo Sarm, y con una pata delantera señaló un gabinete metálico con varios diales y perillas—. Los puntos de observación que originan la Muerte Llameante están instalados en la nave de vigilancia —agregó Sarm—, pero desde aquí se fijan las coordenadas y se da la señal de disparar.
Miré alrededor. Era un salón muy espacioso, con cuatro niveles. En cada uno de ellos, separados por pocos metros, estaban los cubos de observación, que parecían cubos de vidrio transparente y tenían unos cuatro metros cuadrados. Sarm me dijo que había cuatrocientos cubos, y frente a cada uno vigilaba un Rey Sacerdote, alto, alerta, inmóvil. Recorrí uno de los niveles, los ojos fijos en los cubos. En la mayoría sólo pude ver paisajes de Gor; vi una ciudad, pero no pude identificarla.
—Quizá esto te interese —dijo Sarm—, indicando uno de los cubos de observación.
El ángulo de la lente en este caso era diferente al de la mayoría de los restantes cubos. En lugar de dominar la escena, parecía correr paralela a ella.
Vi un camino, bordeado por árboles, que parecían aproximarse lentamente a la lente, y después quedar detrás.
—Está mirando por los ojos de un Implantado —aclaró Sarm.
Las antenas de Sarm se enroscaron.
—Sí —agregó—, hemos reemplazado las pupilas de los ojos por lentes, y se ha combinado con su tejido cerebral una red de control y un aparato transmisor. Ahora él está inconsciente, porque la red de control ha sido activada. Después, le permitiremos descansar y volverá a ver y oír por sí mismo.
Me vino a la mente el recuerdo de Parp. De nuevo contemplé el cubo de observación.
—Sin duda —dije con amargura—, los Reyes Sacerdotes que tanto saben y pueden, habrían logrado construir un aparato mecánico, un autómata, que se asemejara a un hombre e hiciese su trabajo.
—Por supuesto —convino Sarm—. Pero un instrumento así tendría que ser sumamente complejo, y en definitiva a lo sumo se parecería a un organismo humanoide. En cambio, hay abundancia de humanos, de modo que la construcción de un artefacto como el que tú sugieres sería un despilfarro irracional de nuestros recursos.
—¿Ese hombre puede desobedecer? —pregunté.
—A veces hay cierta lucha y resistencia a la red, o intentos de recuperar la conciencia.
—¿Un hombre puede resistir de tal modo que se salve del poder de la red?
—Lo dudo —contestó Sarm—, a menos que la red fuese defectuosa.
—En ese caso, ¿qué harían ustedes?
—Es muy sencillo —respondió Sarm—, sobrecargar la capacidad de la red.
—¿Matar al hombre?
—No es más que un humano.
—¿Eso es lo que hicieron cierta vez en el camino a Ko-ro-ba, en perjuicio de un hombre de Ar, que me habló en nombre de los Reyes Sacerdotes?
—Por supuesto.
—¿Su red era defectuosa?
—Imagino que sí —respondió Sarm.
—Eres un asesino —dije.
—No —replicó Sarm—, soy un Rey Sacerdote.
De pronto, uno de los cubos frente a los cuales pasamos se detuvo en cierta escena, y pareció que ésta se convertía en un cuerpo tridimensional. La ampliación aumentó súbitamente, y el aire se llenó de olores más intensos.
En un campo verde, quién sabe dónde, un hombre que vestía el atuendo de la Casta de los Constructores emergió de una caverna subterránea. Miró furtivamente alrededor, como si temiese ser visto. Después, satisfecho porque estaba solo, regresó a la caverna y salió otra vez llevando lo que parecía un tubo hueco. Del extremo del tubo emergía un objeto que se asemejaba a una mecha.
El hombre extrajo de un bolso colgado de su cintura, un minúsculo encendedor cilíndrico, un pequeño artefacto plateado usado comúnmente por los goreanos para encender fuego. Desenroscó la tapa y en el aire se dibujó una llama rojiza. Acercó la llama a la mecha del tubo hueco, y ésta comenzó a arder lentamente. En ese instante, el hombre se puso de pie y sosteniendo el tubo con ambas manos apuntó hacia una roca cercana. Hubo un súbito resplandor y se oyó un estallido proveniente del tubo hueco, mientras un proyectil golpeaba contra la roca. La cara de la roca se ennegreció, y de su superficie cayeron varios fragmentos. El golpe de una flecha la habría dañado más.
—Arma prohibida —dijo Sarm.
El Rey Sacerdote que controlaba el cubo de observación tocó una perilla del panel de control.
—Alto —grité.
Ante mis ojos horrorizados, el hombre pareció disolverse súbitamente en un brusco estallido de fuego azul. El hombre había desaparecido. Otro breve resplandor incandescente destruyó el tubo primitivo que él llevaba. Y después, la misma escena pacífica que había visto al comienzo.
—Mataron a ese hombre —dije.
—Quizá estuvo años enteros realizando experimentos prohibidos —dijo Sarm—. Felizmente, lo hemos descubierto. A veces tenemos que esperar que otros usen el artefacto con fines bélicos, y entonces destruimos a muchos hombres. Así es mejor, porque economizamos material.
—Pero lo habéis matado.
—Por supuesto —dijo Sarm—. Infringió la ley de los Reyes Sacerdotes.
—¿Qué derecho tienen a imponerle su ley? —pregunté.
—El derecho de un organismo superior a controlar a un organismo inferior —dijo Sarm—. El derecho que ustedes tienen de matar al bosko y al tabuk, para alimentarse de la carne.
—Pero ésos no son animales racionales.
—Tienen sensibilidad —objetó Sarm.
—Los matamos rápidamente —argumenté.
Las antenas de Sarm se enroscaron:
—Y también nosotros, los Reyes Sacerdotes, matamos rápidamente —dijo—, y sin embargo ustedes se quejan.
—Necesitamos alimento —dije.
—Podrían comer hongos y otros vegetales.
Guardé silencio.
—La verdad es —dijo Sarm— que los humanos forman una especie peligrosa y predatoria.
—Pero ésos no son animales racionales.
—¿Eso es tan importante?
—No lo sé —dije—. ¿Y si yo lo afirmara?
—Entonces, yo contestaría que sólo un Rey Sacerdote es realmente racional —me miró altivamente—. Recuerde que ustedes tratan al bosko y a otros animales como nosotros los tratamos a ustedes —hizo una pausa—. Pero creo que nuestra Sala de Observación te inquieta. Debes recordar que te traje aquí porque lo pediste. No deseo que te sientas mal. Tampoco deseo que te formes una opinión negativa de los Reyes Sacerdotes. Quiero que seas mi amigo.