4. El palacio de los Reyes Sacerdotes

Cuando seguí al hombre que decía llamarse Parp, detrás de mí se cerró el portón. Recuerdo que volví los ojos por última vez hacia las Montañas Sardar, y al sendero por el cual había subido, al cielo azul y frío y a los dos larls blancos, encadenados a un lado y otro de la entrada.

Mi anfitrión no habló y continuó avanzando con paso vivo sin dejar de fumar su pipa.

El corredor estaba iluminado con lamparillas alimentadas por energía, del mismo tipo que yo había visto en el túnel de Marlenus, el que corría bajo los muros de Ar. En la iluminación del corredor o en su construcción nada sugería que la Casta de Constructores de los Reyes Sacerdotes, si la tenían, estuviese más avanzada que la de los hombres que vivían al pie de las montañas. Además, el corredor estaba desprovisto de adornos, y carecía de los mosaicos y los tapices con los cuales los goreanos amantes de la belleza, que vivían al pie de las montañas, tendían a mejorar sus viviendas. Por lo que yo podía ver, los Reyes Sacerdotes carecían de arte. Quizás lo consideraran una excrecencia inútil que distraía de los valores más importantes de la vida, es decir, del estudio, la meditación y la manipulación de la vida de los hombres.

Observé que el pasaje por el cual avanzaba, tenía el suelo muy gastado. Había sido pulido por las sandalias de innumerables hombres y mujeres que habían caminado antes por donde yo marchaba ahora, quizás miles de años atrás, tal vez la víspera, o aun esa misma mañana.

Al fin llegamos a un gran salón. Carecía de atractivos, pero con su mera magnitud ya exhibía una severa y excelsa grandeza.

A la entrada de este salón o cámara me detuve, abrumado por cierto sentimiento de respeto.

Estaba próximo a entrar en lo que parecía ser una cúpula grande y perfecta, con un diámetro de por lo menos mil yardas. Me agradó ver que el techo era una reluciente curvatura de cierta sustancia transparente, quizá un vidrio especial o una sustancia plástica, porque el vidrio o el plástico con los cuales yo estaba familiarizado probablemente no podía soportar las tensiones originadas en una estructura como esa. Más allá de la cúpula, se veía el cielo azul.

—Ven, ven, Cabot —insistió Parp.

Lo seguí.

En el salón sólo encontré un alto estrado en el centro, y sobre el estrado un gran trono tallado en un solo bloque de piedra.

Nos llevó bastante tiempo llegar al estrado. Finalmente, lo conseguimos.

—Espera aquí —dijo Parp y señaló el sector que se extendía alrededor del anillo de mosaicos que circundaba el estrado.

No me detuve exactamente donde él me había ordenado, sino a varios metros de distancia; de todos modos, permanecí fuera del anillo de mosaicos.

Parp subió los nueve escalones del estrado, y se instaló en el trono de piedra. Formaba un extraño contraste con la severidad del majestuoso asiento en el cual estaba encaramado. Sus pies calzados con sandalias no llegaban al suelo, y el hombrecito hizo una leve mueca mientras se acomodaba en el trono.

—Francamente —dijo Parp—, creo que cometemos un error cuando sacrificamos ciertas comodidades en las Montañas Sardar. —Trató de encontrar una posición que lo satisficiera— Por ejemplo, un almohadón no estaría mal en este trono, ¿no te parece, Cabot?

—En ese trono estaría fuera de lugar —dije.

—Ah, sí —suspiró Parp—. Imagino que así es.

Después Parp golpeó varias veces la pipa contra el costado del trono, desparramando cenizas y tabaco sin quemar sobre el suelo del estrado.

Le miré sin moverme.

Comenzó a rebuscar en el bolso que colgaba de su cinturón, y retiró un sobre de plástico. Le miré atentamente, siguiendo todos sus movimientos. Fruncí el ceño cuando vi que del bolso extraía un poco de tabaco, con el cual volvió a llenar la pipa. Después rebuscó otro poco y extrajo un objeto plateado, estrecho y cilíndrico. Durante un instante pareció que me apuntaba.

Levanté el escudo.

—¡Por favor, Cabot! —dijo Parp con cierta impaciencia y usó el objeto plateado para encender la pipa.

Parp comenzó a fumar satisfecho. Tenía que girar apenas sobre el trono para mirar, pues yo no había aceptado detenerme en el lugar que él proponía.

—Quisiera que mostrases más cooperación —dijo. Finalmente ocupé el lugar que él me había indicado.

Parp sonrió y siguió fumando.

No hablé, y él fumó una pipa entera. Después, la limpió, como había hecho antes, golpeándola contra el costado del trono, y volvió a llenarla. Nuevamente la encendió con el pequeño objeto plateado, y se recostó en el trono. Elevó los ojos a la cúpula y contempló el humo que ascendía lentamente.

—¿Tuviste buen viaje hasta aquí? —preguntó Parp.

—¿Dónde está mi padre? —pregunté—. ¿Dónde está la ciudad de Ko-ro-ba? —Sentí que me sofocaba—. ¿Qué ocurrió con la joven Talena, que era mi Compañera Libre?

—Espero que hayas tenido buen viaje —dijo Parp.

Me di cuenta que me dominaba la cólera, pero Parp no pareció preocuparse.

—No todos tienen buen viaje —afirmó Parp.

Comencé a sentir que el odio que había alimentado durante todos esos años contra los Reyes Sacerdotes se apoderaba violentamente de mi cuerpo, me absorbía y dominaba, y casi se materializaba ante mis ojos, en el espacio que me separaba de Parp. Exclamé:

—¡Dime lo que quiero saber!

—La principal dificultad que agobia al viajero que atraviesa las Montañas Sardar —continuó Parp— es probablemente la aspereza general del ambiente... por ejemplo, las inclemencias del tiempo, sobre todo en invierno.

Alcé la lanza, y mis ojos, que seguramente parecían terribles, vistos a través de las aberturas del casco, miraban fijamente hacia el corazón del hombre sentado en el trono.

—¡Dime! —exclamé.

—Y también los larls —insistió Parp— son un obstáculo importante.

Lancé una exclamación de cólera y avancé, pero me contuve. No podía asesinar a otro ser.

Parp expelió una bocanada de humo y sonrió. —Muy sensato —dijo.

Lo miré hoscamente y mi cólera se atenuó.

—Mira, no hubieras podido herirme —dijo Parp.

Le miré asombrado.

—No —insistió— Adelante. Arroja la lanza.

Aferré el arma y la arrojé a los pies del estrado. Hubo una llamarada de calor y retrocedí trastabillando. Sacudí la cabeza para disipar la imagen de estrellas móviles que parecían bailotear ante mis ojos.

A los pies del estrado quedaron restos de madera quemada y algunas gotas de bronce fundido.

—Ya lo ves —dijo Parp—, no hubieras podido tocarme.

Entonces comprendí el sentido que tenía el círculo de mosaicos que bordeaba el trono.

Me quité el casco y arrojé mi escudo al suelo.

—Soy tu prisionero —dije.

—Tonterías —afirmó Parp. Eres mi invitado.

—Conservaré la espada —dije—. Si la deseas, tendrás que quitármela.

Parp se rió amablemente. —Te aseguro —dijo— que no me interesa. Y tú tampoco —agregó.

—¿Dónde están los demás? —pregunté.

—¿Quiénes?

—Los restantes Reyes Sacerdotes —insistí.

—Me temo —dijo Parp— que soy los Reyes Sacerdotes. Todos.

—Pero dijiste antes: “Estábamos esperándote” —protesté.

—¿Dije eso? —preguntó Parp.

—Sí —confirmé.

—Fue sólo un modo de hablar.

—Comprendo —dije.

Parp me pareció inquieto. Quizás un tanto irritado.

Elevó los ojos a la cúpula. Estaba haciéndose tarde. De nuevo me pareció un tanto nervioso. Sus manos movieron la pipa, se derramó un poco de tabaco.

—¿Me hablarás de mi padre, mi ciudad y mi amada? —pregunté.

—Quizá —replicó Parp—, pero ahora es indudable que estás fatigado por el viaje.

—No —dije—. Prefiero hablar ya.

Parp parecía visiblemente incómodo. El cielo sobre la cúpula tenía matices grises y sombras más profundas. La noche goreana se iba aproximando rápidamente.

A lo lejos, tal vez proveniente de un corredor que comunicaba con el palacio de los Reyes Sacerdotes, se oía el rugido de un larl.

Me pareció que Parp se estremecía sobre el trono.

—¿Un Rey Sacerdote teme a un larl? —pregunté.

Parp sonrió, pero su rostro no estaba tan animoso como de costumbre. No podía entender su inquietud.

—No temas —dijo—, están bien asegurados.

—No temo —dije, y le miré a los ojos.

—Por mi parte —continuó—, reconozco que nunca termino de acostumbrarme al escándalo que arman.

Me pregunté por qué me habría permitido llegar a los Sardos, hallar el palacio de los Reyes Sacerdotes y comparecer ante el trono.

De pronto oí el sonido de un gong lejano, un sonido sordo pero penetrante que se difundía por el palacio de los Reyes Sacerdotes.

Parp se puso de pie bruscamente; el rostro pálido. —Esta entrevista ha concluido —dijo. Miró alrededor con terror mal disimulado.

—¿Y qué haré yo, tu prisionero? —pregunté.

—Eres invitado —insistió irritado Parp. Golpeó bruscamente la pipa contra el trono, y la metió en el bolso que llevaba al costado.

—¿Tu invitado? —pregunté.

—Sí —replicó Parp, moviendo los ojos de derecha a izquierda— por lo menos hasta que llegue la llora de destruirte.

Entonces, en la oscuridad cada vez más densa del palacio de los Reyes Sacerdotes me pareció que durante un instante las pupilas de los ojos de mi interlocutor resplandecían breve y fieramente, como si fueran dos discos de cobre fundido. Comprendí que no me había equivocado. Sus ojos eran diferentes de los míos, de los ojos de un ser humano. Intuí entonces que Parp en todo caso no era un hombre.

Se oyó de nuevo el sonido de ese gong invisible, que repercutía en la vastedad del gran salón donde nos encontrábamos.

Con un grito de terror, Parp dirigió una última mirada hacia el fondo del salón, y desapareció detrás del gran trono.

—¡Un momento! —grité.

Pero ya se había marchado.

Adoptando precauciones para evitar el círculo de mosaicos rodeé su perímetro hasta que quedé detrás del trono. No había signos de Parp. Volví al punto de partida. Me quité el casco y lo arrojé contra el estrado, yendo a golpear ruidosamente en el primer peldaño. Atravesé el circuito de mosaicos, que ahora que Parp se había marchado parecía inofensivo.

Nuevamente resonó el gong lejano e invisible, y otra vez el gran salón pareció colmarse con sus vibraciones ominosas Era el tercer toque. Me pregunté por qué Parp temía la llegada de la noche y el sonido del gong.

Examiné el trono y no vi indicios de que detrás hubiese una puerta, pero sabía que era inevitable que existiese una. Parp era un ser concreto y material. No podía haberse desvanecido en el aire.

Ya había caído la noche, y a través de la cúpula pude ver las tres lunas de Gor y las estrellas luminosas.

Obedeciendo a un impulso, me senté en el gran trono, desenvainé la espada y la crucé sobre las rodillas.

Recordé las palabras de Parp: “Hasta que llegue el momento en que seas destruido”.

Me eché a reír, y mi risa fue la risa de un guerrero de Gor, una risa sin miedo, que resonó en el oscuro y solitario salón de los Reyes Sacerdotes.

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