16. El plan de Misk

—Misk, debo decirte —empecé— que vine a las Montañas Sardar para matar a los Reyes Sacerdotes, para vengarme de la destrucción de mi ciudad y su pueblo.

—No —dijo Misk—. Viniste a los Sardos para salvar a la raza de los Reyes Sacerdotes.

Le miré, atónito.

—Con ese fin fuiste atraído aquí —afirmó Misk.

—¡Vine por mi propia voluntad! —exclamé—. ¡Porque mi ciudad fue destruida!

—Por eso tu ciudad fue destruida —observó Misk—. Con el fin de que tú vinieras a los Sardos.

Me volví enfurecido y de pronto miré la figura inerte del joven Rey Sacerdote.

—Si tuviese mi espada —dije, señalando la figura que yacía sobre la mesa de piedra—, lo mataría.

—No, no lo harías —replicó Misk—, y por eso tú y no otro fuiste elegido para venir a los Sardos.

Corrí hacia la figura que estaba sobre la mesa, con la antorcha en alto, para descargar un golpe.

Pero no pude hacerlo.

—No le dañarás, porque es inocente —dijo Misk—. Lo sé.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Porque perteneces a los Cabot, y los conocemos. Durante más de cuatrocientos años los hemos conocido, y desde que naciste te hemos observado.

—¡Mataron a mi padre! —exclamé.

—No —corrigió Misk—, está vivo, lo mismo que otros habitantes de tu ciudad, pero se les dispersó hacia los confines de Gor.

—¿Y Talena?

—Por lo que sé, aún vive —afirmó Misk—, pero no podemos buscarla, ni buscar a otros habitantes de Ko-ro-ba sin despertar la sospecha de que te dispensamos privilegios especiales... o de que regateamos contigo.

—¿Por qué no podían traerme aquí sin apelar a esos recursos? —pregunté— ¿Por qué destruir una ciudad?

—Para ocultar nuestro plan a los ojos de Sarm —afirmó Misk.

—No entiendo.

—A veces destruimos una ciudad, y la elegimos mediante una especie de sorteo. De este modo las órdenes inferiores tienen una prueba de la fuerza de los Reyes Sacerdotes, y respetan nuestras leyes.

—Pero, ¿si la ciudad no les hizo ningún daño? —pregunté.

—Tanto mejor —explicó Misk—, porque los hombres que viven al pie de la montaña se sienten confundidos, y nos temen todavía más...

—¿Por qué la primera vez que vine a Gor, hace más de siete años, no me abordaron? —pregunté.

—Era necesario probarte.

—¿Y el sitio de Ar —pregunté—, y el imperio de Marlenus?

—Representaron una prueba eficaz —dijo Misk—. Desde el punto de vista de Sarm, desde luego. En ese caso tú serviste sencillamente para evitar que se extendiese el Imperio de Ar, porque preferimos que los humanos vivan en comunidades aisladas. De ese modo podemos observarlos mejor, y es más seguro que vivan desunidos, porque siendo racionales pueden crear una ciencia, y si son subracionales pueden ser peligrosos para nosotros.

—¿Por eso ustedes limitan las armas y la tecnología de los humanos?

—Por supuesto —afirmó Misk—, pero les hemos permitido cierto desarrollo en algunos sectores... por ejemplo, en medicina, donde han descubierto algo que se parece a los Sueros Estabilizadores.

—¿Qué es eso?

—Sin duda no habrás dejado de observar —dijo Misk—, que aunque viniste a la Contratierra hace más de siete años, en ese período no sufriste ninguna modificación física importante.

—Lo advertí —dije—, y me llamó la atención.

—Naturalmente —dijo Misk—. Los sueros que ellos utilizan no son tan eficaces como los nuestros y a veces no funcionan, y en ocasiones los efectos se pierden después de unos pocos centenares de años.

—¡Qué amables fueron ustedes! —afirmé irónicamente.

—Quizá —dijo Misk—. Es un tema discutible. Me examinó atentamente. —En general —continuó— los Reyes Sacerdotes no nos entrometernos en los asuntos de los humanos.

—Pero, ¿y los Viajes de Adquisición? —pregunté.

—Mantenemos contacto con la Tierra —dijo Misk—, porque con el tiempo puede ser una amenaza, y en ese caso tendremos que limitarla, o destruirla, o abandonar el sistema solar.

—¿Y qué prefieren? —pregunté.

—Sospecho que ninguna de esas alternativas —contestó Misk—. De acuerdo con nuestros cálculos, los cuales por supuesto pueden errar, la vida tal como ustedes la conocen en la Tierra se autodestruirá en los próximos mil años.

Meneé la cabeza con tristeza.

—Como ya dije —continuó Misk—, el hombre es subracional. Piensa en lo que ocurriría si le permitiésemos un desarrollo tecnológico sin trabas.

Asentí. Desde el punto de vista de los Reyes Sacerdotes eso hubiera sido más peligroso que entregar armas automáticas a los chimpancés y los gorilas. A juicio de los Reyes Sacerdotes, el hombre no era digno de una tecnología superior.

—En efecto —dijo Misk—, en parte a causa de esa tendencia trajimos al hombre a la Contratierra, porque es una especie interesante y sería lamentable para nosotros que desapareciese del universo.

—Imagino que debemos mostrarnos agradecidos —afirmé.

—No —dijo Misk—, del mismo modo hemos traído a la Contratierra otras especies de diferentes lugares.

—En realidad, no puedo decir que las haya visto —dije.

Misk realizó con sus antenas el equivalente a un encogimiento de hombros.

—Pero ahora recuerdo —continué— a una araña en los Bosques Pantanosos de Ar.

—El pueblo de las arañas es muy amable —dijo Misk—, excepto la hembra en la época del apareamiento.

—Se llamaba Nar —dije—, y hubiera preferido morir antes que herir a una criatura racional.

—El pueblo de las arañas es blando —dijo Misk—. No son Reyes Sacerdotes.

—Comprendo —dije.

—Los Viajes de Adquisición —explicó Misk— ocurren normalmente cuando necesitamos material fresco de la Tierra, para nuestros fines especiales.

—Yo fui el objeto de uno de esos viajes —dije.

—Evidentemente —afirmó Misk.

—Se afirma al pie de las montañas que los Reyes Sacerdotes saben todo lo que ocurre en Gor.

—Tonterías —dijo Misk—. Pero quizá un día te muestre la Sala de Observación. Cuatrocientos Reyes Sacerdotes manejan los tableros, y por lo tanto estamos bien informados. Por ejemplo, si se violan nuestras leyes acerca de las armas, más tarde o más temprano lo sabremos, y después de determinar las coordenadas aplicamos el mecanismo de la Muerte Llameante.

Una vez vi morir de ese modo a un hombre; era el Supremo Iniciado de Ar, y estaba sobre el techo del Cilindro de la Justicia de Ar. Me estremecí involuntariamente.

—Si —me limité a decir—, me agradaría ver la Sala de Observación.

—Pero gran parte de nuestro saber viene de nuestros implantes —explicó Misk—. Implantamos en los humanos un artefacto de control y transmisión. Las lentes de nuestros ojos están modificados de tal modo que lo que ven se registra mediante traductores en pantallas olorosas de la Sala de Observación. También podemos actuar de ese modo, cuando en los Sardos se activa la red de control.

—¿Los ojos tienen un aspecto distinto? —pregunté.

—A veces no —dijo Misk—, y otras sí.

—¿La criatura Parp fue implantada de ese modo? —pregunté, pues en ese momento recordé sus ojos.

—Sí —contestó Misk—, al igual que el hombre de Ar a quien encontraste hace mucho en el camino, cerca de Ko-ro-ba.

—Pero él se desprendió de la red de control —dije—, y habló como quiso.

—Quizás el mecanismo era defectuoso —sugirió Misk.

—¿Y si ése no era el caso?

—Entonces, fue un individuo muy notable —dijo Misk—. Muy notable.

—Dijiste que conocéis a los Cabot desde hace cuatrocientos años.

—Sí —respondió Misk—, y tu padre, que es un hombre valeroso y noble, a veces nos sirvió; aunque sin saberlo sólo trató con seres implantados. Vino por primera vez a Gor hace más de seiscientos años.

—¡Imposible!

—No si recuerdas el efecto de los sueros estabilizadores —observó Misk.

La información me impresionó profundamente.

—Hace milenios que trabajo contra Sarm y el resto —explicó Misk—, y al final, hace más de trescientos años que conseguí formar el huevo de donde emergió este varón. Luego, mediante un Agente Implantado, que no tenía conciencia del mensaje que transmitía, ordené a tu padre que escribiese la carta que tú encontraste en las montañas de tu mundo.

—¡Pero entonces yo aún no había nacido! —exclamé.

—Se ordenó a tu padre que te llamase Tarl, y para evitar el peligro de que te hablase de la Contratierra o intentase disuadirte de nuestro propósito, se le devolvió a Gor antes de que tuvieses edad suficiente para comprender.

—Creí que él había abandonado a mi madre —dije.

—Ella lo sabía —afirmó Misk— pues aunque era una mujer de la Tierra, había estado en Gor.

—Nunca me habló de estas cosas.

—Matthew Cabot, en Gor —observó Misk—, era la prenda de su silencio.

—Mi madre —dije— murió cuando yo era muy pequeño...

—Sí, a causa de un minúsculo bacilo de tu atmósfera contaminada, una víctima de las deficiencias de tu bacteriología en pañales. No pudimos preverlo, y en verdad lo lamento profundamente.

—¿Por qué ella no permaneció en Gor? —pregunté.

—La atemorizaba —respondió Misk—, y tu padre pidió que se le permitiese retornar a la Tierra, pues como la amaba deseaba que fuese feliz; y quizá también quería que tú conocieras algo de su antiguo mundo.

—Pero yo encontré la carta en las montañas, donde había acampado por casualidad.

—Cuando supimos dónde acamparías, dejamos allí la carta —explicó Misk.

—Entonces, ¿no estuvo allí esperando más de trescientos años?

—Claro que no —dijo Misk—, el riesgo de que la descubriesen habría sido excesivo.

Después, me sentí profundamente atemorizado y recuerdo que me extravié; al fin llegué a la nave, y caí desmayado —dije.

—Estabas anestesiado —dijo Misk.

—¿La nave estaba controlada desde los Sardos? —pregunté.

—Podríamos haberlo hecho así —dijo Misk—, pero era demasiado arriesgado.

—Entonces, ¿tenía tripulación?

—Sí.

Lo miré.

—Sí —repitió Misk—. Yo la tripulaba. Me miró fijamente:

—Ya es tarde y es hora de dormir. Estás fatigado.

Meneé la cabeza:

—Muy poco se dejó a la casualidad —observé.

—La casualidad no existe —dijo Misk—, existe la ignorancia.

—Tú no puedes saberlo —objeté.

—No —admitió Misk—, no puedo saberlo. Los extremos de las antenas de Misk se inclinaron suavemente hacia mí. —Ahora tienes que descansar —repitió.

—No —dije—. ¿Fue casualidad que me pusieran en la cámara de la joven Vika?

—Sarm sospechaba —dijo Misk—, y él dispuso que te enviaran allí, para que sucumbieses a los encantos de Vika, con el fin de que ella te sometiera y redujese a la impotencia, como hizo con cien hombres antes que tú... todos guerreros valerosos y dignos... todos convertidos en esclavos de una esclava, en esclavos de una joven que no los merecía.

—¿Qué fue de ellos? —pregunté.

—Se les usó como muls —dijo Misk—. Cuando destruiste el equipo de vigilancia de la cámara pensé que tenía que actuar deprisa. En realidad, no queríamos correr riesgos.

—¿Queríamos?

—Sí.

—¿Y quién es el otro? —pregunté.

—El más grande del Nido —dijo Misk.

—¿La Madre?

—Naturalmente.

Misk me rozó el hombro con las antenas. —Ahora, ven —dijo—. Regresemos a la cámara superior.

—¿Por qué —pregunté— me devolvieron a la Tierra después del sitio de Ar?

—Con el fin de que odiases a los Reyes Sacerdotes —dijo Misk—. De ese modo te mostrarías más dispuesto a venir a las Montañas Sardar.

—Pero, ¿por qué siete años? —pregunté—. Fueron años prolongados, crueles y solitarios.

—Esperábamos.

—Pero, ¿para qué? —pregunté.

—Con el fin de que hubiese un huevo femenino.

—¿Ahora existe dicho huevo?

—Sí —contestó Misk—, pero no sé dónde está.

—¿Quién lo sabe?

—La Madre —dijo Misk.

—Pero, ¿qué tengo que ver con todo esto? —pregunté.

—No perteneces al Nido, y por lo tanto puedes hacer lo que sea necesario.

—¿Qué es necesario?

—Sarm tiene que morir.

—No deseo matar a Sarm.

—Muy bien —dijo Misk.

Me asombraba el hecho de que Misk me hubiera dicho tantas cosas, y entonces le miré, alzando la antorcha para contemplar mejor esa cabeza grande, con sus ojos luminosos en forma de disco.

—¿Por qué ese huevo es tan importante? —pregunté— Ustedes tienen los sueros estabilizadores. Seguramente habrá muchos huevos, y obtendrán más hembras.

—Es el último huevo —dijo Misk.

—¿Por qué?

—La Madre nació y realizó su Vuelo Nupcial mucho antes del descubrimiento de los sueros estabilizadores —explicó Misk—. Hemos conseguido retrasar mucho su envejecimiento, pero eón por eón ha sido evidente que nuestros esfuerzos tienen cada vez menos éxito, y ahora no hay más huevos.

—No comprendo.

—La Madre está muriendo —dijo Misk.

Guardé silencio y Misk no habló, y el único sonido que se oía en el laboratorio metálico, cuna de un Rey Sacerdote, era el del crepitar de la antorcha azul que sostenía en la mano.

—Sí —dijo Misk—, es el fin del Nido.

—Este asunto no me interesa —objeté.

—Eso es muy cierto.

Nos enfrentamos.

—Bien —dije —, ¿no piensas amenazarme?

—No —replicó Misk.

—¿No matarás a mi padre o a mi Compañera Libre si no te sirvo?

—No.

—¿Por qué no? —pregunté—. ¿Acaso no eres un Rey Sacerdote?

—Porque soy un Rey Sacerdote —afirmó Misk.

La respuesta me impresionó.

—No todos los Reyes Sacerdotes se parecen a Sarm. —Me miró. —Ven —dijo—, es tarde y estarás fatigado. Volvamos a la cámara.

Misk salió de la habitación y sosteniendo en alto la antorcha le seguí.

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