—¡Padre mío! —exclamé—. ¡Padre mío!
Corrí a los brazos de Matthew Cabot, que llorando me estrechó contra su cuerpo.
De nuevo vi el rostro fuerte y rugoso, la mandíbula cuadrada, la larga cabellera tan parecida a la mía, el cuerpo delgado y ágil, los ojos grises ahora perlados de lágrimas.
Sentí un golpe en la espalda, y cuando me volví tropecé con el gigantesco Tarl, mi antiguo Maestro de Armas.
Sentí que algo me tironeaba de la manga, y cuando miré hacia abajo encontré una figura diminuta vestida de azul.
—¡Torm! —exclamé.
Lo alcé en mis brazos, y Torm, de la Casta de los Escribas, gritó alegremente, sus cabellos color arena se agitaron al viento, y las lágrimas le surcaban las mejillas, pero ni por un instante soltó el rollo de papel que tenía en la mano, y con la que tenía libre comenzó a limpiarse la nariz, al fin yo lo deposité nuevamente en el suelo.
—¿Dónde está Talena? —pregunté a mi padre.
Cuando pronuncié ese nombre, Vika retrocedió un paso.
En ese mismo instante sentí que mi alegría se esfumaba porque el rostro de mi padre cobró una expresión grave.
—¿Dónde está? —insistí.
—No lo sabemos —dijo Torm, pues mi padre no atinaba a encontrar las palabras necesarias.
Mi padre me tomó por los hombros. —Hijo mío —dijo—, el pueblo de Ko-ro-ba se dispersó, y de la ciudad no quedó piedra sobre piedra.
—Pero aquí —dije— hay tres hombres de Ko-ro-ba.
—Nos hemos reunido —dijo Tarl—, pues como parecía que el mundo terminaba, decidimos agruparnos por última vez, a pesar de la voluntad de los Reyes Sacerdotes, para librar nuestro último combate como hombres de Ko-ro-ba.
Miré al pequeño escriba Torm, que había dejado de sollozar, y se limpiaba la nariz con la manga azul de su túnica:
—¿También tú, Torm? —pregunté.
—Por supuesto —dijo Torm—. Después de todo, un Rey Sacerdote no es más que un Rey Sacerdote. Aunque eso ya es bastante.
Se frotó reflexivamente la nariz y me miró. —Sí, creo que tengo coraje. Pero no debemos decírselo a otros miembros de la Casta de los Escribas —advirtió.
—Pues yo diré a todo el mundo —afirmó Tarl— que eres el miembro más valiente de la Casta de los Escribas.
—Bien —observó Torm—, formulada de ese modo quizá la información no sea perjudicial.
Miré a mi padre.
—¿Crees que Talena esté aquí? —pregunté.
—Lo dudo —dijo.
Sabía que era muy peligroso para una mujer viajar sola por el territorio de Gor.
Después, presenté a Vika, y expliqué del modo más sucinto posible mis aventuras en las Montañas Sardar.
Mi padre, Tarl y Torm escucharon asombrados el relato de mis peripecias.
Cuando concluí, los miré para comprobar si me creían.
—Sí —dijo mi padre—, te creo.
—Y yo también —afirmó Tarl.
—Bien —empezó Torm con aire reflexivo, porque los miembros de su casta jamás se apresuraban a opinar—, lo que afirmas no contradice ninguno de los textos que yo conozco.
Me eché a reír, aferré de la túnica al hombrecito y lo alcé en el aire.
—¿Me crees? —pregunté.
Lo sacudí dos veces en el aire.
—¡Sí! —gritó—. ¡Te creo! ¡Te creo!
Lo deposité en el suelo.
—De todos modos —afirmó Matthew Cabot—, creo que será sensato no hablar demasiado de estas cosas.
Todos concordaron en ello.
Miré a mi padre. —Lamento —dije— que Ko-ro-ba haya sido destruida.
Mi padre rió. —Ko-ro-ba no fue destruida —dijo. Sus palabras me desconcertaron, porque yo mismo había visto el valle de Ko-ro-ba, y las ruinas de la ciudad.
—Aquí —afirmó mi padre, metiendo la mano en un saco de cuero que colgaba de su hombro— está Ko-ro-ba.
Y extrajo la pequeña Piedra del Hogar de la Ciudad, en la cual de acuerdo con la costumbre goreana, estaba contenido todo el significado y la realidad del lugar habitado. —No es posible destruir Ko-ro-ba —continuó—, porque su Piedra del Hogar aún existe.
Recibí la pequeña piedra chata y la besé, porque era la Piedra del Hogar de la ciudad a la cual había jurado ser fiel, la ciudad donde había encontrado a mi padre después de un intervalo de más de veinte años, donde había conocido a mis amigos y adonde había llevado a Talena, la hija de Marlenus, otrora Ubar de Ar.
—Y también aquí está Ko-ro-ba —dije señalando al orgulloso gigante Tarl, y al menudo escriba Torm.
Los cuatro hombres de Ko-ro-ba nos estrechamos las manos.
—De lo que tú nos has dicho —afirmó mi padre— se desprende que de nuevo podemos construir, y que otra vez dos hombres de Ko-ro-ba pueden encontrarse.
—Sí —afirmé—, así es.
Mi padre, Tarl y Torm se miraron.
—Bien —dijo mi padre—, porque tenemos que reconstruir una ciudad.
—¿Cómo encontraremos otros sobrevivientes de Ko-ro-ba? —pregunté.
—La palabra se difundirá —dijo mi padre—, y de todos los rincones de Gor vendrán en pequeños grupos, para traernos su fuerza y su ayuda.
—Me alegro de que así sea —dije.
Sentí sobre mi brazo la mano de Vika.
—Cabot, sé lo que tienes que hacer —dijo—. Y es lo que deseo que hagas.
Contemplé a la joven de Treve. Sabía que yo tenía que buscar a Talena, y si era necesario, consagrar mi vida a la búsqueda de la mujer a la que había elegido como mi Compañera Libre.
La abracé, y ella sollozó. —Tendré que perderlo todo —gimió—, ¡todo!
—¿Deseas que me quede contigo? —pregunté.
—No —contestó—. Busca a la joven a la que amas.
—¿Qué harás?
—No lo sé —contestó Vika—. No hay futuro para mí.
—Puedes regresar a Ko-ro-ba —dije—. Mi padre y Tarl, el Maestro de Armas, son dos de las mejores espadas de Gor.
—No —replicó Vika— pues en tu ciudad sólo pensaría en ti, y cuando regreses con tu amada, ¿qué podría hacer?
—Tengo amigos en Ar —dije—, entre ellos Kazrak, el administrador de la ciudad. Puedes ir allí.
—Regresaré a Treve —afirmó Vika—. Allí continuaré el trabajo de un médico de Treve. Sé mucho de su ciencia y su arte, y aún aprenderé más.
—En Treve —observé—, quizás los miembros de la Casta de los Iniciados ordenen tu muerte. Ve a Ar —dije—. Allí estarás a salvo. Creo que para ti será mejor que Treve.
—Sí, Cabot —contestó Vika—, tienes razón. Ahora sería difícil vivir en Treve.
—Algún día —agregué— tal vez encuentres un compañero digno de ti.
Vika se echó a llorar, y de nuevo me hubiera abrazado, pero la empujé suavemente hacia los brazos de mi padre.
—Me ocuparé de que llegue sana y salva a Ar —dijo mi padre.
Vika me miró, y después se enjugó las lágrimas de los ojos.
—Te deseo bien, Cabot.
—Y yo, Vika, también te deseo bien.
Ahora, me esperaba un camino largo y solitario, y deseaba partir cuanto antes. Llegó el momento de despedirme de mis dos amigos. No deseaba saludar por última vez a mi padre, porque no tenía confianza en mí mismo. Ahora que había vuelto a verlo, después de tanto tiempo, no sabía si podría controlar mis sentimientos.
—¿Dónde irás? —preguntó Torm—. ¿Qué harás?
—No lo sé —respondí, y era sincero.
—Me parece —dijo Torm— que deberías venir a Ko-ro-ba y esperar allí. Quizá Talena encuentre el camino de regreso.
“Sí, me dije, era una posibilidad, pero no la creía muy probable. Era difícil que una mujer tan bella como Talena pudiese atravesar las ciudades de Gor y los caminos solitarios y los campos para regresar finalmente a Ko-ro-ba.”
Quizá ahora mismo la amenazaban bestias salvajes, o bien hombres incluso más salvajes.
Quizá ella, mi Compañera Libre, estaba encadenada en uno de los carros azules y amarillos destinados a los esclavos, o era el adorno de los Jardines de Placer de algún guerrero. O se la ofrecía en venta en alguna de las ferias de Gor.
—Retornaré de tiempo en tiempo a Ko-ro-ba —dije—, para ver si ha vuelto.
—Quizá —dijo Tarl— intentó volver con su padre Marlenus a la Cordillera Voltai.
Era posible. En efecto, después de perder el trono de Ar, Marlenus había vivido como proscrito en las Voltai.
—¿Deseas que te acompañe? —preguntó Tarl.
Pensé que su espada podía serme muy útil, pero sabía que ante todo él tenía un deber hacia su ciudad. —No, contesté.
—Te deseo bien —dijo Tarl a modo de despedida.
—Lo mismo digo —afirmé.
Me alejé sin decir una palabra más. Por última vez contemplé las Montañas Sardar.
Otra vez estaba solo.
En Gor, pocas personas, tal vez ninguna, creerían mi relato.
Quizá fuera mejor así.
Si no hubiera vivido esas cosas, si no las hubiera conocido por experiencia, ¿las habría aceptado? Me dije que eso hubiera sido muy poco probable. Entonces, ¿qué sentido tiene haberlas escrito? No lo sé, salvo el hecho de que me pareció que valía la pena registrar todo lo que había vivido, al margen de que se me creyera o no.
Poco más queda por relatar.
Permanecí algunos días al pie de las Montañas Sardar, en el campamento de algunos hombres originarios de Tharna, a quienes había conocido varios meses antes. Por desgracia, entre ellos no estaba el magnífico Kron de Tharna, de la Casta de los Artesanos del Metal, que había sido mi amigo.
Interrogaba sistemáticamente a todos los hombres que se cruzaban en mi camino, y les preguntaba acerca del paradero de Talena de Ar, con la esperanza de hallar una pista que me llevase a ella. Pero a pesar de mis esfuerzos no pude descubrir el más mínimo rastro de mi amada.
Con esto puede decirse que ha concluido mi historia.
Pero es necesario que anoten el último incidente.