26. La seguridad de Vika de Treve

Era difícil creer que la gentil y obediente joven que se refugiaba en mis brazos, y que ahora sollozaba de placer, era la orgullosa Vika de Treve.

Pero yo todavía no estaba seguro si podía confiar en ella, y no quería correr riesgos. Sabía quién era, la princesa pirata de la altiva y saqueadora Treve, en la Cordillera Voltai.

No, no quería correr riesgos con esta joven, porque sabía que era traicionera y maligna como las nocturnas aves predadoras.

—Cabot —rogó la joven—, ¿qué debo hacer para que me creas?

—Te conozco —repliqué.

—No, Cabot —dijo—, no me conoces. Meneó la cabeza con tristeza.

Comencé a retirar la reja, de modo que pudiésemos dejarnos caer al suelo de la cámara del Vivero. Felizmente, esa argolla no estaba cargada de energía.

—Te amo —dijo, y me tocó el hombro.

La aparté bruscamente.

—Aun así, es cierto —dijo.

Me volví y la miré fríamente:

—Representas bien tu papel —dije—, y casi me engañaste, Vika de Treve.

—No entiendo —balbuceó.

Estaba irritado. Qué convincente había sido su papel de esclava enamorada, dispuesta a satisfacer mis menores caprichos, mientras esperaba una oportunidad para traicionarme.

—Guarda silencio, esclava —ordené.

Enrojeció de vergüenza e inclinó la cabeza, hundió la cara entre las manos, y se arrodilló, gimiendo suavemente.

Finalmente, conseguí retirar una parte del ancho enrejado, lo necesario para pasar a la cámara; y poco después, Vika me siguió y yo la ayudé a descender.

La verja volvió a ocupar su lugar.

Me agradaba bastante haber descubierto la red de tubos de ventilación, porque representaba una ancha y complicada red de vías de acceso a todos los lugares del Nido a los que yo deseaba llegar.

Vika aún lloraba un poco, pero yo la sacudí rudamente y le dije que acabase de una vez. Se mordió los labios y contuvo un sollozo; cuando al fin dejó de llorar, todavía tenía los ojos llenos de lágrimas.

Miré su atuendo, que aunque sucio y desgarrado era aún, visiblemente, el de una esclava de las cámaras; una pista que revelaba su identidad. Sin duda produciría curiosidad, y hasta sospechas.

Tracé un plan temerario.

Miré severamente a Vika. —Debes hacer lo que te ordene —dije— y deprisa, y sin discutir.

Inclinó la cabeza. —Obedeceré —dijo en voz baja... amo.

—Serás una muchacha traída de la superficie —dije—, pues todavía tienes tus cabellos, y diré que te llevo al Vivero por orden de Sarm, el Rey Sacerdote.

—No entiendo.

—Pero obedecerás.

—Sí —afirmó.

—Yo seré tu guardián —expliqué—, y te llevo para que seas una nueva hembra mul en las cajas de reproducción.

—¿Una mul? —preguntó—. ¿Las cajas de reproducción?

—Quítate esas ropas —ordené—, y pon las manos detrás de la espalda.

Vika me miró sorprendida.

—¡Deprisa!

Hizo lo que le ordenaba, y le até las muñecas a la espalda.

Tomé los harapos que vestía y los arrojé a un eliminador de residuos.

Poco después, adoptando un aire autoritario, presenté a Vika al jefe del Vivero.

Contempló con desagrado la cabeza sin afeitar y los cabellos largos y bellos. —Qué fea es —dijo.

Supuse que había nacido en el Nido, y allí se había formado su concepto de la belleza femenina.

Me complació comprobar que esa opinión impresionaba mucho a Vika, e imaginé que era la primera vez que un hombre la miraba con desagrado.

—¿No es un error? —preguntó el jefe.

—No —contesté—. Es una nueva hembra mul, y viene de la superficie. Por orden de Sarm aféitenla y vístanla como corresponde. Después, deben asignarle una caja de reproducción, donde quedará sola y encerrada. Más adelante ustedes recibirán nuevas órdenes.

Vika de Treve fue introducida en una caja de plástico, pequeña pero cómoda, en la cuarta hilera del Vivero. Vestía la breve túnica de plástico púrpura asignada a las muls hembras en el Nido, y salvo las pestañas todos sus cabellos habían sido eliminados por completo.

Vio reflejada su imagen en el costado de la caja, lanzó un grito, y se tapó la cara con las manos.

Gimió, y se inclinó contra la pared de la caja, los ojos cerrados.

La abracé un instante; pareció sorprendida.

—¿Qué me hiciste? —murmuró.

La miré severamente y contesté:

—Lo que deseaba.

—Por supuesto —dijo Vika, apartando los ojos—, no soy más que una esclava

Retrocedió un paso. —Ah, sí —dijo—, lo olvidaba... tu venganza.

Me miró. —Antes, pensé que... —no concluyó la frase, y los ojos se le llenaron de lágrimas—: Mi amo es astuto —dijo, irguiéndose orgullosa—, sabe cómo castigar a una esclava traicionera.

Se volvió.

Un instante después volví a oír su voz. —¿Me abandonarás? —preguntó—. ¿O aún no has terminado conmigo?

Aunque en el fondo era una actitud insensata, hubiera deseado explicarle mi intención de liberarla apenas fuese posible; pero era absurdo informarla, en vista de su traición anterior, y felizmente no tuve oportunidad de hacerlo, porque en ese momento el jefe se acercó y me entregó un bolso de cuero donde estaba la llave de la caja de Vika.

—La mantendré con alimento y agua abundante —dijo el individuo.

Entonces, Vika se volvió súbitamente, de espaldas a la caja de plástico, las manos apoyadas en la superficie del recipiente.

—Te lo ruego, Cabot —dijo—, no me dejes aquí.

—Aquí te quedarás —respondí.

Meneó lentamente la cabeza. —No, Cabot —dijo—, por favor.

Había tomado mí decisión, y no deseaba discutir con la muchacha, de modo que no respondí.

De pronto, cayó de rodillas, y con los ojos llenos de lágrimas extendió las manos hacia mí. —Mira, guerrero de Ko-ro-ba —dijo—, una mujer de la casta superior de la alta ciudad de Treve se arrodilla ante ti y te ruega que no la dejes en este sitio.

—Veo a mis pies —dije— sólo una esclava. Y aquí se quedará.

—No, no —exclamó Vika.

—He tomado mi decisión —dije.

—En realidad, es bastante bella —dijo el jefe, modificando su juicio anterior.

—Sí, bastante bella —confirmé.

—Es notable cómo mejora una hembra mul cuando se la viste bien y se afeitan esos hilos que parecen gusanos —observó el jefe.

—Sí —dije—, de veras es sorprendente.

Vika inclinó la cabeza hacia el suelo, y gimió.

—¿Hay otra llave? —pregunté al jefe.

—No.

—¿Y si pierdo ésta? —pregunté.

—El plástico de la caja —explicó el jefe— es el que se utiliza en las jaulas, y la cerradura es especial, por lo tanto, será mejor que no la pierdas.

—¿Pero si así fuera?

—Creo que podríamos abrir la caja con soplete —dijo el jefe.

—Comprendo. ¿Ocurrió alguna vez? —pregunté.

—Una sola vez —dijo el jefe—, y tardamos varios meses; pero no hay peligro porque podemos introducir desde afuera alimento y agua.

—Muy bien.

—Además —dijo el jefe—; jamás se pierde una llave. En el Nido nada se pierde. Se echó a reír. Ni siquiera un mul.

Entré en la caja, y examiné los recipientes de hongos.

Ahora, Vika se había incorporado, y se enjugaba los ojos con la mano.

—Cabot, no puedes abandonarme aquí —dijo, como si estuviera muy segura de lo que afirmaba.

—¿Por qué no?

Me miró. —Por otra parte —dijo—, te pertenezco.

—Creo que mi propiedad está segura aquí.

—Bromeas.

Me miró mientras yo alzaba las tapas de los recipientes de hongos. Las sustancias contenidas en ellos parecían frescas y de buena calidad.

—¿Qué hay en esos recipientes? —preguntó.

—Hongos.

—¿Para qué?

—Para comerlos.

—Jamás. Prefiero morir de hambre.

—Ya los comerás —dije—, cuando tengas suficiente apetito.

Vika me miró un momento, horrorizada, y después se echó a reír. Se apoyó contra el costado de la caja, incapaz de contener la risa. —¡Oh, Cabot! —exclamó aliviada—, cuánto miedo tuve. —Se acercó a mí y suavemente apoyó su mano sobre mi brazo. —Ahora comprendo —dijo, casi llorando de alivio—, pero me atemorizaste.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

Se echó a reír. —¡Nada menos que hongos! —gimió.

—No son tan malos cuando te acostumbras —dije—, y por otra parte, tampoco son muy agradables.

Meneó la cabeza. —Por favor, Cabot —dijo—, tu broma ha llegado demasiado lejos —sonrió—. Ten compasión —dijo—, si no de Vika de Treve... por lo menos de una pobre joven que no es más que tu esclava.

—No estoy bromeando —contesté.

No me creyó.

Examiné el tubo de píldoras y la jarra invertida de agua. —Aquí no existen los lujos del Nido que se te ofrecían en tu cámara —dije—, pero creo que te arreglarás bastante bien.

—Cabot —dijo—, ¡por favor!

Me volví hacia el jefe. —Habrá que darle todas las noches doble ración de sal —dije.

—Muy bien —replicó.

—¿Le explicarás el asunto de los lavados? —pregunté.

—Por supuesto —dijo—, y los ejercicios.

Vika se acercó por detrás y me rodeó con sus brazos. Me besó la nuca. Se rió por lo bajo. —Ya bromeaste bastante, Cabot —dijo—, ahora salgamos de aquí, porque este lugar no me agrada.

En la caja no había musgo escarlata, sino una estera de paja a un costado. Era mejor que la que ella tenía en su propia cámara.

Me acerqué a la puerta y Vika, tomada de mi brazo sonreía y me miraba en los ojos, mientras me acompañaba.

En la puerta me detuve, y como ella intentó pasar se lo impedí con el brazo.

—No —dije—, te quedarás aquí.

—Bromeas.

—No —insistí—, no bromeo. Y suelta mi brazo.

—No querrás abandonarme aquí —dijo, meneando la cabeza—. No, no puedes... no puedes abandonar así a Vika de Treve. —Rió y me miró a los ojos. —No lo permitiré.

—¿No me lo permitirás? —pregunté.

Mi voz era la voz del amo goreano.

Me soltó el brazo y retrocedió un paso, temblorosa, con una expresión de temor. Había palidecido intensamente.

Desconcertada, me miró, con lágrimas en los ojos. —Golpéame si lo deseas —rogó—, pero por favor... llévame contigo.

—Te dije que ya había tomado una decisión.

—Pero amo, puedes cambiar tu decisión por mí —insistió.

—No lo haré.

Vika trató de contener las lágrimas. Me pregunté si era la primera vez en su vida que en un asunto importante para ella no se salía con la suya.

—¿Puedo hacerte una pregunta, amo? —preguntó.

—Sí.

—¿Por qué tengo que quedarme aquí?

—Porque no confío en ti.

—Oh, Cabot —gimió—, Cabot...

Sin decir una palabra más, salí de la habitación.

Vika meneó lentamente la cabeza y miró alrededor, incrédula... la estera, el jarro de agua, los recipientes a lo largo de la pared.

Alcé una mano para cerrar la puerta de plástico.

El gesto pareció despertar a Vika, y todo su cuerpo tembló de pronto con el pánico de un hermoso animal atrapado.

—¡No! —gritó—. ¡Por favor, amo!

Corrió hacia mis brazos. La sostuve un momento y la besé, y sus labios se unieron con los míos, húmedos y cálidos dulces, ardientes y salados a causa de las lágrimas que había derramado, y después la aparté de mí, y cayó cerca de la caja, contra la pared. Se volvió para mirarme, apoyada en las manos y las rodillas. Meneó la cabeza, como negándose a creer lo que le ocurría. Alzó las manos hacia mí.

—No, Cabot —dijo—. No.

Cerré la puerta de plástico y la aseguré. Moví la llave en la cerradura y oí el golpe firme y seco del mecanismo.

Vika de Treve era mi prisionera.

Con un grito se incorporó y se arrojó contra la pared de la caja, golpeando salvajemente con sus pequeños puños. —¡Amo! ¡Amo!

Metí la llave en el bolso de cuero, y me lo colgué del cuello.

—Adiós, Vika de Treve —dije.

Dejó de golpear la división de plástico, y me miró fijamente, el rostro surcado de lágrimas.

Después, me asombró ver que sonreía, enjugaba una lágrima, y meneaba la cabeza, sonriendo ante el absurdo de su propia reacción.

—De veras te marchas —dijo.

—Sí —contesté.

—Sabía —dijo— que en realidad era tu esclava, pero hasta ahora no he sabido que en realidad eras mi amo. Me miró a través del plástico transparente, conmovida. —Es extraño sentir —continuó— y saber que alguien es realmente nuestro amo, saber que sólo él tiene derecho a hacer con una lo que le plazca, pero que nuestra voluntad no cuenta, que una es impotente y debe y quiere hacer lo que él manda, porque es necesario obedecer.

De pronto, Vika me sonrió. —Es bueno pertenecerte, Tarl Cabot —dijo—, me agrada pertenecerte.

—No comprendo —dije.

—Soy mujer —dijo—, y eres hombre, y eres más fuerte que yo, y soy tuya, algo que tú sabías y que ahora también yo aprendí.

Vika inclinó la cabeza. —En el fondo de su corazón —dijo Vika— la mujer siempre desea soportar las cadenas un hombre.

La afirmación me pareció bastante dudosa.

Vika alzó los ojos y sonrió. —Por supuesto deseamos elegir al hombre.

Eso me pareció menos dudoso.

—Y yo te prefiero, Cabot —agregó.

—Las mujeres desean ser libres —repliqué.

—Sí —convino la muchacha—, también deseamos ser libres. En todas las mujeres hay algo de la Compañera Libre y algo de la esclava.

La contemplé, ahora sin rencor. —Debo marcharme —insistí.

—Cabot, cuando te vi por primera vez —dijo—, supe que me poseías. —Fijó sus ojos en los míos:

—Deseaba ser libre, pero sabía que tú eras mi dueño... a pesar de que no me habías tocado ni besado. Supe que desde ese momento era tu esclava; tus ojos me dijeron que te habías adueñado de mí, y mi instinto más secreto así lo reconoció.

Me volví para salir.

—Te amo, Cabot —dijo de pronto, y como confundida, y tal vez atemorizada, de pronto inclinó humildemente la cabeza—, Quiero decir... que te amo, señor.

Sonreí ante la rectificación de Vika, pues una esclava rara vez puede dirigirse al amo por su nombre, sólo está autorizada a mencionar el título. El privilegio de usar el nombre, de acuerdo con la costumbre más usual, está reservado a la mujer libre, y sobre todo a la Compañera Libre.

Los ojos de Vika expresaban inquietud, y sus manos se movían como si deseara tocarme a través del plástico.

—¿Puedo preguntar —inquirió— adónde va mi amo?

—Voy a dar Gur a la Madre.

—¿Qué significa eso? —preguntó, asombrada.

—No lo sé —contesté—, pero me propongo averiguarlo.

—¿Es necesario que vayas? —preguntó.

—Sí —repliqué—, tengo un amigo que puede estar en peligro.

Me volví para salir, y oí su voz que decía:

—Amo, te deseo bien.

Era una joven extraña.

Si yo no hubiera sabido cuán maligna y engañosa era, qué cruel y traicionera, podría haberme permitido dirigirle una palabra amable.

Su desempeño había sido soberbio, casi convincente, y hasta me vi inducido a creer que yo le importaba.

—Sí —dije—, Vika de Treve... esclava... representas bien tu papel.

—No —dijo—, no... amo... ¡Te he entregado mi corazón!

Me reí de ella.

Me volví porque tenía cosas más importantes que atender que ocuparme de la infiel mujerzuela de Treve.

—Proveeré alimento y agua a la hembra mul —dijo el jefe de los ayudantes.

—Si así lo deseas —dije, y, me retiré.

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