33. Salimos de los montes Sardos

Vika y yo, ataviados con vestiduras que habíamos confeccionado con la piel del larl, marchamos hacia el gran portón negro, en la sombría empalizada de madera que rodea a los Sardos. Fue un viaje extraño pero rápido. Los Reyes Sacerdotes y los humanos ingenieros del Nido estaban perdiendo la batalla que determinaría si los hombres y los Reyes Sacerdotes podían salvar a un mundo, o si en definitiva se impondría el sabotaje de Sarm, el Primogénito.

Me había llevado cuatro días subir a la guarida de los Reyes Sacerdotes en los Sardos, pero en la mañana del segundo día Vika y yo vimos los restos del gran portón, ahora caído, y la empalizada, convertida en poco más que una sucesión de maderos quebrados y desencajados.

La velocidad del viaje de regreso no se debió, principalmente, al hecho de que descendíamos, aunque eso ayudó, sino más bien a la disminución de la gravitación, que me permitió desplazarme con Vika en brazos, descuidando lo que, en condiciones más normales, habría sido un sendero difícil y peligroso. Más aún, varias veces simplemente salté un tramo del camino, y descendí flotando más de treinta metros. Otras, incluso, desdeñé del todo seguir el sendero, y pasé de un risco al otro, improvisando atajos. Avanzada la mañana del segundo día, más o menos a la hora en que vimos la puerta negra, el descenso de la gravitación alcanzó su máximo nivel.

—Llegamos al final del camino, Cabot —dijo Vika.

—Sí —repliqué—. Así lo creo.

Desde el lugar en que Vika y yo estábamos, podíamos ver grandes multitudes, ataviadas con los colores de todas las castas de Gor, reunidas frente a los restos de la empalizada, mirando temerosas el terreno que se desplegaba ante ellas. Imaginé que en medio de esa multitud atemorizada y movediza, seguramente había hombres de casi todas las ciudades de Gor. Hacia adelante, en varias líneas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, aparecían las túnicas blancas de los Iniciados. Incluso podía oler los innumerables fuegos de sus sacrificios, la carne quemada de los boskos, y la fragancia intensa del incienso que ardía en braseros colgados de cadenas; oía las letanías de sus rezos, y observaba sus permanentes postraciones y reverencias, con las que trataban de complacer a los Reyes Sacerdotes.

Tomé de nuevo en brazos a Vika, y medio caminando medio flotando, descendí hacia las ruinas de la puerta. De la multitud partió un enorme grito cuando la gente nos vio, y después se hizo un silencio profundo, y todos los ojos parecían fijos en nosotros.

De pronto, sentí que Vika me resultaba un poco más pesada que antes, y me dije que sin duda estaba fatigándome.

Descendí con ella por el sendero y llegué al fondo de una pequeña grieta entre el sendero y la puerta. El borde superior de la grieta estaba apenas a diez metros de distancia. Pensé que me bastaba un salto para llegar allí, pero cuando hice el esfuerzo el salto me elevó sólo cinco o seis metros. Volví a intentarlo, otra vez con mayor ímpetu, y alcancé el borde de la hendidura.

Entonces, miré a través de las ruinas de la empalizada y la puerta caída, y pude ver el humo que se elevaba de los innumerables fuegos para sacrificios que allí ardían, y el de los braseros donde se quemaba incienso. Me pareció que ya no se dispersaba y disipaba, sino que parecía elevarse en delgados hilos hacia el cielo.

De mis labios escapó un grito de alegría.

—¿Qué ocurre, Cabot? —exclamó Vika.

—¡Misk ha triunfado! —grité—. ¡Hemos triunfado!

Corrí hacia la puerta. Apenas llegué, deposité a Vika en el suelo. Frente a la puerta, ante mí, estaba la multitud asombrada. Sabía que en el curso de la historia del planeta jamás un hombre había regresado de los Montes Sardos.

Los Iniciados formaban largas líneas que se detenían en el límite de los Sardos, y habían acudido a reverenciar a los Reyes Sacerdotes. Tenían las cabezas afeitadas, los rostros inquietos, la mirada colmada de temor, los cuerpos temblorosos. Llevaban túnicas blancas.

Quizás temieran que ante sus propios ojos la Muerte Llameante me destruyera.

Detrás de los Iniciados, de pie como corresponde a los hombres de otras castas, vi a individuos de cien ciudades, reunidos allí en el temor y el ruego comunes a los habitantes de los Sardos. Imaginaba claramente el terror y el sentimiento que había movilizado a estos hombres, normalmente divididos por disputas irreconciliables. Los terremotos, los huracanes incontrolables y las perturbaciones atmosféricas, así como la extraña desaparición de la fuerza de gravedad, habían sido los factores que los habían inducido a venir a este lugar.

Contemplé los rostros atemorizados de los Iniciados. Me pregunté si las cabezas afeitadas, tradicionales durante siglos en los Iniciados, tenían cierta relación, ahora olvidada, con las prácticas higiénicas del Nido.

Me agradó ver qué, a diferencia de los Iniciados, los hombres de otras castas no se prosternaban. Allí se habían reunido hombres de todas las ciudades, y quizá, incluso, sobrevivientes de la desaparecida Ko-ro-ba; y pertenecían a castas muy diferentes, algunas incluso tan bajas como la de los Campesinos, los Curtidores, los Tejedores, los Pastores, los Poetas y los Mercaderes. Pero ninguno se prosternaba como hacían los Iniciados.

Un Iniciado se mantenía erguido, y eso me complació.

—¿Vienes del mundo de los Reyes Sacerdotes? —preguntó.

Era un hombre alto, bastante corpulento, pero tenía la voz muy profunda, y que sin duda impresionaba en uno de los templos de los Iniciados, construidos para acentuar todo lo posible los efectos acústicos. Tenía los ojos muy agudos y sagaces y en la mano izquierda un grueso anillo con una gran piedra blanca, tallada con el signo de Ar. Supuse que era el Supremo Iniciado de Ar.

—Vengo del país de los Reyes Sacerdotes —dije, alzando la voz de modo que me oyese el mayor número posible. No deseaba una conversación privada que después corriese deformada de boca en boca.

—¡Quiero hablar! —grité.

—Espera —dijo—, ¡oh bienvenido mensajero de los Reyes Sacerdotes!

El hombre hizo un gesto con la mano y trajeron un bosko blanco, un bello animal de pelaje largo y cuernos curvos. Le habían aceitado el pelaje, y de los cuernos colgaban cuentas de colores.

El Iniciado desenfundó un cuchillo, cortó un mechón de pelo del animal y lo arrojó a un fuego cercano. Después, impartió una orden, y uno de sus subordinados, armado de una espada cortó el cuello del animal que cayó de rodillas.

Mientras esperaba impaciente, otros dos hombres cortaron una pierna de la bestia sacrificada, y el miembro grasiento y ensangrentado fue puesto al fuego.

—¡Todo lo demás ha fracasado! —exclamó el Iniciado, agitando las manos en el aire. Después, comenzó a rezar en goreano arcaico, lenguaje utilizado por los Iniciados en sus diferente ceremonias. Cuando terminó su rezo, los Iniciados se reunieron alrededor, y él gritó:

—Oh, Reyes Sacerdotes, que este último sacrificio calme vuestra ira. Que este sacrificio os sea grato y así nuestros ruegos sean escuchados. ¡Lo ofrece Om, el primero de los Supremos Iniciados de Gor!

—No —gritaron otros Iniciados, los Supremos Iniciados de otras ciudades. Sabía que el principal sacerdote de Ar aspiraba a la hegemonía sobre los demás, pero por supuesto su pretensión era refutada por otros miembros de la casta, que a su vez se consideraban con derecho al cargo supremo en sus respectivas ciudades.

—¡Es el sacrificio que todos ofrecemos! —gritó uno de los enemigos de Om.

—¡Sí! —gritaron otros.

—¡Miren! —exclamó el Supremo Iniciado de Ar. Señaló el humo que ahora se elevaba de un modo casi natural. —¡Mi sacrificio ha sido grato a las narices de los Reyes Sacerdotes! —exclamó.

—¡Nuestro sacrificio! —exclamaron alegremente los restantes Iniciados.

Un clamor salvaje brotó de las gargantas de la multitud reunida, porque los hombres comenzaron a entender de pronto que su mundo retornaba a la normalidad.

—¡Vean! —gritó el Supremo Iniciado de Ar.

Señaló el humo que, ahora que el viento había cambiado, derivaba hacia los Montes Sardos. —Los Reyes Sacerdotes inhalan el humo de mi sacrificio.

—¡Nuestro sacrificio! —insistieron los restantes sacerdotes.

Había abrigado la esperanza de usar esos momentos, esa oportunidad que se ofrecía antes de que los hombres de Gor advirtieran que se restablecían la gravedad y las condiciones normales, para exhortarlos a renunciar a sus guerras interiores, para pedirles que buscasen la paz y la fraternidad. Pero el Supremo Iniciado de Ar me había desplazado, y aprovechado la oportunidad para cumplir sus propios propósitos.

Entonces, mientras la multitud se regocijaba y comenzaba a dispersarse, comprendí que yo ya no era importante. A lo sumo, era otro indicio de la piedad de los Reyes Sacerdotes. Habían permitido que alguien regresara de los Sardos.

Pero también noté que los Iniciados me habían rodeado. Sus normas no les permitían matar, pero sabía que utilizaban con ese fin a hombres de otras castas.

Me volví hacia el Supremo Iniciado de Ar.

—¿Quién eres, forastero? —preguntó.

En goreano, se utiliza la misma palabra para expresar las dos ideas: “forastero” y “enemigo”.

Pero no estaba dispuesto a revelarle mi nombre, mi casta ni mi ciudad. Sus compañeros comenzaron a cerrar un círculo alrededor de mí.

—En realidad, no viene de los Sardos —dijo otro Iniciado.

—No —agregó otro—. Yo lo vi. Salió de la multitud, atravesó la empalizada y después vino hacia aquí. No vino de las montañas.

—Pero eso no es cierto —exclamó Vika—. Estuvimos en los Sardos. ¡Hemos visto a los Reyes Sacerdotes!

—Ella blasfema —dijo uno de los Iniciados.

De pronto, experimenté un sentimiento de profunda tristeza, y me pregunté cuál sería el destino de los humanos que venían del Nido si intentaban retornar a sus ciudades o al mundo de la superficie. Quizá si guardaban silencio lograrían salvar la vida, pero no por cierto en sus respectivas ciudades, porque los Iniciados locales sin duda recordarían que habían ido a los Montes Sardos, y tal vez habían logrado entrar.

Comprendí que lo que sabía y lo que otros sabían poco importaba en el mundo de Gor.

—Es un impostor —dijo uno de los Iniciados.

—Debe morir —afirmó otro.

Formulé un ruego íntimo de que los humanos que retornaban del Nido no fueran perseguidos por los Iniciados y quemados o sacrificados como herejes y blasfemos.

Me sentí profundamente asombrado ante la pequeñez y la mezquindad del hombre. Después, avergonzado, comprendí que había estado a un paso de traicionar a mis semejantes. Había proyectado aprovechar ese momento, y fingir que traía un mensaje de los Reyes Sacerdotes, un mensaje que les recomendaba vivir como yo deseaba que ellos vivieran, que les recomendaba respetar a sus semejantes, ser buenos y dignos de la herencia de un ser racional. Sin embargo, ¿de qué valían todas esas cosas si provenían no del corazón del propio hombre, sino de su temor a los Reyes Sacerdotes o de su deseo de complacerlos? No, no intentaría reformar al hombre fingiendo que mis deseos eran los deseos de los Reyes Sacerdotes, pese a que eso podía ser eficaz un tiempo, porque los deseos de reforma, el anhelo de elevarse, deben ser los suyos propios y no los ajenos. Si el hombre se eleva, tiene que hacerlo únicamente con sus propias fuerzas.

Estaba agradecido al Supremo Iniciado de Ar por haber interferido.

El Supremo Iniciado de Ar hizo un gesto a sus compañeros, que se iban acercando cada vez más a mí.

—Retrocedan —dijo, y fue obedecido.

El sacerdote y yo nos miramos. De pronto, sentí que no era mí enemigo, y advertí que tampoco él me consideraba una amenaza o un enemigo.

—¿Sabes algo de los Sardos? —le pregunté.

—Bastante —dijo.

—Entonces, ¿por qué te comportas así? —pregunté.

—Difícilmente lo entenderías —dijo.

—Háblame —pedí.

—En la mayoría de los casos —explicó— es como tú piensas, son nada más que sencillos miembros de mi casta, individuos crédulos. Hay otros que sospechan la verdad y se sienten torturados, o que sospechan la verdad y fingen... pero yo, Om, Supremo Iniciado de Ar, y algunos de los Supremos Iniciados, no somos como ellos.

—¿Y en qué difieren?

—Yo, y otros —dijo—, esperamos la llegada del hombre. Me miró. Aún no está preparado.

—¿Para qué?

—Para creer en sí mismo —respondió Om—. Me sonrió. Yo y otros hemos intentado dejar cierto espacio, de modo que él lo vea y lo llene.

—¿De qué espacio hablas? —pregunté.

—No hablamos al corazón del hombre —dijo Om—, sólo a su miedo. No hablamos de amor y coraje, de lealtad y nobleza... sino de las reglas y el castigo de los Reyes Sacerdotes.

Miré largo rato al Iniciado, y me pregunté si decía la verdad. Eran observaciones muy extrañas por venir de los labios de un Iniciado. La mayoría de ellos parecía siempre enfrascado en los ritos de su casta, en la arrogancia y la pedantería de su especie.

—Por eso mismo —dijo— continúo siendo Iniciado.

—Hay Reyes Sacerdotes —dije al fin.

—Lo sé —contestó Om—, pero, ¿qué tienen ellos que ver con lo que es más importante para el hombre?

Medité un momento.

—Imagino —dije— que muy poco.

—Ve en paz —dijo el Iniciado, y se apartó.

Ofrecí la mano a Vika y ella se reunió conmigo.

El grupo de Iniciados se alejó, y Vika y yo pasamos entre ellos, y dejamos atrás la puerta y la empalizada en ruinas que otrora había rodeado los Montes Sardos.

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