—Has sido implantado.
Las palabras me llegaron confusas y lejanas, y traté moverme pero no pude hacerlo.
Abrí los ojos, y vi los ojos siniestros del regordete Parp. Detrás, una batería de bulbos de energía, que parecían quemarme los ojos. A un costado, un Rey Sacerdote pardusco, muy delgado y angular, en apariencia bastante anciano, si bien sus antenas estaban tan alertas como las de cualquiera de las criaturas doradas.
Me encontraba con los brazos y las piernas asegurados una ancha plataforma montada sobre ruedas; el cuello y la cintura estaban inmovilizados del mismo modo.
—Te presento al Rey Sacerdote Kusk —dijo Parp, y con un gesto indicó a la figura alta y angular que tenía al lado.
De modo que éste era el biólogo de más elevada jerarquía en el Nido, el que había creado a Al-Ka y Ba-Ta.
Examiné la habitación, moviendo con dificultad la cabeza.
Era una suerte de sala de operaciones, y había muchos instrumentos, e hileras de delicados cuchillos y tenazas.
—Yo soy Tarl Cabot, de Ko-ro-ba —dije con voz débil, como si hubiera querido tener la certeza de mi propia identidad.
—Ya no —sonrió Parp—. Ahora tienes el honor de ser como yo una criatura de los Reyes Sacerdotes.
—Fuiste implantado —dijo la voz que brotó del traductor de la figura alta que estaba al lado de Parp.
Comprendí que habían introducido en los tejidos de mi cerebro una de las redes de control que podían operarse desde la Cámara de Observación de los Reyes Sacerdotes. Recordé al hombre de Ar, a quien había visto hacía mucho en el solitario camino que lleva a Ko-ro-ba, que se había visto forzado a obedecer las señales de los Reyes Sacerdotes, y al que habían destruido, cuando quiso rebelarse, quemándole el interior del cráneo.
Me horrorizó la idea de encontrarme en esa misma situación, bajo el control de los Reyes Sacerdotes. Pero sobre todo temí que me usaran para perjudicar a Misk y a mis amigos. Tal vez decidieran devolverme a mi bando, con el fin de que los espiase y desorganizara sus planes, e incluso hasta con la orden de matar a Misk. Me estremecí, horrorizado, mientras Parp sonreía alegremente. Hubiera deseado estrangularlo.
—¿Quién hizo esto? —pregunté.
—Yo —contestó Parp—. La operación no es tan difícil como podría creerse, y la ejecuté muchas veces.
—Es miembro de la Casta de los Médicos —explicó Kusk—, y su destreza manual es superior incluso a la de los Reyes Sacerdotes.
—¿De qué ciudad viene? —pregunté.
Parp me miró atentamente:
—De Treve —dijo.
Pensé que quizá el suicidio era la única salida que se me ofrecía. Kusk, que era una criatura sabia, y que quizá conocía la psicología de los humanos, se volvió hacia Parp.
—No debe permitírsele que acabe con su propia vida antes de que activemos la red de control —dijo.
—Por supuesto —convino Parp.
Parp sacó de la habitación la plataforma sobre la cual yo estaba acostado.
—Eres hombre —le dije—. Mátame.
Se limitó a reír.
Mi cárcel era un disco de goma, de unos treinta centímetros de espesor y alrededor de tres metros de diámetro. En el centro del disco, un anillo de hierro. A ese anillo estaba asegurada una gruesa cadena que terminaba en collar metálico cerrado alrededor de mi cuello. Además tenia esposados los tobillos y las muñecas.
El disco había sido depositado en la sala de mando de Sarm, y creo que él se sentía complacido de tenerme allí. A veces se acercaba para vanagloriarse del éxito de sus planes y tácticas de batalla.
Vi que el apéndice que yo le había cortado con la espada en la cámara de la Madre había vuelto a crecer.
—Otro factor de superioridad de los Reyes Sacerdotes sobre los humanos —dijo enroscando las antenas.
Pasé muchos días, dominado por una furia impotente, arrodillado o acostado, en ese disco que era mi prisión, mientras a cierta distancia se libraban batallas sucesivas.
No sé por qué, Sarm aún no había activado la llave de control, y tampoco me había impartido órdenes.
La criatura Parp pasaba mucho tiempo en la sala de mando, fumando su pequeña pipa, y encendiéndola a cada momento con el minúsculo encendedor de plata que la primera vez yo había confundido con un arma.
En esa guerra ya no se usaba la destrucción gravitatoria. Se comprobó que Misk, que nunca había confiado en Sarm, había preparado sus propias armas de destrucción, las que no habría usado si Sarm no hubiese dado el ejemplo. Pero ahora que las fuerzas de Misk poseían armas análogas, el temor indujo a Sarm a abstenerse.
Pude saber que en el Nido se utilizaban flotillas de diferentes naves, algunas construidas por los hombres de Misk, y también discos blindados que empleaban las fuerzas de Sarm. En general, las naves de los antagonistas tendían a neutralizarse, y la guerra en el aire, lejos de ser decisiva, como Misk y yo habíamos creído, comenzaba a prolongarse sin resultados definidos.
Poco después del fracaso del arma gravitatoria, Sarm había ordenado que se arrojasen organismos productores de enfermedades en el sector de Misk. Pero la higiene habitual de los Reyes Sacerdotes y los muls, unida al empleo de rayos bactericidas, liquidaron la nueva amenaza.
Pero el recurso más perverso, por lo menos para la mente de un Rey Sacerdote, fue la liberación de los Escarabajos de Oro, que comenzaron a merodear en los diferentes túneles del Nido. Estos, en un número aproximado a los doscientos, fueron llevados a los sectores del Nido controlados por Misk y sus fuerzas.
La secreción de los pelos del Escarabajo de Oro, que tanto me había molestado en el ambiente viciado del túnel, al parecer tiene un efecto intenso e incomprensible sobre las antenas tan sensibles de los Reyes Sacerdotes, y los induce a acercarse —como si estuviesen hipnotizados—, a las mandíbulas del escarabajo, el cual penetra con sus apéndices huecos en el cuerpo de la víctima y la mata extrayéndole todos los fluidos corporales.
Así, todos los Reyes Sacerdotes de Misk comenzaron a abandonar sus escondrijos, y entregarse inermes a la voracidad de los escarabajos. De pronto una mujer valerosa, que antes había sido mul, comprendió la situación y apoderándose de una picana de las que utilizaban los cuidadores de los rebaños, había atacado a los escarabajos, y pinchándolos y golpeándolos los había obligado a volverse y a huir por donde habían venido.
Ahora, los escarabajos merodeaban por todo el Nido, y representaban una amenaza más grave para las fuerzas de Sarm que para las de Misk, porque ninguno de los Reyes Sacerdotes de Misk se aventuraba a salir si no iba acompañado por un humano que lo protegiera en caso de que apareciera un Escarabajo de Oro.
Durante los días siguientes los Escarabajos de Oro comenzaron a derivar hacia los sectores del Nido ocupados por los Reyes Sacerdotes de Sarm, porque allí no tropezaban con humanos que los espantasen a gritos y golpes de picana.
Los Escarabajos de Oro obligaron a Sarm a volverse hacia los humanos para pedir ayuda. En efecto, en las áreas bien ventiladas del Nido los humanos son relativamente inmunes al olor narcótico de la cabellera del escarabajo, que al parecer es abrumador para el aparato sensorial de los Reyes Sacerdotes.
Por lo tanto, Sarm difundió en todo el Nido la noticia de que otorgaba una amnistía general a antiguos muls, y que les ofrecía la oportunidad de convertirse en esclavos de los Reyes Sacerdotes. A esto agregó una oferta irresistible: un tubo de sal por hombre y dos hembras muls, las que serían entregadas después de la derrota de las fuerzas de Misk. A las hembras de las fuerzas de Misk les ofreció oro, joyas, hermosas sedas, el permiso para dejarse crecer los cabellos y esclavos varones; estos últimos también serían entregados después de la derrota de las fuerzas de Misk.
No hubiera debido sorprenderme, pero me impresionó el hecho de que el primer desertor de las fuerzas de Misk fuese precisamente la traicionera de Vika.
Tuve la primera noticia del hecho cuando una mañana me despertó el áspero latigazo de una correa de cuero.
—¡Despierta, esclavo! —gritó una voz.
Con un grito de cólera me incorporé, luchando dentro del collar de metal que me sujetaba. El látigo me golpeó varias veces, manejado por la mano enguantada de una muchacha.
Entonces, oí su risa y comprendí quién era mi torturadora.
La mujer que estaba frente a mí, manejando el látigo, la mujer ataviada con hermosas sedas, calzada con sandalias doradas y las manos protegidas por guantes púrpura, era Vika de Treve.
Volvió a golpearme.
—Ahora —silbó entre dientes— soy el Amo.
—No me equivoqué contigo —dije—. Abrigaba la esperanza de que no fuera así.
El rostro se le deformó a causa de la cólera, y de nuevo me golpeó, esta vez en el rostro.
—No lo lastimes gravemente —dijo Sarm, que estaba al lado de Vika.
—¡Es mi esclavo! —dijo la joven.
—Te lo entregaremos sólo después de la victoria —dijo Sarm—. Entretanto, lo necesito.
—Muy bien —contestó Vika—. Puedo esperar. Pero tú pagarás por lo que me hiciste. Pagarás como sólo yo, Vika de Treve, consigo que los hombres paguen.
Vika se volvió irritada y sin más palabras abandonó la sala del cuartel general.
Sarm se acercó a mí. —Ya lo ves, mul —dijo—, cómo los Reyes Sacerdotes usan contra ellos mismos los instintos humanos.
—Sí —dije—, ya lo veo.
Sarm se acercó a un panel en la pared. Movió una perilla. —Estoy activando tu red de control —dijo.
Sentí la tensión en todo mi cuerpo.
—Estas pruebas preliminares son sencillas —dijo Sarm—, y quizá te interesen.
Parp había entrado en la sala, y estaba de pie, cerca de mí, chupando su pipa. Vi que movía la llave de su traductor.
Sarm accionó un dial.
—Cierra los ojos —murmuró Parp.
No sentía dolor. Sarm me miraba atentamente.
—Quizá un poco más de energía —dijo Parp, alzando la voz de modo que sus palabras llegasen al traductor de Sarm.
Sarm aceptó la indicación, y tocó de nuevo la llave anterior. Después, extendió la mano hacia el dial.
—Cierra los ojos —murmuró Parp, ahora con voz más apremiante.
No sé por qué, pero acaté su indicación.
—Ábrelos —dijo Parp.
Así lo hice.
—Inclina la cabeza —dijo.
Hice lo que ordenaba.
—Mueve la cabeza en el sentido de las agujas del reloj —dijo Parp—. Ahora, a la inversa.
Desconcertado, hice lo que él me ordenaba.
—Estuviste inconsciente —me informó Parp—. Ahora, ya no estás controlado.
Miré alrededor. Vi que Sarm había desconectado la máquina.
—¿Qué recuerdas? —preguntó Sarm.
—Nada.
—Después comprobaremos los datos sensoriales —afirmó Sarm.
—Las respuestas iniciales —intervino Parp, elevando la voz— parecen bastante prometedoras.
—Sí —observó Sarm—, hiciste un trabajo excelente.
Sarm se volvió y salió de la sala.
Miré a Parp, que sonreía y fumaba su pipa.
—No me implantaste —afirmé.
—En efecto, no lo hice.
—¿Y Kusk? —pregunté.
—Es uno de los nuestros —dijo Parp.
—¿Por qué?
—Salvaste a sus hijos —explicó Parp.
—Pero él no tiene sexo, y por lo tanto tampoco hijos.
—Al-Ka y Ba-Ta —explicó Parp—. ¿Crees que un Rey Sacerdote es incapaz de amar?
Supe, gracias a las conversaciones oídas en la sala de mando, que no muchos humanos de las fuerzas de Misk habían respondido a las incitaciones de Sarm, si bien algunos, por ejemplo Vika de Treve, había preferido probar suerte con lo que ella misma creía era el bando ganador. Por lo que supe, sólo un puñado de humanos, algunos hombres y mujeres, habían cruzado las líneas para unirse a Sarm.
Vika venía todos los días con el propósito de atormentarme, pero ya no le permitían que usara su látigo conmigo.
Tiempo después se le encomendó mi alimentación, y parecía complacerse arrojándome restos de hongos, o mirándome lamer el agua del recipiente que me acercaba al disco. Yo comía porque deseaba mantener mis fuerzas. Quizás llegara el momento de usarlas.
Sarm, que normalmente ocupaba su puesto en la sala, parecía complacerse mucho con la persecución de la cual me hacía objeto Vika. Cuando ella me insultaba y provocaba, él permanecía de pie bastante cerca, enroscando las antenas, en la peculiar inmovilidad de los Reyes Sacerdotes. Parecía agradarle la presencia de la hembra mul, y a veces le ordenaba que lo acicalara en mi presencia, una tarea que a Vika también parecía gustarle.
—¡Qué individuo más lamentable eres —me decía Vika—, y qué fuertes y bellos son los Reyes Sacerdotes!
Una vez le dije irritado:
—¡Muñequita mul!
—Silencio, esclavo —me respondió altanera. Después, me miró y rió alegremente. —Por eso, esta noche no comerás.
Recordé, sonriendo para mis adentros, que cuando yo era el amo una vez la había castigado negándole la cena. Ahora me tocaba el turno de pasar hambre, pero me dije que bien valía la pena.
Entretanto, poco a poco la guerra en el Nido comenzó a cobrar un sesgo desfavorable para Sarm. El hecho más notable fue una delegación de los Reyes Sacerdotes de Sarm, que dirigida por el propio Kusk se rindió a Misk, y juró fidelidad a su causa.
Al parecer, este episodio fue el resultado de muchas discusiones del grupo de Reyes Sacerdotes que había seguido a Sarm porque él era el Primogénito, pero que en distintas ocasiones se había opuesto a su dirección de la guerra, y sobre todo al trato que él había dispensado a los muls, al empleo de las armas gravitatorias, al intento de provocar enfermedades en el Nido; y por último, a juicio de los Reyes Sacerdotes lo peor de todo, la liberación de los Escarabajos de Oro. Poco después otros Reyes Sacerdotes, conmovidos por la decisión de Kusk, comenzaron a hablar de la necesidad de concluir la guerra, y las deserciones aumentaron. Desesperado, Sarm reagrupó sus fuerzas y brindó seis docenas de discos de transporte, que atacaron el dominio de Misk. Según parece, las fuerzas de Misk los esperaban y los detuvieron con barricadas y un intenso fuego desde los techos. De toda la flota sólo cuatro discos regresaron al cuartel general.
Ahora era evidente que Sarm estaba a la defensiva, pues lo escuché impartir órdenes de bloquear los túneles que conducían al sector del Nido que él controlaba.
Después, sobrevino un período de calma, y llegué a la conclusión de que las fuerzas de Misk se habían visto obligadas a retroceder.
Desde el día de mi captura mis raciones de hongos habían sido reducidas a la tercera parte. Y vi también que algunos de los Reyes Sacerdotes tenían un aspecto menos ágil que de costumbre. Además, el tórax y el abdomen mostraban un tono levemente pardusco, un signo que había aprendido a relacionar con la sed en estas criaturas.
Comenzaba a sentirse la falta de los suministros capturados o destruidos por los cultivadores de hongos y los pastores.
Finalmente, Sarm me reveló la razón por la cual me había mantenido vivo, el motivo de que no me hubiese destruido mucho antes.
—Dicen que entre tú y Misk se ha concertado la Confianza del Nido —dijo—. Ahora veremos si es así.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Si tal cosa es cierta —explicó Sarm, enroscando las antenas—, Misk estará dispuesto a morir por ti.
—No comprendo.
—Su vida por la tuya.
—Jamás —exclamé.
—No —gritó Vika, que se había acercado—. ¡Eres mío!
—No temas, pequeña mul —dijo Sarm—. Tendremos la vida de Misk, y tú conservarás a tu esclavo.
—Sarm es traicionero —afirmé.
—Sarm es un Rey Sacerdote —me corrigió.