5. Vika

Desperté a causa del suave roce de una pequeña esponja que me bañaba la frente. Aferré la mano que sostenía la esponja y vi que pertenecía a una joven.

—¿Quién eres? —pregunté.

Estaba acostado sobre una amplia plataforma de piedra de unos cuatro metros cuadrados. Bajo mi cuerpo había pieles espesas, y muchas sábanas de seda escarlata y sobre la plataforma, además, varios almohadones de seda amarilla.

La habitación era espaciosa, y tendría unos treinta metros cuadrados; la plataforma para dormir se levantaba en un extremo, sin tocar la pared. Las paredes eran de piedra oscura, y había bulbos de energía fijos en ellas; los muebles parecían consistir, principalmente, en dos o tres grandes armarios apoyados contra una pared. No había ventanas. El aspecto general era austero. La habitación no tenía puertas, pero sí un gran portal, quizá de unos cuatro metros de ancho y cinco de alto. Más atrás del mismo, se abría un ancho corredor.

—Por favor —dijo la joven.

Le solté la mano.

Era agradable mirarla. Tenía los cabellos muy claros, del color de la paja en verano. Los ojos azules y de mirada torva. Los labios llenos y rojos, capaces de conmover el corazón de un hombre; eran labios sensuales, contenidamente rebeldes, quizás sutilmente despectivos.

Al lado de la joven, en el suelo, había una jofaina de bronce pulido llena de agua, una toalla y una navaja de afeitar goreana.

Me froté el mentón.

Mientras dormía me había afeitado.

La joven vestía una larga y sencilla túnica blanca sin mangas. Alrededor del cuello, un elegante pañuelo de seda blanca.

—Soy Vika —exclamó—, tu esclava.

Me incorporé en la cama, y crucé las piernas al estilo goreano sobre la plataforma de piedra. Sacudí la cabeza para disipar el sueño.

La joven se puso de pie y llevó la jofaina de bronce a un vertedero que estaba en el rincón del cuarto, y allí la vació.

Después, acercó la mano a un disco de cristal fijo en la pared, y por una abertura disimulada brotó agua. Lavó la jofaina, volvió a llenarla, y retiró una toalla de fino hilo de un armario tallado puesto contra la pared. Luego me ofreció el líquido, que bebí. Me limpié la cara con la toalla. Finalmente, la joven recogió la navaja, las toallas que yo había usado y la jofaina y se dirigió a un costado de la habitación.

Allí, con un movimiento de la mano, pero sin tocar la pared abrió un pequeño panel circular donde dejó caer las dos toallas que yo había usado. Cuando éstas desaparecieron, el panel circular se cerró.

Después, regresó a la plataforma de piedra, y se arrodilló ante mí, aunque a varios metros de distancia.

Nos miramos, sin hablar.

En sus ojos se manifestaba una cólera impotente. Le sonreí, pero ella no me respondió, y en cambio apartó los ojos, enojada.

Con un gesto imperioso le ordené que se acercara.

Me miró con actitud de desafío, pero acató la orden, y se arrodilló al lado de la plataforma de piedra. Yo, que continuaba aún sentado en la plataforma con las piernas cruzadas, me incliné hacia adelante y le tomé la cabeza entre las manos, acercándola a la mía. Los labios sensuales apenas se entreabrieron, tuve profunda conciencia de su respiración, que me pareció entonces más honda y veloz. Aparté las manos de su cabeza, pero ella permaneció en el sitio en que yo la había puesto. Con un movimiento lento retiré de su cuello el pañuelo de seda blanca.

Sus ojos se nublaron irritados por las lágrimas.

Como había previsto, alrededor del cuello llevaba el fino collar de la esclava goreana.

—Ya lo ves —dijo la joven—, no te mentí.

—Tu conducta —dije— no sugiere que seas una esclava.

—De todos modos —replicó Vika—, soy esclava. ¿Deseas ver mi marca? —preguntó despectivamente.

—No —dije.

Pero en su collar no llevaba escrito el nombre del propietario y su ciudad, como esperaba. En cambio, vi el signo goreano que correspondía al número 708.

—Puedes hacer conmigo lo que quieras —dijo la joven—. Mientras estés en esta habitación, te pertenezco.

—No comprendo —dije.

—Soy una esclava de la cámara —contestó.

—No comprendo —repetí.

—Significa que estoy confinada a este cuarto, y que soy la esclava de quien entra aquí.

—Pero sin duda puedes salir.

—No —dijo con amargura—. No puedo salir.

Me acerqué al portal que se abría sobre el corredor, y extendí la mano hacia la joven. —Ven —propuse—, no hay peligro.

Corrió hacia el fondo de la habitación, y se acurrucó contra la pared. —No —exclamó.

Me reí, y me adelanté hacia ella. La sujeté y luchó como una gata salvaje. Quería convencerla de que no había peligro, de que sus temores eran infundados. Trató de arañarme la cara.

La alcé en mis brazos y comencé a llevarla hacia el portal.

—Por favor —murmuró, con la voz ronca de terror—. ¡Por favor, amo, no, no, amo!

Su voz tenía una expresión tan lastimera que abandoné mis propósitos y la solté.

Se derrumbó a mis pies, temblando y gimiendo, y apoyó la cabeza contra mi rodilla.

—Por favor, no, amo.

—Muy bien —dije.

—¡Mira! —exclamó, señalando el gran portal.

Miré, pero sólo vi los costados de piedra del portal, y a cada lado tres cúpulas rojas y redondas, cada una de unos diez centímetros de ancho.

—Son inofensivas —dije, pues ya había pasado por allí sin daño alguno.

De nuevo hice la prueba, salí y volví a entrar.

—Ya lo ves —repetí—, son inofensivas.

—Para ti —dijo ella—, no para mí.

—¿Por qué no?

La joven meneó la cabeza.

—Dímelo —ordené con voz severa.

Ella me miró:

—¿Es una orden? —preguntó.

Yo no deseaba imponerme de ese modo. —No —contesté.

—Entonces —replicó Vika—, no te lo diré.

—Bien, en ese caso te lo ordeno. Habla, esclava. Obedece.

—Quizás lo haga —dijo Vika.

Irritado, me acerqué y la aferré. Me miró en los ojos y tembló. Comprendió que tenía que hablar. Bajó la cabeza, sumisa. —Obedezco —dijo— amo.

La solté, y se volvió otra vez, tratando de poner distancia.

—Hace mucho —dijo—, cuando vine a las Montañas Sardar y descubrí el palacio de los Reyes Sacerdotes, era una muchacha joven y tonta. Pensé que los Reyes Sacerdotes tenían grandes riquezas, y que con mi belleza... —Se volvió y me miró— porque soy bella, ¿verdad?

—Sí —respondí—, eres bella.

Rió amargamente.

—Sí —continuó diciendo—, armada con mi belleza quise venir a las Montañas Sardar y adueñarme de las riquezas y el poder de los Reyes Sacerdotes, porque los hombres siempre habían querido servirme, darme lo que yo deseaba, ¿y acaso los Reyes Sacerdotes no eran hombres?

La gente tenía extrañas razones para entrar en los Sardos, pero la de esta joven llamada Vika me parecía realmente increíble. Ese plan sólo podía habérsele ocurrido a una muchacha ambiciosa y arrogante, y tal vez, como ella misma había dicho, a una persona tan joven y tonta.

—Quería ser la Ubara de todo Gor —dijo riendo—, que me sirvieran los Reyes Sacerdotes.

No dije nada.

—Pero cuando llegué a los Sardos... —se estremeció, movió los labios, pero parecía incapaz de proseguir.

Me acerqué, le pasé el brazo sobre los hombros, y esta vez no se resistió.

—Allí —dijo—, señalando las pequeñas cúpulas redondas a los costados del portal.

—No entiendo.

Se desprendió de mis brazos y se acercó al portal.

Cuando estaba a un metro de la salida, aproximadamente, las pequeñas cúpulas rojas comenzaron a resplandecer.

—Aquí, en los Sardos —dijo, volviéndose hacia mí, temblorosamente—, me llevaron a los túneles y me pusieron sobre la cabeza un horrible globo de metal con luces y alambres. Cuando me liberaron me mostraron una placa de metal y me dijeron que allí estaba registrado el funcionamiento de mi cerebro, desde mis recuerdos más antiguos y primitivos...

Escuché atentamente, porque sabía que aún perteneciendo a la casta superior, era posible que la joven hubiese comprendido muy poco de todo lo que le había ocurrido. Los Reyes Sacerdotes permiten a las castas superiores de Gor sólo el Segundo Conocimiento, y los miembros de las castas inferiores solamente pueden poseer el Primer Conocimiento, más rudimentario. Había sospechado que existía un Tercer Conocimiento, el reservado a los Reyes Sacerdotes, el relato de la joven parecía justificar la conjetura. No podía comprender los complicados procesos de la máquina que ella mencionaba, pero su propósito y los principios teóricos que eran su fundamento me parecían bastante claros. La máquina seguramente era un explorador cerebral de algún tipo, que registraba en tres dimensiones los microestados del cerebro, y sobre todo los de las capas más profundas y menos alterables. Bien ejecutada la placa resultante debía ser un registro más característico aún que las huellas digitales, algo tan único y personal como su propia historia.

—Esa placa —continuó diciendo la joven— se conserva en los túneles de los Reyes Sacerdotes, pero éstos... —se estremeció e indicó las cúpulas redondas, que sin duda eran sensores de algún tipo— son los ojos.

—Hay cierta conexión, quizá nada más que un rayo de determinado tipo, entre la placa y esas células —dije. Me acerqué y examiné las cúpulas.

—Hablas de un modo extraño —dijo la joven.

—¿Qué ocurriría si tú pasaras entre ellas? —pregunté.

—Me lo mostraron —dijo, con los ojos desorbitados a causa del horror— ordenando que pasara entre ellas a una joven que no había obedecido las órdenes.

De pronto, me sobresalté.

—¿Ellos ordenaron? —pregunté.

—Los Reyes Sacerdotes —replicó la muchacha.

—Pero hay un solo Rey Sacerdote —dije—, que se llama Parp.

Vika sonrió, pero no me contestó.

Tal vez antes el número de Reyes Sacerdotes había sido más elevado. Y Parp era uno de los últimos. No dudaba que las macizas estructuras del palacio de los Reyes Sacerdotes eran el producto de más de un individuo.

—¿Qué le ocurrió a la muchacha? —pregunté.

Vika se estremeció. —Fue como si la atacaran los cuchillos y el fuego —dijo.

—¿Intentaste protegerte? —pregunté, los ojos fijos en la jofaina de bronce que ahora estaba contra la pared.

—Sí —dijo—, pero el ojo sabe. Sonrió de mala gana. Puede ver a través del metal.

Vika se acercó a la pared, y recogió la jofaina de bronce. La sostuvo ante la cara, y se aproximó al portal. De nuevo las cúpulas redondas comenzaron a resplandecer.

—Ya lo ves —dijo—, lo sabe. Puede ver a través del metal.

En mi fuero interno felicité a los Reyes Sacerdotes por la eficacia de sus recursos. Al parecer, los rayos que emanaban de los sensores y que eran invisibles al ojo humano, tenían poder para penetrar por lo menos en las estructuras moleculares comunes. Se parecían bastante a los rayos X.

Vika me miró con hostilidad. —Hace nueve años que estoy prisionera en este cuarto —dijo.

—Lo siento —respondí.

—Vine a los Sardos —se rió— para conquistar a los Reyes Sacerdotes y despojarlos de su riqueza y su poder.

Corrió hacia la pared del fondo, y se echó a llorar.

—Y en cambio —gritó—, ¡sólo conseguí estos muros piedra y el collar de acero de una esclava!

Al fin, se tranquilizó y me miró con curiosidad. —Antes —dijo—, los hombres buscaban complacerme, pero ahora soy yo quien debe complacerlos.

Sus ojos me miraron, creo que con cierto atrevimiento, como invitándome a ejercer mi autoridad sobre ella, a impartirle la orden que me pareciese más grata, una orden que ella no tendría más remedio que acatar.

Tenía conciencia del encanto de su carne, del evidente desafío de sus ojos y su actitud.

Parecía decirme: “No puedes dominarme”.

Me pregunté cuántos hombres habrían fracasado.

Encogiéndose de hombros, se acercó al costado de la plataforma para dormir, y recogió el pañuelo de seda blanca que yo le había quitado del cuello. Volvió a ponérselo, ocultando el collar.

—No uses el pañuelo —dije amablemente.

—Quieres ver el collar —dijo con voz sibilante.

—En ese caso, si lo deseas úsalo.

Me miró asombrada.

—Pero no creo que debas hacerlo —insistí.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque eres más bella sin el pañuelo —expliqué—. Además, lo más importante es que el hecho de que ocultes un collar no equivale a eliminarlo.

—No —dijo—, supongo que no es lo mismo. Cuando estoy sola —dijo—, imagino que soy libre, y que soy una gran dama, la Ubara de una gran ciudad, incluso de Ar... pero cuando un hombre entra en mi habitación, vuelvo a ser una esclava.

—Conmigo —dije amablemente—, eres libre.

Me miró despectivamente. —En esta habitación antes que tú entraron cien hombres —dijo—, y ellos me enseñaron... y me enseñaron bien... que llevo puesto el collar.

—De todos modos —insistí—, conmigo eres libre.

—Y después de ti, vendrán cien más —dijo.

—Pero mientras —sonreí—, te otorgo tu libertad.

—Para ocultar un collar —dijo en tono de burla—, no para quitármelo.

—Muy bien —admití—, en efecto, eres esclava.

Entonces, su antigua insolencia retornó. —En ese caso, úsame —dijo con amargura—. Enséñame el significado del collar.

En verdad, me maravillé. A pesar de sus nueve años de cautiverio, de su confinamiento en esa cámara, Vika era todavía una joven obstinada y arrogante, una joven que tenía perfecta conciencia de que su carne no había sido conquistada, y del poder extraño que su belleza ejercía sobre los hombres, de su capacidad para torturarlos y enloquecerlos. Allí estaba ante mí, la joven bella y rapaz que mucho antes había llegado a los Sardos para sojuzgar a los Reyes Sacerdotes.

—Después —dije.

Parecía que la cólera la ahogaba.

No sentía antipatía hacia ella, pues me resultaba tan irritante como bella. Comprendía que una joven orgullosa e inteligente debía sentirse humillada por la indignidad de su situación, por su condición de esclava que debía someterse a los hombres que los Reyes Sacerdotes le enviaran; pero consideraba que por grave que fuese la situación, no era una excusa que justificara la profunda hostilidad con que me miraba. Después de todo, yo también era un prisionero de los Reyes Sacerdotes, y no había pedido ir a esa cámara.

—¿Cómo llegué a esta cámara? —pregunté.

—Te trajeron —contestó.

—¿Los Reyes Sacerdotes? —le pregunté.

—Sí —dijo.

—¿Parp? —pregunté.

Se limitó a sonreír.

—¿Cuánto dormí? —pregunté.

—Mucho —dijo la joven.

—¿Cuánto tiempo? —insistí.

—Quince ahns —respondió.

El día goreano está dividido en veinte ahns. Es decir que había dormido casi un día.

—Bien, Vika —dije—, creo que ahora podré usarte.

—Muy bien, amo —respondió la joven con una expresión profundamente irónica. Con su mano soltó el broche que aseguraba la túnica sobre el hombro izquierdo.

—¿Sabes cocinar? —pregunté.

—Sí —replicó ásperamente. Manipuló irritada el broche, pero la cólera le entorpecía los dedos. Me miró con ojos ardientes.

—Prepararé comida —dijo.

—Date prisa, esclava —ordené.

Los hombros le temblaron de cólera.

—Ya veo —dije— que debo enseñarte el significado de tu collar.

Avancé un paso, y Vika se volvió con un grito y corrió hacia el fondo de la habitación.

Mi risa resonó vibrante.

Casi al instante Vika recuperó el control de sí misma y enderezó la cabeza. Mi mirada se encontró con la suya.

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