Me acerqué a las barras cercanas a la puerta. Sostuve la antorcha con los dientes, y comencé a trepar. Una o dos barras se me rompieron en las manos, y casi me caigo al suelo de rocas que me esperaba abajo. Aparentemente, las barras eran muy antiguas y nunca se las había reparado o reemplazado.
Cuando llegué al techo comprobé aliviado que con otras barras se formaba un camino, y que el extremo de cada una estaba curvado formando un saliente chato y horizontal, donde se podían apoyar los pies. Sosteniendo la antorcha con los dientes, porque quería tener las manos libres, comencé a avanzar hacia Misk.
Distinguía las figuras de Mul-Al-Ka y Mul-Ba-Ta, a unos cincuenta metros más abajo, aproximadamente.
Con movimientos lentos fui pasando de una a otra. Miré hacia abajo, y vi a Mul-Al-Ka y a Mul-Ba-Ta, con sus ojos fijos en mí. Sus rostros expresaban inquietud.
Un momento después estaba al lado de Misk.
Me saqué la antorcha de la boca y escupí algunas partículas de carbón; la alcé y miré a Misk.
Este, pendiendo cabeza abajo, iluminado por la luz azul de la antorcha, me miró serenamente.
—Salud, Tarl Cabot —dijo Misk.
—Salud, Misk —contesté.
—Hiciste mucho ruido —dijo Misk.
—Sí.
—Sarm debería inspeccionar esas barras —sugirió Misk.
—Imagino que sí —dije.
—Pero es difícil pensar en todo —agregó Misk.
—Sí, es difícil.
—Bien —dijo Misk—. Quizás deberías matarme ahora.
—Ni siquiera sé cómo hacerlo.
—Sí —admitió Misk—, será difícil pero si perseveras lo conseguirás.
—¿Hay un órgano central que yo pueda atacar? —pregunté—. ¿Por ejemplo, un corazón?
—Nada que sea muy útil —explicó Misk—. En el abdomen inferior hay un órgano dorsal que facilita la circulación de los fluidos corporales, pero como en general nuestros tejidos están directamente bañados en fluido corporal, destruir ese centro no acarrea una muerte inmediata.
—Sí —dije— en actitud comprensiva.
—Por mi parte —dijo Misk—, recomiendo los nódulos cerebrales.
—Entonces, ¿no es posible matar rápidamente a un Rey Sacerdote?
—Con tus armas es muy difícil —afirmó Misk—. Sin embargo, después de un tiempo lograrías cortar el tronco o la cabeza.
—Abrigaba la esperanza —comenté— de que hubiera un modo más rápido de matar a los Reyes Sacerdotes.
—Lo lamento —dijo Misk.
—En fin, creo que esto no tiene remedio.
—No —concordó Misk. Y agregó—. Y dadas las circunstancias, ojalá fuese posible encontrar una solución.
Observé un objeto de metal, una varilla cuadrada con unas minúsculas proyecciones en un extremo, que colgaba de un gancho, más o menos a medio metro de Misk.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Una llave de mi cadena —informó Misk.
—Bien —dije, y me apoderé del objeto y volví donde estaba Misk. Después de unos momentos, conseguí introducir la llave en la cerradura que aseguraba la faja metálica de Misk.
—Francamente —dijo Misk—, te recomiendo que me mates primero y después uses la llave. De lo contrario, sentiría la tentación de defenderme.
Moví la llave en la cerradura y la abrí.
—Pero yo no vine para matarte —expliqué.
—¿Acaso Sarm no te envió?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no me matas?
—No deseo hacerlo —dije—. Además, entre nosotros existe la Confianza del Nido.
—Es verdad —admitió Misk, y con las patas delanteras apartó la faja de metal, y dejó que colgase de la cadena—. Pero ahora Sarm te matará.
—Creo que eso habría ocurrido de todos modos —dije.
Pareció que Misk pensaba un momento.
—Sí —dijo— sin duda.
Luego Misk miró a Mul-Al-Ka y a Mul-Ba-Ta:
—También a ellos Sarm los matará —observó.
—Sarm les ordenó que se presentasen en las cámaras de disección —dije, y agregué—: pero decidieron no hacerlo.
—Notable —dijo Misk.
—Están mostrándose humanos —observé.
—Imagino que es su privilegio —dijo Misk.
Después, casi tiernamente, Misk me aferró con sus tentáculos y me apretó contra su tórax, y de ese modo caminó por el techo y descendió por la pared vertical.
Cuando estuvimos en el suelo, con los dos muls, me volví hacia el Rey Sacerdote:
—Debes ocultarte —dije.
—Sí —agregó Mul-Al-Ka—, encuentra un lugar secreto, y quizás un día Sarm sucumba a los placeres del Escarabajo de Oro y tu puedas vivir tranquilo.
—Te traeremos alimentos y agua —propuso Mul-Ba-Ta.
—Ustedes son muy amables —respondió Misk mirándolos—. Pero eso es imposible.
—¿Por qué? —pregunté, desconcertado.
—Es la Fiesta de Tola —explicó—. Y por lo tanto, debo dar Gur a la Madre.
—Te descubrirán y matarán —dije—. Cuando Sarm sepa que estás vivo, tratará de destruirte.
—Naturalmente —dijo Misk.
—Entonces, ¿te ocultarás?
—No seas tonto —dijo Misk—, es la Fiesta de Tola, y debo dar Gur a la Madre.
—Lo lamento —dije.
—Lo que me entristecía —dijo Misk— era el hecho de no poder dar Gur a la Madre, y esa preocupación me agobió todos estos días; pero ahora, gracias a ustedes, podré cumplir con mi deber, hasta que Sarm me mate o yo sucumba a los placeres del Escarabajo de Oro.
—Estamos dispuestos a morir por ti —dijo Mul-Al-Ka.
—Sí, estamos dispuestos —agregó Mul-Ba-Ta.
—No —dijo Misk—, deben ocultarse y tratar de vivir.
Los muls me miraron, impresionados, y yo asentí. —Sí —dije—, ocúltense y enseñen a otros miembros a ser de la especie humana.
—¿Qué les enseñaremos? —preguntó Mul-Al-Ka.
—A ser humanos.
—Pero, ¿qué significa ser humano? —intervino Mul-Ba-Ta—. Tú no nos lo enseñaste.
—Eso debe decidirlo cada uno por sí mismo —expliqué—. Ustedes tienen que decidir qué significa ser humano.
—Es lo mismo con un Rey Sacerdote —intervino Misk.
—Iremos contigo, Tarl Cabot —dijo Mul-Al-Ka—, para luchar contra el Escarabajo de Oro.
—¿Qué significa esto? —preguntó Misk.
—La joven Vika de Treve está en los túneles del Escarabajo de Oro —dije—. Y voy a socorrerla.
—Llegarás demasiado tarde —observó Misk—, porque ya estamos en el tiempo de la incubación.
Nos miramos.
—No vayas, Tarl Cabot —dijo—. Morirás.
—Debo ir —dije.
—Comprendo —afirmó Misk—. Es como dar Gur a la Madre.
—Iremos contigo —afirmó Mul-Al-Ka.
—No —dije—, ustedes deben ocuparse de la especie humana.
—¿También tenemos que hablar a los que llevan Gur? —preguntó Mul-Ba-Ta, estremeciéndose ante el recuerdo de esos cuerpos redondos y pequeños, con brazos, piernas y ojos tan extraños.
—Sí —contesté—, donde quiera haya algún humano... sea lo que fuere, y donde se encuentre.
—Comprendo —dijo Mul-Al-Ka.
—Y yo también —dijo Mul-Ba-Ta.
—Muy bien —dije.
Después de estrecharme la mano, los dos hombres se volvieron y corrieron hacia la salida.
Misk y yo nos quedamos solos.
—Habrá dificultades —dijo Misk.
—Sí —convine—, imagino que sí.
—Y tú serás el responsable —agregó Misk.
—En parte —dije—, pero lo que ocurra finalmente será decidido por los Reyes Sacerdotes y los hombres.
Lo miré.
—Es absurdo —dije— que acudas a la Madre.
—Es absurdo —contestó— que vayas a los túneles del Escarabajo de Oro.
Desenfundé la espada corta y afilada, y la examiné con cuidado. Sí, pensé, podía confiar en ella.
—¿Dónde están los túneles del Escarabajo de Oro? —pregunté.
—Averígualo —dijo Misk—. Son bien conocidos por todos los habitantes del Nido.
—¿Matar a un Escarabajo de Oro es tan difícil como matar a un Rey Sacerdote? —pregunté.
—No lo sé —afirmó Misk—. Nunca matamos a un Escarabajo de Oro y tampoco los hemos estudiado.
—¿Por qué no? —pregunté.
—No lo hacemos —contestó Misk—. Y además, sería un grave delito matarlos.
—Comprendo.
Me volví para salir, pero di media vuelta para enfrentar de nuevo al Rey Sacerdote.
—Misk —pregunté—, con esos filos de tus patas delanteras, ¿podrías matar a un Rey Sacerdote?
Misk invirtió las patas delanteras y examinó los filos.
—Sí —dijo— Podría.
Pareció absorto en sus pensamientos.
—Pero nadie lo hizo en más de un millón de años —dijo.
Elevé mi brazo hacia Misk. —Te deseo bien —dije, utilizando la tradicional despedida goreana.
Misk alzó una pata delantera a modo de saludo, y la proyección afilada desapareció. Sus antenas se inclinaron hacia mí y los vellos dorados de las mismas se extendieron hacia delante.
—Te deseo bien.
Y así nos separamos el Rey Sacerdote y yo, para seguir cada uno su propio camino.