John Norman Los Reyes Sacerdotes de Gor

1. La feria de En’Kara

Yo, Tarl Cabot, que antes era de la Tierra, soy un individuo conocido por los Reyes Sacerdotes de Gor.

A finales del mes de En’Kara del año 10.117, a contar desde la fundación de la ciudad de Ar, llegué al palacio de los Reyes Sacerdotes en las Montañas Sardar del planeta Gor, nuestra Contratierra.

Cuatro días antes había llegado, montado en un tarn, a la empalizada negra que rodea a las temidas Sardar, esas montañas oscuras coronadas de hielo, sagradas para los Reyes Sacerdotes, prohibidas a los hombres, a los mortales y a todas las criaturas de carne y hueso.

Desmonté y liberé al tarn, mi montura gigantesca con aspecto de halcón, porque no me podría acompañar cuando me internara en los Sardos. Una vez había intentado internarse conmigo en las montañas, pero no volvería a repetir la prueba. Lo había detenido el escudo de los Reyes Sacerdotes, que había influido sobre el ave, quizás afectando el mecanismo del oído interno, de modo que el animal no había podido controlarse y había caído al suelo, desorientado y confundido. A los montes sólo podían entrar los hombres, y nunca regresaban.

Lamenté separarme del tarn, porque era un ave excelente, inteligente, valerosa y fiel. La quería mucho, y sólo diciéndole palabras duras pude alejarla de mí, y cuando desapareció a lo lejos sentí deseos de llorar.

No estaba apartado de la feria de En’Kara, una de las cuatro grandes ferias que se celebraba a la sombra de los Sardos durante el año goreano; y poco después caminaba con paso lento por la larga avenida central entre las tiendas, los puestos, los pabellones y los depósitos, en dirección a la alta puerta de madera, formada por leños oscuros, más allá de los cuales se elevan las propias Montañas Sardar, el santuario de los dioses de este mundo, conocidos como los Reyes Sacerdotes por los mortales, los hombres que viven al pie de la montaña.

Pensé detenerme brevemente en la feria, porque tenía que comprar alimentos para el viaje hacia el interior de las Montañas Sardar, y debía entregar un bolso de cuero a cierto miembro de la Casta de los Escribas; era un bolso que contenía una reseña de lo que había ocurrido durante los últimos meses en la ciudad de Tharna, un breve relato de los hechos que a mi juicio debían quedar registrados.

Hubiera deseado disponer de más tiempo para visitar la feria y examinar sus mercancías, beber en sus tabernas y conversar con los comerciantes, pues esas ferias son el lugar de cita donde se encuentran los habitantes de muchas ciudades goreanas hostiles, y constituyen casi la única oportunidad para que los ciudadanos de distintos lugares se reúnan pacíficamente.

Por eso las ciudades de Gor apoyan las ferias. A veces son el terreno donde pueden resolverse amistosamente disputas territoriales y comerciales, y donde los plenipotenciarios de las ciudades en guerra se encuentran, aparentemente, por casualidad.

Además, los miembros de castas, como la de los Médicos y los Constructores, usan la feria para difundir información y técnicas entre los hermanos de sus propias castas; así se establece en sus códigos, pese al hecho de que a veces las respectivas ciudades son mutuamente hostiles.

Mi pequeño amigo, Torm de Ko-ro-ba, de la Casta de los Escribas, había estado en las ferias cuatro veces en su vida. Según dijo, en su tiempo había refutado a setecientos ocho escribas de cincuenta y siete ciudades, pero yo no doy fe de la exactitud de su versión, y a veces sospecho que Torm, como la mayoría de los miembros de su casta, y de la mía, tiende a mostrarse un poco exagerado en el relato de sus propias victorias.

Por otra parte, cuando hay diferencias entre los miembros de mi propia casta, la de los Guerreros, es más fácil decir quién venció, pues el derrotado a menudo queda herido muerto, a los pies del vencedor. En cambio, en las disputas entre Escribas la sangre derramada es invisible y los enemigos del valiente se retiran en buen orden, vilipendiando a sus enemigos y reagrupando fuerzas para la campaña del día siguiente.

Extrañé a Torm y me pregunté si volvería a verlo jamás revisando los escritos polvorientos de otros autores, derribando el tintero de su escritorio con el movimiento altanero de su túnica azul, y denunciando en términos exaltados a otro escriba que afirmara haber descubierto una idea que ya estaba anotada en antiguos manuscritos, por supuesto conocidos por Torm, pero no por el infortunado escriba en cuestión, o cobijándose con su capa para combatir el frío, y acercando los pies al brasero de carbón que invariablemente estaba encendido bajo su mesa.

Imaginé que Torm podría estar aquí o allá, pues los nativos de Ko-ro-ba habían sido dispersados por los Reyes Sacerdotes. No pensaba buscarle en la feria, y si le encontraba tampoco haría notar mi presencia, pues según la voluntad de los Reyes Sacerdotes los hombres de Ko-ro-ba no podían estar reunidos, y no deseaba poner en riesgo la seguridad del pequeño escriba; Gor se beneficiaba con las extrañas excentricidades de Torm. La Contratierra nunca sería la misma sin la presencia del belicoso y exasperado Torm. Sonreí para mí. Sabía que si llegaba a encontrarlo vendría inmediatamente e insistiría en que le llevase a las Montañas Sardar, pese a que sabía que eso equivalía a su propia muerte: y, yo me vería obligado a levantarlo en vilo, meterlo de cabeza en un barril lleno de agua y escapar. Quizás sería más seguro arrojarle a un pozo. Torm ya había emergido de un pozo varias veces en su vida, y quien le conociera no se extrañaría al verle salir airoso del fondo de uno.

A propósito: las ferias están regidas por el Derecho de los Mercaderes, y se sostienen con los alquileres de las tiendas y los impuestos que se cobran por el tráfico comercial. Las instalaciones comerciales son las mejores que existen en Gor —si se exceptúa la Calle de las Monedas de Ar—. Aquí se aceptan cartas de crédito y se otorgan créditos también, aunque a menudo con usura. Sin embargo, quizá todo esto no sea tan asombroso, pues dentro de sus propios límites, las ciudades goreanas aplican la Ley de los Mercaderes cuando es conveniente, e incluso aunque ello perjudique a sus propios ciudadanos. Por supuesto, si no lo hicieran las ferias quedarían cerradas para los ciudadanos de dicha ciudad.

Las pruebas que he mencionado y que se celebran en las ferias son desde luego pacíficas, o por lo menos no implican el uso de armas. Más aún: se considera un delito contra los Reyes Sacerdotes manchar con sangre las armas en las ferias.

Los enfrentamientos con armas, en encuentros a muerte, si bien no ocurren en las ferias no son desconocidos en Gor, y son populares en algunas ciudades. Las luchas de este tipo, que con frecuencia comprometen a criminales y a soldados de fortuna empobrecidos, permiten ganar amnistía o premios en oro, y generalmente son patrocinadas por hombres adinerados para conquistar la aprobación del populacho de sus respectivas ciudades. A veces, estos hombres son comerciantes que de ese modo desean prestigiar sus propios productos; otras, los patrocinadores practican el derecho, y abrigan la esperanza de ganar los votos del jurado; y otras, por último, son Ubares o Altos Iniciados que consideran conveniente alegrar a la multitud. Estos encuentros, en los cuales se sacrifican vidas, solían ser populares en Ar, y allí los patrocinaba la Casta de los Iniciados, cuyos miembros se consideran intermediarios entre los Reyes Sacerdotes y los hombres, aunque creo que en general saben de los Reyes Sacerdotes tan poco como los restantes hombres. Estas disputas fueron prohibidas en Ar cuando Kazrak de Puerto Kar llegó a ser Administrador de esa ciudad. Su actitud no le mereció el aprecio de la poderosa Casta de los Iniciados.

Pero me complace agregar que los concursos y las ferias no proponen nada más peligroso que la lucha libre, que no implica riesgo de muerte. La mayoría de las competiciones tienen que ver con las carreras pedestres, las competiciones de fuerza y la habilidad en el manejo del arco y de la lanza. En otros concursos se enfrentan coros, poetas e instrumentistas de diferentes ciudades. Tuve un amigo, Andreas, de la ciudad desértica de Tor, miembro de la Casta de los Poetas, que cierta vez cantó en la feria y conquistó un gorro lleno de oro. Y quizá sea innecesario agregar que en las calles de las ferias hay muchos juglares, titiriteros, músicos y acróbatas, que, lejos de los teatros, compiten al modo antiguo por los discotarns de cobre que les arroja la multitud agitada y turbulenta.

En las ferias se venden muchos objetos, y he visto tejidos y vinos, lana cruda, sedas y brocados, objetos de cobre y vajilla, alfombras y tapices, maderas y pieles, cueros, azahar, armas y flechas, monturas y arneses, anillos, brazaletes y collares, cintos y sandalias, lámparas y aceite, medicinas y carnes y granos, y animales como los fieros tarns, las monturas aladas de Gor, y tharlariones, los lagartos domesticados, y largas hileras de miserables esclavos, masculinos y femeninos.

Aunque en la feria esté prohibido esclavizar a nadie, dentro de sus límites se pueden comprar y vender esclavos, y los esclavistas ganan mucho. La razón es no sólo que allí hay un mercado excelente para toda clase de artículos, pues van y vienen hombres de diferentes ciudades, sino que se espera que cada goreano, hombre o mujer, por lo menos una vez en su vida, antes de cumplir los veinticinco años vea las Montañas Sardar, en honor de los Reyes Sacerdotes. Por eso mismo, los piratas y los proscriptos que acechan en los caminos emboscan y atacan a las caravanas que se dirigen a la feria, y si tienen éxito a menudo ven recompensados sus malignos esfuerzos no sólo con metales y ropas.

Esta peregrinación a los Sardos, promovida por los Reyes Sacerdotes de acuerdo con la Casta de los Iniciados, sin duda representa su papel en la distribución de la belleza entre las ciudades hostiles de Gor. Los varones de la caravana a menudo mueren o huyen; en cambio las mujeres se convierten en esclavas y tienen que seguir a pie hasta la feria, o si los tharlariones de la caravana resultan muertos o huyeron, tienen que transportar sobre los hombros además, los artículos secuestrados. Un efecto práctico de los edictos de los Reyes Sacerdotes es que una joven goreana por lo menos una vez en su vida deba abandonar los muros de su ciudad y correr el riesgo muy grave de convertirse en esclava, o en posesión de un pirata o de un proscripto.

Las expediciones que salen de las ciudades están muy bien defendidas, pero también los piratas y los proscriptos pueden agrupar elevado número de hombres; y a veces, lo que es incluso más peligroso, los guerreros de la ciudad atacan la caravana de otra. Digamos, de paso, que ésta es una de las causas más frecuentes de guerra entre dichas ciudades. El hecho de que los guerreros de una ciudad usen a veces los distintivos de ciudades hostiles a la suya propia, viene a provocar una situación que agrava las disputas internas que afligen a las ciudades goreanas.

Concebí estos pensamientos mientras veía a algunos hombres de Puerto Kar, una ciudad costera y salvaje del Golfo de Tamber, que estaban exhibiendo a una serie de veinte jóvenes recién capturadas. La mayoría eran mujeres muy bellas. Venían de la ciudad isleña de Cos y sin duda habían sido capturadas en el mar, después de incendiar y hundir el barco en que viajaban. Las jóvenes estaban encadenadas entre sí, las muñecas aseguradas a la espalda con brazaletes para esclavos, y arrodilladas en la postura característica de las esclavas de placer. Cuando un posible comprador se detenía frente a una de ellas, uno de los bandidos barbudos de Puerto Kar la tocaba con el látigo y la obligaba a alzar la cabeza, y a repetir la frase ritual de la esclava inspeccionada:

—Cómprame, Amo—.

Habían pensado ir a las Montañas Sardar como mujeres libres, para cumplir sus obligaciones con los Reyes Sacerdotes. Salían de allí como esclavas. Me aparté del espectáculo.

Mi problema tenía que ver con los Reyes Sacerdotes de Gor.

En efecto, había llegado a los Sardos para encontrar a los fabulosos Reyes Sacerdotes, cuyo poder incomparable influía de un modo tan complejo en el destino de las ciudades y los hombres de la Contratierra.

Se dice que los Reyes Sacerdotes saben todo lo que ocurre en su mundo, y que les basta alzar la mano para convocar a todas las potencias del universo; por mi parte había conocido el poder de los Reyes Sacerdotes, y sabía que dichos seres existían. Yo mismo había viajado en una nave de los Reyes Sacerdotes que dos veces me había llevado a ese mundo; había visto su poder, que ejercido de un modo tan sutil alteraba los movimientos de la aguja de una brújula, y tan brutal que destruía una ciudad sin dejar detrás ni siquiera las piedras que antes habían sido la morada de los hombres.

Se dice que ni las complicaciones físicas del cosmos ni los sentimientos de los seres humanos están fuera del alcance de su poder, que las sensaciones de los hombres y los movimientos de los átomos y las estrellas son una sola cosa para ellos, que pueden controlar hasta la misma fuerza de la gravedad y desviar los corazones de los seres humanos; pero pongo en duda esta última afirmación, pues cierta vez, en un camino que llevaba a Ko-ro-ba, mi ciudad, conocí a uno que había sido mensajero de los Reyes Sacerdotes, que había sabido desobedecerles, y de cuyo cráneo quemado y herido había retirado un puñado de alambres de oro.

Los Reyes Sacerdotes lo habían destruido con el mismo gesto trivial con que hubieran podido desechar una sandalia. Le destruyeron con una brutalidad grotesca, inmediatamente, pero yo me decía a mí mismo que lo importante era que él hubiera desobedecido, que podía desobedecer, que había elegido la muerte ignominiosa que, bien lo sabía, tendría a consecuencia de su desobediencia. Había elegido su libertad, pese a que, como decían los goreanos, esa virtud le había llevado a las Ciudades del Polvo, donde creo que ni siquiera los Reyes Sacerdotes deseaban ir. En su condición de hombre había alzado el puño contra el poder de los Reyes Sacerdotes, y por eso había muerto, en una muerte desafiante y horrible, pero de excelsa nobleza.

Pertenezco a la Casta de los Guerreros, y nuestro código afirma que la única muerte apropiada para un hombre es la que recibe en el curso de una batalla; pero yo no puedo creer que eso sea cierto, pues el hombre a quien vi una vez en el camino a Ko-ro-ba, murió bien, y me enseñó que no toda la sabiduría y la verdad están en mis propios códigos.

Mi asunto con los Reyes Sacerdotes es sencillo, como lo son la mayoría de los temas de honor y de sangre. Por una razón que desconozco, destruyeron mi ciudad, Ko-ro-ba, y dispersaron a mi pueblo. No he podido saber el destino de mi padre, mis amigos, mis compañeros guerreros, y mi amada Talena —la que era hija de Marlenus, que había sido otrora Ubar de Ar—, mi dulce, mi fiel y salvaje, mi gentil y bello amor, la que es mi Compañera Libre, mi Talena, por siempre la Ubara de mi corazón, la que arde eternamente en la tierna y solitaria oscuridad de mis sueños. Sí, tengo asuntos que tratar con los Reyes Sacerdotes de Gor.

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