—Sarm está destruyendo la unión Ur —dijo Misk—. ¡Sácame de aquí! —exclamé.
—Te matarán —afirmó Misk.
—¡Deprisa! —exclamé.
Misk obedeció; salí del escondrijo y asombrado contemplé la desolación que se ofrecía a mis ojos. El compartimento de Misk había desaparecido, y donde antes se levantaban las paredes, sólo había manchas de polvo. En la piedra misma del túnel que corría frente a la construcción de Misk se abría ahora una especie de profunda ventana, y más allá pude ver el complejo contiguo del Nido. Corrí por el túnel, y a través del enorme orificio practicado en la piedra examiné el complejo. En el aire flotaban diez naves, quizás del tipo usado para vigilar la superficie, y en la nariz de cada una de esas naves se había instalado un saliente de forma cónica.
De estas progresiones no brotaban rayos, pero en el lugar al que apuntaban los objetos materiales parecían conmoverse y temblar, y después desaparecían en una nube de polvo. Los conos recortaban metódicamente formas geométricas en la sustancia material del complejo. Aquí y allá, donde un humano o un Rey Sacerdote se atreviera a salir de sus refugios, el cono más próximo le apuntaba y aquéllos, a semejanza de las paredes y los techos, parecían convertirse en polvo.
Corrí hacia el taller donde Misk y yo habíamos dejado la nave construida sobre la base del disco de transporte.
De un salto salvé un ancho foso, y pronto reanudé la carrera en dirección al taller de Misk.
Pasé cerca de un grupo de humanos acurrucados, escondidos detrás de los restos de una pared, que había sido arrancada del suelo en una extensión aproximada de treinta metros.
Tropecé con un hombre que había perdido un brazo, acostado en el suelo y gimiendo:
—Mis dedos —gritaba—. ¡Me duelen los dedos! Una joven, arrodillada junto al herido, con una venda en la mano trataba de contener la hemorragia. Era Vika. Corrí al lado de la muchacha. —¡Deprisa, Cabot! —exclamó—. ¡Debo aplicarle un torniquete! Ayudé a Vika a retrasar la hemorragia. Ella terminó de asegurar el torniquete, y pude ver, entonces, que la hija del médico sabía trabajar con rapidez y destreza. Me incorporé para continuar la marcha.
—Tengo que irme —dije.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó.
—Te necesitan aquí —dije.
—Sí, Cabot, tienes razón.
Mientras me volvía para reanudar la carrera, alzó una mano. No preguntó adónde iba, ni insistió en acompañarme.
—Cuídate —dijo.
—Eso haré —contesté. Del hombre herido partió otro gemido, y la joven se volvió para reconfortarlo.
¿Era realmente Vika de Treve?
Corrí hacia el taller de Misk, de un puntapié abrí las puertas dobles, salté al interior de la nave y un momento después parecía que el suelo descendía bruscamente, y las puertas se abrían para darme paso.
En pocos instantes más ya había llevado mi nave al gran complejo del Nido donde los diez navíos de Sarm continuaban realizando su matemática tarea de destrucción, con la misma tranquilidad e idéntico método que si hubieran estado pintando líneas sobre una superficie o segando un prado.
No sabía nada del armamento de las naves de Sarm, y en mi propio navío tenía solamente el tubo de plata, un arma muy inferior a la capacidad destructiva de los artefactos gravitatorios instalados en las naves de Sarm. Además, sabía que las paredes de plástico de mi nave eran una protección muy endeble contra las armas de Sarm, que no penetraban ni fundían la materia, y por el contrario tendían a usar la fuerza de la gravitación, desintegrando todo lo que tocaban.
Salí al descubierto, y el suelo del complejo pareció alejarse velozmente, y pronto me encontré cerca de los bulbos de energía de la cima de la cúpula. Al parecer, ninguna de las naves de Sarm me había visto.
Apunté hacia la nave que encabezaba la flotilla, y maniobrando los controles me acerqué todo lo posible para aumentar la eficacia del tubo de plata. Estaba a unos ciento cincuenta metros cuando abrí fuego atacando por detrás, de modo que el cono destructivo de la proa no pudiera alcanzarme.
Con gran alegría pude observar que el metal se oscurecía y volaba como si hubiese sido estaño recalentado, mientras mi nave pasaba por debajo y comenzaba a ascender velozmente hacia el vientre de la segunda nave, a la que desgarré con una llamarada de extremo a extremo. La primera nave comenzó a virar lenta e incontrolablemente en el aire, y después se desplomó. La segunda nave se elevó sin control hacia el techo del complejo, y se destrozó contra la piedra.
Las ocho naves restantes interrumpieron de pronto su labor destructiva, y parecieron vacilar, indecisas. Mientras estaban en eso, me zambullí a través y la tercera nave se desintegró como si hubiera sido un juguete alcanzado por un chorro de fuego. Ascendí de nuevo, y la llama del tubo de plata alcanzó a la cuarta nave, en medio de su estructura, la derribó envuelta en llamas a unos cien metros de mi línea de vuelo.
Entonces, las seis naves restantes se agruparon, y los conos giraron en diferentes direcciones. Pero yo estaba sobre ellas.
Sabía que si ahora me zambullía otra vez ya no podría disimular mi posición, y por lo menos una de las naves alcanzaría a cubrirme con su cono.
Dos de las naves estaban cambiando de posición, de modo que una cubría la zona debajo de la pequeña flota, y otra el sector que se extendía encima. En un momento no dispondría de una línea de ataque que no implicase una muerte segura.
De pronto, la nave que estaba inmediatamente debajo de la mía pareció temblar y un instante después explotó en el aire y desapareció.
¡Fuego desde el suelo!
Imaginé que Misk se había apresurado a acudir a los instrumentos de su taller, o quizás había enviado a uno de los Reyes Sacerdotes a cierto arsenal secreto donde guardaba armas prohibidas, las mismas que este Misk nunca habría usado de no haber sido por el perverso precedente de Sarm.
Casi inmediatamente las cinco naves restantes formaron una línea y huyeron hacia uno de los túneles que partían del complejo.
La primera nave que se acercó a la boca del túnel pareció disolverse en una nube de polvo, pero las cuatro naves siguientes, y yo mismo, que me había alineado detrás de la última, atravesamos la masa de polvo y nos encontramos en el túnel, enfilando hacia los dominios de Sarm.
Ahora, cuatro naves huían adelante. Advertí satisfecho que el ancho del túnel no les permitía virar para enfrentarse a mí.
Decidido, apreté el disparador del tubo de plata, y se oyó una explosión. Sentí el repiqueteo de los pedazos de acero que golpeaban las paredes de mi disco de transporte.
Algunos fragmentos tocaron mi nave con tanta fuerza, que desgarraron la sólida pared de plástico; ésta se balanceó y durante un momento temí perder el control de mis movimientos en la corriente de aire del estrecho túnel.
Las tres naves estaban lejos; aceleré todo lo posible el disco de transporte para alcanzarlas.
En el mismo instante en que las tres naves salieron del túnel y se internaron en otro complejo enorme, las alcancé y abrí fuego sobre la tercera, pero esta vez mis disparos parecieron menos eficaces, y llegué a la conclusión de que las cargas del tubo se habían agotado casi por completo.
La tercera nave se balanceó con movimientos desordenados pero un instante después pareció responder a sus controles, y como una rata acorralada se volvió para enfrentarme. Unos segundos más, y yo entraría en la zona de fuego del cono enemigo. Elevé la mía e intenté otro disparo, que resultó todavía más débil que el anterior. Traté de mantenerme a cierta altura sobre la nave enemiga, lejos del cono desintegrador instalado en la proa. Apenas podía prestar atención a las dos naves restantes, que ahora viraban para apuntarme con sus conos.
En ese momento vi que se abría la escotilla de la nave enemiga dañada, y emergía la cabeza de un Rey Sacerdote. Sus antenas barrieron el área y me percibieron en el instante mismo en que yo apretaba el disparador del tubo de plata. Parecía que la cabeza y las antenas doradas se convertían en cenizas, y el cuerpo se desplomaba hacia el interior de la escotilla. El tubo de plata estaba casi vacío, pero aún era un arma temible contra un enemigo desprovisto de protección.
Como una avispa irritada me acerqué a la escotilla abierta de la nave enemiga, y disparé hacia el interior, distribuyendo fuego en todas direcciones. Se inclinó como un globo y explotó en el aire, al mismo tiempo que yo descendía bruscamente en mi nave. Los restos de la explosión desequilibraron violentamente mi artefacto, y me esforcé por recuperar el control. El tubo de plata todavía estaba intacto, pero su capacidad de combate había disminuido considerablemente, y ya no era una amenaza para las naves de Sarm. A pocos metros del suelo de la plaza conseguí estabilizar mi nave, y acelerando me interné en un complejo de edificios, donde me detuve, planeando cerca de la calle que separaba dos hileras de construcciones.
La nave de Sarm se aproximó y un instante después un edificio que estaba a mi izquierda pareció volar por los aires y convertirse en polvo.
Elevé mi nave hasta colocarme bajo el vientre de la embarcación enemiga, tan cerca que no podría usar contra mí su cono desintegrador. Pero entonces vi que la segunda nave de Sarm viraba lentamente, para describir un círculo alrededor de su compañera.
Me pareció increíble, pero lo que veían mis ojos era cierto: la segunda nave apuntaba con su cono a la primera. La nave que estaba sobre mí pareció temblar y trató de virar y huir; y después, como si hubiese comprendido la inutilidad del intento, se volvió de nuevo y apuntó su propio cono sobre la compañera.
Descendí casi hasta el nivel del suelo, apenas un instante antes de que la nave que estaba sobre mí explotase silenciosamente formando una nube de polvo metálico, que resplandecía en la luz de los bulbos de energía.
La segunda nave comenzó a maniobrar y su cono desintegrador me apuntó implacable. Comprendí que no tenía salvación. De pronto, una mitad de mi nave se desintegró en el aire, y la otra mitad cayó al suelo de la calle, entre dos edificios. Pero en el último instante conseguí apoderarme del tubo de plata y salté a la cubierta de la nave enemiga.
Apoyándome en las manos y las rodillas me acerqué a la escotilla, y traté de abrirla. Estaba cerrada.
La nave comenzó a inclinarse lateralmente. Quizás los pilotos habían oído el ruido provocado por los restos que chocaban contra las paredes de su nave, y estaban inclinando el artefacto de modo que los fragmentos cayeran a la calle; o tal vez habían advertido mi presencia.
Acerqué el borde de plata a los goznes de la escotilla, y oprimí el disparador.
El tubo estaba casi vacío, pero el disparo a corta distancia consiguió fundir los goznes.
Abrí la escotilla y me dejé caer, en una mano el tubo de plata y la otra aferrada del reborde, mientras la nave se inclinaba a un costado. La nave había invertido su posición, y yo estaba de pie sobre su techo; pero después volvió a enderezarse, y recuperé el tubo de plata. El interior de la nave estaba en sombras, porque sus únicos ocupantes eran Reyes Sacerdotes, pero la escotilla abierta permitía que entrara un poco de luz.
Se abrió una puerta y apareció un Rey Sacerdote, desconcertado al ver la escotilla abierta.
Oprimí el disparador del tubo de plata y brotó un disparo corto y débil, pero el cuerpo dorado Rey Sacerdote se ennegreció, fue a golpear la pared compartimento y finalmente se desplomó.
Otro Rey Sacerdote siguió al primero, y volví a presionar el disparador, pero esta vez sin ningún resultado.
En la semioscuridad vi enroscarse las antenas del recién llegado. Le arrojé el tubo inútil, que rebotó contra su tórax.
Abrió y cerró una vez las enormes mandíbulas. Las proyecciones afiladas de los apéndices aparecieron bruscamente.
Alcé la espada, de la cual no me había desprendido un solo instante, y después de emitir el grito de guerra de Ko-ro-ba me abalancé sobre mi enemigo, pero en el último instante me arrojé al suelo, esquivando los salientes afilados, y descargué la espada sobre los apéndices posteriores del Rey Sacerdote.
Mi antagonista emitió una bocanada de olor, el equivalente a un grito súbito, y se inclinó a un costado y trató de aferrarme con sus apéndices.
Salté, aprovechando el espacio entre los discos afilados, y hundí la espada en su cráneo.
Comenzó a temblar y retrocedió.
De modo que así podía matarse a un Rey Sacerdote. La cuestión era infligir una herida mortal a la red de ganglios.
Entonces, como si yo hubiera sido su mul favorito, el Rey Sacerdote extendió hacia mí sus antenas. El gesto me pareció lamentable. ¿Deseaba que le peinase las antenas? ¿Significaba que el dolor lo enloquecía?
Permanecí de pie, sin comprender la actitud de mi antagonista, y de pronto el Rey Sacerdote apoyó las antenas en el filo de mi espada y de ese modo las cortó. Un momento después, sumergido en el mundo de su propio dolor, se desplomó sobre el suelo de acero de la nave. Había muerto.
Comprobé que la nave estaba tripulada sólo por dos Reyes Sacerdotes; probablemente uno en los controles y el otro con el arma. Todo estaba a oscuras; la única luz provenía de la escotilla abierta. De todos modos, avanzando a tientas, conseguí acercarme a los controles.
Allí descubrí, complacido, la existencia de dos tubos de plata, completamente cargados.
Busqué un lugar del techo donde no hubiera aparatos de control y dirigí un disparo; de ese modo, abrí un agujero en la nave, por donde pudo entrar un poco de luz.
Estaba en condiciones de examinar los controles.
Encontré muchas agujas, llaves, botones y diales, y de cada uno se desprendía un olor específico; pero todo eso no tenía mucho sentido para mí. En mi nave los controles habían sido diseñados para una criatura que usara principalmente los ojos. De todos modos, conseguí identificar la esfera de navegación, mediante la cual se elige determinada dirección a partir de un punto; y también hallé los diales que regulaban la altura y la velocidad. Puesto que no podía determinar con exactitud el rumbo, ni usar los instrumentos de los Reyes Sacerdotes sin perforar más orificios en la nave, con lo cual quizá podía provocar un incendio o una explosión, decidí abandonarla. No me agradaba la idea de retornar con ella por el túnel. Más aún; si lograba llevarla al Complejo del Nido, era probable que Misk la destruyese apenas alcanzara a verla. Por lo tanto, me pareció más seguro abandonar el artefacto, buscar un conducto de ventilación y regresar por ese camino a la región dominada por Misk.
Salí de la nave por la escotilla, y me dejé caer al suelo.
Los edificios del complejo estaban desiertos.
Examiné las calles vacías, las ventanas, el silencio del complejo otrora tan activo.
Me pareció oír un ruido, y durante un rato presté atención, pero no ocurrió nada.
Tenía la sensación de que me seguían.
De pronto oí una voz mecánica:
—Tarl Cabot, eres mi prisionero.
Me volví bruscamente, el tubo de plata preparado para disparar.
Percibí un extraño olor antes de presionar el disparador del tubo. A pocos metros de distancia estaba Sarm, detrás Parp, el individuo cuyos ojos me habían parecido discos de cobre.
Aunque tenía el dedo sobre el disparador, no pude moverlo.
—Ha sido bien anestesiado —dijo la voz de Parp.
Caí a los pies de mis dos enemigos.