32. Hacia la superficie

—Es el fin —dijo Misk—, el fin. Ajustó frenético los controles de un gran panel, las antenas tensas a causa de la concentración, mientras trataba de interpretar los datos de los indicadores.

Al lado, otros Reyes Sacerdotes trabajaban intensamente.

Contemplé el cuerpo de Sarm, dorado y destrozado, tendido entre los escombros del suelo, manchado por el polvo que formaba una niebla en la sala.

Oí cerca la tos ahogada de una joven, y pasé el brazo sobre los hombros de Vika de Treve.

—Nos llevó bastante tiempo llegar aquí —dijo Misk—. Ahora es demasiado tarde.

—¿El planeta? —pregunté.

—El Nido... el mundo —afirmó Misk.

Ahora, la masa hirviente contenida en el globo púrpura comenzó a quemar las paredes que la contenían, y se oían crujidos y aparecían arroyuelos de una sustancia espesa, como lava azul, que presionaba constantemente pugnando por salir del globo.

—Debemos salir de la cámara —dijo Misk—, porque el globo no resistirá.

Señaló una aguja que se movía desordenadamente.

—Salgan —dijo el traductor de Misk.

Alcé en brazos a Vika y la retiré de la cámara, y detrás venían los Reyes Sacerdotes y los humanos que los habían acompañado.

Me volví a tiempo para ver a Misk que se apartaba del panel y corría hacia el cuerpo de Sarm, tendido entre los escombros. Se oyó un silbido y todo el costado del globo se resquebrajó y comenzó a derramarse una avalancha de espeso fluido que inundó la habitación.

Misk continuaba tirando del cuerpo destrozado de Sarm, entre los escombros.

—¡Deprisa! —le grité.

Pero el Rey Sacerdote no me prestó atención, y quería mover un gran bloque de piedra que había caído sobre uno de los apéndices del cadáver de Sarm.

Empujé hacia delante a Vika, y corrí donde estaba Misk.

—¡Vamos! —grité, descargando el puño sobre su tórax—. ¡Deprisa!

—No.

—Está muerto —dije—. ¡Déjalo!

—Es un Rey Sacerdote —afirmó Misk.

Misk y yo unimos nuestras fuerzas, mientras la masa de lava avanzaba implacable hacía nosotros, y conseguirnos apartar el gran bloque de piedra; Misk recogió tiernamente el cuerpo deshecho de Sarm y ambos corrimos hacia la salida, mientras el río de lava fundida ocupaba el lugar donde habíamos estado un instante antes.

Misk, que llevaba el cuerpo de Sarm, y los restantes Reyes Sacerdotes y humanos, incluso Vika y yo, salimos de la Planta de Energía, y regresamos al complejo que había sido el centro del territorio de Sarm.

—¿Por qué? —pregunté a Misk.

—Porque es un Rey Sacerdote —contestó.

—Fue un traidor —dije—, y traicionó al Nido, y ahora ha destruido no sólo al Nido sino al mundo.

—Pero fue un Rey Sacerdote —insistió Misk, y tocó suavemente con sus antenas la figura maltrecha de Sarm. Y fue el Primogénito —agregó Misk—. Y el bienamado de la Madre.

Detrás sobrevino una terrible explosión, comprendí que el globo ahora había explotado, y que la cámara que lo albergaba estaba totalmente destruida.

El túnel por el cual avanzábamos tembló y se estremeció bajo nuestros pies. Llegamos al conducto que Misk, sus Reyes Sacerdotes y los humanos habían practicado a través de los escombros, y así llegamos nuevamente a uno de los complejos principales.

Hacía frío, y los humanos, e incluso yo, temblábamos con nuestras vestimentas tan simples.

—¡Miren! —exclamó Vika, señalando hacia arriba.

Y todos miramos, y vimos, quizá a más de un kilómetro de altura, el cielo azul de Gor. En el techo del complejo del Nido se había abierto una ancha grieta y así alcanzábamos a divisar el bello y sereno cielo del mundo superior.

Los Reyes Sacerdotes trataron de proteger sus antenas de la radiación del cielo bañado en luz de sol.

De pronto comprendí por qué necesitaban de los hombres y cómo dependían de nosotros.

¡Los Reyes Sacerdotes no podían soportar el sol!

—¡Qué bello es! —gritó Vika.

—Sí —dije—, es muy bello.

En ese momento, planeando sobre las construcciones del complejo, a pocos metros de los techos, apareció una de las naves de Misk, pilotada por Al-Ka, a quien acompañaba su mujer.

Descendió cerca de nuestro grupo. Un momento después otra nave pilotada por Ba-Ta, apareció y fue a posarse cerca de la primera. También él traía consigo a su mujer.

—Ahora ha llegado el momento de elegir —dijo Misk— dónde deseamos morir.

Por supuesto, los Reyes Sacerdotes no querían abandonar el Nido, y comprobé sorprendido que muchos humanos, que habían nacido allí, y que consideraban su hogar al Nido, insistían también en permanecer en el complejo.

Pero otros abordaron entusiasmados las naves que debían llevarlos a la superficie.

—Hicimos muchos viajes —dijo Al-Ka—, y lo mismo ocurrió con otras naves, porque el Nido se abrió en una docena de lugares.

—¿Dónde quieres morir? —pregunté a Vika de Treve.

—A tu lado —se limitó a decir.

Al-Ka y Ba-Ta entregaron sus naves a otros, porque ellos preferían permanecer en el Nido. También sus mujeres eligieron libremente continuar con ellos, pese a que eran los hombres que habían oprimido collares dorados alrededor de sus cuellos.

Kusk estaba a cierta distancia, y tanto Al-Ka como Ba-Ta, seguidos por sus mujeres, comenzaron a acercarse al anciano Rey Sacerdote. Se encontraron a unos cien metros de donde yo estaba, y vi que el Rey Sacerdote apoyaba una pata delantera en el hombro de cada uno, y que juntos permanecían inmóviles, esperando el derrumbe final del Nido.

—Arriba no hay seguridad —afirmó Misk.

—Tampoco aquí —contesté.

—Es cierto —confirmó Misk.

En la distancia se oyeron explosiones sordas, y el estrépito de las rocas que caían.

—Todo el Nido está derrumbándose —dijo Misk.

—¿No es posible hacer nada? —pregunté.

—Nada —contestó Misk.

Vika me miró. —Cabot, ¿dónde prefieres morir? —preguntó.

La última nave se preparaba para volar pasando por la grieta abierta en el techo del complejo. Me habría agradado ver de nuevo la superficie del mundo, el cielo azul, los campos verdes, allende las Montañas Sardar, pero dije:

—Me quedaré aquí con Misk, que es mi amigo.

—Muy bien —observó Vika—. También yo permaneceré aquí.

Así, vimos elevarse la nave, que poco a poco se empequeñeció hasta convertirse en un punto blanco que desapareció en la distancia azul.

Kusk, Al-Ka y Ba-Ta y sus mujeres se acercaron lentamente a nuestro grupo.

Las piedras continuaban cayendo alrededor, y las nubes de polvo eran cada vez más espesas. El cuerpo de Misk estaba revestido de polvo, y yo lo sentía en los cabellos, los ojos y la garganta.

Sonreí para mí, porque ahora Misk estaba muy atareado tratando de limpiarse. Su mundo podía derrumbarse, pero él no descuidaba acicalarse. Imaginé que la suciedad que se adhería a su tórax, al abdomen y a los vellos sensoriales de los apéndices, le inquietaba todavía más que el temor de morir aplastado por uno de los grandes bloques de piedra que de tanto en tanto llovían sobre nosotros.

—Es lamentable —me dijo Al-Ka— que la planta auxiliar de energía no esté terminada.

Misk dejó de acicalarse, y también Kusk miró a Al-Ka.

—¿Qué planta auxiliar? —pregunté.

—La planta de los muls —dijo Al-Ka—, la que estuvimos preparando durante quinientos años, según el plan de rebelión contra los Reyes Sacerdotes.

—Sí —confirmó Ba-Ta—, construida por ingenieros muls adiestrados por los Reyes Sacerdotes, con piezas robadas en el curso de siglos, y escondidas en el sector abandonado del Antiguo Nido.

—No sabía una palabra —dijo Misk.

—Los Reyes Sacerdotes a menudo subestiman a los muls —dijo Al-Ka.

—Estoy orgulloso de mis hijos —dijo Kusk.

—No somos ingenieros —explicó Al-Ka.

—No —dijo Kusk—, pero son humanos.

—En realidad —explicó Ba-Ta—, a lo sumo unos pocos muls sabían de la existencia de esa planta. Nosotros mismos nos enteramos cuando algunos técnicos se unieron a nuestro grupo, durante la Guerra del Nido.

—¿Dónde están ahora esos técnicos? —pregunté.

—Trabajando —contestó Al-Ka.

—¿Es posible que la planta funcione?

—No —contestó Al-Ka.

—Entonces, ¿por qué trabajan? —preguntó Misk.

—Es humano —dijo Ba-Ta.

—Absurdo —dijo Misk.

—Pero humano —dijo Ba-Ta.

—Sí, absurdo —dijo Misk, y sus antenas se enroscaron un poco, pero después rozó suavemente los hombros de Ba-Ta, para indicarle que no quería ofenderlo.

—¿Qué se necesita? —pregunté.

—No soy ingeniero —explicó Al-Ka—, no lo sé. Pero tiene que ver con la fuerza Ur.

—Ese secreto —agregó Ba-Ta— ha sido bien preservado por los Reyes Sacerdotes.

Misk alzó reflexivamente las antenas. —Está el destructor Ur que fabriqué durante la guerra —dijo su traductor.

Él y Kusk se tocaron las antenas, y después se separaron. —Los componentes del destructor pueden reorganizarse —continuó Misk—, pero es poco probable que el vacío de poder pueda cerrarse satisfactoriamente.

—¿Por qué? —pregunté.

—Por una parte —dijo Misk—, la planta construida por los muls probablemente no sirva; por otra parte, está construida con piezas robadas en el curso de siglos, y no creo que pueda lograrse una satisfactoria integración de componentes con los elementos del destructor Ur.

—Sí —dijo Kusk, desconsolado—, las probabilidades no nos favorecen.

—¿Hay alguna posibilidad? —pregunté a Misk.

—No sé —contestó—, pues no he visto la planta que ellos construyeron.

—Pero lo más probable —intervino Kusk— es que no haya ninguna posibilidad.

—Una posibilidad muy pequeña, aunque quizá definida —conjeturó Misk.

—Eso mismo —reconoció Kusk.

—¡Si hay una sola posibilidad —grité a Misk—, deben intentarlo!

Misk me miró, y sus antenas parecieron alzarse sorprendidas.

—Soy un Rey Sacerdote —dijo—. La probabilidad no es tan importante como para que un Rey Sacerdote, que una criatura racional, pueda actuar sobre esa base.

—¡Tienen que hacerlo! —grité.

—Deseo morir dignamente —dijo Misk, y continuó su tarea de acicalarse. —No es justo que un Rey Sacerdote se agite como un humano... se mueva de aquí para allá cuando no hay probabilidades de éxito.

—Si no por ti —dije—, hazlo por el bien de los humanos... los que están en el Nido y los que viven fuera... eres su única esperanza.

Misk dejó de acicalarse y me miró.

—Tarl Cabot, ¿tú lo deseas? —preguntó.

—Sí.

Y Kusk miró a Al-Ka y a Ba-Ta.

—¿También ustedes lo desean? —preguntó.

—Sí —contestaron ambos.

En ese momento detrás de una gran piedra emergió el cuerpo grueso y redondeado de un Escarabajo de Oro.

—Somos afortunados —dijo la voz que venía del traductor de Kusk.

—Sí —dijo Misk—, ahora no será necesario buscar a uno de los Escarabajos de Oro.

—¡No deben entregarse al Escarabajo de Oro! —grité.

—Voy a morir —dijo Misk—. No me prives de este placer.

Kusk avanzó un paso hacia el escarabajo.

—Es el fin —dijo el traductor de Misk—. Intenté todo lo que era posible. Y ahora estoy fatigado. Perdóname, Tarl Cabot.

—¿Así prefiere morir nuestro padre? —preguntó Al-Ka a Kusk.

—Hijos míos, ustedes no entienden —dijo Kusk— lo que el Escarabajo de Oro significa para un Rey Sacerdote.

—Creo que entiendo —exclamé—, pero ustedes tienen que resistir.

—No es la costumbre de los Reyes Sacerdotes —afirmó Misk.

—¡Pues que lo sea desde ahora en adelante! —grité.

Me pareció que Misk se erguía, y que sus antenas se agitaban desordenadamente, mientras todas las fibras del cuerpo le temblaban.

Contempló a los humanos reunidos alrededor, y el pesado hemisferio del escarabajo que se aproximaba.

—Échenlo —dijo el traductor de Misk.

Con un grito de alegría, corrí hacia el escarabajo. Vika y Al-Ka y Ba-Ta y sus mujeres se unieron a mí, y evitando las mandíbulas tubulares y arrojando piedras y amenazándolo con varas obligamos a huir a la repugnante bestia.

Volvimos donde estaban Misk y Kusk, que se habían reunido y se tocaban las antenas.

—Llévennos a la planta de los muls —dijo Misk.

—Los guiaré —exclamó Al-Ka.

Misk se volvió hacia mí. —Te deseo bien, Tarl Cabot, humano —dijo.

—Espera —dije—, iré contigo.

—No puedes ayudarnos —contestó. Las antenas de Misk se inclinaron hacia mí. —Ve a la superficie. Recibe la caricia del viento, y contempla de nuevo el cielo y el sol.

Alcé las manos, y Misk me tocó suavemente las palmas con sus antenas.

—Deseo tu bien, Misk, Rey Sacerdote —dije.

Misk se volvió y salió deprisa, seguido por Kusk y el resto.

Vika y yo permanecimos solos en el complejo que se derrumbaba. Aferré a Vika, y ambos huimos de la cámara.

Llegamos a la entrada de un túnel y miré detrás, y vi que el techo descendía con increíble suavidad, casi como una lluvia de piedras.

Percibí la diferencia de gravitación del planeta. Me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que se desintegrara y se convirtiera en un cinturón de polvo perdido en el sistema solar.

Vika se había desmayado en mis brazos.

Corrí por los túneles, sin tener una idea clara de lo que podía hacer o adónde ir.

De pronto, me encontré en el primer Complejo del Nido, el lugar donde había entrado el día de mi llegada.

Moviéndome como en un sueño, ascendí por la rampa circular que llevaba al ascensor.

Pero allí encontré únicamente el hueco vacío y oscuro.

Pensé que estábamos atrapados en el Nido; pero después vi, quizá a unos treinta metros de distancia, una puerta parecida, aunque más pequeña.

La abrí, salté al interior del artefacto y oprimí el disco que estaba al final de una serie. La puerta se cerró, y el artefacto ascendió velozmente.

Cuando se abrió la puerta, me encontré de nuevo en el Salón de los Reyes Sacerdotes, aunque la gran cúpula superior ahora estaba resquebrajada y algunas partes habían caído al suelo del recinto.

Vika yacía inconsciente en mis brazos, y yo había ocultado su rostro con varios pliegues de su propia vestidura, para proteger los ojos y la boca del polvo que caía por doquier.

Me acerqué al trono de los Reyes Sacerdotes.

—Salud, Cabot —dijo una voz.

Alcé los ojos y vi a Parp, fumando su pipa, sentado tranquilamente en el trono.

—No debes quedarte aquí —le dije—, contemplando inquieto los restos del trono.

—No tengo adónde ir —dijo Parp mientras fumaba satisfecho la pipa. Se recostó en el respaldo del trono. Una nube de humo emergió de la pipa, pero en lugar de elevarse pareció avanzar en línea recta. —Me había agradado una última pipa muy satisfactoria —dijo Parp. Me miró, y descendió del trono para acercarse. Apartó el pliegue de la vestidura de Vika y contempló el rostro de la joven.

—Es muy hermosa —dijo Parp—, muy parecida a su madre.

—Sí —dije.

—Ojalá hubiera podido conocerla mejor —continuó. Parp me sonrió—. Pero soy un padre indigno de una muchacha como ella.

—Eres un hombre muy bueno y valeroso —dije.

—Soy pequeño, feo y débil —dijo—, y merezco que una hija así me desprecie.

—Creo que ahora no te despreciaría.

—No le digas que la vi —pidió—. Que olvide a Parp, el tonto.

De un salto volvió al trono, y se instaló nuevamente.

—¿Por qué volviste aquí? —pregunté.

—Para sentarme una vez más en el trono de los Reyes Sacerdotes —dijo Parp, y sonrió—. Quizá fue un gesto de vanidad. Aunque también me agrada creer que lo hago porque es la silla más cómoda de todas las Montañas Sardar.

Me eché a reír.

—¿Vienes de la Tierra, verdad? —pregunté.

—Eso fue hace mucho, muchísimo tiempo —explicó—. En realidad, nunca me acostumbré a sentarme en el suelo. Tengo las rodillas muy duras.

—¿Te trajeron en uno de los Viajes de Adquisición?

—Por supuesto.

—¿Hace mucho? —pregunté.

—¿Qué sabes de estas cosas? —preguntó Parp, sin mirarme.

—Oí hablar de los Sueros de Estabilización —contesté.

El suelo se movió bajo mis pies, y cambié de posición. El trono se inclinó, y después recuperó su posición anterior.

Parp parecía más preocupado por su pipa, que amenazaba apagarse, que por el mundo que se derrumbaba alrededor de su persona.

—¿Sabías —preguntó— que Vika fue la mul hembra que expulsó a los Escarabajos de Oro cuando Sarm los envió contra las fuerzas de Misk?

—No —dije—, no lo sabía.

—Una joven valerosa —dijo Parp.

—Lo sé —contesté—. En verdad, es una mujer muy bella y digna.

—Sí, creo que así es —y agregó, creo que con expresión de tristeza—: Y así fue su madre.

Vika se agitó en mis brazos.

—Deprisa —dijo Parp, que de pronto pareció temeroso—, retírala de aquí antes de que recupere la conciencia. ¡No debe verme!

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque me desprecia.

—En ese caso, muéstrame el camino —pedí.

Llevando en brazos el cuerpo de Vika, seguí a Parp, cuyas vestiduras parecían elevarse y flotar blandamente alrededor de su cuerpo mientras avanzaba por el túnel, delante de mí.

Poco después llegamos a un portal de acero; Parp movió una llave y éste se elevó. Afuera, estaban los dos larls blancos, y ambos animales nos miraban. No estaban encadenados.

Horrorizado, Parp abrió muy grandes los ojos.

—Pensé que se habían ido —dijo—. Hace unas horas los solté para que no muriesen encadenados.

Accionó de nuevo la llave, y el portal comenzó a descender, pero uno de los larls consiguió meter la mitad del cuerpo y una pata larga y erizada de garras dando un salvaje rugido. El portal golpeó el lomo del animal, que retrocedió. Pero entonces, a pesar de los esfuerzos de Parp, el portal rehusó cerrarse.

—Usted fue bueno —dije.

—Fui un estúpido —dijo Parp—. ¡Siempre lo fui!

—No lo podía saber —dije.

Vika se quitó de la cara los pliegues del vestido, y vi que trataba de erguirse.

La ayudé a incorporarse, y Parp se volvió, cubriéndose el rostro con la túnica.

Ahora, Vika estaba de pie, y cuando vio a Parp contuvo una exclamación. Volvió los ojos hacia los larls, y nuevamente hacia la figura.

Vi cómo extendía amablemente la mano y se acercaba a Parp. Apartó los pliegues de la túnica de su padre, y le tocó la cara.

—¡Padre! —sollozó.

—Hija mía —dijo él, y tomó en sus brazos a la joven.

—Te quiero, padre mío —dijo.

Parp sollozó suavemente, la cabeza inclinada sobre el hombro de su hija.

Uno de los larls rugió, con el rugido que precede al ataque.

Era un sonido que yo conocía bien.

—Apártense —dijo Parp.

Apenas reconocí la voz.

Pero yo obedecí.

Parp se adelantó hacia la puerta, sosteniendo en la mano el minúsculo encendedor de plata con el cual le había visto encender mil veces la pipa, el pequeño cilindro que había confundido al principio con un arma.

Parp invirtió el cilindro y lo apuntó al pecho del larl más próximo. Oprimió el pequeño objeto del que se desprendió una llamarada que alcanzó a la bestia a la altura del corazón. El larl se desplomó en el suelo, y después de algunas convulsiones quedó inmóvil.

Parp arrojó lejos el minúsculo tubo.

Me miró:

—¿Puedes alcanzar el corazón de un larl? —preguntó.

Con la espada, tendría que ser un golpe afortunado.

—Si tuviese una oportunidad —dije.

El segundo larl, enfurecido, rugió y se agazapó para saltar.

—Bien —dijo Parp, sin conmoverse—. ¡Sígueme!

Vika gritó y yo traté de impedirlo, pero Parp se adelantó y se arrojó en las fauces del sorprendido larl, que lo aferró y comenzó a sacudirlo salvajemente. Me acerqué de un salto y hundí la espada en el costillar, apuntando al corazón.

El cuerpo de Parp, medio desgarrado, el cuello y los miembros quebrados cayó de las fauces del larl.

Vika corrió hacia su padre, llorando.

Extraje la espada y la hundí varias veces más en el corazón del larl, hasta que la bestia yació inerte.

Me detuve detrás de Vika.

Arrodillada junto al cuerpo de Parp, se volvió y me miró.

—¡Temía tanto a los larls! —dijo.

—He conocido a muchos hombres valerosos —le dije—, pero a ninguno más valiente que Parp de Treve.

Vika inclinó la cabeza hacia el cuerpo destrozado, y la sangre manchó las sedas de su vestido.

—Cubriré con piedras el cuerpo —dije—. Y haré túnicas con la piel del larl. Tendremos que andar mucho y hará frío.

Ella me miró, y con los ojos llenos de lágrimas, asintió.

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